Javed Azhar sacó a la luz los conflictos personales de los dos hombres que vivían dentro de él. De cara al mundo, seguía asumiendo la identidad que le había acompañado desde que desertó de la OLP, pero en privado se vio obligado a desenterrar sus recuerdos de Mahmoud Mustafá Ashour.
Su amigo y confidente Alí Badardin le había explicado que Ibrahim Chamut, el imán llegado desde los Emiratos Árabes, podría ayudarle a reordenar su vida espiritual. Pero solo lo haría si le abría de par en par su corazón y estaba dispuesto a seguir sus indicaciones milimétricamente.
Establecieron charlas diarias matutinas en casa de Alí, cuando su amigo estaba fuera trabajando. Javed detectó su capacidad de escucha sin límite y su deseo altruista por ayudarle. Le recordó a algunos de los imanes que habían guiado la vida de Mahmoud, especialmente por su radicalismo a la hora de afrontar los problemas. El día que le contó cómo se había sincerado con su amigo Alí gracias al exceso de alcohol, Chamut se enfureció y le anunció que no volvería a reunirse con él hasta que le diera su promesa de que nunca más ofendería al pueblo musulmán.
Uno a uno, afloraron el resto de sus conflictos internos, dormidos desde que desapareció Mahmoud. Por primera vez se vio como un traidor a la causa palestina. Descubrió que matar por Alá no estaba mal, siempre que los objetivos fueran infieles. Empezó a orar dando gracias por la valentía de los mártires que perdieron la vida en Alemania a manos de los sicarios sionistas. Descubrió, incluso, que en el aeropuerto de Bruselas no sintió una falta de fe, sino el malestar por no haber podido entregar su vida junto a aquellos chicos que guio hasta la villa olímpica de Munich.
Desgranada la vida de Mahmoud, le tocó el turno en aquellas sesiones desbordantemente tensas y dramáticas a Javed. Se sintió mucho más tranquilo cuando comprendió que matar en defensa propia a un hermano en la fe no exigía arrepentimiento. Que actuó bien, incluso cuando decidió robarle su identidad.
Después habló de su mujer y sacó a relucir su pesar por el castigo de Alá de no darle hijos. El imán le explicó que los designios a veces son difíciles de comprender sin un buen guía, pero que quizá sus dudas habían sido un buen estímulo para animarle a poner fin a su vagar sin sentido por el mundo.
—Tu mujer, los amigos que dejaste en Palestina, los compañeros que traicionaste en Alemania, los conocidos de todos estos años en Londres, tu inseparable Alí y yo mismo, en representación de todo nuestro pueblo, esperamos que retomes el buen camino.
—¿Cómo puedo hacerlo?
—Ofreciendo tu vida.
—Ya sabes que mi vida vuelve a ser de Alá gracias a ti.
—Me refiero a que tienes que entregársela por una buena causa.
Poco a poco, Leila había notado que el hombre positivo del que se enamoró había regresado a su vida. Javed volvió a hacerle el amor de esa forma apasionada casi olvidada. Cuando regresaba del pueblo, le traía pequeños regalos de poco valor, pero cuidadosamente elegidos. Incluso la acompañó al banco para cambiar a su nombre la cuenta corriente en la que tenía guardados sus ahorros. Quería que ella fuera dueña de todo.
Leila terminó sintiendo que algo extraño le había pasado a su marido.
—¿Por qué últimamente estás tanto tiempo en el pueblo y siempre me traes regalos? —le preguntó una noche antes de acostarse.
—Estoy el tiempo necesario para comprar las cosas que necesitamos para la casa.
—Antes nunca llegabas tan tarde.
—Lo que haga es problema mío y no te incumbe.
—Javed, te pido perdón por lo que te voy a preguntar: ¿estás con otra mujer?
—No, Leila —respondió sonriendo, entendiendo al fin sus dudas—, tú eres mi mujer y cuando muera no habrá habido nadie más en mi corazón.
Leila le creyó. Si hubiera indagado un poco más, incluso si le hubiera seguido algún día a la ciudad, habría descubierto que tras acabar rápidamente sus compras se iba a casa de su amigo Alí y se reunía con el imán Chamut para preparar su plan de redención.
Un plan relativamente sencillo. La monarquía inglesa despreciaba al islam y había que demostrarle que nadie estaba libre de castigo. Como cada año, el príncipe acudiría a la fiesta en casa de sus señores, en Hartley Wintney, y él debería acabar con su vida. Un día antes, alguien le dejaría una bomba en los lavabos de caballeros de una gasolinera. Como era un mayordomo de total confianza de sus señores, nadie le revisaría. El día elegido, el sábado por la tarde, con un mando a distancia la accionaría cuando estuviera sirviendo los canapés. Entregaría su valiosa vida a costa de arrancar la del príncipe.
Su única preocupación era que su mujer estuviera lo suficientemente alejada de la bomba cuando explotara. No sabía nada de su plan ni conocía a sus amigos y, por lo tanto, nada podrían hacerle. Chamut le garantizó que, si la expulsaban a su Marruecos natal, se preocuparía personalmente de que llevara una vida digna. Al fin, Javed podría acabar con su pesadilla de tantos años.
Ela Langares apenas despegó los labios durante los tres cuartos de hora que tardaron en llegar desde el barrio de Notting Hill, en Londres, a las proximidades de la casa de campo situada a tres kilómetros de Hartley Wintney, un pueblo del condado de Hampshire. El trayecto de más de 60 kilómetros, en un coche del MI5 con los cristales tintados, fue una pesadilla por las dificultades para evitar las aglomeraciones de coches en las carreteras por las que pasaron, ya fuera la M4, la M25 o la M3. Pero aún fue peor asistir en silencio a la bronca que mantuvo por teléfono Nigel Brown con un mando policial exigiendo responsabilizarse de las decisiones respecto a la fiesta de cumpleaños a la que asistía el príncipe. En España, la prensa llevaba un montón de años criticándoles porque eran incapaces de mantener relaciones civilizadas con las fuerzas de seguridad. Ella sabía que los críticos olvidaban que esos enfrentamientos eran habituales en todos los países del mundo.
Su amigo Nigel había llamado a Tom Storn, jefe de la Royalty Protection, unidad encargada de la seguridad personal de la familia real, que protegía al príncipe en la casa de campo de Hartley Wintney. El inspector había aceptado que los del MI5 colaboraran en la vigilancia de la casa porque habían sido ellos los que habían obtenido la información sobre el supuesto intento de asesinato, aunque hasta ese momento no habían dado ni una sola pista tangible sobre quiénes y cómo iban a atentar. En un primer momento, comentaron que podía ser un francotirador, pero no habían vuelto a mencionar esa pista durante las últimas veinticuatro horas. Los espías habían conseguido meter el miedo en el cuerpo a toda la familia real, pero no les habían aportado a ellos datos solventes para hacer frente a la amenaza. Había averiguado, y se lo recriminó a Nigel, que habían seguido a sospechosos por Londres sin contarles nada. Y sabía, que era lo que peor le había sentado, que el español asesinado en la explosión de una bomba en un céntrico hotel de Londres tenía algo que ver con el magnicidio. Para colmo, ahora le llamaba para anunciarle que iban para allí y que necesitaba libertad de acción. No se lo pensaba permitir. Él era el responsable de la seguridad del príncipe.
Tras la bronca monumental con el jefe de la Royalty Protection, Brown supo que dialogando no conseguiría su objetivo. Le colgó y telefoneó a la directora del MI5, a quien contó lo que habían descubierto, sin dar detalles sobre la presencia de Roberto Santos. También le explicó a su jefa que no sabía el tiempo de que disponían antes de que el sospechoso árabe hiciera explotar la bomba y que el policía que estaba al mando de la seguridad del príncipe no quería dejarles actuar. Le recordó que él era un experto en situaciones de crisis y que debía encabezar la operación. La directora le respondió que ella mediaría y que cuando llegara a la casa de campo todo estaría solucionado. Al colgar, Brown miró a su amiga, que le dedicó una pequeña sonrisa.
—Al de la Royalty Protection no le has comentado nada del árabe.
—No quiero que actúe por su cuenta. Podría verse amenazado y detonar la bomba o, si está conectada a un temporizador, podría no querer identificar el lugar donde la tiene escondida. Además, desconocemos si actúa solo o tiene socios, y de qué medios dispone.
Las sirenas que habían llevado encendidas los vehículos de la caravana para acelerar al máximo su llegada dejaron de sonar y algunos de los coches empezaron a desplegarse por los alrededores del pueblo, en una maniobra para cercenar las posibles vías de escape a los terroristas. Paralelamente, las fuerzas de la Special Branch tomaron posiciones en las proximidades de la casa con igual discreción.
Cuando llegaron a la inmensa mansión, Brown se bajó del coche acompañado de Langares y se topó con el jefe de la Royalty Protection, que le esperaba con gesto adusto.
—Ha logrado lo que quería —le dijo con desagrado a Brown—. Pero si algo sale mal conseguiré que le echen de este país. Y si sale bien, me encargaré de que no le pongan ni media medalla.
—Es usted muy amable. Acepto encantado su colaboración —señaló con sarcasmo—. Buscamos a un hombre árabe de unos sesenta años.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes? El mayordomo Javed Azhar responde a esas características, pero está fuera de toda sospecha. Lleva en la casa muchos años y ha sido investigado oportunamente.
—Es posible, pero ese es nuestro sospechoso.
—¿Ahora piensan que es un atentado islamista?
—No pensamos nada, solo queremos evitar un atentado.
Mientras hablaban, una decena de agentes de las fuerzas especiales se acercaron al perímetro de la casa de dos pisos rodeada de césped y arbustos escrupulosamente podados, mientras un grupo de compañeros tomaba posiciones en el campo que la rodeaba, de una extensión similar a cuatro estadios de fútbol.
—Voy a entrar en la casa y me será de mucha ayuda que uno de sus hombres me acompañe.
—Será un honor para mí hacerlo personalmente.
—Muy bien. ¿Vienes, Ela?
—Por supuesto.
—¿Quién es esta? —preguntó el inspector de policía.
—Mi sombra en esta operación.
Los tres se dirigieron a la puerta y antes de que llegaran un policía de paisano se la abrió. Entraron al amplio recibidor de la casa.
—¿Dónde está el príncipe?
—En el salón —dijo bajando el tono de voz—. Es el primer cuarto a la derecha. Deberíamos sacarle inmediatamente.
—No hay que dar la alarma. Si notan algo extraño pueden accionar una bomba, que quizá esté colocada aquí mismo. ¿El mayordomo está dentro?
El policía se acercó a la puerta de doble hoja, que estaba completamente abierta, e, intentando no ser visto, identificó a Azhar con una bandeja en la mano sirviendo copas cerca del lugar donde el príncipe charlaba con unos amigos.
—Está trabajando diligentemente.
—Habrá que sacarle y entonces hacer desaparecer al príncipe.
—Hay una puerta, rodeada de una cristalera, que da directamente al jardín.
—Vaya a por sus hombres. Dejaremos que acabe de servir la bebida que tiene en la bandeja y salga a por más. Entonces actuaremos.
Pasaron cinco minutos que se alargaron como si fuera una hora. Javed Azhar salió con una tranquilidad pasmosa del salón, atravesó el vestíbulo en el que no quedaba nadie y entró en la cocina, donde estaban su mujer y dos camareros eventuales contratados para la fiesta, que preparaban combinados. Depositó la bandeja con vasos altos vacíos en la encimera.
—Venga, deprisa, ¿dónde están los canapés? —gritó autoritariamente a los dos camareros.
Al hacer el giro para volverse, vio a su mujer con cara de terror. Miró en dirección a lo que ella observaba y se quedó paralizado. En la cocina había dos policías de uniforme, dos hombres de paisano, uno el jefe de seguridad del príncipe, y una mujer. Excepto esta última y uno de los hombres de paisano, el resto le estaba apuntando con pistolas. El hombre desarmado le habló.
—Levante las manos y póngalas detrás del cuello.
—¿Qué pasa, qué hacen en mi cocina?
Nadie se le acercó.
—O levanta ahora mismo las manos o le matamos.
Leila se puso delante de él.
—¿Qué le van a hacer a mi marido? Él no ha hecho nada. Es un trabajador decente. Llevamos muchos años en el país.
—Quítese de en medio o le dispararemos a usted también.
—Si van a matar a mi marido, yo también quiero morir.
—Nos vamos a llevar a su marido, pero si colabora no le pasará nada.
—No les creo. Ustedes quieren matarle.
Javed no sabía qué había salido mal, pero era consciente de que no había vuelta atrás en su plan. Redimir todos sus pecados pasaba por apretar el botón del mando a distancia que guardaba en el bolsillo. Agarró a su mujer por la cintura y se parapetó detrás de ella.
—No quiero que a mi mujer le pase nada.
—Que se vaya —dijo Brown— y le garantizamos que la dejaremos en paz.
Se separó de ella poco a poco colocándose a su derecha, mientras metía una mano en el bolsillo con tanta rapidez que todos se sorprendieron al ver cómo esgrimía un mando a distancia.
—Vete, Leila —la empujó—, tú no tienes nada que ver en esto. Voy a cumplir la misión para la que estoy destinado.
Storn, que estaba junto a Brown, empezó a presionar suavemente el gatillo.
—Que nadie dispare —gritó Brown bajando con la mano la pistola del policía—. Habrás imaginado, Javed —siguió con un tono más suave—, que hemos sacado al príncipe y a sus amigos de la casa. Tu misión ha fracasado.
—Me da igual —dijo sosteniendo ostensiblemente el mando—. Moriremos todos los que estamos aquí.
—Pero a ti no te han ordenado que nos mataras a nosotros, sino al príncipe. ¿Me equivoco?
—Mi destino es la muerte y al menos me llevaré por delante a unos policías ingleses.
—Eso no te lo habían encargado. Los que te contrataron solo te pagarán si matas al príncipe.
—¿Qué está diciendo? A mí nadie me paga.
—¿Quieres que me crea que eres un mártir?
—El príncipe es un infiel y debía morir. Algo ha salido mal, pero en cualquier caso sacrificaré mi vida.
—Tú no has hecho nada para tener que morir.
—Sí que lo he hecho. Usted qué va a saber. No quiero seguir hablando.
—Relájate. Nadie te va a disparar. Si quieres puedo dejar salir a tu mujer. ¿O quieres que ella también muera porque está en esto contigo?
—Ella no sabe nada. Que se vaya.
—Yo me quedo —replicó Leila, y se dirigió a su marido—: No quiero que mueras. Me has mentido. Creía que me engañabas con otra mujer y tus nuevos amigos te metieron estas ideas.
—Llévensela —gritó Javed— y quizá no les mate a todos.
—Acompáñela lejos de la casa —le indicó Brown a uno de los policías de uniforme.
—No la deje salir —intervino Storn—. Es lo único que puede frenar a este loco, al menos hasta que sepamos dónde está la bomba.
—Cállese —le ordenó Brown—, aquí mando yo. Llévensela.
Esperó hasta que la mujer y el policía uniformado salieron de la cocina por una puerta que daba al jardín y después siguió hablando.
—Ya que vamos a morir —se dirigió nuevamente al árabe— y he dejado salir a su esposa, cuénteme al menos quién le ha encargado este trabajo.
—Alá, que necesita de fieles como yo para hacer frente a los infieles que nos persiguen, como ustedes los ingleses.
—Alá no habla con usted, habrá sido alguna persona en su nombre —dijo Nigel con tranquilidad.
—Hace tiempo que decidí entregar mi vida y ahora voy a poder cumplir mi sueño. Soy un fedayín, siempre lo he sido. Mi objetivo en la vida es acabar con los infieles.
Ya no habló más. Hizo un gesto exagerado para que todos vieran cómo apretaba el detonador y una bala salió inmediatamente de la pistola de Storn. No se escuchó la explosión de ninguna bomba, únicamente el grito de un hombre al recibir un balazo en el corazón.
—¡Imbécil, es usted un imbécil! —gritó Brown mientras agarraba por el cuello fuera de sí al inspector de policía—. Ordené bien claro que no disparara nadie.
—Está muerto —dijo un policía que se había acercado hasta Azhar para buscarle el latido cardiaco.
—Iba a hacer explotar la bomba —dijo molesto Storn zafándose de la presión de Brown.
—No podía pasarnos nada. La Special Branch había traído un inhibidor de frecuencias.
Algo más de dos horas después, la fiesta del príncipe y sus amigos continuó en el salón de la mansión. Los policías no habían tardado en localizar el maletín con la bomba y, tras un registro por la casa, consideraron que el riesgo se había esfumado. Examinaron las habitaciones de Azhar e interrogaron a Leila. Miembros del MI5 se acercaron al pueblo para buscar a los amigos que su mujer había mencionado, aunque sin citarles por el nombre. Brown y Langares se quedaron en el jardín charlando.
—Si no fuera porque llevo tantos años en el espionaje, diría que esto ha sido un milagro —dijo Nigel.
—Yo no creo en los milagros. Cuando le vi apretar el botón del mando con tanta determinación me preocupó que no funcionara el inhibidor.
—Pero funcionó. Si el energúmeno ese de Storn no le hubiera disparado, ahora podríamos desentrañar la conspiración. Pero espero que lleguemos a tiempo para encontrar a sus cómplices y detenerles, aunque si son listos habrán puesto tierra por medio.
—Me da la sensación de que dejó a su mujer al margen de todo. Solo nos contará vaguedades. En cualquier caso, me desconcierta la aparición de un terrorista islamista.
—Es algo difícil de ensamblar que en la misma operación haya un asesino como Van Gogh, mafiosos rusos como Smirnov y Misha y un terrorista islamista. Tendrán un nexo, seguro, pero no será fácil encontrarlo.
—Lo conseguiremos. Nosotros no vamos a permitir que maten a uno de nuestros agentes y los culpables anden sueltos por el mundo.
—Todo es demasiado intrincado como para descubrirlo si no aparecen más pistas. Lo que empiezo a tener claro es que Smirnov no es el jefe supremo de la operación, sino el peón más importante.
—Yo también. Me preocupa que no tengamos suficientes elementos como para pillarle a él y a su gente.
—Voy a pedir al servicio secreto de Indonesia que nos ayude a localizarle. Ahora ya no tenemos nada que perder.
—Si no le encontráis, nosotros le buscaremos hasta el último confín de la tierra.
—Nos lleva demasiada ventaja. Habrá que interrogar a Santos. Seguro que nos puede ser de utilidad.
—Quiero llevármelo a España, pero te mantendré informado de lo que cuente.
—Creo que no va a ser posible.
—No me digas eso, Nigel.
—¿No te das cuenta de que la Special Branch le encontró encerrado en la habitación?
—Eso lo arreglarás tú, seguro. Yo te he ayudado y ahora debes devolverme el favor. Te garantizo que pagará por lo que ha hecho.
—Ela, tendré que dar un montón de explicaciones.
—Y yo voy a volver a España con el cuerpo de un agente hecho trizas por una bomba. He perdido mucho más que tú. Habrá venganza, pero tienes que dejar que sea yo la que la aplique.
—¿Se llamaba Cristóbal?
—Cristóbal Cabanas.
—¿Era muy importante para ti?
—Más de lo que podía imaginar.
Nigel decidió no seguir escarbando en ese tema.
—También tendrás que solucionar el enigma de Badía. Seguro que es alguien que ha participado en la operación.
—Cuando desenredemos la madeja, aparecerá.
—Solo te voy a pedir una cosa. Es verdad que has perdido un agente, pero no olvides que a quien querían matar era a nuestro príncipe. Nosotros también tenemos derecho a ajustar cuentas.
—Lo haréis vosotros y lo haremos nosotros, Nigel.