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EL «YUCATÁN»

El yate con el que la marquesa del Castillo iba a intentar la temeraria empresa de forzar el bloqueo de Cuba, a pesar de los poderosos y numerosísimos navíos de la escuadra americana, era una verdadera obra de arte de la ingeniería naval, el tipo más perfecto de los futuros buques de guerra, según las ideas desarrolladas por el contraalmirante Palhe de la Barrière, uno de los más valerosos marinos de toda Europa.

Dadas sus modestas dimensiones, no podía considerarse un verdadero buque de guerra, así como por su precario armamento, pero sí como un pequeño torpedero dotado de una gran velocidad y convertido en absolutamente insumergible gracias a su especial construcción que, si no lo protegía de los proyectiles, lo ponía ciertamente a salvo del peligro de hundirse con todos sus tripulantes.

Era un pequeño barco de carreras, de cuatrocientas toneladas, treinta y cinco metros de eslora, estrechísimo, con un espolón de sólido acero y provisto de motores de triple expansión que a toda máquina debían impulsarle a una velocidad capaz de competir con los más veloces cruceros de la marina americana, pudiendo alcanzar las veintiséis millas por hora.

Ningún objeto embarazoso sobre cubierta, exceptuando los dos mástiles de hierro, con aparejo de goleta y poquísimos cables, y las dos pequeñas torres de protección de los cañones y de la rueda del timón, que en el último momento debían desaparecer, y la chimenea de las máquinas, ancha y baja. Por borda llevaba una simple barandilla de hierro, de ancho escobén que no impedía la entrada de los golpes de mar, pero servía de asidero a la tripulación para no ser arrojados fuera.

Su poder consistía, como se ha dicho, en su impermeabilidad que le daba una ventaja extraordinaria sobre los demás barcos.

El casco, todo de acero, estaba dividido en gran número de compartimientos estancos rellenados con unos bloques compuestos por una materia conocida por la marinería con el nombre de celuloide; sustancia ligerísima que pesa solamente de ciento veinte a ciento cincuenta kilos el metro cúbico, fabricada con fibra de coco y que tiene la propiedad de dilatarse y endurecerse en contacto con el agua.

Esta especie de cintura de protección, adoptada actualmente por muchas naves modernas, debía hacer imposible la inmersión del pequeño barco, aunque fuera atravesado por los más gruesos proyectiles. Gracias a aquel celuloide siempre dispuesto, tras la primera entrada del agua, a hincharse y a tapar cualquier agujero producido por los proyectiles, el barco no podía hundirse.

Aunque el yate podía ser destrozado, siempre se mantendría a flote y sin desviarse, y esto era lo importante, de su plano no ranal, continuando la marcha, si las máquinas, situadas en el fondo de la bodega y protegidas por cojinetes de celuloide y una faja acorazada, no llegaban a ser destruidas.

Muchas otras perfecciones habían sido realizadas por el marqués del Castillo en la pequeña nave, convirtiéndola en un crucero capaz de asombrar a los americanos y de prestar los más preciosos servicios en la peligrosa expedición que estaba a punto de emprender.

A la orden de «hundid la nave», proferido por la capitana, veinte hombres se habían levantado desapareciendo por la escotilla de proa, que había quedado abierta, mientras que otros tantos desenganchaban, con prodigiosa rapidez, las bombas, las cangrejas del trinquete y del mayor, y los pocos brandales de los masteleros y los obenques de apoyo.

La operación estaba apenas terminada, cuando se vio descender a los dos mástiles, encogiéndose como las piezas de un catalejo, y desaparecer completamente en el vientre del pequeño barco, mientras bajo cubierta se oían sordos silbidos que parecían producidos por la irrupción del agua del mar dentro de un gran depósito.

Entonces se vio una cosa absolutamente inesperada, que habría espantado a cualquier marinero que no conociese la disposición interior del yate.

El «Yucatán» se sumergía lentamente, con un ligero balanceo, como si fuera a hundirse completamente a causa de un fallo imprevisto.

Doña Dolores, inclinada sobre el coronamiento de popa, contemplaba fríamente el agua que subía barboteando. Cuando la vio entrar por los imbornales y extenderse por la cubierta, ordenó:

—¡Cerrad los mamparos!

La inmersión cesó inmediatamente.

El «Yucatán», limpio de aparejos como estaba y tan hundido, parecía un pontón o mejor un desecho cualquiera abandonado en el agua, casi imposible de distinguir desde una cierta distancia aunque hubiese andado a todo vapor, puesto que a tantas perfecciones introducidas por el señor del Castillo y por la marquesa en la construcción de aquel maravilloso yate, habían agregado otra todavía más sorprendente, la de haber suprimido completamente el humo, adoptando el sistema descubierto por el ingeniero austriaco Fritz Mauer.

Esta invención, ya probada con éxito por el gobierno austro-húngaro y que en aquella época se estaba experimentando también en Inglaterra, se basa en el principio de que puede producirse un fuego sin humo cuando la puerta del horno está cerrada, cuando el combustible se va añadiendo en pequeñas cantidades y cuando se atiza el fuego sin dejar penetrar el aire.

El ingeniero Mauer ha podido obtener todo esto mediante un ingenioso horno automático, que alimenta el fuego regularmente, poco a poco, dejando entrar solamente al aire preciso para la combustión del carbón.

La marquesa del Castillo, adoptando el nuevo horno había, por lo tanto, evitado incluso el peligro de que su yate fuera descubierto desde alguna distancia, especialmente sumergido de aquella manera y sobre todo de noche.

—¿Crees que nos podrán divisar, Córdoba? —preguntó doña Dolores al lobo de mar, que se había acercado a ella.

—Estamos tan bajos que serán muy listos si nos descubren. Estupendo invento el de los depósitos, que permite volver una nave casi invisible y burlar al enemigo. ¡El marqués del Castillo era un excelente marino que conocía muchos ardides!

—¡Con tal que los proyectiles no nos estropeen las bombas, impeliéndonos vaciar el depósito!

—Esperemos que esto no suceda, doña Dolores.

—¿Se ve algo a lo lejos?

—Nada por ahora.

—¿Dónde se habrá metido el «Terror»?

—¿Y la otra nave con la que se comunicaba?

—¿Me aconsejas seguir junto a la costa?

—Yo intentaría una añagaza.

—Habla, Córdoba; tengo plena fe en ti y ya sabes cuanto aprecio tus consejos.

—En vez de continuar nuestra ruta hacia Puerto Lagartos, lancémonos atrevidamente hacia alta mar. Si el cónsul americano ha avisado al «Terror» de nuestro proyecto, será hacia Cabo Catoche donde nos esperará para echársenos encima.

—¿Lo crees así?

—Sí, doña Dolores. Pongamos proa al norte, más tarde derivaremos hacia el este y pasaremos el cabo a toda máquina.

—Probemos, pues, a hacer falsa ruta —dijo la marquesa—. ¡Qué los hombres no dejen el cañón ni los hotchkiss y los demás que se acuesten sobre cubierta!

—¡Maquinista! ¡A doce nudos!

El yate, que había reducido la marcha durante las anteriores operaciones, viró sobre estribor poniendo proa al noroeste, y después se puso en marcha con la velocidad ordenada, casi completamente zambullido en las negras aguas del mar.

La capitana había apagado la linterna de la torreta y tenía su mirada puesta en la aguja de la brújula, perfectamente visible, ya que el cuadrante estaba iluminado por debajo.

Los ciento seis hombres que formaban la tripulación habían ocupado cada uno su puesto: los artilleros frente a su pieza de proa y junto a los dos cañones revólver y los otros estaban extendidos sobre cubierta, dejándose mojar por el agua que, entrando por los escobenes de las cadenas, corría hacia popa y chocaba con sordo borboteo contra las dos torretas y la chimenea.

Las escotillas, aunque tenían el borde alto para preservarlas de la entrada del agua, habían sido herméticamente cerradas; únicamente la del cuarto de máquinas, que tenía el coronamiento más elevado, había sido dejada abierta para dejar respirar a los fogoneros que se asaban frente alas calderas.

Ya la costa de Yucatán estaba alejada unas seis o siete millas y el yate empezaba a aumentar la velocidad, cuando Córdoba, que se encontraba junto a la capitana, escrutando atentamente las tinieblas y poniendo oído a los sordos rumores del mar, divisó una especie de chispas que salían del mar a menos de cuatrocientos metros de la proa, que de pronto desaparecían.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Qué pasa aquí delante?

En aquel momento se oyó la voz del maestro Colón gritar:

—¡Atención a proa!

—¡Mil diablos! —refunfuñó Córdoba—. ¿Será algún torpedero? Doña Dolores, ¡en guardia!

—¿Qué has visto, Córdoba?

—Unas chispas que debían salir de alguna chimenea.

—¿El «Terror»?

—¡Es imposible! ¡Las chispas se movían a flor de agua!

—¿Será, pues, una chalupa a vapor?

—Que puede llevar un torpedo.

—¿La viste?

—¡Sí, mirad! A punto de cortarnos el rumbo.

—No, pasará por proa.

—Sí, doña Dolores.

—¡Maestro Colón, apunta la pieza!

—¡No, con mil diablos! —gritó Córdoba—. ¿Queréis señalar nuestra ruta al «Terror»?

—Es verdad, Córdoba, pero tanto peor para ellos —dijo la marquesa, mientras un oscuro relámpago centelleaba en sus ojos—. Si no fuesen americanos no llevarían apagadas las luces de situación.

—¿Qué queréis hacer?

—Ahora lo verás, viejo lobo. ¡Maquinista, a todo vapor! ¡Sin cambiar el rumbo!

El yate, impulsado hacia adelante por sus poderosas hélices que remolineaban furiosamente, avanzaba con la velocidad de una flecha, elevando ondas a proa que corrían impetuosamente por la cubierta.

Todos se habían agarrado el coronamiento para poder resistir aquella riada que adquiría, de minuto en minuto, un arrebato irresistible.

Las chispas que se escapaban del misterioso barco habían cambiado de dirección. Quizá los hombres que lo tripulaban, oyendo el fragor producido por el impetuoso avance, fragor inexplicable para ellos ya que era muy difícil que hubieran podido ver nada en aquella oscuridad, y por la inmersión del yate, habían cambiado el rumbo, intentando escaparse.

El «Yucatán», sin embargo, era un cazador incapaz de dejar perder la presa. La distancia fue recorrida en pocos minutos, después el buque emergió un instante bajo el último impulso.

Entre el borboteo de las olas se oyó retumbar un estruendo metálico seguido de un tenebroso chirrido, como de planchas de hierro bruscamente desgarradas, después, a babor y estribor del rápido yate, se vieron pasar dos masas oscuras, mientras entre las tinieblas se oían alzar de alaridos y órdenes precipitadas.

El yate proseguía su carrera sin detenerse.

Habíase ya alejado doscientos metros, cuando hacia popa se vio centellear un relámpago lívido, después una detonación espantosa se extendió por el mar, perdiéndose a lo lejos en el nebuloso horizonte, retumbando cavernosamente.

Se vio una gigantesca columna de agua alzarse con ímpetu irresistible, cayendo luego con un estruendo ensordecedor y elevando una ola espumeante, una verdadera montaña de agua que se volcó sobre el yate sacudiéndolo horriblemente y sumergiéndolo.

—¡Aguantad firme! —aulló Córdoba.

La ola, tomando el yate de través, lo inclinó violentamente sobre estribor, lo elevó después a prodigiosa altura y luego lo precipitó en un inmenso abismo espumeante que se cerró sobre él.

Un aullido de terror se elevó entre la tripulación, creyendo que todo había acabado para ellos; el «Yucatán», a pesar del aumento de peso producido por los depósitos completamente llenos de agua, surgió victoriosamente sobre las ondas, embistiendo con el espolón las oleadas a toda máquina.

—¡Por la muerte de todos los yanquis! —exclamó Córdoba que se había aferrado al coronamiento de popa con toda su energía para no ser arrastrado fuera de bordo—. ¡La bendición del fraile nos ha protegido, o esto se llama tener suerte!

Miró hacia el castillo de popa y vio a la intrépida capitana, empapada de agua de pies a cabeza, pero firme tras la rueda del timón y tan tranquila que el lobo de mar quedó asombrado.

—He aquí una mujer con músculos de hierro y un corazón de leona —murmuró—. ¡El marqués del Castillo no lo habría hecho mejor!

—¡Córdoba! —gritó la marquesa, sacudiéndose el agua de encima—. Ha explotado un torpedo, ¿no es cierto?

—Un verdadero torpedo y de gran potencia, doña Dolores. Si explota un momento antes revienta al «Yucatán» y no sé si estaríamos aún con vida, con todas las municiones que tenemos en la bodega.

—¿Hemos partido un torpedo?

—Me pareció una chalupa a vapor.

—¿Pero debía de llevar a bordo algunos torpedos?

—Quizá no intentaba usarlos contra nosotros.

—¿Crees que hayan perecido los hombres que tripulaban la chalupa? —preguntó la marquesa, con un ligero temblor.

—Deben de haber saltado por los aires.

—¿Y si volviéramos? Alguno puede haber escapado a la explosión.

—Tiempo perdido, doña Dolores. Por otra parte, eran yanquis; he oído sus gritos.

—Son hombres, Córdoba.

—Dejad que se ahoguen… ¡Además, es demasiado tarde! Mirad aquel maldito curioso que explora aún el mar, intentando descubrimos.

El haz de luz, proyectado por un potente foco, había surgido de la oscura línea del horizonte que la aurora, aunque ya debía estar próxima, no alumbraba todavía. Aquella luz recorría el mar haciendo brillar la espuma de las olas.

El buque americano había oído seguramente el estampido y quizás había visto también el relámpago producido por el torpedo e iluminaba el mar en aquella dirección.

—¡Doña Dolores! —exclamó Córdoba—. ¡El «Terror» viene por nosotros!

—Ya lo veo —respondió la marquesa, con voz tranquila.

—Salgamos de la luz o nos mandarán algún obús a la carena.

La capitana dio media vuelta de ruedo poniendo proa al oeste, mientras gritaba al jefe de máquinas:

—¡Aumentad el fuego!

El yate huía precipitadamente a través del gran banco de Campeche, intentando dirigirse hacia la costa mexicana, no ya con la idea de buscar un refugio en alguna parte del golfo, sino con objeto de escapar al rayo de luz que estaba a punto de traicionarlo, y de engañar nuevamente a la nave enemiga que con tanta obstinación le daba caza.

Maestro Colón estaba inclinado sobre el gran cañón de proa, apuntándolo hacia el barco que avanzaba a todo vapor, y que continuaba proyectando sobre el mar aquel gigantesco chorro de pálida luz. Tenía ya en la mano el cordón del botafuego, dispuesto a descargar en el vientre del colosal enemigo el grueso proyectil, mientras los dos artilleros más viejos habían hecho girar los dos cañones revólver para barrer el mar con una lluvia de balas. Doña Dolores y Córdoba, uno junto al otro, no perdían de vista al navío.

Aunque estaba todavía lejano, se distinguían claramente los chorros de chispas que escapaban de las chimeneas eructantes de humo que de vez en cuando se iluminaba.

—¡Ah…! —dijo la marquesa, con una fría sonrisa—. ¿Queréis cerrar absolutamente el camino del este? ¡Veremos, señores yanquis, si podéis competir con mi nave…!

—Sin embargo, me parece que hasta ahora aquel maldito buque no pierde demasiado —repuso Córdoba, cuya frente se había ensombrecido—. Es imposible que se trate del «Terror».

—¿Se habrá engañado el cónsul español?

—Un monitor como el «Terror» no puede correr tanto, doña Dolores. Los acorazados son demasiado pesados para poseer tanta velocidad.

—¿Crees que sea algún crucero?

—Lo temo.

—¿Quizá el «New-York»?

—No, doña Dolores. Supe que ese crucero ha sido escogido como buque insignia del almirante Sampson, así que no puede encontrarse en estas aguas.

—¿Algún cazatorpederos? ¿El «Cushing» o el «Ericson»?

—Seguro que no; el cónsul me dijo que estos dos cazatorpederos, anteayer al anochecer se encontraban en las costas de Cuba, cerca de Marianao, donde sostuvieron un combate con la cañonera española «Ligera», recibiendo sus buenos obuses que les han obligado a salir de estampía.

—¡Maquinista! —gritó doña Dolores—. ¿Qué velocidad llevamos?

—Veintidós nudos y siete décimas, señora —respondió el jefe de máquinas.

—Es preciso aumentarla.

—Sólo necesito cinco minutos y llegaremos a veinticinco. Nuestra inmersión obstaculiza la marcha.

—A veinticinco dejaremos atrás a aquel obstinado curioso —dijo Córdoba—. Pronto amanecerá y me fastidiaría que nos viese.

—Eso estropearía mis planes —dijo la marquesa.

—Colón es un artillero extraordinario.

—¿Quieres intentar…?

—Destrozar aquel maldito farol. En media hora estaremos fuera de su vista.

—Sí —murmuró la marquesa, como hablando para sí misma.

—¡Ah…! ¡Doña Dolores!

El grito había sido provocado por un fulgor que había centelleado en la dirección del buque de guerra. Siguió un instante de silencio, después, una fuerte detonación retumbó sobre el mar.

—Una pieza de diez centímetros —dijo Córdoba—. Conozco estos monstruos de acero.

—¿Ha disparado con pólvora sola?

—Sí, doña Dolores. Nos invita a pararnos.

—¡Maquinista, fuerza las máquinas! —gritó en cambio la marquesa.

El yate salió entonces del chorro de luz del proyector y brincaba sobre el agua como si quisiera elevarse. La máquina funcionaba furiosamente, precipitadamente y los ejes motores imprimían tales sacudidas, que hacían temblar el casco de popa a proa, mientras el vapor, aprisionado entre las paredes del hierro, mugía sordamente.

Un bramido sonoro hacía vibrar el puente, mientras las aguas cortadas impetuosamente, corrían por la cubierta saltando sobre el coronamiento de proa.

El yate huía a la velocidad de veinticuatro nudos y ocho décimas, zambulléndose de nuevo en la niebla que gravitaba sobre el agua.

De repente, un segundo relámpago se vio brillar sobre la nave americana y un instante después un agudo silbido atravesaba los estratos de la atmósfera, pasando sobre las cabezas de los tripulantes y perdiéndose en lontananza.

A lo lejos se oyó una detonación más formidable que la primera, que se propagó hacia el norte retumbando siniestramente.

—Obús de veinte centímetros —dijo Córdoba, mirando a doña Dolores.

—¡Colón! —gritó la marquesa, que había escuchado el silbido anunciador de un proyectil de grandes dimensiones, sin que temblara ni un músculo de su rostro.

—¿Señora? —preguntó el maestro.

—¡Cien pesos si rompes el farol!

—Sólo un instante, mi capitana.

El maestro se inclinó sobre el cañón, corrigió ligeramente su elevación, observó atentamente la posición de la nave y tiró violentamente del disparador.

La potente pieza de quince centímetros, colocada sobre la torreta de proa, se inflamó con un estruendo ensordecedor, haciendo temblar todo el barco.

Unos segundos después, el proyector eléctrico, destrozado por el obús, al que el maestro Colón había dado una dirección matemáticamente exacta, se extinguía bruscamente, rompiendo quizá, con el mismo golpe, el mástil de la nave enemiga.

—¡Avante a toda máquina! —gritó la marquesa.

El yate, que se había detenido para permitir al valiente artillero asegurar la puntería, se abalanzó hacia adelante, mientras la tripulación aullaba con una sola voz:

—¡Viva la capitana! ¡Viva Colón!