A principios de 1972, después del fallido intento de volar en París un avión israelí, Mahmoud fue invitado a una reunión con dirigentes de la OLP. Junto a más de cien jóvenes, les informaron de que buscaban voluntarios para una misión especial cuyo contenido no les podían adelantar y en la que existían posibilidades ciertas de no regresar con vida. Era exactamente el tipo de aventura que estaba buscando. Al mismo tiempo que él, dieron un paso al frente más de cincuenta chicos mayores de dieciocho años, pero menores de veintiuno.
Todos fueron trasladados a un campo de entrenamiento clandestino. Los días fueron pasando lentamente y los instructores iban apartando paulatinamente del grupo a los candidatos que no reunían las cualidades requeridas. Desde el primer segundo, Mahmoud estuvo convencido de que sería elegido, pues ya había acreditado en Francia el valor que al resto se le suponía. Un día, cuando únicamente quedaban nueve jóvenes luchando por un puesto en la gloria, un hombre que no era instructor, pero al que todos reverenciaban, le llamó en un aparte. Más adelante se enteraría de que era uno de los jefes del servicio secreto palestino, los organizadores de una misión que bautizaron en clave «Ikrit y Biram», los nombres de dos aldeas arrasadas por los soldados judíos en la guerra de 1948.
Poniéndole paternalmente el brazo en el hombro, le comentó que agradecía su esfuerzo pero que en esta ocasión buscaban un perfil distinto de combatiente. El joven se rebeló. Pidió que no le relegaran, que no había nadie en aquel campo de entrenamiento mejor que él. El espía palestino, con suma paciencia, mantuvo con energía su decisión, valoró su entrega a la causa y prometió buscarle otro papel en el atentado, pero no de combatiente.
A finales de febrero de ese año viajó a Munich, sede en verano de los Juegos Olímpicos. Su misión de consolación consistía en buscar un trabajo discreto en la ciudad que le diera respetabilidad y en sus ratos libres hacer de correo de un tal Mussalha.
Durante varios meses trabajó tenazmente como pinche de cocina en un restaurante, esmerándose en aprender el oficio. Por primera vez en su vida, disfrutó de una colocación estable y de un jefe riguroso, pero preocupado por enseñarle. Ganó honestamente un dinero que le permitió comprarse ropa decente —la moda occidental empezaba a gustarle—, envidiaba los coches que conducían los jóvenes alemanes y se enamoró en silencio de la hija del cocinero. Con la tapadera asentada, mantenía reuniones clandestinas con Mussalha, evitando que la policía alemana les detectara. El jefe de la operación le entregaba sobres exageradamente cerrados para hacerlos llegar a Austria.
A mediados de agosto, cuando Múnich era una fiesta por la celebración de los Juegos, recibió la orden de prepararse para prestar su colaboración directa en la ejecución del atentado. En la noche del 4 de septiembre recogió a seis fedayines en un barrio de la ciudad plagado de turistas y los llevó al punto desde el que debían saltar el muro exterior de protección de la villa olímpica. Dentro de la zona residencial de los deportistas, una bonita joven árabe que se hacía pasar por atleta entretuvo al guardia alemán encargado de la vigilancia en esa zona, que no vio a los seis jóvenes entrar en el recinto, cerca del edificio donde dormían los atletas judíos. Inmediatamente después, Mahmoud y la chica se dirigieron juntos a tomar un vuelo con destino a Bruselas.
Antes de alejarse de Alemania, en el aeropuerto escucharon la noticia de que un comando palestino había asaltado la residencia de los atletas de Israel. Se habían escuchado tiros y se temía que hubiera muertos.
Al aterrizar en Bruselas, escala para regresar a Egipto, los dos se sentaron en una sala de espera del aeropuerto, desde la que siguieron atentamente los acontecimientos por radio. Se sabía poco, pero el locutor iba desgranando datos como que el comando pertenecía a la organización Septiembre Negro y que pretendían permutar la vida de los atletas judíos por la liberación de palestinos encarcelados en prisiones de Israel.
Cuando se acercó la hora de subirse al avión para regresar a casa, la chica, cuyo nombre nunca supo, le animó a ir hacia la puerta de embarque, pero algo había paralizado a Mahmoud. Su papel en el asalto había sido secundario, pero le impresionaba que esos seis chicos nerviosos a los que apenas conocía se estuvieran jugando la vida en Múnich. En la sala de espera, rodeado de desconocidos, miró fijamente a su compañera y no se lo pensó: le pidió que se adelantara, que no le esperara, que él iría más tarde.
Nunca supo cuánto tiempo pasó. Continuó sentado, como una estatua, lleno de pensamientos contradictorios mientras escuchaba la radio. Al final, el locutor utilizó un tono grave para desvelar el desenlace: habían puesto a disposición de los secuestradores una nave de Lufthansa y cuando confiados creyeron que podrían escapar sanos y salvos con su misión cumplida fueron tiroteados sin miramientos por comandos especiales. Palestinos y rehenes judíos acabaron desparramados sin vida por la pista de aterrizaje del aeropuerto.
En ese momento despertó de su letargo. Si hubiera participado en la acción, como tantas veces había deseado, estaría muerto. Habría perdido la vida a cambio de la de unos pocos judíos. Tenía miedo a morir. Puede que fuera un cobarde, pero quería compartir la vida con una mujer que le cuidara y amara. Traer al mundo al hijo que nunca deseó, con el que divertirse con los mismos juegos que él compartió con su padre. No ser pobre, sino poder vestir ropa de calidad y hasta conducir un utilitario.
Con su escaso equipaje, que cabía en una pequeña bolsa de plástico, salió del aeropuerto, cogió un autobús y se fue a Bruselas. Durante semanas peregrinó cabizbajo sin rumbo. Descargaba camiones, vendía frutas o trabajaba de peón en alguna obra. Dos meses después, mientras una noche deambulaba por un descampado de la periferia, otro árabe desarrapado apareció sorpresivamente y le amenazó con un pequeño cuchillo. Le exigió que le entregara los zapatos y la cazadora si no quería morir. Mahmoud tuvo el último impulso guerrero de su vida y se lanzó a por él. Se golpearon salvajemente durante diez minutos. La suerte estuvo de su parte y, sin saber muy bien cómo, se encontró con la navaja en la mano y la clavó con ira hasta seis veces en el cuerpo del ladrón. Convertido de repente en un ave de rapiña, revisó todos los bolsillos del muerto y le quitó la cartera. Se alejó de allí y no paró de correr durante más de media hora. Después, en solitario, miró la documentación. Acababa de asesinar a Javed Azhar, un pakistaní que tenía residencia legal en Bruselas. En ese momento se le ocurrió el plan: si se dejaba barba, sería muy difícil jurar que él no era Javed. Regresó corriendo al lugar de la pelea, colocó su documentación al muerto y desapareció. Acababa de nacer un nuevo Javed Azhar.
El reloj de cuco del salón dio la campanada de la una de la madrugada del viernes en el mismo momento en que Misha abría la puerta de la casa lo más sigilosamente posible. Un hombre surgió de la oscuridad de la calle y entró en el domicilio del barrio de Portobello. Los dos pasaron al salón, el ruso cerró la puerta y se quedaron de pie allí mismo, con la única luz tenue de una lámpara que iluminaba la cara del lugarteniente de Smirnov y dejaba en penumbra al visitante.
—Hay dos hombres durmiendo en las habitaciones de arriba y no quiero que se despierten. Así que hablemos bajito.
—Como desees —dijo el hombre de pelo moreno corto, sin barba ni bigote, que había entregado el mensaje a Van Gogh en la Torre de Londres.
—Recibí tus mensajes anunciándome que habías cumplido satisfactoriamente las tres misiones.
—No hubo ningún problema. La entrega de la nota en la Torre de Londres fue relativamente sencilla. Vi al hombre de la foto en el patio interior esperando adosado a un grupo de turistas. Me coloqué a su lado y se la coloqué en la mano.
—¿Notaste alguna presencia extraña?
—Había mucha gente, pero nadie sospechoso.
—Bien. Lo de dejar el paquete en el hotel a Díaz sería más complicado.
—Para alguien como yo, que ha trabajado tantos años en el espionaje y que ha entrado en tantos edificios sin ser visto, no fue pan comido, pero casi.
—¿Había mucha vigilancia?
—Discreta. Vi al menos a dos agentes ingleses cerca de la puerta principal. Pero imagino que habría alguno más.
—¿Pueden tener una imagen tuya?
—Las cámaras de seguridad recogerían la imagen de un camarero que apareció y desapareció tan rápido como un soplo de viento. El factor sorpresa estuvo a mi favor y cuando se debieron movilizar para buscarme ya había escapado.
—Genial, al fin alguien en quien confiar. ¿Qué tal lo de hoy, bueno, lo de ayer jueves?
—Ha sido más relajado. He ido a la gasolinera que me indicaste a las nueve de la mañana, he entrado al cuarto de baño y he escondido con sumo cuidado el maletín junto a la segunda taza del water. Después he salido y me he ido.
—¿Has visto a alguien?
—A nadie. Había varias personas fuera en la gasolinera, pero no he visto al receptor del maletín, si es lo que me preguntas.
—Es lo que te pregunto.
—Sé que mi papel es no ver, no escuchar, no hablar.
—Para eso te pago lo que te pago. Así será mejor para ti. Ahora vete. El sábado por la mañana abandonaré Londres. Si te necesito a lo largo del día de mañana, lo cual no es previsible, te llamaré. En caso contrario, coge tu avión de regreso a Madrid el sábado por la tarde.
—Mañana, por si acaso, cambiaré la tarjeta de mi móvil. Graba mi número: 60922…
En cuanto el hombre que permanecía en la sombra dejó de hablar, en el cuarto del primer piso, en el que estaba durmiendo Roberto Montiel, se apagó la luz roja de encendido de un minicasete colocado tras unos libros, en una estantería de la pared. El receptor, que se activaba con la voz, estaba conectado con un micrófono escondido en la lámpara situada sobre una de las mesas bajas del salón.
Nigel Brown pensaba llevarla a pasear por el cercano puente de Lambeth, pero Ela Langares le pidió que no atravesaran el Támesis y caminaran en dirección al Big Ben, el reloj más impresionante que había visto nunca. Habían decidido salir tan temprano —todavía no eran las ocho— de Thames House, cuando los dos comenzaron a discutir acaloradamente por la decisión de la española de acudir a la reunión que había pedido Carballo, el agente infiltrado en la organización de Smirnov.
—Te lo pido por favor. Entiendo que estáis en otro país y las situaciones se hacen más complejas, pero tenemos a tu hombre bajo protección cada minuto del día. Y no solo por mi gente, sino por operativos tuyos, como me solicitaste expresamente. Yo siempre te deberé una, Ela, pues te has extralimitado en tus funciones ayudándome porque sabías que la persona a la que quieren liquidar es una de las más apreciadas en mi país. Pero ahora el terreno de juego ha evolucionado. Si damos cualquier paso en falso se nos pueden escapar de las manos las pocas pistas que tenemos. Con Smirnov desaparecido, nuestra fuente más importante es el infiltrado. Piénsalo un minuto, por favor: si vas personalmente a hablar con él, es bastante probable que haya hombres de Smirnov merodeando, noten algo raro y todo se vaya al garete.
—Te entiendo, Nigel, pero ahora debes hacerlo tú —dijo Ela sin parar de andar, mirando hacia delante—. Nos faltan varias piezas básicas para terminar el puzle y se nos acaba el tiempo. «Carballo» es un buen agente, el único que ha tratado directamente con Smirnov, y algo ha debido de llamarle la atención. Puede que tenga un indicio que nos lleve a desenmarañar el caso.
Brown se calló para saludar a una agente vestida con un traje de chaqueta gris que se les cruzó por la acera y que miró sorprendida la minifalda de Ela. La agente española ni se enteró. Estaba descentrada, pero no era únicamente por la discusión sobre «Carballo»: llevaba horas apesadumbrada por engañar a Nigel. Si su amigo supiera lo que había descubierto en las últimas semanas sobre su padre y su amigo, entendería que nadie estaba más interesado que ella en resolver todo aquel embrollo de una forma controlada. Le encantaría contarle que el KGB era el organizador de la operación, pero si lo hacía tendría que explicar los datos que la llevaban a esa conclusión. E irremisiblemente debería mencionar a su padre y a Roberto.
—Entiendo que tu agente se ha puesto nervioso, pero está fuera del procedimiento que exija hablar contigo. Es una locura. Los infiltrados y colaboradores nunca hablan con los grandes jefes ni en Inglaterra, ni en España, ni siquiera en China. Si tienen información que pasar, siempre debe primar la seguridad.
—Este es un caso especial.
—¿En que es especial?
«Coño, en que es mi amante», pensó Ela, pero se controló para no pronunciar la frase.
—Casi no conozco a nuestro infiltrado, pero si ha descubierto algo y ha decidido que debe contármelo a mí, seguro que tiene una explicación.
—Pones en riesgo la misión.
—No pasará nada, ya lo verás. Nigel —dijo deteniéndose cerca de una parada de autobús, mirándole a los ojos y cogiéndole por los brazos—, he tomado la decisión definitiva. En una hora hablaré con él. Tienes el dispositivo montado y nadie se enterará de nada.
—Está bien, volvamos. Si llegamos hasta el Big Ben no dará tiempo a que acudas puntualmente a la cita.
—¿Tenéis preparado ya el plan para evitar el ataque del domingo? —dijo cambiando de tema mientras regresaban a Thames House.
—No sabemos muy bien cómo lo van a hacer, pero dejaremos actuar a Carballo. Al mismo tiempo seguiremos a Van Gogh. Si vemos que tu hombre corre el más mínimo peligro, detendremos al killer inmediatamente. Por si acaso, en el coche contra el que pretenden disparar no viajará el príncipe.
—Entonces conocen perfectamente sus pasos.
—Sí. El sábado por la mañana va a ir, como todos los años, a la fiesta de cumpleaños de uno de sus mejores amigos, en las afueras de un pueblo llamado Hartley Wintney, en Hook. Allí estará hasta el domingo por la tarde.
—Eso confirma desgraciadamente que tienen la información, disponen de los asesinos y que su disposición a matarle es real.