Capítulo 28

La casa estaba en Lancaster Road, una de las calles perpendiculares a Portobello Road, donde cada sábado se instalaba uno de los mercadillos de frutas frescas y antigüedades más famosos de Londres. Tenía entrada directa desde la acera por una pequeña escalera de cinco escalones de piedra. Su fachada roja, con la puerta blanca, amplios ventanales y una barandilla mezcla de ambos colores, no despertaba especialmente la atención gracias a que los edificios aledaños estaban pintados de color verde, blanco y nuevamente rojo. Resultaba mucho más curioso el grafiti de tres metros de ancho dibujado en un muro en la acera de enfrente.

El edificio de tres plantas y un sótano rebosaba suficiente dignidad e historia como para que la policía no sospechara que en su interior se estaba fraguando el asesinato de un príncipe inglés. Lo habían alquilado amueblado directamente a su propietario, un joven diplomático que lo había heredado de su familia y que había sido destinado a la India. Entre muebles antiguos, cuyo valor no apreciaban, residían allí Mijaíl Bogdanov, Manuel Langares y Roberto Montiel.

Mientras Ela Langares estaba en la sede del MI5 debatiendo con Nigel Brown, un excéntrico turista centroeuropeo, con gatas oscuras Rayban, nariz prominente, melena rubia que le cubría las orejas, camisa amplia como los pantalones vaqueros y deportivas desgastadas entró en la casa y se dirigió a una de las habitaciones del primer piso. Manuel Langares, que estaba sentado en el salón junto a Misha, cada uno a sus asuntos, se levantó y le siguió. Sin llamar a la puerta, entró en el cuarto y se encontró a su amigo Roberto arrancándose de malos modos la nariz postiza.

—¿Ha ido bien la entrega?

—Van Gogh no ha aparecido —respondió malhumorado—. Llegué antes de la hora convenida al Museo Británico, hice fotos como un tonto durante un rato y como no le veía llegar decidí entrar. He recorrido cada una de las salas, incluida la de las repelentes momias egipcias a las que les sacaban por la nariz hasta los sesos, pero no estaba.

—Quizá no os habéis encontrado.

—Si hubiera estado, le habría visto. Simplemente no ha ido. Desconozco el porqué, pero no ha aparecido.

—No te preocupes, todavía nos queda mañana.

—Sabes tan bien como yo que tendrá poco tiempo para prepararse. Algo raro está pasando, Manuel, lo huelo.

—¿Crees que tiene que ver con Misha?

—¿Con quién si no? Y vamos a comprobarlo inmediatamente.

Tras quitarse los apéndices que llevaba en los pómulos, pero vestido todavía con la ropa que disimulaba sus kilos, abandonó el cuarto seguido por su amigo y se dirigió al salón.

—Van Gogh no ha aparecido —le espetó al ruso en cuanto entró en el salón y le vio sentado en el inmaculado sofá blanco, con un reloj de cuco detrás.

—Hola, Roberto —contestó Misha parsimoniosamente, como si fuera un lord inglés—, ¿cómo te ha ido?

—Ya me has oído. No ha aparecido.

—Le dimos tres citas: ayer, hoy y mañana. Quizá hoy no ha podido y acudirá mañana.

—Sabes perfectamente —dijo mordiendo las palabras— que, siendo la operación el domingo, si le damos los detalles mañana tendrá poco tiempo para prepararse adecuadamente. Estás tramando algo.

—¿Yo? ¿Qué podría tramar?

—Siempre hemos trabajado en equipo, pero nunca con un tipo como tú… —Langares le cogió del brazo para que se frenara.

—Tranquilízate y siéntate. Mejor, sentaos los dos.

No le hicieron caso.

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Langares.

—Ha habido algunos cambios en la operación. Vosotros ya habéis cumplido vuestra parte y ahora yo tomo el mando de todo.

—¿Cómo que tomas el mando? —dijo enervándose Montiel.

—Los que mandan —hizo una pausa para recalcar sus palabras— han decidido introducir algunos cambios y que sea yo el que los aplique.

—Nadie nos ha informado de nada.

—Ya os lo cuento yo.

—¿Y Van Gogh?

—Ayer recibió las instrucciones que le entregó uno de mis hombres. Sabe perfectamente cuál es su cometido.

—Has cambiado los planes sin contar con nosotros —siguió Montiel—. Aún más, has dejado que fuera a la cita de hoy sabiendo que Van Gogh no acudiría.

—Con lo que disfrutas disfrazándote, no iba a quitarte ese placer.

—Desde el principio hemos sido unas marionetas en tus manos —intervino Langares—. Nos has contado una versión del asesinato que no era la real.

—Podéis pensar lo que queráis. Habéis hecho vuestro trabajo, cobraréis por ello y ya está. Ahora solo tenéis que esperar a que salga vuestro vuelo con destino a Madrid.

—Ya que nos dejas fuera, al menos contéstame a una pregunta —interpeló Montiel—: ¿tú mataste a Hansen en Praga?

—Buena deducción. Los que han encargado el caso nos avisaron de que habíais dejado un cabo suelto y tuve que ir a arreglarlo. Estuvieron vigilándole después de que se reuniera contigo en el cementerio judío y vieron que unos días después era secuestrado por gente desconocida. No creemos que les dijera gran cosa, pues no disponía de información interesante, pero quisieron que acabara con él. Lo de cortarle la lengua fue una idea mía para despistar. ¿A que fue genial?

—Estás mal de la cabeza —dijo Langares sin inmutarse—. Algún día te harán lo mismo a ti.

—Eso os gustaría a vosotros, viejos. Si no me hubieran avisado de que habíais dejado un cabo suelto, la operación se podría haber ido al traste. Estáis acabados, vuestra época ha pasado y entiendo que nadie confíe en vuestras capacidades. Ahora, largaos de aquí, que tengo que preocuparme de que toda la operación siga en marcha.

En ese momento, pero unas horas después por el cambio horario, en el Hotel Meliá de Bali un hombre con camisa hawaiana por fuera del pantalón llamaba a la puerta de la suite de Semyon Smirnov. Junto a él, dos hombres con la misma pinta de veraneantes esperaban a que abrieran la puerta. Pasados unos segundos, el hombre que llevaba la iniciativa y que trabajaba para el MI5 gritó: «Servicio de habitaciones».

Ante la falta de respuesta, uno de los supuestos veraneantes sacó una ganzúa y estuvo un rato trabajando con el pomo de la puerta hasta que cedió a sus pretensiones. Los tres entraron y cerraron tras de sí. Se distribuyeron por la suite, pero no encontraron a su morador. Abrieron armarios y cajones hasta comprobar que la ropa estaba en su sitio. La cama estaba perfectamente hecha y nadie se había duchado desde que habían arreglado el cuarto por la mañana. El hombre de la camisa por fuera del pantalón sacó el teléfono móvil y marcó un número: «El pájaro ha volado. No entiendo cómo, pero ha volado».

Habían pasado veinticuatro horas desde que le entregaron a Cristóbal Cabanas el paquete con el fusil. Sesenta minutos le había durado la curiosidad de montarlo y desmontarlo varias veces hasta conseguir hacerlo con los ojos cerrados: meter las balas en el cargador, mirar a través del visor y colocarlo en el hombro simulando el momento del disparo. Después todo había vuelto a la anterior rutina de espanto, a la espera de que le dieran las instrucciones concretas para empezar a preparar el asesinato. En Bali le habían recalcado que por ningún motivo saliera de la habitación. Un cuarto estrecho en el que los muebles estaban colocados estratégicamente para disponer de espacio, pero que no dejaban mucha posibilidad de moverse al huésped.

Se sentía tan aburrido que de madrugada, con la luz apagada, había utilizado la mira telescópica del fusil para buscar por la ventana la guarida del equipo que controlaba con cámaras y audios lo que hacía en la habitación. La doctrina recomendaba disponer de un piso desde el que dirigir las operaciones, preferiblemente con visión directa sobre el objetivo. Eso era en España, pero seguro que también en Inglaterra. Pacientemente —era un juego, pero no tenía otra cosa que hacer—, fue analizando ventana por ventana todas las que se divisaban. Enfrente, haciendo esquina, había un edificio de oficinas que en la planta baja tenía una tienda de Sharp, en la que vendían productos electrónicos. En la calle perpendicular a la suya, Bayley Street, veía varios inmuebles de tres plantas con los ladrillos de diversos colores. Detectó a los espías en lo que parecía un bloque de apartamentos, el más cercano a su hotel, en una ventana con una luz tenue. Estuvo a un tris de pedirle a gritos a su compañera Salas, a quien había identificado de refilón, que no ligara con ningún inglés. Les habría dado un buen susto, pero la cordura le volvió a tiempo.

Por la mañana pensó que las imágenes que estaban grabando de él en la habitación las iban a ver decenas de personas y decidió ponerse unos gayumbos blancos ajustados que le marcaban el paquete. Al menos quedará clara una de mis excelencias, pensó.

A falta de algo mejor que hacer, cansado de fumar puros y con la duda de si los hombres de Smirnov también tendrían acceso al interior de la habitación, se tumbó en la cama, con el mando de la televisión en la mano, cambiando de canal sin fijarse en los programas que estaban emitiendo. Invadido por el aburrimiento, su única actividad se limitaba a los pensamientos que, esos sí, circulaban sin control de nadie por su cabeza.

Sonó el teléfono. Se incorporó en la cama, cogió el cuaderno de notas con el membrete del hotel y un lápiz. Respiró hondo y descolgó. Una voz de hombre distorsionada le pidió que no hablara y se limitara a tomar nota: «Será el domingo por la tarde. Un coche irá a buscarte antes de la hora de comer y te llevará al campo. El chófer te indicará a qué hora pasará una caravana de vehículos oficiales y a cuál tendrás que disparar. Inmediatamente después, tendrás que correr campo a través hasta el coche que te estará esperando y te llevará a un piso seguro en la ciudad. Allí esperarás nuevas órdenes. Volveré a llamar». Colgó. No habían pasado ni treinta segundos.

Eran las instrucciones más extrañas que le habían dado nunca. Ningún asesino profesional estaría dispuesto a cometer un crimen con solo esos datos. Era una forma muy tosca de intentar asesinar a alguien. En cualquier atentado, es necesario previamente ver el escenario, recorrerlo, colocarte en el punto de vista del que dispara y luego hacerlo en el del objetivo. Este tipo de atentado le recordaba a los de las bandas mafiosas de la época de Elliot Ness, en los que al asesino le entregaban la pistola, le enseñaban la foto del sentenciado a muerte y le indicaban por dónde iba a pasar o en qué restaurante iba a cenar. En aquellos tiempos tenía sentido. Ahora, no. ¿Cómo pretendían que acertara contra un objetivo móvil, disimulado dentro de una caravana de coches?

La operación no podía salir bien, era imposible. Le parecía una chapuza indigna de cualquier banda mínimamente organizada. Así no se podía matar a un príncipe, ni siquiera a un mendigo. Cualquiera que intentara ese plan estaría llamado con suerte a ser detenido, aunque lo más probable sería que al ver un hombre armado los encargados de la protección del príncipe dispararan antes de preguntar.

O Smirnov y Misha estaban locos y querían verle muerto o algo extraño estaba ocurriendo. Recapituló. Le habían seleccionado para el puesto de escolta con cierta rapidez y había tenido que salir de viaje urgentemente con Smirnov. Era extraño, pero las prisas pueden justificar actuaciones así. Después tuvo que probar su lealtad disparando a un campesino elegido al azar, pero ni con esas notó que confiaran en él. Le encargaron el trabajo, es verdad, pero no le contaron que querían matar al príncipe inglés. Si lo sabía era porque se lo habían contado en el CNI. ¿Cómo podía alguien pretender que acudiera a un lugar desconocido con una escopeta de mira telescópica, que esperara agazapado unos minutos o unas horas sin ser descubierto, que cuando llegara nada menos que un príncipe en un coche le descerrajara un tiro entre ceja y ceja, y luego huyera de una ciudad con cada uno de sus ciudadanos volcado en detenerle? Pues eso era exactamente lo que Smirnov pretendía de él.

Por más vueltas que le daba, no le encajaba esa forma de actuar. Con ese plan tan improvisado, existían muy pocas posibilidades de que no le pillaran. Como les ocurre a todos los infiltrados, pensó que quizá le habían descubierto y le utilizaban como conejillo de Indias para desviar la atención del verdadero asesino, sin duda Van Gogh, al que había estado controlando en Madrid, y que era un reputado killer.

Tenía que avisar a sus compañeros y a los ingleses. No quería esperar más tiempo de brazos cruzados en aquel hotel. No podía reflexionar en voz alta y transmitirles todo lo que pensaba, porque no sabía quiénes estaban escuchándole. Si Smirnov tenía micrófonos en su habitación, no dudaría en matarle.

Se levantó de la cama, se vistió con lo primero que encontró y salió de la habitación. Se estaba saltando las normas, pero la mitad del cerebro que pertenecía al infiltrado le decía que era normal salir a la calle a tomarse algo después de estar todo el día encerrado. Y la parte del cerebro que respondía a su vida de agente secreto le susurraba que si salía a la calle los operativos se harían visibles.

Seguro que pilló por sorpresa a los que le controlaban, trabajaran para quien trabajaran, mientras abandonaba el hotel con celeridad. Anduvo unos minutos en dirección a Oxford Street y paró un taxi. Antes de entrar el conductor le preguntó adonde iba y sin pensárselo dos veces contestó que a la catedral. Podía haber dicho a cualquier otro monumento, pero fue lo primero que le vino a la cabeza. Suelen ser lugares amplios, con muchas personas y, por lo tanto, propicios a una cita clandestina.

Media hora después, tras atravesar el centro de Londres y llegar a la City, se bajó del taxi en la entrada principal. Entró con decisión y comenzó a andar tranquilamente hacia el fondo por la nave norte, la situada a la izquierda. No miró hacia atrás, convencido de que le seguirían, aunque al llegar a la zona de la cúpula se paró un rato a contemplarla. Le pareció una de las más grandes que había visto y le gustaron las pinturas y mosaicos que seguramente representaban escenas relacionadas con san Pablo, cuyo nombre llevaba la catedral, según leyó en el folleto que le dieron a la entrada. Después siguió caminando hasta el ábside, donde en un atril protegido con un cristal vio un enorme libro con los nombres de soldados norteamericanos muertos durante las guerras mundiales. Le pareció un buen sitio para esperar.

Detrás de él notó por primera vez la presencia de dos treintañeros desgarbados, sin duda ingleses, que se situaron cerca de las dos naves que daban acceso al pequeño habitáculo. Los miró discretamente y le pareció que podían ser agentes del MI5, pero era imposible estar seguro, pues también podían trabajar para Smirnov. Unos minutos después entró Salas, su compañera de equipo, que se colocó junto a él, en un lado del atril.

—Necesito hablar con el jefe.

—Esta salida a Londres es una locura.

—He dicho que necesito hablar con el jefe.

—El jefe está en España.

—Pues con quien esté al mando de la operación.

—¿Estás loco? Al mando está Langares y no sé por qué iba a querer hablar contigo la directora de Operaciones.

—Pasan cosas raras y tengo que contárselas.

—Tranquilízate, Carballo. Dímelo a mí y yo se lo transmitiré.

—No, quiero hablar con la jefa.

—Carballo, por favor. Te estás saltando las reglas.

—O Langares está mañana por la mañana a las nueve aquí mismo o me largo y abandono la operación.