Javed Azhar se sintió liberado tras asesinar a Mahmoud Mustafá Ashour, cuyos restos polvorientos, impregnados de sangre, acabarían sepultados en alguna fosa común junto a los de otros indigentes. Se encontró en otro cuerpo, muy a su pesar con el mismo problema de obesidad, y con un alma a estrenar que le abría las puertas a un futuro prometedor. Cuando se miraba al espejo, con esa nueva barba azabache y tupida de cinco centímetros de larga, solo veía a Javed.
Su existencia comenzó con la búsqueda de un trabajo de cocinero que le revistiera de la dignidad que tanto ansiaba. En Múnich se había iniciado en el oficio y en Bruselas conseguiría asentarlo. No tardó mucho en encontrar el restaurante de un hotel que buscaba un pinche de cocina. Podía no ser el mejor, pero en poco tiempo destacó como un trabajador serio y de confianza. Su entusiasmo y su carácter bondadoso facilitaron que un año después el chef le nombrara su ayudante, con el consiguiente aumento de sueldo.
En ese momento dulce, Javed decidió que el siguiente paso en el desarrollo de su nueva personalidad debía ser encontrar una compañera. Con ese objetivo, empezó a acudir a los rezos en una mezquita. Mahmoud era un hombre muy devoto, pero él no lo había sido hasta el momento. Al presentarse al imán, tuvo que responder a las previsibles preguntas sobre su origen pakistaní. Como ya había contado a sus compañeros de trabajo, le explicó que había tenido una infancia muy desgraciada, que nunca conoció a sus padres y «el pasado, pasado está».
En cuanto pudo, le habló de su soledad y de lo que echaba de menos compartir su existencia con una mujer. El imán le presentó a algunas de las fieles que asistían a los rezos. La primera que le gustó era de Pakistán. Vio la mano izquierda del imán para tratar de ayudarle a superar sus problemas de la infancia, pero ni siquiera se atrevió a invitarla a tomar un simple té: era demasiado arriesgado. La segunda, por el contrario, le pareció perfecta. Se llamaba Leila y era una chica de veintidós años —dos menos que él—, nacida en Marruecos, cuyos padres habían emigrado hacía tiempo a Bélgica. Dulce, amable y de una belleza discreta, seis meses después se casaron y los dos perdieron su virginidad.
En ese momento, fue plenamente consciente de que no podía retrasar más su huida de Bruselas para enterrar definitivamente a Mahmoud. En dos años, nadie que conociera al hombre que intentó robarle se había cruzado en su camino, pero no quería seguir tentando a la suerte.
Debía buscar fortuna en otro país. El jefe de cocina le habló de un amigo chef en un restaurante de Londres, al que podría rogarle que le acogiera. Eso sí, antes deberían pasarse unos meses estudiando inglés para saber lo mínimo para defenderse.
En 1976, los dos aterrizaron en Londres decididos a comerse el mundo. Javed comenzó a trabajar duramente en el restaurante y Leila lo hizo en una casa cuidando niños. Solo disponían de un día libre a la semana, pero lo disfrutaban intensamente.
Cerca de un año después, paseaban relajadamente por el centro de Londres cuando Javed sacó a colación el tema que nunca se había atrevido a mencionar a su mujer. Con toda la inocencia del mundo, le preguntó cómo era posible que todavía no se hubiera quedado embarazada. Leila bajó la cabeza ruborizada y musitó un simple «no lo sé». Aparcaron el tema durante una larga temporada.
En 1978, Javed consideró que enquistarse en el trabajo en el restaurante le impediría conquistar sus sueños de independencia, ahorrar suficiente dinero para la vejez, una casa bonita y un coche propio. Aunque ese había sido el último pensamiento de Mahmoud antes de desertar de la OLP, él creía que formaba parte indisoluble de la personalidad de Javed.
Hacía tiempo que había encontrado la solución: quería ser mayordomo de una de las casas señoriales de Londres. Consiguió que le contrataran en el hogar de un ejecutivo de éxito, con el cometido principal de organizarle con elegancia y distinción las cenas que frecuentemente ofrecía en su majestuosa vivienda de dos pisos. Ganaría poco dinero más, pero era el principio del camino.
A aquella primera casa, hacía cerca de veintiocho años, habían seguido unos cuantos hogares británicos más. Había aprendido de sus jefes que debía cambiar de empresa cuando encontrara otra que le ofreciera algo más de dinero o mejores condiciones laborales.
Ocho años atrás, leyó un anuncio por palabras en el Times en el que se solicitaba un matrimonio para cuidar una mansión en las afueras de la ciudad, con un sueldo nunca soñado. Tenía la experiencia adecuada para ser el mayordomo y Leila podría hacerse cargo de las tareas de la casa. Hablaban un inglés fluido —lo del acento parecía no importar— y llevaban residiendo en Gran Bretaña el tiempo requerido. El puesto fue suyo y sintió que se había aupado a la cumbre soñada desde el primer día de su nueva existencia.
Lo único que le faltaba era un hijo que llevara su propia sangre. La de Javed, no la de Mahmoud. Aconsejado por un amigo más experimentado, acompañó a Leila al ginecólogo. Dictaminó que su infertilidad podía depender de una mala relación de sus óvulos con los espermatozoides de su marido. Por si acaso, previamente al tratamiento, el médico le recomendó a Javed que se hicieran una analítica del semen para detectar si podía engendrar hijos. Le entregó una receta para que llevara una muestra al laboratorio y se despidieron hasta una semana después. Nunca regresaron.
La existencia de Javed cambió durante los minutos que estuvo escuchando al ginecólogo. Iba para que curara a su mujer y se encontró con que el enfermo era él. Algo dormido en su interior despertó de un sobresalto: no tener hijos era un castigo de Alá.
Su mujer le animó a hacerse la prueba. Seguro que estaba bien o tenía algún pequeño problema como ella. Javed la gritó, insultó y terminó abofeteándola. Leila no volvió a mencionar el tema y su marido nunca le pidió disculpas, pero al día siguiente actuó como si nada hubiera pasado. Una montaña de sufrimiento comenzó a formarse con el paso de los años en la mente de Javed.
Hacía seis meses que su triste destino había dado un giro brusco. Una mañana se le acercó otro árabe en un bar del pueblo. Se llamaba Alí Badardin y trabajaba en un taller de coches. Había llegado a Inglaterra hacía unas semanas, apenas chapurreaba unas palabras de inglés y la vida se le hacía muy cuesta arriba.
Ese pobre hombre lleno de problemas le cayó simpático y empezó a compartir un café con él cuando diariamente se acercaba al pueblo para hacer la compra. Debía esforzarse para animarle, que no se derrumbara con cada nuevo problema en el trabajo o cuando sentía el racismo de una parte de la población.
Un día cenaron en la pequeña habitación destartalada de su amigo. Alí compró cuatro botellas de vino tinto y los dos bebieron más de la cuenta. Javed, que nunca probaba el alcohol, se estaba quedando adormilado cuando su amigo sacó el tema.
—Hay gente que cree que Alá se enfada por cualquier cosa: por beber un poco, un castigo; por beber como nosotros hoy, una maldición.
—El que no preste atención a lo que has hecho mal —dijo Javed— no quiere decir que esté bien. Yo intento olvidar mis pecados, pero no por eso desaparece mi castigo.
—A los católicos les ponen una penitencia, que llaman ellos, y les perdonan cualquier cosa.
—¡Ojalá todo fuera tan fácil! Si no hubiera cometido aquel acto… ahora tendría un hijo.
—¿Qué puede hacer un hombre que sea tan grave como para merecerse el peor de los castigos, que es no tener hijos? —preguntó Alí, y le pegó un trago a su casi vacía botella de vino peleón.
—Matar a alguien.
—Depende. Si matas para proteger a tu mujer, eso está bien.
Esas palabras activaron un resorte escondido en el alma de Javed. Esas palabras y el exceso de alcohol. Tras muchos años arrepintiéndose del asesinato cometido en Bruselas, decidió contarle a su amigo todo lo que había vivido en sus cincuenta y siete años: lo que no conocía su mujer e incluso lo que Javed no había vivido, porque pertenecía a los recuerdos de un palestino llamado Mahmoud, desertor de la OLP.
A la mañana siguiente le pidió discreción a Alí: si alguien se enteraba de que había matado a un hombre pasaría muchos años en la cárcel, le deportarían a Palestina y allí le asesinarían en cualquier esquina. Su amigo le tranquilizó: su secreto estaba a salvo con él.
En los siguientes meses, fue Alí el que se dedicó a animarle e incluso terminó presentándole a un conocido de toda confianza, Ibrahim Chamut, un destacado imán de los Emiratos Árabes, que por casualidad estaba en Londres, para que le ayudara a superar el trauma que había marcado su existencia. Semanas después, los tres estaban convencidos de que solo su fe en Alá le podía devolver la tranquilidad. Eso sí, Chamut empezó a recordarle la necesidad de cualquier creyente de luchar contra los infieles. Había que pararles los pies como fuera.
A las seis de la madrugada del sábado, Pieter Gomarus se subió a un taxi y le pidió al conductor que le llevara al aeropuerto de Heathrow. El único equipaje que llevaba era una pequeña maleta que colocó en el asiento, junto a él. Siempre compraba ropa en las ciudades que visitaba, pero en esta ocasión apenas había salido del hotel.
En la terminal del aeropuerto, se acercó a la ventanilla donde vendían los billetes. Pidió un pasaje para el primer vuelo que saliera con destino a Oriente y lo pagó en libras. Después, sin mirar atrás, se dirigió a pasar el control de pasajeros. En dos horas, antes de las nueve, estaría volando lejos de Londres.
Gámez, el agente operativo de KA adscrito al grupo del MI5 que controlaba los movimientos del killer, esperó a que Michael Smith, el agente inglés al que acompañaba, avisara a sus jefes del nuevo giro que había tomado la persecución. Al rato, le devolvieron la llamada: «Dejadle ir». El agente español no compartió la decisión. Llevaba dos semanas siguiendo al cabrón ese y no había servido para nada. Les había tomado el pelo y se iba sin que nadie se lo impidiera. Golpeó con el puño la pared más cercana, ante el asombro de su compañero, y maldiciendo sin mirar a nadie se dirigió al coche para regresar a la sede central. Estaba disgustado, pero no solo porque Gomarus se fuera. Todo apuntaba a que su compañero y amigo Carballo iba a adquirir un protagonismo en la operación que le complicaría aún más el trabajo. No sabía cuál era su misión, pero debía de ser sumamente arriesgada.
Cumpliendo el horario previsto, el avión de Pieter Gomarus despegó con él cómodamente sentado en su asiento abatible de clase business. Había sido una misión especialmente extraña. Si le hubieran detectado y detenido cuando abandonaba Londres, únicamente habría supuesto una demora en sus relajantes planes de futuro. Ya había sido torturado en África y no consiguieron que delatara ni a jefes ni a compañeros. Ahora habría superado cualquier interrogatorio: no tenía que proteger a nadie, porque no conocía la identidad de nadie. Nunca creyó que el hombre que le contrató, de más de sesenta años, llevara habitualmente la barba y el pelo tan blancos como aquel día. Pero le importó un rábano, porque la transferencia que le envió a su cuenta corriente avalaba su discreción. Tampoco podría identificar al otro hombre que se le acercó en la Torre de Londres, más joven y con el pelo muy corto, que le entregó un mensaje en el que le duplicaban los honorarios, le especificaban que ya no necesitaban sus servicios y le recomendaban que por su bien saliera de Londres en cualquier vuelo, pero antes de las nueve de la mañana del sábado.
Repanchingado en su asiento, miraba por la ventanilla como las nubes de Londres quedaban atrás y él se iba a descansar lo más lejos posible, con las alforjas a rebosar. Los que le habían contratado debían de estar locos.
A Pablo Vargas le habría encantado haber viajado con Ela Langares para participar activamente en la Operación Gentleman. Varias veces al día hablaba con sus hombres en Londres para recibir novedades y al menos una lo hacía directamente con su jefa, a la que notaba tensa y preocupada. La investigación no había avanzado todo lo que le hubiera gustado y al implicarse directamente era más partícipe de los éxitos, pero también de los fracasos.
El exceso de trabajo en España tampoco le permitía pensar demasiado en los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Inglaterra. Los controles de agentes extranjeros sospechosos, las penetraciones clandestinas y el día a día de sus cuatrocientos hombres y mujeres le tenían atado a su despacho. Incluso un sábado como ese, a las diez de la mañana —una hora menos en Gran Bretaña—, había tenido que ir para mantenerse informado de la persecución a un agregado de la Embajada de Hungría. Todavía no se había terminado el segundo café cuando sonó su teléfono móvil.
—Escúcheme bien —afirmó una voz distorsionada imposible de identificar.
—¿Quién habla? —respondió mientras alertaba a su secretaria por un transmisor interior para que localizaran la procedencia de la llamada.
—Lo sabe perfectamente, soy Badía.
—¿Qué es lo que quiere?
—No me retrase o se arrepentirá. Apunte: la vida de Díaz corre peligro.
—¿Qué dice? ¿Quién es Díaz? —preguntó intentando ganar tiempo para que no colgara, al mismo tiempo que se le erizaban los pelos de los brazos al pensar en Carballo.
—Dense prisa. Hoy mismo o mañana pueden acabar con su vida.
—¿Qué le puede pasar? —dijo nervioso, y comenzó a gritar—. Deje ya este juego y contésteme de una puta vez.
Vargas no escuchó como le colgaban. Pero su secretaria sí le oyó a él pedir a voces que le pusiera inmediatamente con Langares, dondequiera que estuviese en Londres. Telefoneó al gabinete de comunicaciones y les preguntó si habían podido localizar la llamada. Estaban en ello y de momento solo podían asegurar que había sido realizada desde fuera de España. No se lo dijo, pero no necesitaba más datos: Badía estaba en Londres.
Cristóbal estaba durmiendo profundamente. Por la noche había estado deambulando por el pasillo de la tercera planta, donde estaba su habitación, que le parecía tan pequeña que se había convertido en una celda. El sueño parecía haberle abandonado y no se le ocurrió otra forma de intentar relajarse que pasear. Había conseguido hablar con Ela por la mañana y se había dado cuenta de lo poco acertado de su idea. Había estado fría y distante como nunca. No le había dedicado ni un pequeño gesto cariñoso, ni siquiera de amabilidad. Para colmo, no la había notado especialmente receptiva a su aviso de que en el partido había tongo. Su infiltración iba a ser un fracaso absoluto y los que podían no iban a evitarlo. Era un guiñol en manos de Smirnov, que se había quedado en Bali, lejos del teatro de operaciones, para evitar las consecuencias de sus actos. Pasadas las cuatro de la madrugada, aburrido de unos pensamientos sin salida y de una televisión pésima, cayó rendido en la cama.
Eran las nueve de la mañana exactamente cuando le despertó el sonido de su móvil, colocado sobre la mesilla de noche. Todavía con la última pesadilla dando vueltas en su cabeza, miró la pantalla iluminada, pero no aparecía ningún número concreto. Apagó la tele, que se había quedado encendida toda la noche, y contestó.
—Hola, Ramón —dijo una voz distorsionada—. ¿Cómo estás?
—¿Quién eres?
—Creo que te he despertado. Sabes perfectamente quién soy, pero no lo digas.
—Vale —contestó sentándose en la cama y poniendo mentalmente a la voz el nombre de Smirnov.
—Estate tranquilo, lo estás haciendo muy bien. Mañana por la tarde lo harás mejor. Ahora quiero que me hagas el favor de acercarte a la ventana.
—No te entiendo.
—Hazme caso, acércate a la ventana.
No sabía lo que pasaba, pero no perdía nada por seguir sus instrucciones, siempre caprichosas. Se bajó de la cama, subió el estor y se colocó delante del ventanal.
—Ya estoy.
—Muy bien. ¿Estás en pijama?
Cristóbal seguía perplejo por el contenido de la conversación.
—Nunca duermo con pijama.
—Entonces estás en calzoncillos.
—Sí, ¿qué interés tiene eso?
—Absolutamente ninguno. Era para saber. Ahora quiero que los dos brindemos por el éxito de tu misión. Saca el benjamín de champán que debe de haber en la neverita y descórchalo.
Abrió la nevera, que estaba en el otro lado de la cama, sacó la botella, quitó el corcho, llenó un vaso y volvió a coger el móvil. En ese momento, sintió que la modorra que le nublaba la cabeza desaparecía y comenzó a ver clara la situación. ¿Por qué quería Smirnov que se colocara delante de la ventana? ¿Qué tontería era esa de brindar cuando todavía no había realizado la misión y todo podía salir mal? El ruso tramaba algo. El temblor que le invadió las manos le alertaba de que su vida corría peligro. Si quería que se pusiera delante de la ventana era porque pensaba que los del MI5 y el CNI le estaban vigilando y deseaba que vieran cómo le mataba. Se alejó de la ventana y se tiró al suelo, en el lado más alejado de la cama.
—Ya estoy preparado, aunque el champán no me gusta mucho y menos en ayunas —dijo esperando su reacción, con la cabeza pegada a la moqueta.
—Lo importante es el brindis. ¿Te has acercado a la ventana?
Dudó si Smirnov le estaba viendo o si alguno de sus hombres, el que podía dispararle, podía advertirle de sus movimientos. Nada tenía sentido. Pensó cómo defenderse si le disparaban.
—Sí, pero ya empiezo a hartarme.
—Tranquilo, hombre, vamos a brindar ya.
Pasados unos minutos de las nueve, Ela recibió la llamada de Vargas e inmediatamente después se giró a Nigel Brown, con el que estaba reunida en su despacho de Thames House. Se había despertado sobresaltada cuando Nigel la alertó de que Van Gogh abandonaba el país y habían decidido dejarle salir. Ya desvelada, se levantó y se fue a seguir la operación desde la sede del servicio secreto inglés.
—Carballo corre peligro, hay que sacarle inmediatamente del hotel —dijo Ela imperativamente tras colgar el teléfono.
—¿Cómo lo sabes?
—Ha llamado el informante anónimo. Ordena inmediatamente a tu gente que le saquen.
—Descubrirán que le estamos controlando y nos quedaremos sin nuestra pista más importante.
—Ordénalo ahora mismo —dijo secamente poniéndose de pie— o voy yo personalmente a sacarle.
Brown cedió y avisó por teléfono a sus hombres para que abortaran la operación y fueran a buscar al infiltrado del CNI. Quien recibió la llamada era uno de los agentes que estaba en el piso clandestino situado cerca del hotel, que servía como base de operaciones.
—Ahora mismo vamos, señor, pero algo raro está pasando.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brown, preocupando aún más a Ela de lo que ya estaba.
—El infiltrado ha recibido una llamada en el móvil de un hombre con la voz distorsionada. Parece alguien a quien conoce. Está intentando que se ponga delante de la ventana en calzoncillos con un vaso de champán en la mano.
—¡Corred! Sacadle inmediatamente de allí.
Cuando cortó la conversación, Brown miró a su amiga y decidió que no era el mejor momento para darle los detalles de lo que estaba sucediendo.
—Vamos hacia el hotel, creo que es mejor que estemos allí.
—Pasa algo extraño, ¿verdad?
—Sí —respondió él escuetamente.
—Antes voy a avisarle por teléfono.
—Está hablando por el móvil.
—Pues le llamaré al cuarto.
Le dieron el número, lo marcó y esperó a que Cristóbal descolgara.
—Me gustaría hacer un brindis por el éxito de tu misión —propuso la voz al otro lado del teléfono.
—¡Por el éxito de la misión! —repitió eufórico Cristóbal, agazapado detrás de la cama, con la cabeza bien agachada.
Sonó el teléfono de la habitación. No le prestó atención. Tenía que pensar y hacerlo lo más rápidamente posible. Ya sabía que Smirnov no le veía, pero tenía la certeza de que pretendía matarle en ese momento. El ruso partía de la premisa de que haría cualquiera cosa que le pidiera, por muy excéntrica que fuera, pero esta vez se equivocaba. Uno de sus hombres debía de estar intentando centrar en el objetivo de su arma a un sujeto que se iba a asomar a la ventana en calzoncillos. Se acordó del fusil que tenía debajo de la cama, metió el brazo y sacó la caja.
—Espero —siguió la voz distorsionada— que hayas comprobado el perfecto funcionamiento del material que te enviamos.
—Lo hago con frecuencia.
Comenzó a montar el fusil silenciosamente. En cualquier momento podía empezar el tiroteo, mientras quien fuera que telefoneara a su habitación no cejaba en su empeño.
—¿Has comprobado que nadie ha hurgado en la mira telescópica? —preguntó Smirnov entre risas recordando la jugarreta que le hizo en Bali.
—No caeré dos veces en la misma trampa.
Del pasillo llegó un ruido de gente corriendo, que distrajo por un segundo al agente del CNI. Una vez montada el arma, colocó el ojo en la mira buscando identificar al asesino que debía de estar escondido en alguno de los edificios que veía desde su posición resguardada detrás de la cama.
—Entonces nada más, que te vaya bien en tu vida futura.
Ramón Díaz, alias Carballo, en realidad Cristóbal Cabanas, no se enteró de nada más. El teléfono de la habitación dejó de sonar y los ruidos de pasos también cesaron. Nunca más volvería a oír nada. Un estruendo, procedente de la bomba escondida en el fondo de la caja que tenía pegada a él, acabó instantáneamente con su vida y le convirtió en multitud de pedazos dispersos por toda la habitación.