Capítulo 30

A las nueve menos cinco del viernes, Carballo se apeó de uno de los clásicos taxis negros de Londres, que le dejó a escasos metros de la fachada principal del centro espiritual, la catedral de San Pablo. Sin girar el cuello a los lados, movió los ojos escondidos tras sus gafas de sol para escrutar a la gente presente en la explanada. Detectó a un barrendero demasiado entusiasmado con su labor de limpieza, una pareja manoseándose sin pudor pero con demasiada edad para necesitar hacerlo en público y un ejecutivo trajeado con paraguas que miraba ansiosamente el reloj de su muñeca. La presencia de todos le tranquilizó: mentalmente apostó cien a uno a que eran agentes del MI5.

Pasó entre las columnas corintias de la fachada y accedió al interior del templo andando pausadamente hacia el extremo opuesto de la nave, un espacio bautizado como Capilla de los Americanos en agradecimiento a los soldados de Estados Unidos fallecidos en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. En el trayecto de unos doscientos metros creyó identificar a otros tres espías ingleses, pero no estuvo seguro, pues con tanta gente visitando cada rincón de la catedral la detección de especímenes extraños fuera de lugar se hacía más complicada. Los que sí le vieron a él fueron los diez agentes del servicio secreto inglés repartidos a lo largo de todo el recorrido que hizo hasta situarse a la espalda del altar mayor, cerca del atril que sostenía el enorme libro abierto con los nombres de los soldados homenajeados.

Ela Langares apareció cinco minutos después y se situó en la cola de visitantes que deseaban echar un vistazo al contenido del libro antiguo. Cristóbal la miró parapetado en sus gafas de sol, como si hubieran pasado años desde la última vez que la vio. Los trabajosos bucles en el pelo que tanto le gustaban, los pendientes de un brillantito que él le regaló sin motivo y la minifalda negra que nunca se ponía cuando trabajaba, le evocaron pensamientos románticos. Continuó mirándola con discreción, sin moverse del rincón apartado en el que vestido con pantalón y cazadora vaquera desgastada simulaba consultar un mapa de la catedral.

Un par de minutos después, Ela se colocó a su derecha, como si no le hubiera visto y estuviera esperando a alguien. Cristóbal le cogió la mano e intentó darle un beso en la mejilla, pero su jefa le separó con brusquedad. Durante unos segundos molestos no articularon palabra. Ela rompió el silencio con enfado.

—¡Estás loco! Nunca tenías que haberme chantajeado para que viniera.

—No sabía que estabas en Londres. Yo quería hablar con el jefe de la operación y me dijeron que eras tú.

—Deberías haber renunciado y no joderme.

—Lo siento, no era mi intención.

La directora de Operaciones se frenó en seco y cambió bruscamente de tema y de tono, consciente del escaso tiempo del que disponían.

—¿Qué tal te va?

—¿Has visto las cintas de Bali?

—No, pero me las han contado —mintió para no molestarle.

—Tuve que hacerlo. Ese Smirnov es un hijo de puta. Es más peligroso de lo que pensaba. Es capaz de cualquier cosa.

—Tranquilo. En la Casa estamos muy contentos con tu trabajo.

—Estarás cabreada —afirmó mirándola.

—¡No me mires, coño! —le espetó al ver su gesto poco discreto—. No tengo por qué estar cabreada. Nuestra relación es abierta y lo sabes. Yo estoy con mi marido y tú eres libre para compartir tu vida con quien desees. Además, no eres el primero, ni serás el último, que practica sexo para conseguir cumplir una misión.

—Tan sincera como siempre. ¿Sabes?, he tenido mucho tiempo para pensar en nosotros.

—Eso no viene al caso. No vayas a ponerte romántico, que tú eres un tipo duro.

—Lo sé. Me gustan el riesgo y la aventura, pero también necesito a alguien en mi vida.

—No sigas. Las situaciones límites despiertan sentimientos extremos que luego en frío se ven de una forma diferente. Cuando esto acabe hablaremos tranquilamente. Tenemos poco tiempo —se zafó de un nuevo intento de Cristóbal de rozar su mano— y ahora solo existe la Operación Gentleman. ¿Qué es eso tan importante que querías contarme?

—Todo es una trampa —soltó impulsivamente—. Al menos, todo lo relacionado conmigo.

—Eso ya lo estamos estudiando. A nosotros nos toca hacer la inteligencia y a ti conseguir la información que nos sea útil para dirigir nuestros pasos.

—Ela, escúchame —pidió, esta vez sin mirarla—. Soy un cebo, estoy seguro. Me están mostrando porque saben que estáis pendientes de mí, pero en lo que pase no seré yo el protagonista.

—¿Has conseguido nuevos datos?

—Los tenéis todos, lo habéis visto todo. La única diferencia es que yo los he vivido, yo recibo las llamadas, yo tengo una caja en mi habitación con una escopeta. Nunca han pensado en que mate a alguien. Soy una marioneta que os guía obligadamente por caminos equivocados. Y si es como te digo, que no me caben dudas, es que han descubierto mi verdadero papel. No sé cómo. Quizá haya dicho algo inconveniente, hayan investigado mi vida con más detenimiento de lo que creíamos o alguien les haya alertado. El hecho es que soy un transmisor de información falsa. —Dejó de hablar al acercarse demasiado una pareja de turistas.

—Tenemos que irnos. Sigue con tu papel, no cambies ni un ápice. Un buen infiltrado se limita a cumplir su cometido y deja a sus compañeros que desarrollen la operación. Te tenemos vigilado las veinticuatro horas del día. No lo olvides. Ahora, sal y regresa a tu hotel.

—¡Ela! —Subió el tono de voz y la agarró por el brazo.

—Dime.

—Tengo miedo. Algo va a salir mal. Lo presiento. Sabes que no soy un cobarde, pero la situación no la controlamos nosotros, sino ellos.

—No dejaré que te ocurra nada. Estate tranquilo —dijo manteniendo una fría distancia.

A esa misma hora, en la casa de Portobello, Manuel Langares, sentado en una incómoda silla de rejilla del siglo XIX, y Roberto Montiel, recostado en una cama con dosel de la misma época, con la espalda en la pared, terminaban de escuchar una grabación en el cuarto del especialista en artilugios electrónicos.

—Ya has oído toda la conversación entre Misha y su hombre misterioso. ¿Qué piensas? —preguntó Roberto.

—Que el asunto se nos ha ido de las manos. En los casos de Juan Pablo I, Grace Kelly y Diana Spencer, nosotros preparamos el terreno siguiendo las instrucciones que nos habían dado y luego otros ejecutaron el trabajo sin que nos enteráramos de nada. Nunca fuimos decisivos ni supimos el más mínimo detalle sobre el desenlace. Pudimos intuir lo que pasó, pero sin certezas. Pero este caso es completamente diferente, todo se está liando, muy a mi pesar.

—Claro que es distinto. La gente con la que trabajamos en el pasado tenían delimitado con claridad su papel y respetaban el nuestro. A algunos nunca les conocimos, ni ellos a nosotros, pero eso no supuso inconvenientes. Muchas veces hablamos de que distribuir el trabajo en compartimentos estancos era la táctica del KGB para ocultar su responsabilidad y hacer de cortafuegos para que los fallos que surgieran, o los aciertos de los investigadores, no pudieran conducirlos hasta ellos.

—Eso es tan cierto como que siempre mostraron más confianza en nuestros padres que en nosotros.

—A nuestros padres les dejaban actuar, a nosotros solo preparar el terreno para que otros lo hicieran.

—Da igual, siempre fue la misma mierda —dijo Manuel tapándose la nariz—. Si nuestros padres no hubieran caído en las redes de Philby, jamás habríamos tenido que hacer esto. Ahora, con los dos muertos, somos nosotros los que estamos enfangados hasta el cuello.

—Ya tendremos tiempo para gimotear —añadió Roberto, cambiando el cuerpo de posición y sentándose en la cama—. Lo que importa es lo que está ocurriendo ahora. Misha se ha pasado tres pueblos con nosotros, no ha sabido mantener su compartimento estanco y por primera vez hemos descubierto lo que puede pasar.

—¿Por qué instalaste el micro en el salón sin contármelo? Nunca habías hecho eso —preguntó Manuel.

—Temía por nuestras vidas. Pensaba que la actitud agria de Misha podía venir porque le habían dado órdenes de liquidarnos.

—Pero como consecuencia de tu obsesión por los aparatitos, ahora ya no podemos quedarnos al margen del caso. Bueno, poder sí que podemos, pero no debemos. No es lo mismo ser sordos, como éramos hasta ahora, que hacerse los sordos.

—Si nos descubren —dijo Roberto señalando con el dedo índice a su amigo, para recalcar la trascendencia de lo que iba a decir— se habrá acabado la vida placentera de Misha, lo cual incluso me alegra. Pero tú tienes una hija y los dos debemos pensar en las consecuencias de nuestros actos.

—Mi querida Ela —suspiró Manuel—. Me temo que sufrirá mucho si se entera de nuestro embrollo, pero ya no podemos hacernos los tontos ante tanta barbarie. No cuando sabemos lo que están preparando.

—Analicemos la situación, como siempre hemos hecho —siguió Roberto dándole un golpe de ánimo con la mano en la pierna—. Si no han dejado que le entregáramos las instrucciones previstas a Van Gogh ha sido…

—Porque le querían entregar otras bien distintas —concluyó Manuel, al mismo tiempo que sacaba una libreta y apuntaba el nombre del killer y al lado «cambio de planes».

—Al segundo tirador, el que ha buscado Smirnov, le han llevado la caja con el arma, como estaba previsto. Pero… —se detuvo para que su amigo siguiera.

—Pero algo raro pasa, porque en la conversación es el único al que se refieren por su apellido, Díaz.

—Y saben que está siendo vigilado por un nutrido grupo de espías ingleses.

Manuel, que seguía anotando en la libreta las palabras clave, se detuvo un momento y habló espaciando cada palabra.

—Si sabían previamente que los ingleses le controlaban, es porque Díaz es el cebo que les han colocado.

—Un cebo que conoce a Misha y quizá a Smirnov.

Los dos se quedaron callados. Por su cabeza había pasado la misma idea: daños colaterales. Se miraron y hablaron al mismo tiempo.

—¡Van a matarle!

—Acabemos el jeroglífico antes de sacar conclusiones —propuso Manuel.

—Hay un tercer hombre o mujer, del que lo desconocemos todo.

—Pero sí sabemos que le han entregado un maletín.

—Un maletín que contiene… —nuevamente Roberto no terminó la frase para confirmar que su amigo había deducido lo mismo que él.

—Una bomba.

Roberto se levantó de la cama y se puso a andar, en un intento de refrescar sus ideas.

—No sabemos qué va a hacer Van Gogh, pero seguro que ya no va a disparar directamente contra el príncipe.

—Porque ese Díaz está siendo vigilado por los ingleses y no puede matar a Van Gogh, una vez que el killer haya asesinado al príncipe inglés.

—Esto me recuerda a los viejos tiempos, cuando los dos juntos resolvíamos los casos debatiendo tranquilamente en mi casa.

—Era un juego, Roberto, pero ahora esto es la pura realidad.

—El método sigue siendo útil. Perdóname, sigamos. El tercer hombre es el verdadero asesino, que tiene que hacer explotar la bomba donde esté el príncipe.

—¿Crees que lo tenían planeado desde el principio o, como ha dicho Misha, han modificado su idea inicial?

—Teniendo en cuenta los casos que hemos vivido, creo que el KGB pone en marcha dos proyectos y solo al final decide cuál puede resultar más efectivo. Así, si alguna circunstancia cambia los días anteriores al atentado, disponen de un plan alternativo.

—La circunstancia que ha cambiado es que el tal Díaz no fue un cebo desde el principio, sino solo cuando fue descubierto por los ingleses —dedujo Manuel.

—O por el CNI —matizó Roberto.

—¿Crees que por una vez habrán reaccionado seriamente a las llamadas de Badía?

—Es posible. Ya viste el sermón que nos lanzó tu hija en la sede de la Red Durmiente. Tantos años avisándoles de lo que se avecinaba, es probable que por una vez nos hayan hecho caso. La verdad es que en esta ocasión se lo pusimos tirado.

—No entiendo cómo han llegado hasta Díaz si nosotros desconocíamos su existencia.

Roberto reflexionó un momento.

—¿Recuerdas que Van Gogh me comentó que había visto a un tipo que le seguía en solitario, que luego resultó ser Misha?

—Sí… claro. El ruso no sabía que habías llamado al CNI alertando de la presencia de Van Gogh.

—Los operativos le detectaron, le colocaron un rabo en su inseparable maletín y le pincharían el teléfono, según descubrimos en nuestra última cita en Madrid. Después les fue fácil dar con Díaz, a quien inmediatamente pasaron a vigilar.

Manuel permanecía inmóvil en la silla pintando flechas entre los nombres que había anotado en el papel.

—Misha o su amigo desconocido, que habla perfectamente el español, debieron de descubrir que el CNI tenía marcado a Díaz y decidieron mantener activo el plan en el que nosotros participábamos para guiar al CNI por el mal camino, al mismo tiempo que activaban el plan B.

—Y cuando se vaya a producir el atentado contra el príncipe silenciarán a Díaz —concluyó Roberto disgustado—. Pobre hombre, deberíamos hacer algo por él. Cuando nuestros padres nos contaron en Roma su drama, me encantó el esfuerzo que ponían en intentar desbaratar los planes de los rusos.

—Si lo hacemos, es bastante probable que descubran nuestro doble juego.

—No, si Badía hace una de sus llamadas.

—Los del CNI sabrán que estás en Londres y los rusos no tardarán en sospechar de nosotros.

—Es un riesgo, pero siempre hemos caminado en el filo de la navaja.

—Estoy de acuerdo. Será una faena para Misha, pero que se joda.

Cuando Ela salió del encuentro en la catedral con Cristóbal, el agente del MI5 que simulaba ser un ejecutivo al que le habían dado plantón le pidió que le acompañara a un pub cercano. Al llegar la invitó a sentarse en una discreta mesa situada en una esquina y a esperar a su jefe. El estado de ánimo de la directora de Operaciones del CNI había comenzado a derrumbarse cuando percibió que su amante se sentía inseguro y desprotegido.

A lo largo de su carrera había tratado con agentes en situaciones complicadas, no solo por el peligro que les acechaba, sino porque su integridad mental corría riesgos impredecibles. A un ciudadano cubano llamado Juan Pablo Roque, el servicio secreto de Fidel Castro le encargó en los años noventa infiltrarse en la disidencia asentada en Miami. Durante varios años consiguió engañar no solo a la comunidad de personas que había huido de las garras de Fidel Castro, sino al FBI norteamericano. Cuando regresó a Cuba, fue recibido como un héroe nacional. Pero nadie se preocupó de pensar qué sentiría el hombre, cómo habría cambiado su vida, después de estar varios años simulando ser quien no era. Durante su infiltración, Roque incluso llegó a casarse y a ejercer como padrastro de una adolescente. Ela siempre le había considerado un ejemplo a seguir como infiltrado, pero nunca hasta ese momento se había planteado que debió de quedar destrozado cuando tuvo que abandonar a la mujer a la que sin duda amaba y a la chica a la que quizá ya quería como a una hija. Ahora estaba segura de que Roque, dondequiera que estuviera, debía de ser un hombre desequilibrado psíquicamente. Igual que Cristóbal.

—Hola, Ela —dijo Nigel Brown, cortando de sopetón sus pensamientos y sentándose en una silla frente a ella—. ¿Qué tal ha ido la reunión?

—Bien, bueno, no tanto. Cristóbal, bueno, «Carballo», está nervioso. Cree que únicamente es un señuelo para despistarnos. Dice que todo es raro y nada tiene sentido.

—Si él, que lo está viviendo desde dentro, piensa lo mismo que nosotros, es que debemos volver a analizar los datos de que disponemos.

—Es como si hubieran comprado un paquete de migas de pan para tirarlas por el camino, con la intención de que las siguiéramos y mantenernos lejos del verdadero objetivo.

—Eso solo sería posible si tienen algún infiltrado en tus filas, alguien que esté muy cerca de ti.

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso piensas que soy tan tonta de dejarme engañar?

—No te ofendas, pero hoy es viernes y el domingo tienen pensado ejecutar su plan. Está claro que nos están manipulando y no sabemos desde cuándo. Incluso es posible que también nos hayan engañado sobre el modo y el momento del asesinato.

—Las únicas filtraciones que ha habido en este caso son las que yo he protagonizado al contarte a ti lo que estaba sucediendo antes de disponer de la autorización de mis jefes.

—Te lo agradezco, pero ha llegado el momento de que comencemos de nuevo y busquemos cabos sueltos.

—Sin duda debemos hacerlo —respondió Ela, encrespada por el tono desabrido del jefe de Antiterrorismo del MI5—. Pero te recuerdo que soy yo quien tiene un infiltrado que se está jugando la vida.

—Mira, Ela. Nunca he sabido todo lo relativo a este caso. Me has contado lo que has querido y me has ocultado hechos importantes.

—Eso no es verdad, y lo sabes.

—No me dijiste hasta hace poco que hay un informador anónimo que os puso sobre la pista del caso. Y que ese informador podría ser el que está tirando las miguitas de pan para desviarnos de lo que realmente están tramando.

—Te lo he contado cuando lo he creído conveniente.

—¿Qué más me ocultas? Dímelo ya —Nigel dio un pequeño golpe en la mesa con el puño de su mano derecha, que provocó que el camarero que se estaba acercando a ellos regresara sobre sus pasos.

Ela se quedó consternada. ¿Habría descubierto lo de su padre y su amigo? Quizá el propio MI5 había tenido una filtración procedente de un topo en el KGB. Si era así, al regresar a España la expulsarían del CNI.

—No sé de qué me hablas.

—Te hablo de Carballo o, como tú le llamas, Cristóbal.

—¿Qué? —Eso no se lo esperaba.

—Tienes una relación con él. Me da igual que estés o no enamorada del agente que está infiltrado en esa pandilla de mafiosos. No me lo habías contado y deberías haberlo hecho.

—¿Cómo… lo… sabes? —dijo mientras caía en la obvia forma de actuar de su amigo—. Claro, no has podido evitarlo: uno de tus agentes nos grabó a distancia. Creía que podía confiar en ti, pero fue un gravísimo error.

—Tú habrías hecho lo mismo. Esto es trabajo y no te puedes fiar de nadie. Aunque eso no es lo importante. Tienes un interés personal en el infiltrado que nubla tu capacidad de decisión.

—No lo ha hecho antes, no lo hace ahora y no lo hará nunca —se defendió—. Me he acostado con él unas cuantas veces y no quiere decir nada. Me conoces lo suficiente como para saber que soy una mujer fría en mi vida privada y en el trabajo.

—Deberías dejar la operación.

—Ni lo sueñes. Nadie conoce todos los pormenores tan bien como yo. Sería como firmar la muerte de tu príncipe.

—Entonces, dime qué hacemos y para qué narices ha servido tu reunión con Carballo.

—De entrada, para que adoptemos la decisión de hacer desaparecer al príncipe.

—Imposible, ya te lo dije. Tiene una fiesta de cumpleaños en casa de uno de sus mejores amigos. Nunca ha faltado en los últimos años y no faltará en este. Pero mientras esté allí no hay problemas, porque desde hace días hemos investigado cada rincón de la casa y a cada uno de los invitados y todo está correcto.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—Pues que se quede en la casa —señaló ella displicente—. Hasta ahora la única posibilidad cierta que tenemos es que quieren matarle con una escopeta de mira telescópica. ¿Gomarus sigue bajo control?

—Sí, y a la mínima he dado la orden de que lo detengan o le disparen. Con él no vamos a arriesgar lo más mínimo. No obstante, regresemos a Thames House. Estudiemos nuevamente cada detalle y a ver si encontramos alguna otra pista que seguir. En caso contrario, tendremos que esperar a que den las órdenes de actuar a tu novio.

Ela fue a contestar, pero decidió no hacerlo. A los hombres siempre les sentaba mal que sus antiguas amantes estuvieran con otros.