MANIOBRAS MISTERIOSAS
—Señor, dadme vuestras últimas instrucciones.
—Debéis arribar a la bahía de Corrientes, donde encontraréis al capitán Carrill, que os espera para recibir las armas y municiones.
—¿Estarán libres de sublevados aquellas orillas?
—Hasta esta mañana lo estaban, señora marquesa.
—¿Habéis recibido aviso del gobernador general?
—El despacho llevaba la firma del general Blanco.
—¿El «Terror» sigue patrullando en el mar…?
—Eso tememos.
—¿Seguido por las dos cañoneras?
—Es de esperar, señora marquesa.
—Emplearemos la audacia y pasaremos.
—¡Tened cuidado, señora…! Si os capturan, vuestra belleza no os salvará, podéis estar segura.
—Sé que seré fusilada sin misericordia, con el pequeño contrabando de guerra que llena la bodega de mi «Yucatán».
—Sed prudente.
—O mejor, decidida a todo, señor Vizcaíno.
—Lo uno y lo otro; no debéis jugaros la última carta más que en caso desesperado.
—Tengo una pieza que escupe balas de acero, y dos excelentes hotchkiss.
—Poca cosa contra la coraza de los americanos.
—¡Ah…! ¿No sabéis que tengo en reserva dos torpedos?
—Buenas armas.
—Que pueden hacer saltar incluso un acorazado, mi buen señor Vizcaíno.
—Lo sé señora marquesa.
—Agregad a todo esto cien hombres resueltos a hacerse matar, que sólo hace cuatro horas han prestado juramento en la catedral de Mérida, y decidme si no tengo motivos para estar tranquila.
—Pero el «Terror» lleva una poderosa artillería.
—Que atravesaría mi pequeña nave sin lograr hundirla. Los americanos tienen su coraza y yo he adoptado el celuloide[1], y quizá es mejor, os lo aseguro.
—¿Partís?
—Es preciso aprovechar esta noche de niebla. ¡Amigo Córdoba…!
Unas potentes pisadas, el paso basculante de un hombre de mar que calzaba indudablemente las gruesas botas de los marineros, retumbó entre las tinieblas saturadas de humedad, haciendo resonar sordamente el entablado de la toldilla, después, un hombre apareció en el cerco luminoso proyectado por un fanal suspendido de la grúa de popa.
El recién llagado era un hombre de unos cuarenta años, estatura más bien baja, todo nervio y músculos, con un rostro anguloso, bronceado por el sol de la zona tórrida y por el salitre del aire marino, uno de esos tipos que es frecuente encontrar en las orillas del golfo de Vizcaya.
Sus ojos negrísimos, de redondas pupilas, se cerraron un momento, como si hubiera quedado deslumbrado por aquella luz imprevista, y después dijo, arrastrando ligeramente las palabras:
—¿Desea algo, mi capitana?
—¿Tenemos la presión necesaria?
—Sí, doña Dolores.
—¿Todo está dispuesto?
—Todo.
—¿Las escotillas?
—Cerradas herméticamente.
—¿Bien estibadas las armas y municiones?
—He revisado la cala, antes de dar la orden de cerrar.
—¿Las bombas?
—Dispuestas para funcionar.
—¿Están en sus puestos los artilleros?
—Han destapado ya la pieza del doce y las ametralladoras.
—¿Has descubierto algo en el agua?
—Nada hasta ahora.
—Quizá nuestros temores eran infundados.
—Dios lo quiera, doña Dolores.
—Señor Vizcaíno, nos disponemos a partir.
—Os auguro buena fortuna, marquesa: la patria os estará siempre reconocida.
—Mis saludos al cónsul.
—Sed prudente. Sois demasiado bella y demasiado joven para morir.
Una risa argentina fue la respuesta.
El llamado señor Vizcaíno se quitó su ancho sombrero mexicano, hizo una inclinación y desapareció después en la oscuridad.
La voz de la capitana, una voz límpida, metálica, resuelta, tronó:
—¡Soltad los cables!
—Un momento, doña Dolores —dijo Córdoba.
—¿Qué pasa, amigo?
—¿No habéis oído como el ronquido de un pequeño motor?
—¿Dónde?
—Hacia la salida de la pequeña bahía.
—¿Algún buque?
—Una chalupa, quizá.
—¿Habrá abandonado el fondeadero la del cónsul americano? —preguntó la capitana con un ligero tono de inquietud.
—¡Hum! ¡Me huele a traición! —murmuró Córdoba.
—Tú eres un lobo de mar y si has olfateado alguna cosa, quiere decir que no todo está tranquilo en el mar.
—Al dirigirme a vuestro palacio he visto un hombre parado en la esquina de la calle.
—¿Te espiaba, quizá?
—Ahora estoy casi convencido.
—¿Y no lo has seguido?
—Me pareció un tranquilo tocador de guitarra.
—¿Qué cosa me aconsejas hacer, Córdoba?
—Ir a ver si la chalupa del cónsul americano está todavía anclada.
—Vamos: los minutos son preciosos ¡Eh, maestro Colón!
Un hombre de estatura casi gigantesca, de formas hercúleas, con una larga barba algo agrisada, que se encontraba a dos pasos del costado de popa, inmóvil junto a la rueda del timón, dentro de una especie de torreta de acero que debía defender aquel importante punto, se adelantó, diciendo:
—¿Qué deseáis, capitana?
—Que nadie de a bordo se mueva y que las máquinas permanezcan bajo presión. Nuestra ausencia será breve.
—Está bien, capitana. ¡Nadie se moverá!
—Vamos, doña Dolores —dijo Córdoba.
Aquella que hemos oído llamar la «capitana» y su compañero dejaron la nave, que se encontraba fondeada junto al pequeño espigón, y descendieron a tierra.
La oscuridad era muy profunda, ya que la noche era muy húmeda y llena de niebla.
Los pocos faroles que iluminaban el rompeolas apenas se percibían y su luz se mostraba como sofocada entre aquella atmósfera saturada de agua.
El señor Córdoba y su compañera, sin embargo, a pesar de la oscuridad, no dudaron ni un instante al tomar su dirección. Conocían ya perfectamente el pequeño puerto de Sisal, una especie de bahía perdida en la arenosa costa del Yucatán septentrional, poco frecuentada durante la estación de las lluvias a causa de sus aires insalubres, que desarrollan, con demasiada frecuencia, el temido vómito prieto, o sea la fiebre amarilla.
A pesar de servir de puerto a Mérida, la antigua capital del Yucatán a la cual está unido por una cómoda carretera, incluso hoy no cuenta más que con unos cientos de habitantes, la mayor parte indios o mestizos, que se dedican a la pesca o al pequeño cabotaje, traficando con Campeche, donde van a cargar el palo campeche, y con Puerto Lagartos.
El señor Córdoba y su compañera recorrieron todo el rompeolas, parándose con frecuencia para ver si alguien les seguía, y llegados junto al pequeño farol que indicaba la entrada de la bahía, descendieron a la playa. Al llegar allí contemplaron una especie de ensenada natural donde se veían ancladas algunas chalupas y un par de pequeñas goletas.
—¡Canarios! —exclamó Córdoba, que había precedido a su compañera—. ¡La chalupa a vapor del cónsul americano ha desaparecido!
—¡Así no te habías engañado!
—No, doña Dolores.
—Mira si se ve algo allá afuera.
—Es inútil; habrá apagado las luces.
—Entonces hemos sido traicionados.
—Eso debe de ser.
—Con todo, es preciso zarpar, o mañana el cónsul americano hará sus advertencias al gobierno mexicano, apoyándolas con los cañones del «Terror». ¿Es así, Córdoba?
—Sí, marquesa.
—¡Bribones!
—¿Qué decidís?
—Suceda lo que Dios quiera, nosotros zarparemos igualmente, amigo mío. Si debemos morir, desafiaremos el fuego del «Terror» con la sonrisa en los labios, agrupados en torno a la gloriosa bandera de la vieja España.
—¡Sí, doña Dolores! —exclamó el lobo de mar, con furia—. ¡Es hermoso morir por la patria!
—Vamos, Córdoba; mostraremos a los odiados yanquis de lo que son capaces las mujeres de España, y que la marquesa del Castillo no ha temblado nunca.
—Nosotros somos todos prometidos de la muerte, vayamos a desafiarla.
Volvieron a subir ambos al pretil; rehicieron rápidamente el camino recorrido y regresaron a bordo de la nave, cuyas calderas habían alcanzado la máxima presión y mugían sordamente, haciendo temblar la toldilla y los costados.
—¿Nada nuevo? —preguntó la capitana al maestro Colón, que no había abandonado su puerto.
—Nada, señora.
—Retirad los cables.
Ante aquella orden, viéronse agitarse algunas sombras, en silencio, a proa y a popa, y se oyeron después en el agua los sordos golpes producidos por los cabos que iban siendo desatados de las argollas de amarre del rompeolas.
—¿Preparados? —preguntó la capitana.
—Estamos todos a bordo —respondió Córdoba que vigilaba la operación.
—Avante, a seis nudos.
—¿Bordearemos la costa?
—Sí, Córdoba.
—Están los arrecifes, doña Dolores.
—Sé donde están; no temas.
—¿Gobernaréis vos?
—Sí, yo; mi «Yucatán» conoce mejor a su dueña que a sus marineros. ¡Máquina avante!
Bajo la popa del barco se oyó una violenta ebullición producida por las dos hélices; a continuación la nave giró sobre sí misma describiendo una media vuelta, alejándose luego del rompeolas hendiendo el agua y la húmeda niebla que gravitaba sobre la costa como un fúnebre sudario.
Aquel barco misterioso que salía del pequeño puerto de Sisal, cuando sus habitantes dormían profundamente, y que tomaba tantas precauciones para no llamarla atención, tenía algo de fantástico.
A proa, acurrucados tras una ligera balaustrada de hierro que servía de borda, se veían, confundidos entre las tinieblas, dos filas de hombres armados de fusiles, como en acecho, mientras otro grupo estaba quieto alrededor de una pequeña torre de acero, de la que se veía salir la extremidad de una pieza de artillería que parecía amenazar, con su negro gaznate, el espacio que se abría ante la nave.
Hacia popa otros hombres estaban agrupados en tomo a dos cañones revólver, dos Hotchkiss, armas formidables cuyos extremos, vueltos uno a babor y otro a estribor, parecían espiar el espejo del agua, dispuestos a vomitar sus terribles mensajes de muerte. En la torreta de popa estaba la capitana, con ambas manos aferradas a la rueda del timón y los ojos fijos en la brújula cuyo cuadrante estaba iluminado por debajo.
Aquella mujer que dirigía la maniobra como el más intrépido lobo de mar, y que conducía con sus puños su propia nave, lanzándola con una seguridad maravillosa a través de los rompientes de la costa yucateca, era verdaderamente admirable.
Se había despojado de sus vestidos femeninos, nada apropiados para el mar, y llevaba un elegante traje que hacía resaltar doblemente el perfecto perfil de su persona, alta y esbelta, elástica como un junco. Su cuerpo estaba encerrado en una casaca de paño rojo con botones de oro, muy ceñida y ajustada a la cintura por una larga faja de seda azul con nudos ondeantes; unos pantalones de color gris, altas botas de marino, que cubrían unos pies tan pequeños que darían envidia a una muchacha del Celeste Imperio, y un ligero sombrero de fieltro de amplias alas vueltas hacia arriba, adornado con una simple cinta negra, completaban su vestido.
¡Qué espléndida criatura era aquella mujer que desafiaba tan intrépidamente a la muerte, en las tenebrosas ondas del Gran Golfo!
Podría tener veinticinco años o quizá menos. Como se ha dicho, era alta, de porte elegante, de gran dama; pero, al mismo tiempo, resuelto, fiero, que traslucía una energía indomable.
Tenía una hermosa cabeza, adornada por una cabellera abundante, de un matiz negrísimo y ondulada como la de las gitanas españolas, que le caía caprichosamente sobre los hombros; su piel tenía una palidez sin reflejos, de un tono extraño, que sólo se encuentra entre las criollas de las Grandes Artillas, y con un ligero toque rosado en las mejillas que bacía pensar en los colores de la aurora; ojos de un negro perfecto, centelleantes como dos carbunclos, cuando se alzaban las largas y sedosas pestañas, y los labios rojos como una granada, que dejaban ver unos dientes de niña, de un esplendor de ópalo.
En aquella mujer, por el tono del cabello y por la expresión del rostro, se adivinaba la perfecta raza andaluza, cundida con la sangre vigorosa y ardiente de los gitanos y de los árabes.
La nave, entretanto, continuaba su ruta misteriosa, navegando a trescientas brazas de la costa del Yucatán, cuya masa se veía sobresalir confusamente hacia babor. Un silencio completo reinaba a bordo; ninguno de aquellos hombres cambiaba una sola palabra.
Solamente las máquinas, que debían de ser potentes, roncaban sonoramente, confundiéndose con los golpes repetidos y febriles de los ejes motores de las dos hélices, trepidantes bajo la popa.
La velocidad del barco iba aumentando gradualmente y tendía siempre a crecer. Salido del puerto a poco vapor, ahora marcaba valientemente sus quince nudos, remontando la costa en dirección a Puerto Lagartos para alcanzar más tarde el cabo Catoche, que marca el extremo de aquella gran península de América central.
El agudo espolón, cortado en ángulo recto, hendía las negras aguas casi sin un rumor, como si navegase por un mar de betún, zambulléndose en aquella atmósfera saturada de humedad creciente.
Ya el «Yucatán», que este era el nombre del barco, había superado victoriosamente la línea de rompientes y se disponía a virar hacia alta mar, cuando se oyó la voz de la capitana ordenar precipitadamente:
—¡Marcha atrás!
La velocidad se redujo casi de golpe, mientras las hélices giraban furiosamente en sentido inverso, mordiendo las aguas.
—¿Qué pasa, doña Dolores? —preguntó Córdoba, saliendo de la oscuridad y compareciendo a popa.
—Mira allí.
—¿Hacia la costa?
—Sí, Córdoba.
—¿Una luz?
—Una fogata que arde sobre aquella roca.
El lobo de mar había dirigido la vista hacia la costa y veía brillar, en la noche tenebrosa, un punto luminoso que aumentaba poco a poco.
—Sí, lo veo —murmuró—. Es una señal.
—Anuncia al «Terror» que hemos zarpado de Sisal, ¿es cierto, Córdoba?
—Me temo que si.
—¿Se ve algo en alta mar?
—Todo está oscuro.
—¿El «Terror» puede haber apagado todas sus luces?
—Es probable.
—Entonces, es posible que esté muy cerca.
—Sí, ¡pero nosotros somos tan poco cosa…!
—Si nos descubre, nos mandará uno de sus proyectiles de grueso calibre, Córdoba.
—El agua se encargará de sostener el celuloide.
—Entonces, vamos. ¿Están en sus piezas los artilleros?
—Sí, doña Dolores.
—¿Crees que sea el momento de hundirse?
—Esperemos aún.
—Temo por los cartuchos; una bala puede hacerlos explotar y enviar por los aires al «Yucatán» y a todos nosotros.
—Está muy oscuro y además se dice que los yanquis no son muy hábiles artilleros.
—¡Adelante, pues! ¡Maquinista! ¡A veinticinco nudos!
Apenas había dado aquella orden, cuando se vio, en el fosco y nebuloso horizonte, brillar un haz de luz, que se extendía rápidamente sobre la superficie del mar, haciendo centellear las olas con una inmensa pincelada.
Aquella luz blanca, de reflejos azulados, parecía que surgiese del mar; sin embargo, debía ser producida por un poderoso foco eléctrico colocado sobre el puente y en la arboladura de alguna nave que se encontraba en alta mar.
El rayo luminoso, que se movía de este a oeste, pasó más allá del «Yucatán», no logrando, sin embargo, iluminarlo; después bruscamente se apagó y las tinieblas volvieron a espesarse sobre el mar.
—Es el «Terror» —dijo Córdoba.
—Sí, la nave indicada —respondió doña Dolores.
—Nos vigilan, marquesa.
—Y bien, mi querido lobo, pasaremos igualmente, ¿no es verdad?
—¡Ah!
—¿Qué pasa?
—Se comunican en alta mar.
El rayo luminoso había vuelto a centellear y esta vez, hacia el nordeste y mucho más lejos, otro resplandor había aparecido, proyectando su blanca luz hacia las nubes.
Tres veces los focos barrieron el mar, comunicándose entre sí, después en lontananza se vio destellar un gran relámpago sanguíneo, luego todo volvió a la oscuridad.
—Se han entendido —dijo la capitana.
—Sí —respondió Córdoba, que había seguido atentamente todas aquellas señales.
—¿Se estarán preparando para asaltamos?
—Eso temo.
—Pues bien, ¡sea! Nos veremos, señores yanquis.
Después, alzándose, ordenó con tono enérgico:
—¡Hundid la nave!
Eran en aquel momento las dos de la madrugada.
El silencio que remaba en el cálido mar de las Antillas, sólo interrumpido por el ronroneo cadencioso de los motores del pequeño yate, no hacía presagiar que sobre las tranquilas ondas pudiera desarrollarse una tragedia y, sin embargo, el terreno de liza estaba preparado para los contendientes y en cualquier instante el drama podía comenzar.