Dos meses después
No era la primera vez que el CNI celebraba una cumbre de espías en el Hotel La Bobadilla, uno de los más fastuosos e innovadores de España, situado en Loja, Granada. La estancia tenía un precio disparatado para un bolsillo corriente, lo que garantizaba a los privilegiados inquilinos tranquilidad y descanso en mitad de setecientas hectáreas de colinas y valles. La Bobadilla era una especie de pueblo con sesenta y dos habitaciones, cada una diferente en arquitectura y decoración; una alegre plaza adornada con flores multicolores en torno a una fuente de artesanía; restaurantes de cinco tenedores para satisfacer a los estómagos más exigentes; y piscina exterior, spa y cualquier lujo que se pudiera soñar. Para un organismo como el CNI, ofrecía las condiciones ideales de aislamiento y discreción para llevar a cabo la reunión de la Agencia contra el Terrorismo Islamista.
Dos décadas antes, los servicios de inteligencia de todo el mundo habían empezado a montar agencias temáticas para el intercambio de información y ayuda mutua en problemas comunes de especial gravedad. La de Terrorismo Islamista se había fundado tras los atentados del 11-S de 2001 en Estados Unidos, Lo más útil que ofrecía era el intercambio diario de datos sobre los grupúsculos sospechosos diseminados por todo el planeta y las identidades de los terroristas que viajaban de un país a otro para montar o ejecutar atentados. Semestralmente, mantenían reuniones, ocultas a los ojos de la prensa, para analizar el trabajo realizado y buscar nuevas vías de colaboración. En esta ocasión, le había tocado a España organizaría. Iban a asistir directores y altos representantes de quince servicios, cuya seguridad exigió cerrar el hotel durante los tres días que duraría el encuentro.
Por parte del CNI inicialmente iban a acudir Ricardo Cámara, Borja Romero e Iván Santana. Un mes antes, Ela Langares mostró un inusitado interés por asistir y nadie se opuso. Al fin y al cabo, se celebraba en España y ellos elaboraban la lista de invitados.
Los cuatro dirigentes del CNI llegaron a La Bobadilla el domingo por la tarde para recibir a sus invitados, pertenecientes a los más importantes servicios europeos, la CIA norteamericana, el SVR ruso y el CSIS canadiense. A las diez de la mañana del lunes estaban sentadas las delegaciones al completo en la sala de reuniones improvisada, una capilla sin imágenes, pero con un órgano monumental de 1595 tubos en la pared principal.
Cámara, como anfitrión, no se privó de pronunciar un largo discurso de bienvenida y hasta la hora de la comida recibieron sucesivas charlas de representantes de la CIA, el MI6 inglés y el BND alemán sobre las últimas novedades descubiertas en torno a la estrategia de Al Qaeda y otros grupos terroristas islamistas. Ela, sentada al fondo en una de las sillas doradas incomodísimas, no les prestó demasiada atención. Estaba deseando que llegara la hora del almuerzo, momento en el cual comenzaría a ejecutar el plan personal que la había llevado hasta allí.
En el restaurante había mesas para seis comensales y otras para cuatro. Había manipulado cautelosamente la distribución de los carteles colocados sobre los platos para sentarse con los representantes de Francia, Canadá y Rusia. Exactamente, a la derecha de Konstantin Sobolev, jefe de planificación de operaciones del servicio exterior ruso. Era una ocasión única para lanzar el órdago que llevaba semanas sopesando. Iba a ser a todo o nada. Aunque nada era exactamente lo que tenía desde la explosión de la bomba que mató a Carballo.
Tras mantener la desagradable conversación con su padre y Roberto, comprobó que las vías para destapar la participación del KGB en los asesinatos habían sido inteligentemente bloqueadas. Desaparecidos de la faz de la tierra los dos hombres que enviaron a Javed Azhar a asesinar al príncipe, Smirnov era el único que podía haber enlazado con la persona que le encargó la operación. Su muerte había sido una jugada decisiva para mantener infranqueable el muro entre los que participaron en la acción y aquellos que la habían encargado.
Pensó en remover los asesinatos anteriores, aunque para ello debía descubrir el juego de los Lamon, el límite que no pensaba traspasar. Había dejado en libertad a Roberto Santos, el traidor que filtró la identidad de Cristóbal, quien únicamente había tratado con Misha. Bueno, y con los Lamon, lo que aumentaba la necesidad de dejarle ir. Una semana después, Santos le telefoneó para contarle que su coche había aparecido quemado. Ela negó conocer el motivo, el exagente la creyó, pero ambos sabían que sucesos como ese le seguirían ocurriendo si no desaparecía de Madrid lo antes posible. La directora de Operaciones no le comentó la llamada a nadie, ni siquiera a Vargas. Sabía perfectamente dónde trabajaban los responsables del incendio.
Unos días más tarde ordenó que liberaran a Misha, con la espalda marcada que le impediría volver a ponerse un bañador, pero con las heridas casi cicatrizadas. Nuevamente, la participación de su padre y Roberto le ataba las manos. Habló con el lugarteniente de Smirnov y le propuso soltarle siempre que abandonara España y regresara a Rusia. Le advirtió amenazadoramente: «Si descubro que estás fuera de tu país, ordenaré matarte». Cuando pronunció esas palabras, supo que nunca lo haría, aunque más de uno de los miembros de KA habría pagado por liquidarle. Ellos no eran asesinos, nunca lo habían sido, y no mancharía su unidad con comportamientos de delincuentes.
Tras la liberación de Misha y la confirmación de su salida en un vuelo de Aeroflot, notó que se había quedado con las maletas vacías y la sensación de fracaso recorriéndole las venas. Nadie en el CNI se lo había echado en cara, especialmente porque Cámara había considerado un éxito evitar el asesinato del príncipe, el objetivo que había colmado sus expectativas. Ella no se engañaba: los del SVR le habían ganado la partida.
Ni de día ni de noche podía dejar de pensar en una idea que la atormentaba. Siempre le extrañó que el servicio secreto ruso se dedicara a matar a personalidades europeas, cuyo móvil no entendía, aunque en inteligencia muchas veces no se pueden entender los comportamientos ajenos. Le sorprendió que los Lamon, que habían estado presentes en todos los fregados, le transmitieran la misma extrañeza. El KGB siempre había sido un servicio controlado férreamente por sus jefes, al igual que su sucesor el SVR. Existía la posibilidad de que algunos grupúsculos actuaran por su cuenta, al servicio de intereses espurios. Si eso fuera así, quizá el propio SVR estaría interesado en purgar a los corruptos. No lo veía excesivamente viable —¿para qué engañarse?—, pero si existía una posibilidad entre mil merecía la pena arriesgarse. Eso sí, había que jugar la baza con tacto, tratando de evitar un escándalo que le costara el puesto o la vida. Si acertaba, los culpables serían castigados por sus propios jefes y de rebote su padre y Roberto quedarían libres para envejecer con tranquilidad.
Un mes antes se le había presentado la oportunidad por la que tanto había suspirado. Konstantin Sóbolev, el jefe de operaciones en el extranjero del SVR, del que había oído hablar por su solvencia y agresividad, pero al que no conocía personalmente, asistiría a la reunión en España de la Agencia contra el Terrorismo Islamista. No le costó convencer a Cámara de la conveniencia de asistir e inmediatamente empezó a cavilar la manera de conseguir hablar a solas con Sóbolev. Era algo complicado no levantar sospechas en una reunión en la que todos los presentes eran espías. Pero también era habitual que los asistentes aprovecharan el encuentro para establecer relaciones que les pudieran ser de utilidad en el futuro. Tenía muy presente que España había sido uno de los primeros países occidentales en establecer relaciones con el KGB durante la guerra fría, cuando todavía eran unos apestados.
En la primera ocasión posible, conseguiría sentarse a comer a su lado. Después, improvisaría. Para realzar su posición, se había vestido con un traje de chaqueta azul y una camisa beige con más botones sin abrochar de lo habitual en sus uniformes de trabajo. El almuerzo fue de lo más interesante. Todos hablaban en inglés y discutían sobre terrorismo, aunque sin dejar de comentar las excelencias del gazpacho andaluz. Cuando estaban sirviendo el mero a la plancha, Ela se dio cuenta de que el momento podía no ser el más apropiado para pedirle discretamente una reunión a Sóbolev, pero se mantuvo alerta para esperar esos segundos, que necesariamente se tendrían que producir, en los que poder hablarle sin que nadie les escuchara.
Acabaron la comida y el espía ruso anunció que se iba a su cuarto para descansar un rato antes de las conferencias de la tarde. A Ela no le pareció que su colega, de unos cincuenta años, con un cuerpo que fue atlético en su día y sin arrugas en la cara, necesitara una siesta para reponerse de la nada abundante comida. Le dijo que ella también estaba cansada y que tenía su habitación cerca de la suya, por lo que podían ir juntos. Antes de salir del restaurante, Ela saludó a Santana, que la vio alejarse con el ruso.
Cuando estaban en el hall de columnas de mármol blanco, que evocaba a la mezquita de Córdoba, sintió un nudo en la garganta: era en ese momento o quizá no tuviera otra oportunidad.
—Konstantin, si no le importa, me gustaría hablar con usted de un asunto bilateral.
—Toda su amabilidad —dijo el ruso— era porque quería hablar de trabajo conmigo. Qué decepción. Creía que yo le gustaba.
—Usted es un hombre muy interesante —asintió con sorna Ela siguiéndole la corriente—, pero primero está el trabajo.
—¿Cuándo quiere que hablemos?
—Si no le importa, me gustaría que fuera ahora mismo. Preferiría que no se enterara nadie de nuestra conversación.
—Me parece bien, ya habrá deducido que no hago la siesta que tanto les gusta a los españoles. ¿Dónde quiere que hablemos?
—Si le viene bien, creo que su habitación es un buen sitio.
—Siempre que no haya micrófonos —sonrió enseñando sus dientes nicotínicos.
—Ayer revisaron cada rincón de las habitaciones.
No había nadie en el pasillo cuando traspasaron la puerta de la habitación del espía ruso. Era una de las más grandes del hotel y lo parecía aún más al estar abierto el balcón de madera antigua con cuadraditos de cristal, que permitía contemplar el bosque cercano y las montañas lejanas. Sóbolev la invitó a sentarse en el sofá claro, flanqueado por una mesa camilla y una nevera negra, con una bandeja encima en la que estaban colocados vasos y copas. Le ofreció algo de beber y Ela aceptó un whisky. El ruso se puso otro y se sentó en un sillón blanco, tras apartar dos cojines a cuadros blancos y amarillos.
—Usted me dirá, Ela.
—No me voy a andar por las ramas, si le parece, Konstantin.
—Se lo agradezco.
—Lo primero que tengo que decirle es que el tema del que le voy a hablar es de interés prioritario para mi servicio, al margen del interés particular que comprobará que tengo.
—Me tranquiliza. Había llegado a pensar que quería pasarse al SVR —dijo en broma.
—Durante la Guerra Civil española —sonrió al mismo tiempo que notaba que el corazón se le aceleraba—, mi abuelo Manuel Langares conoció a Kim Philby, que consiguió atraparle en sus redes y convertirle en un agente al servicio del KGB. Durante decenas de años, realizó trabajos para ustedes junto con su amigo Luis Montiel.
Sóbolev la escuchaba con atención, como si lo que narraba no fuera con él. Ela, sentada en la esquina del sofá, siguió recitando su discurso preparado.
—A finales de la década de los ochenta, recibió una carta manuscrita del propio Philby en la que le anunciaba que el KGB había decidido olvidar el chantaje al que les estaban sometiendo y darles… ¿cómo le diría?… la carta de libertad.
—Recuerdo el caso porque yo entonces trabajaba ya en operaciones en el extranjero y tuve la suerte de conocer a Philby, aunque no mucho, la verdad. Era un gran tipo, divertido y buen conversador. No conozco los detalles, pero si se interesa por su abuelo, creo que cayó en las redes de Philby y no pudo hacer nada para evitarlo.
—Eso ya lo sé, gracias, pero lo que me preocupa es otra cosa.
—La escucho.
—Paralelamente a la salida de mi abuelo, gentes del KGB se pusieron en contacto con mi padre y con el hijo de Montiel para que continuaran el trabajo que habían comenzado mi abuelo y su amigo Luis.
Ela miró la reacción de su interlocutor. Ni siquiera notó una mueca en su rostro que le permitiera identificar el efecto de sus palabras.
—Les obligaron a trabajar en una operación consistente en el asesinato del papa Juan Pablo I.
Aquí sí que se frenó intencionadamente, incluso le dio un sorbo a su whisky.
—Creo que ha comenzado la historia, pero no la ha terminado.
—Efectivamente —dijo dudando sobre si había sido demasiado impulsiva enfrentándose directamente a un alto cargo del SVR—. Después, volvieron a requerir sus servicios para el asesinato de Grace Kelly y de Lady Di. En los tres casos, como sabe sobradamente, no se pudo demostrar nada y la versión oficial hablaba de muertes naturales provocadas por enfermedad o por accidentes de coche.
Por primera vez Sóbolev se revolvió en su asiento, cogió uno de los cojines y se lo puso delante del cuerpo, agarrándolo con las dos manos. Ela dedujo un gesto defensivo y se puso nerviosa. ¿Y si Sóbolev era la persona que había montado, al margen del servicio secreto ruso, todos los atentados? Ya no tenía marcha atrás.
—Sé que el KGB estaba detrás de cada uno de esos atentados porque recurrieron a mi padre, Manuel Langares, y a su amigo Roberto Montiel para montarlos.
—¿Qué más sabe de esos sucesos? —preguntó Sóbolev con tono distante.
—El KGB utilizaba a mi padre y a su amigo para poner en marcha los dispositivos que permitieran cometer los crímenes, a las órdenes en cada ocasión de una persona distinta, el intermediario, que no pertenecía a su servicio. Para garantizarse el éxito, diseñaban dos atentados y solo en el último momento decidían cuál era el que se ejecutaba. De esta forma, si durante las acciones previas eran descubiertos en un plan, siempre les quedaba otra posibilidad de actuar. Su diseño fue impresionante —siguió, notando que el corazón se le desaceleraba—. Si algo salía mal, lo que no sucedió en esos casos, habría sido casi imposible que nadie pudiera demostrar su participación en las muertes. Además, diseminaban pruebas o se aprovechaban de las ya existentes que apuntaban en otras direcciones. Al papa querían matarle empresarios vaticanos; a Grace Kelly mafiosos deseosos de hacer negocios con Mónaco; y a Lady Di, su exmarido el príncipe Carlos, que la odiaba.
—Ha dicho en esos casos. ¿Qué otros conoce?
Dudó si mencionar lo de Inglaterra, pero ya no podía levantar el pie del acelerador. Se iba a meter en la boca del lobo, un lobo que hasta el momento no se había molestado en negar ni una de las palabras que ella le había arrojado.
—Hace dos meses, intentaron asesinar a un príncipe inglés, pero por primera vez fracasaron. Actuaron de igual forma que en los casos anteriores, pero en esta ocasión nuestro trabajo y el del MI5 permitió que pudiéramos desbaratar sus planes. Eso sí, murió uno de mis agentes.
—Lo siento, eso siempre es un drama. La guerra secreta conlleva con frecuencia pérdidas humanas —pensó un momento y siguió—: Su padre y su amigo les permitieron evitar el asesinato, claro.
—Ellos no tienen nada que ver con el CNI —mintió para defenderles, y se lanzó sin control al ataque—. Lo que ahora sabemos, incluida su implicación, es gracias a las investigaciones posteriores que hemos llevado a cabo.
—Imagino que conocerá los nombres de algunos de los miembros del SVR implicados.
Esa pregunta no se la esperaba.
—O al menos tendrá los datos de uno solo de ellos.
—Lo de menos son las personas. Lo más grave es la implicación de su servicio en todos los casos.
—Si eso fuera como usted dice, el máximo responsable sería yo. ¿Tiene pruebas contra mí?
Ela no contestó.
—Señorita, usted es una mentirosa —acusó abandonando su estado de sosiego, tirando a un lado el cojín, irguiéndose en el sillón y dirigiéndole una mirada furibunda—. Está teniendo un comportamiento muy grave, que le va a costar caro. Ha venido a mi habitación para insultarme acusándome de ser el responsable de tres asesinatos y de un intento fallido. Al principio creía que tendría pruebas, pero lo suyo es el farol más pésimo y peor lanzado que he visto a lo largo de mis muchos años de trabajo en el espionaje. No tiene nada, solo sospechas.
Ela estuvo a punto de contestar, pero Sóbolev se lo impidió.
—Es tan mentirosa, que estoy seguro de que este no es un tema del CNI. Nadie la ha mandado, sus jefes no tienen ni idea de que está aquí hablando conmigo. Ha venido porque le preocupan su padre y su amigo, no porque su servicio esté intentando implicarnos en los asesinatos. Porque si les hubiera contado a ellos lo que me ha contado a mí, nunca la habrían dejado acercarse al jefe de operaciones en el extranjero del servicio secreto ruso.
Ela aguantó la tormenta con sosiego. Al principio de la conversación había notado un gusanillo recorriéndole el cuerpo, que después se desvaneció. Sin embargo, sus peores presagios se estaban reproduciendo. El tema se le había resbalado de las manos y no veía salida.
—Se ha convertido en defensora de su familia y debería saber que un buen agente de inteligencia no debe tener sentimientos. Y si los tiene, debe controlarlos y no provocar un enfrentamiento internacional, que es lo que está a punto de suceder por su culpa. Soy un invitado de su país, un funcionario ruso importante, y usted me ha ofendido.
Sóbolev acercó su mano a la mesita cuadrada de madera, con un cristal en medio, para coger su vaso de whisky. Ela aprovechó para recular.
—Yo no le he acusado a usted de nada.
—¿Ah, no? Implica a mi servicio en una serie de asesinatos, no aporta ni la más mínima prueba y ¿no me acusa de nada? ¡Salga inmediatamente de mi habitación!
Ela se levantó y se dirigió a la puerta. Sintió que su carrera en el espionaje había terminado. No articuló ni una sola palabra más. Cuando cerró la puerta, empezó a pensar el siguiente paso que debía dar. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue contárselo todo a Borja Romero. Era su amigo, no entendería su comportamiento, pero seguro que la ayudaría. Rápidamente descartó la idea. Una cosa era la buena relación que mantenían y otra que se jugara el puesto cuando ella había actuado saltándose todas las normas. No se le ocurrió nada más. Le molestaba el inmovilismo, pero decidió esperar acontecimientos. Confiaba en que si Sóbolev la denunciaba no mencionara a los Lamon, porque les acarrearía problemas graves. Aunque, bien mirado, si lo hacía daría credibilidad a su historia, pues los dos declararían sin dudarlo sobre los asesinatos y pondrían en marcha una investigación que sembraría dudas sobre el comportamiento del SVR y su antecesor el KGB.
El día transcurrió afortunadamente sin novedades. Sóbolev no parecía alterado y sí muy interesado en compartir la información sobre el terrorismo islamista que le había llevado hasta Granada. El martes, tras la comida, cuando se dirigía a su habitación, se cruzó con él, que muy amablemente la saludó, le preguntó cómo le iba todo y finalmente le estrechó la mano. En ese momento, le entregó un trozo de papel, que poco después leyó: «Sígame». No entendió nada, pero le buscó por el hotel. Había ido camino del jardín a fumarse un pitillo y se había sentado en un banco de piedra, cerca de la fuente. Era junio y pegaba el sol, por lo que no había nadie más.
—La arquitectura de este pequeño pueblo es mudéjar —le dijo Ela cuando se sentó a su lado, cuidando que la falda gris que se había puesto ese día no se le subiera demasiado—, una curiosa mezcla de arquitecturas árabes y cristianas.
—Gracias por la información, pero no quería una guía turística cuando le pedí que me siguiera.
—Usted dirá.
—He estado meditando sobre lo que me contó ayer. La inteligencia, como usted sabe, exige una cuidada reflexión una vez conocidos los datos. Me he dado cuenta de que no quería tenderme una trampa.
—Imagino que habrá llegado a esa conclusión después de comprobar que no había cámaras ocultas en su habitación.
—Es muy lista, aunque debió abordarme en un lugar abierto.
—Los sistemas de grabación actualmente son tan buenos en un lugar cerrado como en uno abierto.
—Puede que tenga razón. El hecho es que usted arriesgó mucho al contarme esa historia. Inicialmente pensé que era una trampa o que había perdido el control de la situación al estar implicados en el caso su abuelo y su padre.
—Pero luego recapacitó.
—Me di cuenta de que si me explicó todo lo que sabía era porque esperaba que yo le abriera una nueva vía para su investigación. Porque lo que tengo claro es que ha hablado conmigo sin conocimiento de sus jefes.
—Está en lo cierto —respondió sinceramente.
—Su apuesta le ha salido bien. Ahora estoy dispuesto a charlar con usted. Empiece por contarme sus verdaderas sospechas.
Ela miró a todos lados. Estaban solos en el inmenso jardín, nadie podía escucharles. Se colocó un mechón de pelo molesto por detrás de la oreja y comenzó a hablar.
—Existen dos posibilidades. La primera es que todo lo haya organizado su agencia.
—¿Y la segunda?
—Que lo haya llevado a cabo un grupo autónomo sin conocimiento de la jerarquía.
—Por lo que yo al enterarme debía actuar para poner fin a la trama.
—Exactamente —respondió Ela mirando hacia el suelo de baldosas.
—Se ha equivocado totalmente. Pero deje que le cuente la historia que he deducido a partir de la información que me facilitó ayer.
Ela se alejó en el banco un poco de Sóbolev, cruzó las piernas sin preocuparse de la falda y le miró a la cara.
—Su abuelo y su amigo Luis fueron captados por Philby. Es verdad que trabajaron para nosotros durante mucho tiempo, como ya le he reconocido. Y lo hice sin problemas porque ese tema pertenece a la historia y si usted quiere sacarlo a la luz, a mí me da igual. Ese asunto acabó como usted me contó acertadamente. Eran dos personas mayores, fuera de circulación, y ya poco se podía obtener de ellos. Además, Philby se puso muy pesado para que soltáramos las riendas.
Hizo una breve pausa y continuó.
—Del resto de su historia no conocía absolutamente nada. Si usted dice que las muertes del papa, la princesa de Mónaco y la de Inglaterra fueron asesinatos, sus pruebas tendrá, pero sinceramente para mí fueron muertes naturales. Conozco todos los rumores que hubo, pero le garantizo que nosotros no tenemos pruebas de nada extraño y además no nos interesa. Y de lo del príncipe inglés, más de lo mismo.
—Pero mi padre y su amigo Roberto…
—Recuerdo lo que me contó, pero le garantizo, sin ningún género de dudas, que nosotros nunca, tome buena nota, nunca les hemos utilizado.
—Eso no es posible —dijo descruzando las piernas—. Un enviado en nombre del KGB se le presentó a mi abuelo con la clave que habían pactado con Philby y le encargó el asesinato de Juan Pablo I. Le pidió que contara con la ayuda de mi padre, que estaba destinado en Roma. Cuando mi abuelo y Luis Montiel creyeron que sus hijos no colaborarían, se lo comentaron al intermediario y después fue cuando llegó la carta de Philby rompiendo amarras. Paralelamente, la misma persona utilizó a mi padre para el asesinato del papa.
—Siento decirle que a veces los acontecimientos tienen lugar en el tiempo de tal forma que hacen parecer lo que no es. La carta que recibió su abuelo fue enviada desde Moscú y yo conozco personalmente ese asunto. Quien se acercó a su abuelo y luego a su padre no era un enviado nuestro.
—Me está mintiendo. Quizá personas de su servicio, sin que ustedes se enteraran…
—No gano nada mintiéndole. Le estoy explicando lo que pasó. Y aún más, le voy a decir incluso el nombre del que creo responsable de lo que es un engaño perfectamente urdido. Déjeme que le cuente una historia. Un año antes de que Philby mandara la carta, un compañero mío llamado Yefin Kozlov dejó el servicio y el país para dirigirse a Israel. Era judío y adujo que la persecución de su pueblo le impelía a unirse a ellos. Consiguió salir de la Unión Soviética y al llegar a Israel montó una agencia de información que tuvo un gran éxito y que con el paso de los años descubrimos que se dedicaba a turbios asuntos. Ha estado implicada en el envío de killers a muchos países, en la constitución de grupos de mercenarios que han actuado en diversas naciones de África y en el apoyo a guerrillas en Sudamérica.
—¿Cómo sabe que él pudo engañar a mi padre y montar los asesinatos?
—Ahora mismo no tengo la certeza, pero Kozlov trabajaba en el Departamento de Operaciones Extranjeras y tenía acceso a todo lo relativo a Philby, incluida su red en España, la clave de contacto y muchas otras cosas. Si esos asesinatos fueron como usted me cuenta, no responden a un único interés, como seguro que se ha dado cuenta, sino al de varios grupos. Y Kozlov se dedica a trabajar para mucha gente sin escrúpulos que paga excesivamente bien por asesinar a sus enemigos. Y en Israel, mientras ayude al Mosad en lo que le pidan, le dejan libertad de movimiento. Siempre nos había respetado hasta ahora, pero utilizar nuestro nombre para proteger sus acciones es algo que nunca debió permitirse. Por eso se lo cuento ahora. Si puedo confirmar a mi vuelta a Moscú algunos extremos que todavía no tengo claros, ha llegado la hora de poner coto a Max, que es como se le conoce en el mundo del hampa.
—¿Qué quiere que haga con esa información?
—Sé que actúa en este caso al margen de su servicio y eso precisamente me ha animado a contarle lo que sé. Estoy seguro de que si guardamos el secreto, entre los dos podremos solucionar este desaguisado que nos perjudica a ambos. Pero si alguien se entera, imaginará que lo negaré todo.
—Trato hecho. Empiece por hacerme llegar toda la información que tenga de Kozlov o Max. Yo me encargaré de él.
—Me gusta su estilo, Ela, quizá algún día podríamos celebrarlo en mi dacha cerca de Moscú.
—Yo lo celebraré, Konstantin, pero me temo que no será con usted.