Capítulo 36

En Bali, al atardecer, no había una vista más majestuosa que la del templo de Tanah Lot. Visitar la paradisíaca isla indonesia y no asistir a esa puesta de sol era un desastre para cualquier turista. Cada día, miles de ellos se daban una vuelta por el templo, construido sobre una roca negra, justo en el momento en que el sol se tornaba anaranjado para a los cinco minutos oscurecerse por completo.

A Semyon Smirnov, sin embargo, no le evocaba nada especial que estuviera levantado sobre una gran roca que había sido moldeada por el envite de las olas a través de los siglos. Le había parecido excesivamente molesto llegar por carretera desde la localidad de Kuta, donde estaba escondido, aparcar su coche en una zona relativamente alejada y tener que atravesar una atosigante zona comercial, con demasiados puestos de ropa y suvenires a lo largo de un sendero descendente, para poder alcanzar la orilla del mar, donde estaba ubicado el templo.

Allí de pie, absorto en sus pensamientos, al margen de los turistas enloquecidos por fotografiar la escena natural, esperó veinte minutos, hasta las siete y media de la tarde, en que apareció en solitario Max, el jefe del SVR que le había encargado el asesinato.

No hubo saludos ceremoniosos. El espía, ataviado con pantalón blanco ancho y polo azul por fuera del pantalón, que le disimulaba la tripa naciente, se colocó junto a él en la orilla próxima al templo y empezó a hablarle en ruso.

—La operación ha sido un fracaso estrepitoso. Mis jefes están muy disgustados.

—No conmigo, imagino, porque hicimos nuestro trabajo a la perfección.

—Eso no es así —dijo Max girándose a la derecha y encarándose con Smirnov—. Por tu culpa nos colaron un topo del CNI, que vino acompañado de todo un despliegue de agentes españoles e ingleses.

—Si tu hombre hubiera accionado la bomba a tiempo, tendrías a tu príncipe muerto —se defendió, nada dispuesto a dejarse amedrentar como en el anterior encuentro.

—Le descubrieron por tu culpa. Una cosa es sembrar dudas para desviar las investigaciones a direcciones equivocadas y otra dejar que os colaran un topo.

—Si pensabas así, ¿por qué no paraste la operación cuando le descubrimos? —Smirnov hizo una breve pausa para agacharse y quitarse una mota de polvo de uno de sus zapatos negros relucientes—. No lo hiciste porque así era mejor para cumplir tus fines.

—No lo hice porque carecía de alternativa y no podía frenar el plan. Establecimos dos proyectos paralelos y no pensé que vuestros errores afectaran al otro plan. Pero afectaron.

—La responsabilidad no es nuestra. Mi gente cumplió con el encargo.

—Llevábamos seis meses trabajándonos al mayordomo de la casa y todo ese largo proceso de manipulación se fue al traste. Ahora tenemos a los servicios de inteligencia de dos países buscándote a ti y a tu lugarteniente. Si os cogen, todos tendremos dificultades.

—No me pillarán y a Misha tampoco. Estamos muy bien escondidos.

—Todo en la vida es cuestión de tiempo.

—No, si la madre patria nos ayuda —dijo Smirnov, que había buscado su propia vía de escape.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Max, mucho más suave de lo que estuvo en su primera reunión.

—Regresar a Rusia. En cuanto podamos, sin dejar huellas, volamos a Moscú y desaparecemos para siempre. Para el KGB no será muy difícil escondernos.

—Somos el SVR, el KGB ya no existe —dijo harto.

—Me da igual cómo os llaméis —siguió el mafioso con aplomo.

—¿Cuánto tardaríais en llegar?

—Lo menos posible.

—Está bien, me parece factible.

—Queremos nuestro dinero ya, ingresado en mi cuenta suiza.

—Daré la orden mañana mismo.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —dijo Smirnov sorprendido por sus logros.

—Lo estamos. Ahora me voy y nos volveremos a ver en Moscú. Tú quédate a disfrutar de la maravillosa vista de Tanah Lot.

—Los monumentos de Bali no me estimulan.

—¿No conoces lo que dice la mitología de este templo?

—Nunca me han interesado las supersticiones.

—Cuentan que está protegido por serpientes venenosas de los espíritus malignos y los intrusos. Te lo digo porque no te conviene acercarte.

Max rio a carcajadas, mientras Smirnov no le encontró la gracia. El espía se alejó de la playa en dirección al camino que atravesaba los tenderetes y que conducía hasta el aparcamiento de coches. El mafioso ruso, satisfecho por sus logros, dejó pasar diez minutos y emprendió el mismo paseo.

No le gustaba tener que regresar a Rusia, pero dadas las circunstancias era la mejor solución para evitar la cárcel. Allí nadie le buscaría y podría montar algunos negocios con el dinero que le iban a pagar. Al llegar a su escondite en Kuta llamaría a Misha para advertirle del nuevo trato y ordenarle que se pusiera a buscar una vía de escape hacia Moscú. Cuando le contara que había conseguido la protección del KGB, alucinaría en colores.

Al acercarse a su coche, que estaba aparcado aislado del resto de los vehículos, abrió las puertas con el mando a distancia. Cuando estaba entrando en el asiento del conductor sintió un golpe en la cabeza que le dejó grogui y un segundo que le hizo perder el sentido. No se enteró de nada más.

Dos hombres le colocaron en el asiento y uno de ellos se metió en la parte de atrás y le inmovilizó con fuerza por el pecho. El otro se acomodó en el asiento del copiloto y sacó de una caja una cobra real de cuatro metros, procedente de Tailandia, que agarró con destreza por la cabeza. Después se la acercó a Smirnov y esperó hasta que le mordió en el cuello.

En el amanecer de ese mismo día, muchas horas antes de conocer los acontecimientos en Bali, Ela Langares se levantó de la cama en la que no había parado de dar vueltas durante toda la noche. Se extendió un corrector de ojeras y desganada se maquilló menos de lo normal. Pegó un bufido a su marido cuando intentó hacerle unos cariños, estimulado por los continuos paseos en braga y sujetador que daba del armario de la ropa al espejo de cuerpo entero de la habitación. Nada de lo que se probaba le sentaba bien, hasta que se vistió con el mismo traje negro del día de la muerte de «Carballo».

A media mañana suspiró profundamente y telefoneó a su padre. Seca, distante y poco habladora, le comunicó que estaría a las nueve de la noche en la sede de la Red Durmiente. Deseaba hablar con él y con Roberto. Sabía que cerraban las puertas a los visitantes a las ocho y que Rosa, la bibliotecaria, se iba media hora después a su casa, por lo que nadie les molestaría. No le dio ninguna explicación, ni su padre se la pidió.

Una hora antes de la cita recibió la llamada de Nigel Brown, quien le transmitió la noticia escalofriante de que Smirnov acababa de ser encontrado en la playa próxima al templo de Tanah Lot, en Bali, muerto por la picadura de una serpiente. Su amigo le explicó que el suceso despertaría consternación en el país, pues una superstición aseguraba que el templo estaba protegido por unas serpientes para evitar los espíritus malignos. Los dos mostraron su decepción por el freno que imprimía a la investigación y quedaron en hablar más adelante.

Con Smirnov fallecido, se había esfumado la penúltima posibilidad de descubrir quién había montado el intento de asesinato del príncipe y, sobre todo, quién era el máximo culpable de la muerte de Cristóbal. No sentía ninguna pena por el fallecimiento del mafioso, más bien al contrario, pero habría necesitado que antes de irse al otro mundo hubiera delatado a sus jefes. Sabía que los organizadores pertenecían al servicio secreto ruso, pero no conocía sus nombres ni podía demostrar su implicación. Las cintas de su abuelo documentaban el chantaje al que habían sido sometidos él y su amigo Luis Montiel, pero no aportaban más que sospechas indeterminadas sobre el papel de los Lamon. ¿Cómo iba ella a enfrentarse a la todopoderosa inteligencia rusa sin un solo dato incriminatorio? ¿Cómo iba a convencer a alguien con poder de que el KGB había intentado asesinar o asesinado en treinta años a tantas personalidades mundiales sin un móvil aparente? Sintió impotencia. Volverían a cometer más asesinatos, en los que colaborarían su padre y Roberto, y ella no podría impedirlo.

Llegó puntual a la cita. Manuel abrió la puerta y le dio dos cariñosos besos que obtuvieron una fría respuesta. Estaba enfadada y no pensaba ocultarlo. Entraron en el saloncito, donde Roberto les estaba esperando. Se levantó, la saludó efusivamente con otros dos besos y ella nuevamente se limitó a poner la cara. Se sentaron en la mesa camilla, Ela con un hombre a cada lado. Empezó a hablar inmediatamente, mirándoles alternativamente a los ojos.

—La semana pasada mataron en Londres a un agente del CNI. Estaba infiltrado en una organización mafiosa que pretendía asesinar a un príncipe de Inglaterra. Voy a encontrar a los que le colocaron una bomba que destrozó su cuerpo y lo convirtió en mil pedazos imposibles de juntar. Lo voy a hacer porque era uno de mis hombres y nadie mata a un agente del CNI y sigue libre para contarlo. Y también lo voy a hacer porque tenía una relación íntima con él y se lo debo.

Si Manuel y Roberto seguían respirando, no lo parecía. Ela siguió hablando, sin demostrar emociones.

—Antes de morir el abuelo me grabó unas cintas. Creí que eran los cuentos de espías que me había narrado cuando era pequeña y tardé en escucharlas porque carecía de fuerzas para oír su voz. Eran el relato de su vida oculta.

Nueva parada, sin respuesta por parte de los dos sesentones, que no se atrevían a mirarla.

—Pormenorizadamente, me cuenta cómo Philby les tendió una trampa a él y a tu padre, Roberto. Se vieron forzados a colaborar con el KGB y tuvieron que realizar muchos actos de los que los dos se arrepintieron. Por suerte nunca les pillaron, pero no quería irse al otro mundo sin que yo conociera la parte oscura de su existencia. Víctimas del engaño, mataron en defensa propia o porque no pudieron evitarlo, pero nunca perdieron la perspectiva de la responsabilidad moral de sus acciones.

Ela sacó de su bolso una cajetilla de pitillos y se encendió uno. Su padre se levantó y le buscó un cenicero.

—Cuando terminé de escuchar el relato, tuve que discurrir el mensaje que el abuelo me quería transmitir. Me hablaba del día que en Roma os contaron el chantaje al que les estaba sometiendo el KGB y vuestra reacción furibunda abandonándoles. Cuando apareció muerto el papa Juan Pablo I se preguntaron quién pudo haberle matado, si es que le mataron. El abuelo no señalaba a nadie, pero de sus palabras deduje que sospechaba de vosotros.

Manuel intentó intervenir, pero Ela le frenó con la mano, sin llegar a rozarle.

—Más tarde recapitulé sobre el caso que tenía en ese momento entre manos, que habíamos bautizado como Operación Gentleman. Las llamadas que nos daban las pistas las hacía un tal Badía, que resultó ser el alias que el abuelo le había puesto a Philby. Después descubrí que antiguamente había alertado de conspiraciones para matar al papa, a Grace Kelly y a Lady Di. Erróneamente pensé que el abuelo había sido el Badía que había alertado en los tres casos. Conocía de primera mano el deseo del KGB de acabar con el papa y podía haber descubierto los otros dos intentos. En Londres empecé a pensar que podía ser alguien de vuestro círculo y esta mañana me he dado cuenta de que sois vosotros los que avisabais. Porque las sospechas del abuelo eran ciertas. Vosotros trabajabais —se frenó para recapitular—, trabajáis para los rusos. Lo que no entiendo es por qué lo hacíais cuando Philby escribió una carta al abuelo librándole de todo compromiso.

Manuel y Roberto se miraron. El primero empezó a hablar mirándose las manos.

—Cuando en el hotel de Roma nos contaron lo que habían estado haciendo simulamos un gran enfado, pero al salir nos fuimos a una habitación para buscar el camino de ayudarles. Mientras se fueron a cenar, Roberto les colocó uno de esos micros que siempre lleva encima y así nos enteramos de quién era su contacto y a qué teléfono le habían llamado. Nos pusimos en contacto con su interlocutor y le dijimos que haríamos el trabajo siempre que nuestros padres no se enteraran. Yo era el jefe de estación en Roma y colaboré con ellos, mientras Roberto recuperó la identidad de Badía para intentar que nuestro servicio secreto hiciera algo. Fue una venganza contra los rusos: el alias de Philby era el que alertaba de lo que iba a pasar. Yo conseguí en Roma la información que deseaban los rusos, pero nunca conocí a los ejecutores. Un día, el papa apareció muerto y nos quedamos molestos porque en España no habían hecho caso de nuestras alertas. Era joven y novato en estas lides y no actué con toda la normalidad que debía. Mis jefes en el Cesid se mosquearon con mi comportamiento y al final me trajeron a España castigado.

Roberto continuó con las explicaciones. Ya lo había acordado con Manuel tras conocer el asesinato del agente del CNI: si Ela les preguntaba, se lo contarían todo.

—Nuestra participación en cada uno de los casos siempre ha sido similar: nos encargaban misiones que nunca estaban relacionadas directamente con los asesinatos. Buscábamos gente, colocábamos escuchas, preparábamos el terreno viajando a la zona, conseguíamos información y cosas así. Los trabajos estaban compartimentados para que si algo salía mal fuera imposible demostrar la presencia del KGB. Un hombre, cada vez distinto, nos daba la clave que Philby acordó con tu abuelo y hacíamos lo que nos encargaba. Siempre hemos pensado que nuestro contacto había sido contratado por los rusos para esa operación concreta, pero que no era un agente secreto. Ahora nos hemos dado cuenta de que el engranaje siempre ha sido más complicado de lo que imaginábamos. Había varias redes montadas, con el mismo objetivo, pero solo una de ellas llevaba a cabo el plan. Hasta el caso del príncipe inglés habíamos participado en tres y en todas ellas el personaje resultó muerto por causas aparentemente accidentales.

—En esta ocasión ha sido distinto —dijo Manuel—, han intentado que pareciera un atentado de Al Qaeda o de algún grupo terrorista islamista. Por lo demás, nos han vigilado más, pero creemos que esa actitud ha tenido más que ver con los mafiosos rusos que han participado en esta misión que con los designios de los jefes del KGB. Hija —siguió sin atreverse a cogerle la mano, que es lo que habría hecho en cualquier otro momento—, siento de verdad lo de aquel chico y ahora todavía más sabiendo que tenías una relación con él.

Ela desvió la mirada y se encendió otro pitillo.

—¿Quién os reclutó?

—Semyon Smirnov —contestó su padre— y su lugarteniente Mijaíl Bogdanov.

—Smirnov ha sido asesinado hoy en Bali. Lo mató una serpiente, una muerte bastante desagradable que se merecía. Eso nos deja sin pistas para llegar a los jefes de la operación.

—¿Habéis cogido a Bogdanov?

—Le tenemos, pero no conoce al organizador. Cuanto menos hable con él, mejor. Siempre está abierta la posibilidad de que os delate. ¿Cuál fue vuestra relación con Santos?, además de amordazarle y avisarnos para que fuéramos a detenerle.

—No nos enteramos de su presencia hasta el último momento. Sabemos que delató a tu hombre y le entregó la bomba al árabe.

—¿Quién más está en la operación?

—No conocemos a nadie más.

Ela se frenó un momento, tragó saliva y siguió preguntando.

—¿Quién de vosotros mató a Kafka en Praga?

—Nosotros no le matamos —contestó rápidamente su padre.

—No me mintáis, creía que no os atreveríais a hacerlo.

—Te digo que no le matamos.

—Poco después de aparecer asesinado en el puente de Carlos, un colega suyo me mandó el retrato robot del asesino. —Ela se volvió al amigo de su padre—. Era el tuyo, Roberto, y tuve que destruirlo para que no te detuvieran.

—Yo no lo hice. Me reuní con él para encargarle el trabajo, pero no quiso aceptar. Quedó en hacer el contacto con Pieter Gomarus y nos separamos. Nunca volví a verle. Si hicieron un dibujo mío debió de ser porque alguien me siguió, me vio tras quitarme el maquillaje y cuando apareció muerto creyeron que yo era el responsable.

—Misha nos reconoció que había sido él —concluyó Manuel.

Ela se apoyó en el respaldo de la silla.

—¿Quién puede ser el oficial del KGB que ha dirigido la operación?

—No tenemos ni idea, siempre hemos hablado con intermediarios.

—Si investigamos los casos anteriores, ¿nos serviría de algo?

—Han pasado muchos años, pero nuestros contactos, en el caso de que los encontrarais, se dejarían matar antes de denunciar a nadie del KGB.

—¡Dios santo!, estamos en un callejón sin salida. Habéis participado en una operación que le ha costado la vida a uno de mis agentes y debería denunciaros para que pagarais lo que habéis hecho. Sois responsables de su muerte, aunque avisarais para intentar evitarla.

Ninguno de los dos hombres separó los labios.

—Habéis llevado la partida demasiado lejos. Si me lo hubierais contado antes, podríamos haber hecho estallar el caso y Cristóbal seguiría vivo. Sois unos estúpidos.

Manuel y Roberto contemplaron como una lágrima rodaba desde uno de los ojos de Ela por su cara.

—Fuisteis cómplices de vuestros padres para salvarles. Y ahora yo voy a tener que renunciar a mis principios para salvaros a vosotros.

—Ya todo nos da igual —dijo su padre—. Estamos dispuestos a declarar que el KGB está detrás de todos esos asesinatos.

—¡Cállate! —chilló Ela—. Al menos el abuelo me lo contó todo porque me quería, pero tú solo lo has hecho cuando la has cagado. ¿Es que pensabas esperar a morirte para decírmelo todo? No voy a poder hacer justicia con los que acabaron con Cristóbal porque no tengo a nadie de quien vengarme. ¿Quién iba a creer a dos viejos, que acusan a un servicio de inteligencia tan poderoso sin la más mínima prueba?

—Nosotros siempre hemos tenido una duda —susurró Roberto—. Nos hemos formulado una pregunta a la que no le hemos encontrado respuesta. ¿Por qué un servicio como el KGB o el SVK se dedica a matar a personalidades europeas? ¿Qué ganan ellos?

La directora de Operaciones no contestó.

—Entendemos —continuó Manuel— que quisieran matar al papa. Pero ¿qué les movió a matar a Grace Kelly o a Lady Di? Aún más, ¿qué sacan ellos con matar a un nieto de la reina de Inglaterra?

—¿Queréis decir que quizá no haya sido el KGB como organización, sino solo una parte de él, la que se haya movilizado en esos atentados?

—No lo sabemos, pero es raro. No sabíamos lo de la carta de Philby a tu abuelo, aunque posiblemente los rusos pretendían engañarles.

—Esa sospecha ya no sirve de nada. El hecho es que Cristóbal ha muerto y nadie va a pagar por ello.

Ela cubrió su cara con las manos y se inclinó sobre la mesa. No quería que su padre y Roberto vieran brotar la cascada de lágrimas que durante días no había vertido por el último hombre que la había amado. Ella no se había atrevido a tomarle en serio.