POR LA PATRIA
Seis horas antes de los acontecimientos narrados, cuando ya las tinieblas habían invadido la vasta y árida llanura que se extiende a lo largo de la costa septentrional del Yucatán, y todos los rumores habían cesado en las anchas y rectas calles de Mérida, dos hombres que habían salido casi a escondidas del viejo y monumental palacio del gobernador, subían lentamente, con mil precauciones, hacia la catedral de la ciudad, cuya masa imponente, coronada por cúpulas y pináculos, descollaba en la oscuridad.
Uno era el señor Córdoba, el lobo de mar del «Yucatán», que ya conocemos, el otro parecía un mexicano, pues llevaba la cabeza cubierta por un gran sombrero de amplias alas, adornado con un ancho galón de oro, pantalones de terciopelo, muy anchos en la base y cubiertos de botones a lo largo de la costura, y sobre los hombros un amplio capote de vivos colores, el sarape nacional.
Al llegar frente a la catedral, los dos hombres se acercaron a la puerta, la abrieron con una cierta precaución y dieron dentro de la inmensa iglesia una larga mirada, reanudando después su camino, mientras uno de ellos decía con tono festivo:
—Nos esperan.
—Sed cauteloso, señor Córdoba.
—No temáis, señor Vizcaíno, doña Dolores ha hecho las cosas bien y nadie sabe nada, en Mérida, de la organización del audaz golpe de mano.
—Los yanquis vigilan, señor Córdoba.
—Lo sabemos.
—Y quizá tengan bajo vigilancia el yate de la marquesa.
—No me sorprendería; os aseguro, sin embargo, que perderán inútilmente su tiempo y que cuando se den cuenta, será demasiado tarde y no les quedará otro consuelo que el de desahogarse en cañonazos inútiles.
—¿Sabe la marquesa que corre el peligro de ser fusilada, si cae en las manos de los yanquis?
—No lo ignora.
—¿Y no se asusta?
—¡Asustarse ella! ¡Caramba! Es una mujer capaz de desafiar, sin un temblor las más espantosas tempestades y las más sangrientas batallas. Vos no la habéis visto nunca, señor secretario, dirigir la maniobra en medio de los furiosos tifones que devastan con tanta frecuencia las Antillas. Los más endurecidos lobos de mar del Yucatán y de toda la costa de México, podrían envidiarla.
—Lo sé; se cuentan cosas maravillosas de la marquesa del Castillo.
—Historias verdaderas, señor mío.
—Os creo, señor Córdoba; la marquesa es una bellísima criatura y un ánima valerosa.
—¡Toda ella fuego!
—Y amor a la patria.
—Sí, señor Vizcaíno, y prestará preciosos servicios a España.
¿Vos la conocéis desde hace muchos años, señor Córdoba?
—La he hecho saltar sobre mis rodillas, señor.
—¿Es verdad que es muy rica?
—Una docena de millones de pesos.
—Tanto como para comprar una pequeña flota.
—Creo que sí, señor Vizcaíno.
—Decidme, señor Córdoba…
—Hablad.
—He oído contar que esta extraña criatura tiene sangre gitana en las venas.
—Es verdad, señor. Su madre, antes de casarse con el viejo almirante mexicano, conde de Belmoar, vivía como una gitana española, y en México y Veracruz había alborotado muchas cabezas, calientes y frías.
—Ahora comprendo por qué la hija posee tanta audacia y tanta energía.
—Es un verdadero demonio, os lo digo yo, señor Vizcaíno, que sabrá hacer milagros.
—Y una dama tan gran señora, hija de una de las más nobles familias de la vieja España, viuda de un marqués del Castillo, millonaria, ¿va a jugarse la vida sobre el mar, contra los acorazados yanquis?
—¿Qué queréis? Su padre era almirante, su marido, muerto de fiebre amarilla en La Habana, era un capitán de navío como ha habido pocos, ella ha sido acunada por las olas del mar y ha crecido en el alcázar de los barcos y así debía resultar. Agregad a todo esto un ánimo ardiente, indómito, un inmenso amor a la patria, y comprenderéis qué clase de mujer es la marquesa Dolores del Castillo.
—¿Y vos tenéis fe absoluta en su habilidad náutica?
—Absoluta, señor Vizcaíno.
—Y de guerra, ¿sabe algo?
—Como un viejo capitán de corbeta. ¿No sabéis que fue ella, con su yate, la que hizo huir a cañonazos, hace dos años, al «Free Friends», que intentaba desembarcar armas, municiones y una partida de filibusteros americanos en la desembocadura del San Juan de Cuba? Sería preciso haber visto cómo disparaba su hotchkiss contra la nave yanqui.
—¿Así es que conoce las costas de Cuba, señor Córdoba?
—Para mí, es mejor que todos los marinos de Yucatán.
—¡Qué extraña criatura!
—Un verdadero demonio, señor, ya os lo he dicho.
—Sed prudentes, sin embargo. Mi gobierno no quiere crear dificultades al estado mexicano, que ha prometido conservar la más estricta neutralidad, aunque toda la población simpatice con nosotros.
—Os aseguro que nosotros arribaremos a Cuba y desembarcaremos las armas y municiones que la marquesa ha prometido al general Blanco, a despecho de la escuadra americana y de sus aliados insurgentes.
—¿Estáis seguro de que nadie se ha dado cuenta?
—Absolutamente ninguno, señor Vizcaíno; el cónsul puede estar tranquilo. Los veinticinco mil fusiles, todos excelentes Máuser, y los cuatro millones de cartuchos están ya en la cala del yate.
—He oído explicar cosas asombrosas de vuestra nave.
—Un cúmulo de perfecciones, mandado construir por el capitán del Castillo sin ahorrar nada y con un cuidado especial, os lo digo yo. ¡Ah…! ¡Hemos llegado! La marquesa nos espera en el pabellón, veo una de las ventanas iluminada.
Se hallaban entonces frente a un gran palacio de construcción antigua como aún quedan muchos en Mérida, ciudad modernizada ahora, pero fundada hace unos cuantos siglos. Él palacio tenía amplios ventanales, galerías de estilo moruno y un altísimo portal, defendido por una enorme reja provista de gruesos barrotes.
El señor Córdoba dio la vuelta a un ángulo del grandioso edificio, rozando el muro de un jardín, sacó del bolsillo una llave pequeña, y se detuvo frente a una puertecita semioculta por las ramas colgantes de una magnífica pasionaria.
Estaba a punto de introducir la llave en la cerradura, cuando creyó divisar, junto al ángulo de una casita que había frente al viejo palacio, una forma humana que desapareció súbitamente.
—¡Oh…! —murmuró, frunciendo la frente y escondiendo rápidamente una mano bajo el chaquetón de marino.
—¿Qué pasa, señor Córdoba? —le preguntó su compañero.
—Me pareció que alguien nos espiaba.
—Grave cosa: sería la prueba de que el cónsul americano se ha olido algo.
El señor Córdoba no respondió. En cuatro saltos atravesó la calle y junto al ángulo de la casita miró atentamente por una callejuela vecina que estaba flanqueada por pobres cabañas indias y huertos.
En lontananza, una forma humana, envuelta en un amplio capote, caminaba tambaleándose, ora descendiendo sobre el empedrado suelo, ora topando contra las paredes. Observando con mayor atención, el señor Córdoba creyó ver sobre los hombros de aquel individuo un objeto que parecía ser una guitarra.
—Hemos interrumpido quizá una serenata —murmuró.
Volvió a la cintura el revólver que había sacado, atravesó de nuevo la calle y se reunió con su compañero que le esperaba delante de la puertecita.
—¿Os habíais engañado? —le preguntó éste.
—Eso creo.
—Mejor es así, señor Córdoba.
La puerta fue abierta sin ruido, y los dos misteriosos individuos se encontraron en un amplio jardín, .lleno de grandes árboles cubiertos de espeso follaje y con gran cantidad de flores que exhalaban penetrantes perfumes.
Habían apenas avanzado por un sendero, cuando una blanca figura de mujer apareció sobre el umbral de una especie de pabellón que se alzaba detrás del gran palacio.
Una voz enérgica, que tenía un tono metálico e imperioso, aun cuando parecía ser de mujer, preguntó:
—¿Eres tú, Córdoba?
—Sí, doña Dolores.
—¿Y el hombre que te sigue?
—El secretario del cónsul español.
—¡Daos prisa!
Los dos hombres se dirigieron rápidamente hacia el pabellón, cuyas ventanas, aunque ocultas por persianas y cortinas, se veían iluminadas, y entraron en una especie de salita amueblada con sobria elegancia, que mostraba como la propietaria del grandioso palacio, a pesar de sus riquezas, era de gustos muy diferentes a los de las mexicanas y criollas, tan amantes de la ostentación.
Al contrario de aquellos pesados muebles y amplios y costosos cortinajes, y de aquellos grandes jarrones llenos de plantas exóticas que se ven en casi todas las casas mexicanas, no se hallaban allí más que unas pocas butacas de bambú, algunos estantes llenos de bibelots procedentes de países de ultramar, grandes mapas, modelos de barcos, algunas armas entrecruzadas sobre las puertas, una mesa de ébano incrustado de madreperla y una gran lámpara de alabastro que expandía una pálida luz.
En medio del saloncillo, de pie frente a un mapa del golfo de México, se hallaba la marquesa del Castillo, la intrépida capitana del «Yucatán», pero con ropa femenina, ya que lucía un largo vestido de muselina blanca adornado con encajes de gran valor, mientras sus negros cabellos recogidos con una alta peineta de metal, como las que usan las españolas y especialmente las criollas de las Antillas.
El señor Vizcaíno, viendo a la marquesa, se había desembarazado del sarape y alzaba el amplio sombrero, mientras decía:
—Soy muy feliz al veros, doña Dolores. Os traigo los saludos y el agradecimiento del cónsul.
El señor Vizcaíno, secretario del consulado español de Mérida, era un hombre aún joven, no tenía más de treinta y cinco años. Era un hombre elegante, alto, moreno como si por sus venas corriese sangre mestiza, con dos ojos grandes y aterciopelados, un espeso bigote negro que le daba un aspecto bastante marcial, y que llevaba con gran soltura el pintoresco traje mexicano.
Estrechó la blanca mano, de finos dedos, que la marquesa le tendía con gracia y con gesto de gran dama, y se sentó después frente a ella, diciéndole:
—El general ha sido avisado.
—¿Espera, pues, mi yate?
—Cuenta con él.
—¿Sabe que lleva fusiles y municiones?
—Sí, marquesa.
—¿Tiene necesidad de todo ello?
—Urgentísima, ya que el bloqueo impide a nuestros barcos la arribada a Cuba, mientras quedan aún numerosos voluntarios por armar.
—¿Creéis que lograré mi intento, señor Vizcaíno?
—La cosa será difícil, porque la escuadra americana del almirante Sampson es potente y numerosa, pero confío en vuestra audacia y en la rapidez de vuestro yate.
—¿Nadie ha logrado burlar el bloqueo?
—Sí, parece ser que dos de nuestras naves lograron escapar al crucero y que ayer entraron, poniéndose a tiempo bajo la protección de la batería de Santa Clara y anclando en la bahía de Tallapiedra.
—Eso indica que los americanos no vigilan como debieran —dijo la marquesa—. Tanto mejor para nosotros, ¿no es verdad, Córdoba?
—Sí, mi capitana —respondió el hombre de mar.
—¿Tenéis otras buenas nuevas que darme, señor secretario?
—No, marquesa, las últimas no son felices.
—¿Qué queréis decir? —preguntó la señora del Castillo, arrugando la frente pensativa.
—Que un barco americano ha sido visto en el mar, poco antes del crepúsculo.
—¿Se sabe cuál es?
—El cónsul sospecha que puede ser el «Terror».
—Un buen monitor artillado con dos piezas del doce y diez ametralladoras —dijo la señora del Castillo, como hablando consigo misma—. ¡Lo conozco! ¿Esto es todo…?
—No, parece que en alta mar hay además alguna cañonera, no sé si la «Newport» o la «Dalton».
—¿Habremos sido traicionados? —se preguntó la marquesa, mientras un vivido destello relampagueaba en sus ojos y su bella frente se nublaba.
—¿Y por quién? —dijo Córdoba—. La carga ha sido embarcada de noche y con todo secreto.
—Los consulados americanos habrán recibido la orden de vigilar atentamente, y quizá la presencia y las maniobras de vuestro yate no han escapado a las miradas de los agentes de Mérida.
—¡Pues bien! —dijo la marquesa, con acento enérgico—. Que vigilen, nosotros zarparemos igualmente y dirigiremos la proa hacia Cuba, ¿no es cierto, Córdoba?
—Sí, señora —respondió el vasco—. Nuestros corazones son fuertes y no han temblado nunca.
—Mi «Yucatán» corre más veloz que un ave marina y lo tripularán hombres dispuestos a morir, prontos a todo y decididos a todo, incluso a saltar por los aires al grito de «¡Viva la vieja España!» —continuó la señora del Castillo, mientras un vivo carmín le coloreaba las mejillas y bajo las largas pestañas le centelleaban los ojos, llenos de santo entusiasmo—. ¡Ah…! ¡Los yanquis quieren Cuba! Ya veremos si con el bloqueo lograrán hacer padecer hambre a los valientes que defienden el territorio de ultramar de nuestra pobre patria… Fuego y metralla correrán de una punta a otra de las Grandes Antillas y todos pugnaremos, con el furor de la desesperación, por cazar en el agua a aquellos odiados mercantes, convertidos hoy en piratas. ¡No, no se rinde la vieja España! Si caemos, sabremos caer con valor, empuñando las armas, con el grito fiero en los labios y la mirada serena de los fuertes.
—¡Voto a Dios! —exclamó el secretario—. ¡Así son las españolas!
—Señor secretario, ¿qué nuevas hay del Atlántico? ¿Se han movido los torpederos mandados por Villamil?
—Se dice que toda la escuadra se dirige rápidamente hacia la costa americana.
—¿Y la escuadra americana de Hampton-Roads va a su encuentro?
—Eso se cree.
—¿Así que dentro de pocos días tendremos una furiosa batalla? —preguntó la marquesa, con la mirada fija y ardiente.
—Todo parece indicarlo.
—Que Dios proteja a los marinos españoles.
—Confiamos en la habilidad de los comandantes y en la potencia de nuestros cañones.
—Está también el «Cristóbal Colón», cedido por Italia, ¿no es así?
—Sí, marquesa, una nave poderosa, llegada en buen momento para reforzar nuestra armada.
—Córdoba, ¿es lluviosa y oscura la noche?
—Sí, mi capitana.
—Partamos, mi bravo lobo de mar. Vamos a mostrar a los yanquis de lo que son capaces las mujeres de España.
—Estoy a vuestras órdenes.
—¿Está reunida la tripulación?
—En la capilla de la catedral.
—Vamos, señores.
Se echó sobre la cabeza una gran mantilla negra que descendía hasta la cintura, llamó al mayordomo, le dio rápidamente algunas órdenes, le hizo un gesto de adiós y después se adentró en el jardín seguida por Córdoba y el secretario del consulado español.
Al salir por la puertecilla, el lobo de mar, temiendo que alguien estuviera espiando, fue a mirar en las esquinas de las calles próximas y no viendo a nadie, se apresuró a alcanzar a la marquesa y al secretario del cónsul español, diciendo:
—Podemos ir a la catedral.
—¿Están a punto los carros? —preguntó doña Dolores.
—Nos esperan a media milla de la ciudad.
—¿Habéis recomendado al mayoral el máximo secreto? —preguntó de nuevo la marquesa.
—Es un español, un buen patriota, no debemos temer que él nos haya traicionado.
—¿También los cocheros son seguros?
—Todos españoles.
—Está bien, Córdoba; confío enteramente en ti.
En aquel momento, el viejo reloj del palacio del gobierno dio diez campanadas, seguido poco después por todos los relojes de los numerosos campanarios de la ciudad.
—Es la hora —dijo la marquesa.
Apresuraron el paso y poco después llegaron frente a la catedral, sobre cuya escalinata se veían dos hombres sentados, que por el traje parecían marineros.
Al ver a la marquesa se habían levantado rápidamente quitándose los gorros mientras murmuraban:
—Esperamos a la capitana.
—Heme aquí, muchachos —respondió doña Dolores.
Mientras los dos marineros se escondían tras las columnas para vigilar e impedir que nadie se aproximara, la marquesa, Córdoba y el secretario entraron en la catedral.
La inmensa iglesia, una de las más viejas y ricas del Yucatán, estaba envuelta en una profunda oscuridad. Únicamente en el extremo opuesto, dos cirios, situados sobre un altar, derramaban una débil luz dentro de una capilla.
En aquella penumbra, dos filas de sombras humanas se distinguían confusamente, perfectamente alineadas e inmóviles como si fuesen de bronce, mientras frente a un altar, que parecía improvisado, se divisaba la alta figura de un fraile, con larga barba blanca que le llegaba al pecho.
También aquel hombre estaba inmóvil como los otros y en actitud pensativa, pero tenía en las manos un estandarte, cuyos pliegues tenían, a la luz de las velas, reflejos de fuego.
La marquesa se había dirigido, con paso firme y resuelto, hacia el altar, seguida siempre por Córdoba y el secretario del consulado.
Cuando estuvo cerca de ellas, las dos filas se abrieron para darle paso, mientras se oía murmurar sumisamente:
—¡La capitana!
Dos escuadras de cincuenta hombres cada una estaban formadas frente a la capilla, con la cabeza descubierta y en actitud de profundo recogimiento. Formaban un hermoso grupo de jóvenes, de rostro bronceado y aspecto decidido, verdadera sangre española.
La marquesa se detuvo un instante frente a ellos, lanzando una mirada de admiración y orgullo a su tripulación; tomando después del fraile la bandera española y desplegándola frente al altar, dijo con voz temblorosa por la emoción:
—¡Padre, bendecid el pendón de la patria y a todos nosotros que quizá estamos citados con la muerte!
El viejo fraile levantó la mano y bendijo el estandarte que la marquesa mantenía extendido frente a él, mientras los marineros inclinaban la cabeza.
—A los valientes que van a batirse por la vieja España —pronunció el religioso con voz conmovida—. Para que les sonría la victoria en las aguas de Cuba.
—Padre —dijo la marquesa—. Juramos sobre esta bandera que lucharemos hasta la muerte, por el triunfo de las armas españolas.
—Lo juramos —dijeron a coro los marineros, mientras un trémolo de entusiasmo animaba sus caras bronceadas.
—¡Victoria o muerte! —exclamó la marquesa.
—¡Viva España! ¡Viva el rey! —respondieron los marineros.
—Vamos, mis valientes —dijo doña Dolores—. ¡El «Yucatán» nos espera!
—¡Viva nuestra capitana! —musitó toda la tripulación.
Las dos escuadras, precedidas por la marquesa, por Córdoba y por el secretario del consulado, abandonaron silenciosamente la catedral, se adentraron por las calles más oscuras y salieron de Mérida sin encontrar a nadie en su camino.
Siete carromatos, tirado cada uno por cuatro vigorosos caballos, les esperaban a media milla de las últimas casas.
—Os llevaré las últimas instrucciones a Sisal —dijo el secretario del consulado, antes de que la marquesa subiese.
—Tengo un caballo que corre como el viento, doña Dolores. Llegaré al mismo tiempo *que vos.
—Os espero.
Pocos minutos después, los siete carros marchaban por la polvorienta carretera de Sisal, lanzados a una carrera furiosa, y cuatro horas después la tripulación se encontraba a bordo del «Yucatán»…