En el salón de la casa de fachada roja de Lancaster Road, en el barrio de Notting Hill, Misha miró dos veces en treinta segundos su reloj de muñeca, sin que dejara de marcar las nueve y media en punto. Manuel Langares y Roberto Montiel bajaron las escaleras desde el primer piso y se lo encontraron sentado en el sillón que estaba frente a la puerta haciéndoles gestos nerviosos con la mano para que se dieran prisa y se sentaran en el sofá de enfrente.
—Tenemos que largarnos de Inglaterra inmediatamente.
—Creía que nos iríamos mañana por la mañana, unas horas antes del atentado —respondió Langares.
—Hay que salir pitando. Os he sacado billetes en el vuelo que sale para Madrid a las cuatro de la tarde. Yo me marcho inmediatamente siguiendo otra ruta segura.
—¿A qué se debe el cambio de planes?
—No ha habido cambio de planes —dijo con recochineo—, vamos a ejecutar el plan tal y como estaba previsto.
—No te entiendo.
—Ni tú ni Montiel tenéis nada que entender. Os habéis creído todo este tiempo que erais imprescindibles, pero en este juego sois unos meros peones.
—El atentado no será mañana, claro.
—Veo que empiezas a entender.
—Nos habéis ocultado información, porque no os fiabais de nosotros.
—¿Qué crees, que íbamos a confiar en vosotros ciegamente? Hemos ejecutado los planes como los grandes jefes han ordenado —miró hacia el techo, como si los grandes jefes fueran un ente divino—. Había dos posibilidades en marcha y al final optaron por la que tiene más visos de salir bien.
—¿Qué ha sido de Gomarus?
—Siento decíroslo, pero vuestra costosa contribución al éxito de la misión está ahora mismo volando lejos de Londres.
—No te enfades, Manuel —dijo Montiel apoyando la mano en el brazo de su amigo, frenando su reacción—. Hay que reconocer que Misha ha hecho un gran trabajo. El hombre que contrató será el que apriete el gatillo.
—No, viejo —dijo el ruso, entrando al trapo que le había mostrado Montiel—. Ese hombre era un agente del CNI que nos habían colado y que supimos manipular. Ahora ya no es un problema.
—Genial —siguió Montiel—. Desbaratado, sin dejar huellas, el plan A, hoy mismo se ejecutará el plan B. Es realmente genial. Habéis dejado que ingleses y españoles creyeran que podían evitar el asesinato y ahora se encuentran con que no tienen nada para evitarlo.
—Veo que al menos uno de los dos sabe distinguir el engaño perfecto. Pero os recuerdo que si contáis algo no seré yo el que se ocupe de meteros un tiro en la cabeza.
—Lo sabemos perfectamente —ratificó Montiel.
—Yo salgo de viaje en este momento, antes de que sea demasiado tarde. Haced vuestras maletas y no perdáis el vuelo.
Langares encendió la gastada televisión que estaba a un lado del sofá una vez que Misha abandonó la casa. Un presentador ofrecía una noticia de última hora: una bomba acababa de estallar en un hotel del centro de Londres. Era muy pronto para conocer los detalles, aunque todo hacía presagiar que podía ser un atentado del IRA.
—Telefoneamos demasiado tarde —dijo nervioso Langares—, seguro que han matado al pobre chico.
—Nos equivocamos. No calculamos que todo fuera a pasar tan deprisa. Partíamos del hecho de que intentarían matar al príncipe el domingo por la tarde y no hoy sábado.
—Era un agente del CNI —constató Langares cubriéndose la cara con las manos—. Los muy hijos de puta han matado a uno de los nuestros.
—Nosotros somos cómplices. Aunque tratáramos de evitarlo. Les alertamos al principio de todo lo que sucedía, les facilitamos más pistas que nunca, pero no calculamos que por primera vez nos harían caso y llegarían tan lejos.
Langares aparentemente no le escuchaba.
—Era uno de los compañeros de mi hija. Podía haber sido ella. ¡Dios mío, qué hemos hecho!
Los dos hombres, que en ese momento aparentaban más años de los que tenían, se sintieron descolocados. Langares comenzó a llorar desconsoladamente y Montiel, conteniendo sus sentimientos, se acercó al mueble bar y sirvió en dos vasos anchos lo primero que encontró: whisky de malta. Hablaron poco durante veinte minutos, rellenaron los vasos una vez y al final se calmaron.
—Esto ya no merece la pena. Ni por el buen nombre de mi hija, ni por el honor de nuestros padres ni por evitarnos la cárcel. Prefiero que me encierren y sentirme un hombre digno, que seguir viviendo así.
—Tienes razón: hemos ido demasiado lejos. Aunque todavía podemos arreglar algo.
—Nadie puede devolver la vida a ese agente.
—Eso no, pero podemos intentar evitar el asesinato del príncipe.
—No tenemos datos, ni tiempo.
—Puede que no quede tiempo, pero tenemos una pista que quizá pueda servir.
Langares levantó la cabeza y comprendió la idea de su amigo.
—El número de móvil del ayudante de Misha.
—Si todavía no ha abandonado la ciudad, quizá podamos hacer algo.
Montiel marcó el teléfono de la tarjeta de prepago que el hombre de Misha que hablaba español le había facilitado en la casa antes de irse, el 60922… Miró a Langares y cruzó los dedos a la altura de la cabeza pidiendo buena suerte. Después se sacó la dentadura.
—Sí, dígame —respondió la misma voz de la grabación.
—Buenos días —dijo Montiel simulando un acento ruso algo gangoso—. Le llamo de parte de nuestro jefe. Quiere que venga inmediatamente a la casa.
—¿Por qué no me llama él? ¿Usted quién es?
—Él ahora mismo está hablando por teléfono y le urge que venga aquí ya.
—Le he preguntado que quién es usted.
—Trabajo a las órdenes del jefe.
—El jefe nunca me ha hablado de usted.
—Ni él a mí de usted. Pero algo grave pasa.
—Está bien, voy para allá.
El hombre, que estaba conduciendo en ese momento, buscó la manera más rápida de llegar al barrio de Notting Hill. En cuanto pudo realizar el cambio de sentido, marcó el teléfono de Misha. Esperó unos segundos y le dio la señal de comunicando. Lo reintentó, por si había marcado mal el número, pero seguía ocupado. Tiró el móvil en el asiento de al lado y se concentró en tardar lo menos posible.
En la casa de Lancaster Road, Langares estaba hablando por teléfono con Misha.
—Te he dicho que hay un vuelo para Madrid que querríamos tomar que sale antes del de las cuatro.
—Y yo te repito que os vayáis en el que os salga de las narices, pero que difícilmente habrá billetes y no conviene que estéis demasiadas horas en el aeropuerto. ¿Estás sordo o ya tienes alzhéimer?
Montiel le hizo con las manos a su amigo el gesto de fin de partido.
—Perdona, no es para ponerse así. Que te vaya bien. Hasta luego.
El hombre de pelo moreno corto llamó a la puerta pasadas las once de la mañana. Le abrió Montiel, que entendió el gesto torcido de su cara cuando le vislumbró.
—¿Dónde está Misha? —preguntó impaciente.
Con una tupida barba morena, una nariz postiza prominente que se acababa de colocar con suma rapidez y la dentadura postiza en el bolsillo, le respondió con el mismo acento ruso que había simulado cuando le llamó por teléfono.
—Le espera en el salón.
El hombre no se detuvo ni un segundo y entró. El único que estaba esperándole de pie era Langares.
—Tú no eres Misha. Eres Manuel Langares, el presidente de la Red Durmiente.
No pudo articular más palabras. Montiel había seguido sus pasos y le golpeó con dureza en la cabeza con uno de los instrumentos de hierro de la chimenea.
Despertó minutos después, al sentir el efecto del agua helada que le habían arrojado sobre la cabeza. Estaba atado a una butaca en el sótano de la casa. No había ventanas, estaba lleno de muebles polvorientos en mal estado y la única iluminación procedía de una bombilla desnuda colgada de un cable del techo.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes sois vosotros? Ya sé quién eres tú —miró con desprecio a Langares—. Pero el cabrón que se esconde en la penumbra y que casi me rompe la cabeza…
—Soy yo, Roberto Montiel —dijo acercándosele—. Y tú eres el hijo de puta de Roberto Santos. Te enseñé a colocar micrófonos y a detectarlos cuando hace muchos años hiciste el curso en Técnicas Operativas de Inteligencia para poder trabajar en KA. Parecías un buen chico, pero ya veo que eres bazofia.
—Vosotros sois más hijos de puta que yo —gritó intentando zafarse de las cuerdas que le recorrían de lado a lado todo el cuerpo y le tenían inmovilizado hasta las piernas—. Sois los viejos a los que tanto odia Misha, pero que están metidos en esto hasta las cejas. Así que no me des clases de ética.
—Nosotros nunca hemos matado a nadie y tú acabas de cargarte a un agente del CNI.
—¿Qué dices? Yo no he hecho eso… nadie puede demostrarlo —se defendió con gesto de dolor, mirándose la camisa empapada en la sangre que le había brotado de la herida de la cabeza.
—No gimotees, que te hemos hecho un apaño en la herida y de esta no te mueres. Lo peor para ti está por llegar cuando tus antiguos compañeros se enteren de que le llevaste a Díaz al hotel un paquete que escondía la bomba con temporizador que le ha matado.
—¿Cómo sabéis eso? No es verdad —gritó.
—Lo que tampoco te perdonarán —siguió Montiel sin prestarle atención— es que le delataras a Misha.
—Eso tampoco podéis demostrarlo.
—Estoy seguro —intervino Langares— de que Misha recurrió a tu agencia para que le buscaras un escolta para Smirnov. Y no hay que estudiar una carrera para saber que alguien del CNI, creyendo que eras una persona íntegra, te pidió que les colaras un topo. Siempre actúan así, desde tiempos inmemoriales, cuando creen que el intermediario es de confianza. Pero se equivocaron contigo, lagartija.
—No tenéis pruebas de nada, todo son inventos de dos viejos chochos. —Se paró y cambió de gesto—. ¿Y si fuera así, qué? Vosotros, que estáis metidos en esta mierda para asesinar no sé a quién, pero que esta tarde nos enteraremos, no seréis los que contaréis esas cosas. Porque yo pediría hablar con la directora de Operaciones y le explicaría a qué se dedican su padre y su mejor amigo. Además —dijo intentando poner una mueca de simpatía—, soy miembro de la Red Durmiente, pago puntualmente mi cuota y entre bomberos no nos pisamos la manguera.
—Tú no eres mi colega —dijo Montiel— y lo que más te conviene, si eres mínimamente inteligente, es no mencionar que estamos en esto.
—No voy a comerme este marrón yo solo. Estamos hablando de un asesinato importante y no voy a pasarme la vida en una cárcel de Inglaterra.
—¿A quién le entregaste la bomba? —preguntó Montiel sin hacer caso a sus comentarios.
—¿De qué bomba hablas?
—De la que estaba en el paquete, en el maletín o en lo que fuera que dejaste en la gasolinera.
—No sabía que contuviera una bomba. Cumplo órdenes sin que me expliquen los detalles. Ese es el trato.
—Repito: ¿a quién se la entregaste?
—Dejé el paquete en los lavabos, pero no le vi. ¿Para qué queréis saberlo?
—Sí le viste o al menos crees saber quién lo recibió —dijo Montiel—. Te conozco, conozco a todos los agentes secretos. No olvides que nosotros también lo fuimos. Cuando hacemos un trabajo no podemos evitar buscar toda la información. Recibiste una buena preparación y los detalles más nimios no se te pasan. Al llegar, miraste a todas las personas que estaban en la tienda de la gasolinera. Dejaste el paquete en el lavabo y al salir volviste a fotografiarles mentalmente. Sospechaste de alguien. Estaría nervioso, te miraría de reojo o evitaría hacerlo.
—No vi a nadie —afirmó tajante.
—Contesta de una vez. Ya no tienes nada que perder.
—Había un árabe… pero no estoy seguro de que fuera él.
—¿Cómo era?
—Mayor, cerca de los sesenta. Vestía de forma occidental. No sé nada más.
Los dos se miraron. Cumplir su plan les llevaría a una cárcel, española, eso sí, pero a la cárcel al fin y al cabo. Su larga historia de traiciones, continuación de la de sus padres, había escrito sus últimas letras.
—Te vamos a contar lo que vamos a hacer —le dijo Langares a Santos acercándosele a medio metro—. Nos vamos a ir de esta casa y dentro de un rato vendrán unos hombres que querrán saber cómo evitar el asesinato del príncipe inglés. Sí, vas a ser corresponsable del asesinato de un príncipe.
—Me da igual quién sea. Si me entregáis, lo primero que haré será delataros —aseguró amenazante.
—Escucha calladito o te amordazo inmediatamente. Cuando lleguen los ingleses, lo que necesitarán saber urgentemente son los datos que nos acabas de contar del árabe. Dáselos lo antes posible para que intenten evitar el atentado. Aunque hables voluntariamente, es probable que sea demasiado tarde. Pero si piensan que por tu tardanza no evitaron el asesinato, serán mucho más duros contigo.
—Misha os matará.
—A nuestra edad eso ya no importa. Lo que tienes que pensar cuando nos vayamos es que si colaboras podrás obtener beneficios, que dada tu dramática situación te vendrán muy bien.
—No lo haré —gritó desesperado—, me limitaré a denunciaros. Soltadme y me olvidaré de todo. Regresaremos tranquilamente a España y no diré a nadie lo que me habéis hecho.
Montiel se acercó a él y con el puño cerrado le golpeó en la nariz, que le empezó a sangrar abundantemente.
—Hijo de puta —le escupió Santos—, te vas a pudrir en cualquier esquina cuando Misha te pille.
—Te aconsejo que no des nuestros nombres, pero si lo haces nosotros daremos el de Misha y el de su jefe Smirnov. Piénsatelo. Nos vamos, tenemos que coger un tren —mintió Montiel, pensando en la posibilidad de que el órdago les saliera mal y Santos finalmente decidiera delatarles. Lo cual, bien mirado, era lo más probable.