El director del CNI, Ricardo Cámara, modificó su proceder siempre ceremonioso. No esperó a sentarse en la cabecera de la mesa de la sala de reuniones y mirar pausadamente la hora en uno de los dos relojes antiguos para dirigirse a Romero, Langares y Santana.
—El presidente está encantado con nosotros. Le ha telefoneado el primer ministro inglés para agradecerle personalmente nuestra colaboración y darle el pésame por la muerte de Carballo. La reina de Inglaterra ha llamado al rey con el mismo motivo y su majestad me ha invitado este fin de semana a la cacería que organiza un amigo suyo para que le cuente los detalles de lo sucedido.
—Ya pueden tirar cohetes —señaló fríamente Borja Romero, el secretario general—. Si no hubiera sido por nuestro trabajo, y especialmente por el de Langares, ahora habría un heredero menos a la corona inglesa.
—Eso mismo le habría dicho yo al presidente, si hubiera hecho falta. Pero en cuanto le informé de la muerte del terrorista árabe, me felicitó por el estupendo trabajo. Incluso ha alabado nuestra discreción para resolver el asunto, porque si lo hubiera efectuado la policía o la Guardia Civil los periódicos ya habrían filtrado hasta el más mínimo detalle.
—Así tiene que ser —intervino Ela—, aunque sea una desgracia que nadie sepa que nos dedicamos con éxito a salvar vidas dentro y fuera de España.
—El presidente se entera —siguió Cámara— y es el que nos interesa que lo sepa. Me ha preguntado por Carballo y le he contestado que ocultaremos su muerte.
Ela estaba disconforme con la actitud de su director, pero no discrepó públicamente. El CNI era legalmente el órgano de información de la Presidencia del Gobierno, pero el éxito de la misión entusiasmaba tanto a Cámara porque le había permitido demostrar a su jefe lo bien que dirigía el CNI.
—Al MI5 le pedimos especial discreción y lo han arreglado para ocultar que el muerto en la explosión fue Carballo.
—¿Qué le ha dicho a su familia?
—Tenía una exmujer y dos hijos pequeños, a los que no veía mucho. Ya que Carballo murió en acto de servicio, les arreglaremos los papeles para que reciban la pensión máxima. Además de ellos, solo tenía a su padre. Fui personalmente a hablar con él. Le expliqué que tuvo un accidente imprevisible durante una misión en el extranjero y que murió como un héroe.
—¿Cómo se lo ha tomado?
—Era su único hijo. La vida está hecha para que primero mueran los padres y luego los hijos, no al revés. En la incineración de esta mañana le ha reconfortado que hubiera tantos amigos de su hijo acompañándole, incluido el director.
—No faltaba más, era lo menos que podía hacer. ¿No ha pedido detalles?
—Solo si sufrió, Carballo nunca le contaba nada de su trabajo y él ya estaba acostumbrado a no preguntar.
El director dio por zanjado el tema.
—¿Qué sabemos de Smirnov y Misha?
—El capo sigue en paradero desconocido y su lugarteniente pensamos que regresó a España, pero ha puesto pies en polvorosa. Le seguimos buscando, aunque resulta muy complicado —se justificó Ela.
—¿Con Roberto Santos hay alguna novedad?
—Como sabe, le trajimos de Londres gracias a un favor del MI5. Le interrogamos durante treinta horas en un piso operativo, pero no aportó gran cosa.
Iván Santana, el director de Inteligencia, que hasta ese momento había asistido de mero oyente, enarcó las cejas.
—¿Participó en toda la operación y no conocía nada?
—Ya sabes —respondió Ela con tranquilidad— que fue quien filtró a los rusos que Carballo trabajaba para nosotros. Pero le tenían como un colaborador ciego, aunque no inconsciente. Hacía misiones puntuales, cuyos detalles ignoraba. No conocía a nadie fuera de Misha.
—Entregó la bomba que mató a Carballo y otra con la que pretendían asesinar al príncipe, ¿y dices que no sabía gran cosa?
—Porque le facilitaban paquetes y las direcciones para entregarlos. Desconocía lo que contenían y las personas a las que iban dirigidos. Si le pillábamos, como sucedió, no podría delatar a nadie.
—¿Quién le delató a él? —siguió Santana, poniendo en evidencia los puntos grises de la investigación—. Porque le encontrasteis atado en el sótano de una casa de Londres, ¿no?
—Lo desconocemos. Él dice que alguien a quien no vio le golpeó por detrás. Creemos que puede ser la misma persona que nos avisó de que fuéramos a la casa.
—Badía.
—El informante anónimo es otro de los misterios sin resolver. Hemos evitado el asesinato gracias a él, pero los conspiradores o han desaparecido o desconocemos su identidad.
—De vuestro informe —dijo Borja Romero— se desprende que Smirnov podría no ser el jefe máximo.
—Eso creemos nosotros y también el MI5. Tal y como se han desarrollado los acontecimientos, mientras no pillemos a Smirnov o Misha el puzle seguirá abierto.
—¿Qué movió a Javed Azhar a intentar matar al príncipe? —siguió el secretario general.
—Los ingleses están trabajando en esa línea y si descubren algo nos lo contarán. Tenía dos amigos árabes en Hartley Wintney, el pueblo cercano a la casa de campo en que trabajaba. Uno, Alí Badardin, trabajaba en un taller de reparación de coches, y al otro, Ibrahim Chamut, no se le conocía ocupación. El primero llegó al pueblo hace seis meses y el segundo no llevaba más de tres. Badardin no intimaba con nadie y era amable con todo el mundo. Chamut solo habló tres palabras con la mujer que le alquiló una habitación, en la que se pasó encerrado una gran parte del tiempo. Los dos habían desaparecido cuando los identificaron y fueron a buscarles. El MI5 no tardó mucho en confirmar que habían abandonado el país veinticuatro horas antes del intento de asesinato. Cruzaron la aduana de entrada y salieron con las mismas identidades. Los dos volaron juntos a Pakistán.
—¿Pueden ser talibanes, de Al Qaeda o de algún movimiento radical islamista?
—No están fichados y seguramente esos no sean sus nombres reales. Aunque lo verdaderamente sorprendente ha saltado al investigar a Azhar.
—¿No era integrista?
—No se llamaba Javed Azhar. Esa identidad pertenecía a un hombre que entró en Bélgica hace cerca de treinta años, pero no era él. Sin embargo, hay constancia de que el mayordomo estuvo viviendo con ese nombre durante varios años en Bruselas y veinte en Londres. Los que le conocieron le definen como un hombre trabajador, eficiente, religioso sin exageración y buena persona.
—¿Su mujer no conocía su verdadera identidad?
—Ella creía que era Javed Azhar y se derrumbó cuando le demostraron que su marido la había engañado.
—Había cambiado su identidad —intervino Santana— y fue un terrorista durmiente durante todos esos años.
—Es más probable que cambiara de personalidad por algún motivo desconocido y luego le convencieran para asesinar al príncipe. Todo apunta a la participación de movimientos radicales.
—Eso no encaja con un mafioso ruso como Smirnov —dijo el director—. ¿Qué hacen juntos mafiosos e islamistas?
—Ambos grupos no realizan atentados juntos. Al menos no hasta el momento.
—¿Qué habéis hecho con Santos? —preguntó Santana.
—El director ordenó soltarle —miró a su jefe y antes de que dijera nada siguió—: Creo que fue un acierto, porque no podemos entregarle a un juez sin destapar públicamente el caso. Estamos avisando a todos sus clientes de que no es de fiar, y a los más importantes les hemos anunciado que veríamos con malos ojos que le contrataran cualquier tipo de servicio. Le hundiremos en la miseria, pero no podemos hacer nada más. Excepto —dirigió una mirada provocadora a Santana— que quieras que le peguemos dos tiros.
—No digas tonterías —respondió ofendido—, nunca propondría eso.
—Hay algunos cabos sueltos —intervino el director— y hemos perdido un agente. Pero hemos evitado un magnicidio y eso ya es un éxito. Te felicito, Langares, y espero que dediques a los agentes necesarios para intentar desentrañar lo que ha pasado. Pero debemos pasar página y centrarnos en otras muchas cuestiones que afectan a la seguridad del país.
—Por supuesto —apoyó el secretario general.
—Ya hemos pasado página —mintió la directora de Operaciones, algo que se estaba convirtiendo en un hábito.
Roberto Santos condujo 55 kilómetros desde Madrid hasta Guadalajara por la autovía A2, que llevaba hasta Barcelona. Allí se desvió para tomar la carretera nacional 320, muy bien indicada hasta el pequeño pueblo de Sacedón, y después se acercó a una de sus urbanizaciones, Las Brisas. La barrera, de seguridad estaba levantada y de los tres posibles caminos interiores cogió el del centro, que le condujo directamente hasta la entrada al pantano de Entrepeñas. Por un camino rodeado al principio de arbustos se aproximó a la playa, que a las siete de la tarde presentaba un aspecto bastante tranquilo. Solo quedaba un hombre de anchas espaldas que ajeno al frío llevaba un ajustado bañador elástico esmeralda. Vuelto de espaldas, miraba los pequeños barcos diseminados por la decreciente cantidad de agua que almacenaba el pantano. Santos había hecho 120 kilómetros desde que se subió al coche.
—Hola, Misha, ¿cómo estás? —dijo poniéndose al lado del bañista y fijando la mirada en el relajante panorama de agua almacenada con bosque intensamente verde al fondo.
—Descansando después de tanto ajetreo. ¿Regresaste sin problema de Londres?
—Sin novedades. He estado esperando tu llamada tres días.
—No conviene que nos relacionen. Seguro que me están buscando.
—¿Qué pasó con la operación?
—Nuestra parte del trabajo fue un éxito, pero algo falló en el resto del plan. Solo hablo con Smirnov y él está bajo tierra, como yo. Por eso necesito que investigues para mí, que seas mis ojos y mis oídos. Tienes amigos en el CNI y en la policía y seguro que alguno te puede dar detalles sobre lo que pasó en Londres.
—No creo que sea lo más oportuno cuando no ha salido nada publicado ni en Inglaterra ni en España. Eso significa que el CNI ha tapado toda la información del caso con veinte alfombras.
—Inténtalo, que te lo pagaré bien, como siempre —dijo sabiendo que le haría caso—. Eso sí, no se te ocurra ponerte en contacto conmigo. Espera a que lo haga yo. Ahora vete.
Se estrecharon la mano fuertemente. Santos se subió al coche y regresó por el mismo camino tortuoso de arena lleno de piedras. Misha le vio alejarse y haciendo caso omiso a la baja temperatura se dirigió a una zodiac que tenía amarrada en un pequeño pantalán de madera. Seguro en su escondite alcarreño, aislado en una urbanización en la que casi nadie vivía en invierno, no prestó atención a otro coche que bajaba lentamente por el camino evitando los desniveles de la carretera. Tampoco vio como salían del mismo un hombre y una mujer que, sin precipitarse, se le acercaron por detrás y le pusieron una pistola en la cabeza.
—Estoy deseando que no me hagas caso para volarte la cabeza —le gritó Trías, el jefe del equipo al que perteneció Carballo—. Así que no te vuelvas y pasa las manos a la espalda para que podamos ponerte unas esposas. Pero si no quieres, haz cualquier otro gesto, porque estaré encantado de vaciar las balas de mi pistola en tu sien.
Dos horas después, Mijaíl Bogdanov todavía llevaba en la cabeza la capucha negra que le habían enfundado los dos secuestradores en el pantano de Entrepeñas. Había viajado en el maletero de un ford Mondeo, que le pareció estrecho e incómodo, en posición fetal; le habían metido en un chalé —no se oía ruido en los alrededores— y le habían bajado a lo que debía de ser un sótano. Después le colocaron una argolla de esclavo en el cuello unida a una cadena colgada del techo. Estaba descalzo y en bañador, pero su desnudez humillante era la menor de sus preocupaciones. Era consciente de que estaba en manos de la gente del jefe supremo de la operación o de los cuerpos de seguridad españoles. Si eran los primeros, podría defender las bonanzas de su actuación durante la operación, pero si eran los segundos era bastante probable que no saliera vivo de allí: había asesinado a un agente del CNI. No había soltado una sola palabra y menos para suplicar.
Una voz le sacó de sus pensamientos.
—Hola, Misha —le habló una voz gélida de mujer—. Tenía ganas de conocerte. Solo he venido a darte la bienvenida. Estoy completamente segura de que no vas a hablar por las buenas, así que me iré y regresaré dentro de unas horas.
Hizo una pausa. El ruso ni se inmutó, aunque le sorprendió la seguridad que la mujer mostraba sobre la actitud que él iba a mantener.
—Te voy a dejar en compañía de unos hombres y mujeres que apreciaban de verdad al compañero que mataste en Londres. Les he pedido que no te maten. Pero también les he asegurado que si el asunto se les va de las manos tampoco pasará nada. En cambio, te aseguro una cosa: si no nos haces perder el tiempo y nos cuentas todo lo que queremos saber, no te mataremos. Yo soy aquí la máxima responsable y te lo garantizo. Aunque, como imaginarás, quizá no cumpla mi palabra.
Misha empezó a sentir que el sudor le empapaba la cabeza y con la capucha pegada a la piel le costaba respirar. Los goterones le resbalaban hasta el pecho desnudo y le empezaba a incomodar estar apoyado en el suelo únicamente con los dedos de los pies.
—Me voy. Luego nos veremos, si la suerte te acompaña.
Las pisadas de Ela Langares sonaron más fuerte que a su llegada. Se abrió la puerta y antes de que se cerrara, el secuestrado gritó:
—Está bien, colaboraré.
La puerta se cerró. Durante unos segundos, quizá un minuto, no se escuchó ni una voz. Después el sonido de un latigazo sobre la espalda de Misha rompió el silencio. Fue el primero de una interminable y lenta serie que le arrancó gritos de sufrimiento. Era un tipo formado en unidades especiales, pero no pudo controlarse, desconcertado porque le aplicaran el castigo pese a su voluntad de hablar.
Cinco minutos después, perdió el sentido. Cuando sintió el agua helada en su cuerpo y se despertó angustiado con la espalda ardiéndole, no supo cuánto tiempo había pasado.
—Hijos de puta —bramó—. Ya no hablaré, no me sacaréis ni una palabra.
Nadie le respondió. Nadie se movió. Nadie le preguntó nada. Nuevamente se hizo un silencio sepulcral en el que Misha intentó detectar las sonoras pisadas de la mujer. Era como si sus torturadores se hubieran descalzado para que no supiera si estaban o se habían ido. Empezó a sentir que el corazón se le aceleraba, esperando que los latigazos comenzaran de nuevo. Esta vez sintió intensamente un hierro candente en la espalda, que se la marcó como si fuera un toro bravo. Aulló desgarradoramente y no fue capaz de mantener la consciencia.
Nuevamente el agua le hizo regresar a la cruda realidad. El dolor era agudo y el olor a carne quemada le mareaba, pero esta vez se contuvo y no les dio el gusto de escuchar sus improperios. La puerta se abrió. Las pisadas de tacones le anunciaron que la mujer que mandaba sobre aquellos salvajes había regresado.
—Voy a hacerte unas preguntas. Si tardas en contestar, volveré a irme.
Misha no respondió.
—¿Quién es tu jefe? —dijo seria y autoritariamente la voz femenina.
El ruso no se lo pensó dos veces y contestó de inmediato. Cualquiera podría obtener esa información sin ningún problema.
—Semyon Smirnov.
—¿Dónde está ahora?
—En alguna parte de Indonesia, imagino.
—¿Dónde exactamente?
—Estaba en Bali, pero dejó el hotel en el que vivía. Ahora desconozco su paradero.
—¿Cómo te pones en contacto con él?
Misha pensó todo lo rápido que le dejaba el suplicio de su espalda abrasada y la argolla que con el paso de los minutos le oprimía cada vez más intensamente el cuello dificultándole la respiración. Se dio cuenta de que había hablado más de la cuenta con Santos, cuando todavía no sabía que le había vendido al CNI. Eso sí que había sido una metedura de pata.
—Le llamo al número de móvil 65967…
—¿Qué instrucciones te ha dado?
—Esconderme hasta que todo haya pasado.
—¿Quién manda sobre Smirnov?
—No lo sé… se lo juro. Alguien le da las instrucciones, pero a mí no me cuenta nada.
—Debes de saber algo de ese hombre.
—Fue él quien buscó a Smirnov. Le citó en Ámsterdam con la promesa de un negocio de blanqueo de dinero.
—¿Qué papel jugaba Pieter Gomarus?
Misha sintió que el aire le volvía a los pulmones. Por esa vía podría defenderse.
—La operación tenía dos partes y Gomarus pertenecía a la primera de ellas. Era un francotirador que, junto con Díaz, debía matar al príncipe.
—¿Los dos al mismo tiempo?
—Gomarus era el especialista y debía matar al príncipe. Díaz debía disparar después contra Gomarus.
—El plan no se llevó a cabo.
—Descubrimos que Díaz trabajaba para el CNI.
—¿Quién le delató?
Misha no iba a tener el más mínimo reparo en denunciar al hombre que le había traicionado.
—Roberto Santos. Trabaja para nosotros desde hace mucho tiempo. Nos busca información dentro del CNI y la policía, porque tiene muchos amigos. Y esa información se la pagamos extraordinariamente bien.
—¿Qué hicisteis cuando os enterasteis de la presencia de Díaz?
—Smirnov alertó al responsable de todo e introdujo algunas modificaciones. Como le he dicho, había dos planes. Smirnov estaba encargado del primero, pero sabía muy poco del segundo.
—Smirnov y usted —matizó la mujer en el mismo tono duro, sin inflexiones de voz.
—Yo era un mero peón —respondió desesperado—, sin acceso a la información.
—Pero usted participó en la segunda fase.
Pregunta trampa. Seguro que intentaba pillarle, pero carecía de pruebas. Seguro que no las tenía.
—No hice nada en el segundo plan.
—Santos entregó la bomba al árabe.
Se le había olvidado.
—Tiene razón, tiene razón —chilló pidiendo perdón—. Me ordenaron entregar un paquete en una gasolinera y dejarlo a una hora concreta en el lavabo de caballeros. Le encargué el trabajo a Santos, pero no sé nada más.
—¿Qué sabe de Javed Azhar?
—No he oído hablar de él en mi vida.
—Me está engañando —dijo la mujer, más agresiva.
—Le juro que no sé nada. Mandamos salir del país a Gomarus, esperamos a que le explotara la bomba a Díaz y abandonamos Inglaterra.
—¿Por qué ha matado a un agente del CNI?
—Me lo ordenó Smirnov.
—Eso tiene un precio. Y lo va a pagar. Ahora me voy. Espero que la información que me ha dado sea cierta. Si descubro que me ha mentido o no me ha dicho todo lo que sabe, ya no volveré. Simplemente, notará por mis agentes que no estoy contenta.
—Le juro que le he dicho la verdad. Se lo juro.
Ela Langares salió del sótano remarcando sus pisadas y cerrando de un portazo. Subió a la primera planta por unas escaleras de madera y se sentó en un elegante salón con muebles caros, donde estaba esperándola Pablo Vargas.
—Nos ha dado el número de teléfono de Smirnov. Hay que entregárselo a nuestra gente en Indonesia para localizarle.
—Lo haré inmediatamente. ¿Qué tal ha ido?
—Ha hablado como un loro. Ha confirmado lo que sabíamos y lo que habíamos deducido. Por desgracia no sabe quién es el jefe supremo. Pero si pillamos a Smirnov, caerá.
—¿Qué hacemos con él?
—De momento, dejarle en paz sin olvidar que es muy peligroso. Más adelante, decidiremos.
—Si por mí y los chicos fuera, le enterrábamos vivo.
—No olvides que nosotros no somos asesinos.
—¿Cámara sospecha algo?
—Está en el limbo, como siempre. Me preocupa Santana. No me cabe duda de que imagina que estamos tramando alguna venganza.
—¿Y el secretario general?
—Espero que Borja no descubra nada, no querría ponerle en un aprieto. Seguro que piensa que no nos vamos a quedar de brazos cruzados, pero nos dejará hacer mientras no nos pillen. Ahora me voy, luego hablamos.
Ela salió de la casa, una base operativa del CNI en el próspero pueblo de Pozuelo de Alarcón que utilizaban para esconder a personas perseguidas o montar fiestas para enganchar a algún diplomático extranjero. Se subió a su coche particular y se quedó pensativa con las manos en el volante. No sabía si Misha había ocultado algo, pero ella sí lo había hecho.
Durante todo el interrogatorio, había evitado no solo preguntarle por los viejos, como les llamaban ellos, sino que no le había dado opción a que los mencionara. Toda la división operativa, y especialmente el equipo de Carballo, estaban dedicados en cuerpo y alma a desentrañar el ovillo que le había costado la vida. Ella, sin embargo, no les había facilitado toda la información de que disponía. Su padre y Roberto, los otros dos españoles que habían participado en el intento de asesinato, estaban libres porque ella no les había delatado.
Llevaba tres días en Madrid desde su regreso de Londres y no había contestado a las llamadas de su padre. Tenía que estar lo más tranquila posible antes de enfrentarse a los Lamon y decirles que conocía la historia de su abuelo. Antes de acusarles cara a cara de ser unos viles asesinos. Ya no podía retrasar por más tiempo el encuentro. Disponían de una información vital para descubrir a los organizadores, los máximos responsables. Pero cada vez que pensaba en ese encuentro se le erizaba el vello de los brazos.