—Mañana van a intentar matar al príncipe y acabamos de perder nuestras dos únicas pistas.
Nigel Brown no solo se había desprendido de la chaqueta, cosa que no había hecho jamás en Thames House durante una reunión oficial, sino que también se había destensado el nudo de la corbata, como siempre de un color azul discreto a juego con el traje impersonal comprado en unos grandes almacenes. Tenía entre las manos una de las operaciones más importantes para el MI5 de los últimos años que, como era habitual en los servicios de información, si acababa bien pasaría inmediatamente al olvido, pero si salía mal quedaría reflejada detalladamente en los libros de historia y emborronaría con tinta indeleble su propio historial y el de su agencia.
Al pronunciar la frase derrotista en la sala de reuniones de la sexta planta, delante de Ela Langares, su amiga desde hacía muchos años, sintió que había metido la pata hasta el fondo. Vestida con pantalón y chaqueta negros, un luto nada premeditado, llevaba tres horas aparentando frialdad, aunque interiormente tenía el ánimo por los suelos. No solo acababa de perder a un buen agente, sino a su amante… o quizá algo más.
—Eso sin contar que el agente Carballo ha sido salvajemente asesinado y será imposible reconstruir su cuerpo —continuó el inglés intentando arreglar su comentario anterior y dándose cuenta inmediatamente de que más le valía haberse mordido la lengua.
Ela no hizo caso a sus comentarios.
—Nos enfrentamos a un grupo que diseñó con destreza la cortina de humo que iba a tendernos. Nos pusieron dos cebos y nos los tragamos convencidos de que nos guiarían hasta desenmascarar la operación. Nos han engañado con inteligencia y justo es reconocerlo. Hasta Carballo —le nombró sin ningún quiebro en la voz— notó que todo era una trampa. Aún nos queda un día y tenemos la obligación de encontrar algún cabo suelto.
—¿Qué te sugiere que antes de matarle Smirnov, que debió de ser quien le telefoneó, le pidiera que se pusiera delante de la ventana y brindara con champán? —preguntó Brown, que se había hecho su composición de lugar sobre lo ocurrido, pero deseaba escuchar la versión de Ela.
—Fue un mensaje para nosotros. Dedujo que tendríamos un piso desde el que vigilaríamos su habitación. Nos quiso dejar claro que había descubierto al infiltrado poniendo su firma en el asesinato, algo típico de la mafia. Lo que me sorprende es que llamara Smirnov en persona.
—Necesitaba apuntarse el tanto humillándole a él y a nosotros.
—Pero ha dejado su voz grabada.
—Una voz distorsionada que no es válida como prueba ante un tribunal.
—No llamaba desde Londres, ¿verdad?
—Sigue en Bali. Será imposible detenerle sin la ayuda de la policía local —aseveró Nigel, y se ajustó el nudo de la corbata, como si de repente se hubiera dado cuenta de su imperdonable impostura—. Me pregunto algo importante: ¿cómo descubrieron que era un agente del CNI?
—Fue una infiltración demasiado rápida. No teníamos tiempo para darle una personalidad nueva y cubrir todos los aspectos de su identidad. Posiblemente, cuando le investigaron descubrieron algún fallo y ataron cabos.
—Es lo más probable —dijo diplomáticamente el jefe de Antiterrorismo del MI5—, pero también es posible que entre ellos haya alguien que tenga acceso a vuestra información reservada.
Ela le miró disgustada. Quizá Nigel podría llegar a identificar al KGB como organizador del asesinato si le mencionaba que en una de las conversaciones intervenidas a Misha y Smirnov habían hablado de «los viejos» y que ella sabía que se referían a su padre y a su amigo. No obstante, ni bajo tortura pensaba mencionar ni un detalle de lo que había descubierto sobre ellos. No albergaba dudas de que tras participar en las muertes de Juan Pablo I, Grace Kelly y Lady Di no tendrían escrúpulos en matar al príncipe inglés. Cuando volviera a Madrid les perseguiría hasta desenterrar las pruebas, pero la Justicia la aplicaría ella a su manera. También investigaría qué motivo podía llevar a una organización como el servicio secreto ruso a acabar con la vida de personalidades tan dispares, algo que no alcanzaba a descifrar y le parecía un sinsentido. En este caso se saltaría las normas del espionaje y por primera vez en su vida primarían sus intereses privados sobre los patrios.
—No creo que tengan un topo en nuestras filas.
—Es como si hubieran tenido información sobre nuestros movimientos desde el primer momento.
—Si fuera verdad, que lo dudo, en unas horas seríamos incapaces de descubrirles.
—Estamos peor de como empezamos.
—Mucho peor, Nigel. Porque yo he perdido a un agente.
—Y yo voy a perder a un nieto de la reina si no hacemos algo.
—¿Habéis estudiado la posibilidad —dijo ella midiendo concienzudamente sus palabras— de que el responsable del atentado no sea una persona, ni un grupo de personas, con intereses contrarios a la monarquía?
—No te entiendo.
—Quiero decir, que sea una potencia extranjera con la que como nación tenéis problemas. Rusia, por ejemplo. —Al fin, lo soltó.
—No creo que se atrevieran. ¿Te imaginas a Putin enviando a un comando para matar al príncipe?
—A mí también me cuesta creerlo, pero es una posibilidad para contemplar.
—En su momento, en la célula de crisis analizamos todos los escenarios, incluido ese, pero no se encontraron móviles factibles. No hay el más mínimo indicio que sustente un ataque de ese tipo de Rusia o de cualquier país golfo. Quizá si me hubieras mencionado a Al Qaeda, pero sabes que ellos no cometen este tipo de asesinatos selectivos.
No había terminado de hablar cuando sonó el móvil de Ela.
—Soy Pablo Vargas, acaba de llamar Badía.
—¿Otra vez? ¿Qué dice?
—Nos ha dado la dirección de una casa en Lancaster Road. Dice que vayamos inmediatamente.
—¿Qué ocurre en esa casa?
—Se ha limitado a darnos el dato y ha colgado.
—Bien, charlamos luego —colgó y se volvió a Brown—. Ha llamado Badía, nuestro confidente anónimo. Tenemos que ir a Lancaster Road.
—Eso está en medio del mercado de Portobello, que se instala todos los sábados y al que asisten miles de personas.
—Habrá que desplegarse sin que ninguna de ellas se entere.
—¿No será una trampa?
—Hasta ahora nunca nos ha engañado.
—Pero tampoco nos ha dado las pistas buenas.
—No tenemos alternativa, Nigel.
Una hora después, Nigel y Ela, acompañados por el jefe de una unidad de las fuerzas especiales de la Special Branch, se bajaron de una camioneta camuflada en la calle de Portobello, cerca de donde estaba situada la casa sospechosa y justo delante de la tienda Food and Wines of Spain. Veinte agentes de uniforme se desplegaron por la parte alta del barrio, alejados de la calle en que estaban situados los puestos del bullicioso mercadillo y por donde en ese momento cientos de personas paseaban relajadamente en busca de alguna compra.
—No hemos detectado movimientos en el perímetro de la casa —explicó a Brown el jefe de los agentes especiales, que ni siquiera miraba a la española que en el trayecto no había parado de maquillarse—. Dada la premura de tiempo, vamos a proceder a cortar la corriente eléctrica.
—Muy bien. ¿Cuánto tiempo tardaremos en estar dentro? —le cortó nervioso Nigel.
—Depende de la gente que nos encontremos y la resistencia que opongan. En cuanto quitemos la luz, tiraremos la puerta. Después, penetraremos en el domicilio. Intentaremos pillarles por sorpresa, pero hasta ese momento no hay que adelantar acontecimientos.
Ela entró en la conversación para preguntar a Nigel:
—Nos queda poco tiempo. ¿Sabemos ya de quién es la casa?
—Está a nombre de un diplomático destinado en el extranjero. Han hablado con él y asegura que la tiene alquilada a un tal Richardson. Estamos buscando a gente con ese apellido en las bases de datos, pero me temo que el diplomático tenía tanta prisa por alquilarla que no comprobó que le daba un nombre falso.
—¡Vaya bazofia!
Ela soltó el exabrupto y no comentó nada más. Estaba en terreno ajeno y todos los detalles del despliegue correspondían al MI5.
—Vamos a tener que esperar unos diez minutos a que se desplieguen con discreción los agentes de tráfico que impedirán el paso de coches y los agentes de paisano que no dejarán acercarse a nadie tras la penetración —le dijo Brown.
—Si conseguimos una buena pista, merecerá la pena la espera.
Ela se sumergió en sus pensamientos. Badía había ofrecido pistas en esta operación en muchas más ocasiones que en casos anteriores. Algo había ocurrido para que se arriesgara tanto. Sabía que había viajado a Londres, por lo que sin duda era parte del grupo que intentaba acabar con el príncipe. ¿Quién sería la persona que había usurpado el alias de Philby y estaba tratando de ayudarles? Quizá su padre había engañado a su amigo y desde el primer momento intentaba boicotear los asesinatos. ¡Ojalá!
Su abstracción duró poco. La operación había comenzado y dentro de la camioneta solo se escuchaban las voces de los agentes que la estaban ejecutando.
—No hay nadie en los alrededores ni cerca de la puerta exterior —confirmó uno de ellos.
—Estoy mirando por las ventanas de la casa y no se ve movimiento en el interior —dijo otro agente por su transmisor.
—Adelante, entremos ya —ordenó el jefe.
Ela y Nigel se miraron. Si no había nadie dentro significaba que todos los buitres habían huido, con lo cual seguirían con el marcador a cero. Sonó un fuerte impacto.
—Estamos dentro, vamos a recorrer las dependencias. El grupo A que suba a la primera planta, el B a la segunda y el C que busque en la planta baja.
En los siguientes segundos, distintas voces fueron informando habitación por habitación de que estaban vacías. Ela y los dos ingleses salieron del vehículo y accedieron a la zona acotada de Lancaster Road.
—Nadie en la primera planta.
—Nadie en la planta baja.
—Nadie en la segunda planta.
—Tiene que haber un sótano —gritó el jefe de operaciones—, buscadlo.
—Hay unas escaleras, procedemos a bajar.
Ela y Nigel miraron la casa pintada de rojo y cruzaron los dedos. Era su última oportunidad.
—En el salón hay una taza de café a medio acabar. No han debido de largarse hace mucho tiempo —informó una voz.
—La puerta del sótano está cerrada con llave, procedemos a abrirla.
Se escuchó un fuerte impacto —«donde esté una buena patada que se quite un cerrajero experto», pensó Ela— y nuevos gritos.
—Hay un hombre en la habitación. Está atado a una silla.
—¡Bien! —se le escapó a Brown, que inmediatamente preguntó al jefe de operaciones—: ¿Podemos entrar ya?
—Adelante, la situación está controlada.
Ela corrió detrás de Brown.
—Me imagino que no has tenido tiempo de pedir una orden judicial de entrada en el domicilio.
—La urgencia primaba. Ya lo arreglaremos más tarde.
—¿Qué harás con el tipo?
—Hacerle hablar, después ya veremos.
Ela pensó en su padre y su amigo. Quizá el hombre era uno de los dos o alguien que les conocía. La situación se estaba complicando más de lo que imaginó nunca. Debía actuar rápidamente.
—Quiero pedirte algo, Nigel —dijo parándole en las escaleras de entrada a la casa—. Si en algún momento aparece un español, quiero que me lo entregues cuando todo haya terminado.
—No me puedes pedir eso. Sabes que no puedo hacerlo.
—Ha participado en el asesinato de uno de mis hombres.
—Y lo ha hecho en Londres, mi jurisdicción.
—Me lo debes. Yo me he saltado algunas reglas informándote sin permiso de mis jefes, incluso en contra de su voluntad, de lo que estábamos investigando. Me lo debes, Nigel —le espetó desesperada.
—Si las circunstancias lo permiten, solo si lo permiten, lo intentaré. Pero no te prometo nada. Ahora, démonos prisa.
Los dos bajaron al sótano, donde un grupo de agentes custodiaban el rellano. Ela se quedó perpleja al ver quién era el hombre que estaba maniatado en la habitación, con sangre en la cabeza y en la cara. Se acercó a él y empezó a hablar en español dirigiéndose a Brown para que nadie más la entendiera.
—Se llama Roberto Santos, tiene una agencia de seguridad en España que hace trabajos para Smirnov.
—Salgan todos de la habitación —ordenó en inglés el jefe de Antiterrorismo, que cerró la puerta.
—Descubrimos que Smirnov buscaba un escolta y le pedimos a Santos que colara a Carballo. Fue un buen agente el tiempo que estuvo en el CNI y le teníamos catalogado como de máxima confianza.
Brown se guardó sus comentarios críticos. Notó que Santos había puesto un gesto de alucinación al ver a Ela.
—Saca tu pistola, Nigel, y apunta a la cabeza de este hijo de puta.
Cuando comprobó que le había hecho caso, soltó las cuerdas que apretaban el cuerpo de Santos, le sacudió un puñetazo en la boca del estómago y se apartó de él. Después le cogió la pistola a su amigo y apuntó con ella al hombre sentado en la silla que soltaba gemidos y se apretaba con las dos manos la zona del golpe.
—Mira, Santos, Nigel es el jefe de Antiterrorismo del MI5 y un buen amigo mío. Voy a dispararte y cuando entren los policías les diremos que te desataste por sorpresa y tuvimos que defendernos.
—No lo hagas. No he hecho nada —respondió estirando el cuerpo, sin quitarse las manos del estómago—. ¿Por qué si no crees que me han dejado aquí atado? No sabía nada de la operación y en cuanto me enteré me negué a seguir colaborando y me dejaron aquí abandonado —recitó el argumento que había preparado desde que los viejos le abandonaron.
—Buena historia, realmente conmovedora. Quiero que contestes a mis preguntas y que lo hagas tan rápidamente que no me des tiempo a disparar.
—¿Con quiénes estaba aquí? —se adelantó Brown.
Ela sintió pánico, ella nunca le habría preguntado eso, pero, fría como era, no lo aparentó. Notó que Santos dudaba. Seguro que estaba midiendo la posibilidad de implicar a su padre, aunque quizá no le conociera.
—Había varios hombres, pero al único que conozco es a Mijaíl Bogdanov —dijo el exagente, que no mencionó a Langares y a Montiel porque temió que Ela le matara y consciente de que ya conocían la identidad de Misha, quien le contrató para buscar un escolta para Smirnov.
—¿Dónde está ahora?
—Huyó ayer del país —respondió falseando la realidad, en un arranque de lealtad.
—¿Quién va a cometer el asesinato y cuándo?
—No me ha dado ninguna información. Solo he oído que será esta tarde.
—¿Esta tarde? —preguntó asombrado Nigel—. ¿No será mañana?
—Esta tarde, le escuché comentarlo.
—Si nos está engañando —dijo Brown acercándose a él y cogiéndole por el cuello— le aseguro que nadie se enterará, pero dejaré que Langares le mate.
—Se lo juro.
—¿Quién va a cometerlo?
Santos pensó en la recomendación de Montiel y decidió que lo mejor era largar rápidamente.
—Creo que es un árabe, cercano a los sesenta años, con aspecto occidental.
—¿Cómo piensan hacerlo?
—Escuché decir que con una bomba, pero no estoy seguro.
Brown recuperó su pistola de manos de Ela y se dirigió a la puerta.
—Entrad —dijo a los policías que esperaban fuera y luego se volvió a Santos—. Luego tendremos tiempo para hablar más despacio. Le aseguro que usted y yo conversaremos largamente y me dará todos los detalles y los nombres de sus compinches.
Cuando se llevaron al exagente, los dos jefes del espionaje se quedaron solos en la habitación.
—Piensan matar al príncipe durante la fiesta que se está celebrando —afirmó Brown.
—La bomba la accionará un árabe. Eso es sumamente extraño.
—Vamos para allá, hay que sacar al príncipe de la casa sin levantar sospechas. Si nos ven llegar, es posible que ese árabe apriete el botón antes de tiempo. —Se frenó, presa de la duda—: ¿Nos habrá mentido?
—Seguro que no. Lo tiene todo perdido.
—Pues adelante, ya tendremos tiempo para averiguar cómo tu Badía ha podido enterarse de que este hombre estaba encerrado en una casa aislada en pleno centro de Londres.