Ela Langares había regresado a Praga tres meses después de su visita apresurada para enfrentarse a Franz Hansen, el experto killer al que conocían como Kafka. Recordaba cada detalle del interrogatorio de aquel hombre desaliñado, que más tarde supo que estaba casado, tenía dos hijos y había abandonado su tétrica profesión para poder dedicarse a disfrutar de su familia. Un cambio radical, de asesino sin escrúpulos a padre y marido amantísimo, que no pudo llevar a cabo por el retorno de los fantasmas de su pasado.
La directora de Operaciones ya sabía, sin lugar a dudas, que el exagente del KGB Yefin Kozlov, que se hacía llamar Max, detectó el riesgo de que se filtrara su plan de acabar con el príncipe inglés y ordenó a Smirnov que su lugarteniente le matara. Misha, un hombre engreído y sin escrúpulos, optó por hacerle sentir en el cuello el doloroso filo de una navaja y una vez muerto decidió humillarle haciéndole aparecer en las fotos forenses con la lengua atada al cuello. Fue uno más de los crímenes impunes ejecutados por orden de United Security, la empresa privada asentada en Israel que Max había fundado hacía treinta años y a la que nadie en todo ese tiempo se había atrevido a meter mano.
Ela había leído detenidamente el dosier que Konstantin Sóbolev le hizo llegar una semana después de sus reuniones en el Hotel La Bobadilla, acompañado de una nota sin firmar en la que terminaba diciendo: «Quizá algún día cambie de opinión respecto a lo de mi dacha».
La información era extensa, aunque poco detallada en lo referente a los Gobiernos, organismos y empresas con los que Max había trabajado. Se citaban democracias europeas que le habían contratado como Inglaterra, Francia, Suecia o España, pero había tenido mucho cuidado en hacer desaparecer las misiones concretas. El listado de grandes empresas y multinacionales era muy extenso y se reseñaban los años de los acuerdos y genéricamente el motivo de los mismos.
Impulsivamente, intentó relacionar los años en que se produjeron los tres magnicidios con los clientes que contrataron a la empresa en fechas cercanas, pero Sóbolev había manipulado los datos para que no pudiera acercarse a la verdad última. Seguro que él sí había descubierto quiénes habían encargado los asesinatos o quizá Max nunca había hecho figurar a esos clientes en los listados que el SVR le había birlado.
Junto a esa información bastante útil de clientes, pero poco incriminatoria, Ela había recibido otra más completa sobre Max y su empresa. Quién era aquel hombre que se había formado en el KGB y después se había convertido en un mercenario capaz de cualquier acción, siempre que la acompañara una buena cantidad de dólares. Cuál era el organigrama de United Security, dónde estaba su sede central y las subsidiarias, cuántas personas tenía fijas en nómina y cuántas eran colaboradores permanentes o eventuales y cómo era el proceder más adecuado para contratar sus servicios.
La carrera de Sóbolev en el servicio secreto ruso había sido brillante gracias a su enorme pericia, capacidad de análisis e inteligencia. La información que le había enviado parecía fría con tantos nombres y números, pero había sabido separar el grano de la paja para que Ela no tuviera problemas en encaminar sus pasos para darle a Max la lección que los dos ansiaban.
A Ela le repugnó Max, pero también sintió asco de todas las naciones y empresas que habían recurrido a un hombre tan detestable para solucionar sus conflictos sin que nadie se enterara de que ellos estaban detrás. Gobernantes, banqueros y empresarios no sentían escrúpulos por verter sangre ajena cuando lo hacían a muchos kilómetros de ellos profesionales que desconocían. Era cuestión de dinero y todos los que aparecían en el listado lo tenían sobradamente.
Tras leer el informe, estuvo unos días planificando la operación sin levantar sospechas en el CNI y finalmente conversó con Pablo Vargas. Excepto la participación de los Lamon y su reciente relación con Sóbolev, le contó pormenorizadamente los demás extremos. El subdirector de la división de Operaciones dedujo con facilidad que alguien extraño le había ayudado a conseguir la información sobre Max, pero supo que su jefa no le iba a desvelar quién había sido y evitó mencionarlo. Le mostró su apoyo incondicional y le garantizó que todo el personal de KA estaría dispuesto a participar en el escarmiento, fuera el que fuera.
Ela sonrió al escuchar hablar de escarmiento y no de venganza, pues sabía que el uso de las palabras adecuadas es muy útil para acallar los remordimientos de conciencia.
—Debemos utilizar el menor número de agentes posibles y, si están dispuestos, hay que dar preferencia a los compañeros de Carballo.
—Esta vez yo participo. Es mi unidad y quiero estar en primera línea.
Lo primero que hicieron fue hablar con el jefe de seguridad de uno de los grandes bancos españoles, que durante quince años trabajó para la Casa. Le alertaron de que iban a utilizar en una operación la identidad de uno de sus directores generales, Serafín Ríos, y que se encargara de avisar a su secretaria particular de que si le telefoneaban de una empresa llamada United Security o de cualquier otra desconocida, les avisara inmediatamente. El exagente accedió. Habitualmente el CNI le ayudaba en los negocios que poseía el banco en diversos países del mundo y le daban acceso a informaciones restringidas. Sus dudas se disiparon cuando le aseguraron que nadie del banco se enteraría.
Después, Pablo Vargas, en su papel de suplantador del alto ejecutivo, se puso en contacto con uno de los intermediarios de Max en Ámsterdam, cuyo teléfono y dirección figuraban especificados en el dosier elaborado por Sóbolev. Hubo una cita en el país holandés, precisamente en el coffee shop del Barrio Rojo donde en su día Max encargó el trabajo a Smirnov. Allí Vargas-Ríos le anunció que su banco estaba interesado en cambiar el rumbo de un país africano que estaba tonteando con un banco francés para retirarles las prebendas que tanto tiempo les había costado conseguir. Como había establecido Ela, se negó a darle más información: quería hablar con el responsable máximo de la empresa. Era mucho dinero y no daría los detalles a segundones.
El jefe de seguridad del banco les alertó dos días después de que la secretaria del auténtico Serafín Ríos había recibido una llamada de Kozlov. Una hora después, Vargas se la devolvió desde el despacho del jefe de seguridad, en la sede central del banco. Aunque el judío pretendía establecer la cita en Copenhague, el supuesto Ríos le anunció que prefería celebrarla en Praga, ciudad a la que tenía que acudir por negocios tres días después. Como era julio y habría muchos turistas, le esperaría a las tres de la madrugada en el puente de Carlos.
Faltaban diez minutos para la cita y Ela, convertida en colaboradora del supuesto banquero, paseaba arriba y abajo del puente junto a Vargas. No podía quitarse de la cabeza a Kafka. Cada una de las estatuas de distintas épocas, colocadas estratégicamente en el puente de piedra, parecían figuras fantasmagóricas. Era por culpa de la colocación de las farolas, bastante espaciadas, que creaban zonas de sombras que invitaban al misterio y a la sorpresa.
Se pararon junto a la estatua de Juan Nepomuceno, el punto de encuentro establecido. A las tres menos cinco apareció Max. Le reconocieron por la foto que aparecía en el dosier, pero se dejaron sorprender cuando se les acercó.
—Usted es el señor Ríos —dijo el hombre, de barba cuadrada y gafas de sol, dirigiéndose a Vargas.
—Esta es Alicia Díaz, mi adjunta en la dirección general.
—¿Quieren que vayamos a hablar a algún sitio o prefieren que paseemos?
—Andemos, creo que es más seguro.
—Ustedes dirán.
—Queremos encargarle una operación. Le pagaremos lo que nos pida. Pero necesitamos garantías de que se cumplirá el trabajo y de que nuestros nombres nunca aparecerán.
—Si han venido hasta aquí es porque saben que soy el mejor. Se lo habrá comentado quien les habló de mí.
—Eso nos han dicho, pero nos preocupa su discreción.
—De mi boca nunca ha salido un nombre. En eso reside el éxito de mi negocio.
Los tres iban caminando lentamente por el puente, con Max a la derecha, Vargas en el centro y Ela a la izquierda. La directora de Operaciones estaba esperando la señal que le indicara que la primera fase del plan, que se estaba desarrollando en ese momento, había concluido sin novedades.
—¿Dónde tendremos que ingresarle el dinero?
—Yo les daré una cuenta en un paraíso fiscal y ustedes podrán transferírmelo desde donde quieran. Imagino que tendrán creadas empresas que no puedan relacionar con el banco. Mientras ingresen el dinero, lo demás me da igual. Pero antes, cuénteme qué es lo que desean que haga.
El teléfono móvil que Ela tenía guardado en el bolsillo del pantalón negro comenzó a vibrar. Lo sacó y escuchó la voz de Trías, el jefe del equipo al que había pertenecido Carballo: «Todo ok». Guardó el móvil, metió la mano en el bolsillo de la cazadora negra e intervino en la conversación.
—Max, soy la directora de Operaciones del CNI. No se le ocurra mover las manos porque estoy empuñando una pistola, con la que no dudaré en dispararle a la mínima sospecha de que intenta algo.
Vargas empujó al israelí contra un lado del puente, le cacheó de arriba abajo y le quitó la pistola que llevaba en una funda adosada al cinturón del pantalón.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó sin mostrar sorpresa, como si se esperara lo que iba a pasar, una reacción típica de un hombre experimentado.
—Simplemente, hablar —dijo Ela, y al notar que miraba en las dos direcciones del puente, siguió—. Sus hombres no vendrán a ayudarle. Mis agentes los han inmovilizado a todos.
—Esto es un error. Yo no he hecho nada que haya podido perjudicar al CNI.
—Miente. Hace unos meses, ordenó asesinar a uno de mis hombres en un hotel de Londres.
—No sé de qué me habla.
La zona del puente estaba vacía de extraños, pero en ese momento pasó a su lado una pareja que apenas se fijó en ellos.
—Si pide ayuda, no dudaré en disparar.
—No he matado a ningún agente español —dijo sin mirar a la pareja que se alejaba de ellos sin prestarles atención.
—Usted organizó el asesinato de un príncipe inglés, pero el MI5 y nosotros lo abortamos.
—Yo no hice eso.
—Antes montó los asesinatos del papa Juan Pablo I, Grace Kelly y Lady Di.
—Están locos —dijo moviendo las manos en el aire aparatosamente.
—Los brazos quietos. No me obligue a disparar.
—No sabe lo que está diciendo.
—Queremos que nos cuente quién le encargó cada uno de esos asesinatos. Si colabora, le dejaremos en libertad. Si no lo hace, le mataremos aquí mismo.
—Le repito que yo no he hecho nada de lo que me acusa.
—No tenemos tiempo. O empieza a hablar o…
—¿O qué? Máteme si quiere, pero no hablaré. Si lo hago, tardaré poco en ser hombre muerto.
—Si lo hace, podrá desaparecer, eso usted lo hace muy bien. Es su única oportunidad.
—También tengo otra.
Al mismo tiempo que pronunciaba esas tres palabras, giró el cuerpo hacia atrás en un movimiento veloz sorprendente, empujó a Vargas hacia delante para desequilibrarle y puso su cuerpo entre Ela y él, mientras le agarraba con el brazo por el cuello.
—Aprendí artes marciales en Rusia, como debe figurar en mi historial —le dijo a Ela—, así que puedo romperle el cuello a su amigo en décimas de segundo. Váyase inmediatamente, antes de que pase por aquí otra parejita y acabe en una cárcel de Praga teniendo que justificar por qué ha intentado asesinarme.
Estaban lejos de las farolas, en una zona de sombra. Ela había sentido al llegar al puente de Carlos que era un lugar mágico, pero ahora le parecía terrorífico. No respondió a las palabras de Max, pero tampoco se movió. Sabía que si no le hacía caso podría matar a Pablo, pero, si se iba, la situación se complicaría aún más. Seguía teniendo la mano metida en la cazadora, con el dedo índice apoyado en el gatillo. No se lo pensó dos veces. Sacó la pistola, olvidándose de la gente que podía aparecer, y extendió el brazo hasta colocar el arma a la altura de sus propios ojos.
—Me llamo Ela Langares, soy hija de Manuel Langares y nieta de Manuel Langares.
Comprobó la cara de sorpresa de Max, que no dejó de apretar el cuello de Pablo. Después disparó un único tiro. El exagente del KGB sintió que le reventaba la cabeza y del impulso de la bala cayó hacia atrás, arrastrando a Vargas, que rápidamente se levantó empapado de sangre ajena.
—¿Cómo has disparado? ¡Podías haberme matado! —le gritó a Ela.
—Soy buena tiradora y de algo me tenía que servir disponer de esa frialdad que tanto me criticáis.
Rápidamente aparecieron Gámez y Echauz. Les pidieron a sus jefes que abandonaran con toda urgencia el puente y se dedicaron a preparar el cadáver de Kozlov para que pareciera que había muerto como consecuencia de una disputa entre mafias rivales.