Capítulo 27

Mahmoud Mustafá Ashour siempre había padecido tendencia a engordar. De pequeño no paraba de comer hasta un rato después de hartarse y si no hubiera sido por su rápido desarrollo a lo alto habría adquirido una constitución obesa que le habría marcado para toda la vida. Esta era la peor herencia que Javed Azhar había recibido de Mahmoud. Del resto de su vida, no guardó nada. Ni de su juventud con un padre terco que se enrabietó porque no le pidió autorización para apuntarse a Al Fatah, el grupo de Yasir Arafat. Ni de sus amigos palestinos que optaron por terminar la carrera en Egipto cuando él decidió meterse hasta el cuello en la lucha contra los judíos. Ni siquiera de esos colegas con los que compartió aquel curso de adiestramiento en guerra de guerrillas.

Pocos días después de cumplir dieciocho años, le notificaron que había llegado la hora de mostrar su valor: tendría que derribar el avión en el que viajaría un alto mandatario de Israel. Durante un mes, junto a un compañero llamado Mohamed, estuvo entrenando en el manejo de lanzamisiles y las técnicas de infiltración en un país hostil.

En enero de 1970, armado únicamente con un pasaporte falso, entró en París sin ningún contratiempo. Como un turista más, cogió un autobús que le dejó a diez minutos del apartamento donde ya le esperaba Mohamed.

Tres noches después, puntualmente, dos miembros de Al Fatah, por encima de los treinta años, con una madurez de la que ellos carecían, les entregaron los lanzamisiles. A Mahmoud no se le escapó el detalle de que ninguno de los dos les dijera su nombre, a pesar de los abrazos fuertes y sentidos que les dieron al llegar y al despedirse.

Dos días más tarde, cuando cayó la noche, los dos jóvenes comenzaron a impacientarse. Algún hermano debía haber acudido esa mañana a darles los últimos detalles de la operación, pero quien fuera no había aparecido, ni les había enviado un mensaje. Cuando dormían lo más profundamente posible que les dejaba la inquietud, oyeron un estruendo de gritos, carreras de personas dentro de la casa y, finalmente, vieron a cinco hombres uniformados con chalecos antibalas que les apuntaban con metralletas y pistolas.

Algo había salido mal, pero en ese momento no lo pensó: solo le preocupaba qué les contaría a los interrogadores. Ni nombres de compañeros, ni colaboradores ni datos de la misión. Eso le habían ordenado y lo cumpliría aunque le sumergieran la cabeza en agua hasta ahogarle o le sometieran a insoportables descargas eléctricas.

Unas horas después, los metieron en salas de interrogatorio distintas. Un hombre francés en mangas de camisa y con la corbata anudada se sentó enfrente de él y le habló en perfecto árabe.

—Ayer detuvimos a toda su célula. Solo nos quedaban su compañero y usted. Ya tenemos toda la información que necesitamos. Falta que me confirme lo que usted sabía.

Mahmoud calló. Intervenir le habría parecido una demostración de camaradería. El francés continuó.

—Los detenidos son cuatro miembros del servicio secreto palestino llamados Zigal, Muinddin, Yusef y Saddam. Los dos últimos les llevaron el lanzamisiles soviético SA-7 que tenían que utilizar contra el avión del ministro de Defensa israelí que iba a hacer una escala técnica en Orly. Los otros dos eran los encargados de enseñarles el lugar desde el que debían disparar. Cuando les detuvimos, no tardaron mucho en contárnoslo todo, incluido el paradero de usted y su amigo. Solo ellos lo sabían y les delataron sin ningún escrúpulo para salvar su propio pellejo.

La seguridad interior de Mahmoud, asentada en su fe por el movimiento palestino verdadero y el respeto y devoción por algunos de sus jefes, empezó a resquebrajarse. Sus cuatro compañeros de operación eran los únicos que conocían su paradero, por lo que nadie más pudo darles la dirección. Ni siquiera bajo tortura un fedayín debía revelar el paradero de unos compañeros.

—Ya ve que lo sabemos todo, incluso que usted se llama Mahmoud. Me gustaría que comenzara dándome su apellido.

—Llámeme Mahmoud, es como lo hacen todos.

—Gracias, pero quiero su apellido.

Meditó un momento. Pensó en la tortura, pero también en la traición de sus compañeros, sin la cual no estaría delante de ese militar, policía o lo que fuera.

—No le voy a dar ninguna información.

—Le haré otra pregunta. ¿Usted era el responsable de disparar el misil?

Podía haber contestado que no, pues el primer lanzador era Mohamed y solo si algo fallaba él debía cargarse el arma al hombro.

—Tampoco le voy a contestar a eso.

Entró una chica en la sala de interrogatorios que le entregó al francés una hoja doblada en dos.

—Ya no hace falta que conteste si no quiere. Su amigo Mohamed, apellidado Haddad, ha declarado que era usted el responsable de disparar contra el avión. Si quiere comerse el muerto, allá usted.

Durante varios meses estuvo encerrado en otra prisión francesa alejada de París, en compañía de sus cinco compañeros. Zigal, Muinddin, Yusef y Saddam le explicaron que tuvieron que dar la dirección del apartamento para evitarle a él y a Mohamed daños mayores, una vez que la mayor parte del comando había caído, posiblemente por una filtración del Mosad.

Su compañero de piso le negó ofendido que le hubiera acusado de ser el responsable de disparar contra el ministro israelí: «Si eso te dijeron, te mintieron. Yo nunca te habría traicionado».

—Me negué a dar mi apellido cuando me lo preguntaron —dijo Mahmoud.

—Yo tampoco lo di y aguanté la tortura pensando en que tú también la aguantarías —respondió Mohamed.

Tres meses después, hubo una trifulca en la prisión en el horario de la cena. Entre peleas, gritos y objetos que volaban, se les acercó a los seis palestinos alguien con acento francés y les indicó que le siguieran. Hora y media después, estaban en un avión viajando a Kenia, donde les esperaban varios dirigentes de Al Fatah que les recibieron como héroes.

—Estamos muy orgullosos de vuestro trabajo —dijo el más anciano—. La próxima vez saldrá mejor y podréis golpear a la fiera en el corazón.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —intervino Mahmoud, impetuoso.

—Los franceses escucharon el rumor de que íbamos a secuestrar uno de sus aviones y os han dejado libres a cambio de la inmunidad para sus ciudadanos.

Mahmoud estuvo comiendo desaforadamente durante varios meses. Le estresaba recordar la traición de su equipo y el tiempo que había pasado en prisión. Solo le animaba pensar que la guerra contra los judíos necesitaba hombres como él, aunque con otro tipo de compañeros. Después de unos meses entregado a los placeres de la comida, antes debía seguir un estricto régimen.

Ela Langares se dirigía en un coche sin distintivos, enviado por sus colegas británicos, a la esquina de Milbank y Horseferry Road, donde estaba situado Thames House, dos antiguos bloques de oficinas que, una vez remozados ampliamente, se convirtieron a finales de 1994 en el cuartel general del MI5. Con casi cien años de historia, se dedicaba a operar dentro del país, mientras el SIS o MI6 lo hacía en el exterior. Nunca le había importado terminar de acicalarse los labios o los ojos en el coche y eso era lo que estaba haciendo. No por falta de tiempo, sino porque la pasada noche, larga y tensa, le había dejado ojeras, uñas rotas y problemas de respiración.

El día anterior llegó a Londres y se dirigió directamente desde el aeropuerto a la Embajada, donde la esperaban el responsable de la estación del CNI, Óscar Yunquera, y Trías, el jefe del equipo KA que estaba operando en las calles londinenses junto a los ingleses del MI5. Se puso al corriente de las últimas novedades y después llamó a Nigel Brown, con el que concertó una reunión a primera hora del día siguiente en la sede del servicio secreto inglés.

Pidió disculpas porque estaba muy cansada, agradeció los diversos intentos del personal de la Embajada por invitarla a cenar y se fue a su hotel. Se metió en la ducha, pidió que le subieran un sándwich de varios pisos para cenar y encendió la grabadora para terminar de escuchar las cintas que su abuelo le había dejado en herencia. En el avión había oído las tres primeras, en las que narraba el inicio de su amistad con Philby durante la Guerra Civil y cómo tras la contienda el espía inglés y su amigo español intercambiaban favores en Londres y Madrid, entre ellos la información que su abuelo le buscó para asesinar nada más y nada menos que al almirante Canaris, el espía mayor del Tercer Reich. Un acontecimiento del que había leído algo en los libros de historia, que no mencionaban al colaborador español del MI6. Poco a poco, fue notando en las cintas inflexiones de voz y comentarios de arrepentimiento de su abuelo que la intranquilizaron y le transmitieron la sensación de que algo gordo sucedió en su vida, que más adelante iba a contarle.

Se puso los auriculares como prevención, por si el MI5 no había podido evitar la tentación de esconder micrófonos ambientales, y mientras cenaba incómodamente en una pequeña mesa escuchó la cinta cuatro y fue anotando ideas en un cuaderno: «Topos españoles en Rusia: Philby ofrece ayuda a Langares. El abuelo se pone duro con la secretaria de la Embajada española. Muere uno de los topos, un profesor, a manos de los rusos. El otro, la secretaria, se salva porque desde el principio trabaja para los rusos. Conclusión: Philby engaña a Langares y a todo el servicio español».

Mientras cambiaba la cinta y metía la número cinco, llamó a casa. Aunque era tarde, quizá su hijo no se hubiera acostado todavía. Tardaban en cogerle el teléfono y comenzó a sonar el nuevo relato del abuelo. Colgó, ya hablaría con su familia más tarde. En esta ocasión, su abuelo narraba el asesinato de un destacado nazi escondido en Jávea tras la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial. Sonó su móvil, pero no le prestó atención. Anotó en su cuaderno: «El padre de Luis Montiel tiene problemas económicos y su hijo se ofrece a matar al nazi. Langares le ayuda. Se meten ellos solos en la boca del lobo: Philby».

Volvió a sonar el móvil. Esta vez miró el nombre que aparecía en la ventana: Daniel desde casa. Lo lanzó sobre la cama y lo dejó sonar. ¡Cómo pudo su abuelo colaborar en un asesinato a sangre fría! En la muerte del topo en Rusia le engañó Philby y no pudo evitarlo, pero en el de Jávea fueron ellos los que le ajusticiaron sin contemplaciones.

Encendió un pitillo de los que siempre llevaba en el bolso por si la atacaba la ansiedad. Se puso a andar por la habitación mientras daba profundas caladas. Se quitó el albornoz y se puso una chaqueta de pijama amplia de su marido que le llegaba a medio muslo. Quedaban tres cintas y sentía que la historia no había hecho más que empezar. Puso la sexta y agarró fuertemente la pluma cerca del papel. Era el episodio de los niños de la guerra en el que ayudaban a dos jóvenes a quedarse en España. Su abuelo y Luis Montiel lo montaron de sobresaliente, aunque el beneficiado por su destreza y habilidad fuera el servicio secreto ruso, que consiguió levantar una pequeña red en España. Anotó: «Ya saben que Philby les ha convertido en topos del KGB. Un oficial de inteligencia distinto a Philby pasa a controlarlos».

Su abuelo, un agente del KGB. Dejó de pasear por la pequeña habitación, se sentó en la cama, encendió otro pitillo y tuvo ganas de llorar, pero no le salieron las lágrimas. Toda la vida había sido su héroe y ahora había descubierto su faceta de traidor. Un traidor a su patria. Un traidor a su familia. Un traidor a su nieta. No entendía por qué no se había ido con su secreto a la tumba. Habría dejado a sus descendientes un buen sabor de boca y, muerto Luis Montiel, su secreto estaba a salvo. ¿Por qué tanto empeño en contarle a ella la parte tenebrosa de su vida?

Eran las dos de la madrugada. Había quedado seis horas después con Nigel en la sede del MI5, pero quería descubrirlo todo de una vez. Metió en la grabadora la cinta siete. Ya no paraba de fumar. A cada pitillo que se consumía sin salir de sus labios, se sumaba otro presto a llenarle el aparato respiratorio de humo. A veces, lo dejaba en el cenicero sobre la mesilla de noche y se mordía con fruición las uñas pintadas de un rojo Chanel cuyo sabor resultaba asqueroso y le provocaba arcadas.

No supo si fue la reacción al pintauñas cuando el regusto le llegó a la garganta o que siempre había enfocado los problemas con más claridad por las noches. El hecho fue que empezó a sentir alivio en el corazón y tranquilidad en el alma. Era la cinta más dura que había escuchado hasta el momento. Había anotado: «Chantajean a un sargento en la base de Zaragoza. Los dos niños de la guerra recurren a Langares y Montiel. Langares les mata a los dos por sorpresa. Montiel, alto jefe del espionaje, lo tapa todo y engaña a los rusos. El sargento recupera su vida lejos de Zaragoza».

Donde antes había visto sombras, ahora empezaba a ver luces. Sí, su abuelo fue un traidor. Sí, trabajó para el KGB. Pero lo hizo forzado. No detectó a tiempo la maniobra de Philby, que supo manipular sus ansias de triunfo a cambio de su alma. Pero también era cierto que su abuelo había sabido salvaguardar el propio respeto y todo lo que era importante en su vida.

Si ella hubiese estado en la misma tesitura, también les habría pegado varios tiros a los agentes del KGB que, haciéndose pasar por niños de la guerra, le habían obligado a actuar contra su voluntad y le habían chantajeado con delatarle a las autoridades si no les ayudaba a manipular a un pobre sargento viudo.

Bien, abuelo, pensó, ahora sé por qué estabas empeñado en que conociera tu historia. Sabías que yo la entendería, porque soy igual que tú. Yo también habría intentado conseguir los favores del MI6 británico a través de Philby. Sin duda, habría peleado por colocar topos en las entrañas de Rusia. Y hasta habría ayudado a asesinar a un nazi malnacido con montones de delitos encima, porque no merecía seguir bañándose tranquilamente en la playa de Jávea. Lo del almirante Canaris era el pago lógico que le hacías a Philby por quitaros dos sanguijuelas que había en la Embajada española durante la Segunda Guerra Mundial. Te entiendo, abuelo, pero no sé por qué tenías tanta obsesión por dejarme tu historia grabada, cuando mi padre me la podía haber contado. ¿O es que él no la conoce? No puede ser.

Ela metió velozmente la última cinta, numerada con un ocho, se colocó nuevamente los miniauriculares, se estiró en la cama y pasó de tomar notas. Quince minutos después, se arrepintió, se reincorporó y recuperó la pluma y el cuaderno. Esta vez conectó en el papel nombres entre sí con flechas y rebobinó la cinta en busca de datos pasados. Ahí estaba lo que buscaba.

Su abuelo le narraba el último encargo que le había hecho el KGB: matar a Juan Pablo I. Un tema del que ella había leído ampliamente en el archivo del CNI. En realidad, no se lo encargaba a ellos, sino a sus hijos: Manuel Langares y Roberto Montiel.

Su padre estaba destinado en Roma y Roberto ya era un especialista consumado en escuchas telefónicas. Sin duda, estaban mucho más preparados que dos jubilados para afrontar cualquier misión en el extranjero.

Los hijos, sin embargo, se horripilaban con el comportamiento de sus padres y no querían saber nada de ellos. Y, sorpresa, Philby le anunciaba a su abuelo en carta personal manuscrita que se acabó el chantaje, que el KGB no volvería a molestarlos nunca más. Su abuelo y Luis solo notaron que las piezas no encajaban tras enterarse de la muerte del papa. De hecho hicieron cábalas para descifrar lo que había podido pasar. Estudiaron la muerte de Juan Pablo I y Luis desterró la posibilidad de que sus hijos hubieran participado en el indemostrable asesinato. Su abuelo tampoco encontró indicios de su colaboración, pero sí aparecían sus sospechas en varios momentos del relato: «Solo me preocuparía si tuviera que ver con los chicos», «Yo creía capaces a nuestros hijos de hacer eso» o, la más clara, «El KGB les podía haber chantajeado directamente con contar nuestra relación con ellos».

Ahora sabía que su abuelo le había querido transmitir un mensaje. Ella, que era la dura de la familia, había recibido el legado, porque su padre y su abuelo inexplicablemente nunca habían conversado sobre el chantaje del KGB. Debieron de amenazar a su padre con hacer pública la colaboración del abuelo y accedió a continuar su trabajo para protegerle. Nunca se lo reconoció, aunque su abuelo lo intuyó tras el asesinato de Juan Pablo I. Sus últimas palabras en la cinta antes de morir fueron: «Luego vendrían otras muertes que me parecieron igual de sospechosas». Su abuelo no tenía la certeza, no quiso comentárselo a nadie, ni investigar para no levantar la liebre: creía que su hijo se había convertido en un asesino a sueldo del KGB a cambio de proteger su buen nombre. Le desvelaba a su nieta su pesadilla de tantos años, que no estaba en su propia colaboración con el KGB, sino en lo que su hijo estuviera haciendo para ellos. La acababan de nombrar directora de Operaciones del CNI y seguro que ella podía evitar que su padre siguiera matando.

No le cabía duda de quién estaba detrás del intento de asesinato del príncipe inglés. Los mismos que estuvieron detrás de la muerte de Juan Pablo I, Grace Kelly y Lady Di: el KGB. Posiblemente —dedujo—, Smirnov era el organizador y enlace con el servicio secreto ruso y los Lamon los que ejecutaban la operación.

De repente, una luz se le encendió. Tenía que ver con Badía, la fuente anónima que llamó al servicio secreto por primera vez cuando lo de Juan Pablo I. No tenía la certeza, pero la iniciativa de su abuelo de contarle la historia de su vida sin desvelar la clave final encajaba perfectamente con el comportamiento que había estudiado de Badía. ¿Habría adoptado su abuelo la identidad de esa fuente para evitar los daños de las acciones de su hijo? La elección del nombre le señalaba a él: era su venganza particular contra Philby. Como si fuera el propio doble agente quien alertara sin saberlo de las operaciones de los rusos, a los que sirvió durante tantos años. Lo único que no encajaba era que Badía había vuelto a llamar tras la muerte de su abuelo.

Cinco minutos antes de las ocho de la mañana, el vehículo con chófer la dejó junto al edificio de piedra de ocho pisos. Ela había conseguido durante el pesado trayecto por el tráfico intenso de Londres disimular las ojeras de una noche de insomnio, pero no el desaguisado de las uñas y la tos. Al bajarse miró el inmueble: imponía mucho más que el conjunto de bloques del complejo del CNI, pero aparentaba estar menos resguardado. Mientras la sede del MI5 estaba en el centro de Londres, a diez minutos del palacio de Westminster, la del CNI estaba en las afueras de Madrid, a escasa distancia de los palacios de la Zarzuela y la Moncloa. Eso si, una placa identificaba en España al «Centro Nacional de Inteligencia», mientras que en Inglaterra solo ponía en una placa similar, mucho más discreta, «Thames House».

Había una entrada principal para todo el personal y una puerta lateral para los visitantes, que debían presionar el botón de un telefonillo. Ela entró por la primera, que exigía similares medidas de seguridad a las que sufrían los invitados extranjeros en España. Sin embargo, para los vips como ella había una funcionaría esperándola en el recibidor, junto a los guardias de seguridad, encargada de allanar los trámites burocráticos. Notó la diferencia entre tener una sede en mitad de la ciudad, pegada al Támesis, y disponer de otra cerca del campo. En Madrid, el control de vigilancia mayor era periférico y luego en el interior aparentemente uno se movía con menos problemas por zonas rodeadas de césped recién segado. En Londres, para pasar de la recepción a la zona de trabajo había que atravesar una especie de cápsulas que te depositaban en un mundo distinto, con una sensación similar a la que debió de sentir Alicia cuando entró por primera vez en el País de las Maravillas.

Con la misma obsesión por las tarjetas que tenían ellos, cada puerta se abría tras identificar el ordenador central a la persona que pedía autorización y solo tras grabar los datos de la operación en marcha. Todo eso, en apenas unos segundos.

Su guía le mostró el camino hasta la sexta planta sin despegar una sonrisa amable de sus labios. Le abrió la puerta de una sala de reuniones, desde la que se podía contemplar con toda su majestuosidad el puente Lambeth. En cuanto la vio, Brown, vestido con uno de sus típicos trajes impersonales, se levantó de una silla junto a la mesa oval de madera y le dio dos besos, un gesto más español que inglés, pero con el que quería dejar patente la estrecha relación personal que mantenían… para las cámaras de grabación. Brown había reconocido, como era preceptivo, que era amigo de Langares, por lo que no tenía sentido aparentar una distancia que no existía. No obstante, antes de separar sus mejillas le susurró: «El vídeo está on, por lo que no te diré en alto lo bien que te sientan estos pantalones tan ajustados».

—Este edificio es impresionante —comenzó a hablar Ela, que se sentó en la silla que estaba en un extremo de la mesa, junto a la que ocupaba Brown.

—Nos gusta mucho. El anterior estaba en Mayfair, que es mi distrito favorito, pero este también está muy bien. Si quieres luego podemos irnos a comer y charlar de otras cosas. Así podemos empezar a trabajar ya.

—Aunque he venido sola, no tengo inconveniente si alguien más de tu servicio quiere asistir a la reunión —señaló cínicamente, como si no supiera que estaba activado el sistema de grabación.

—Así está bien. En el MI5 estamos preocupados por la operación. Hay demasiadas ramas en el árbol y tenemos la sensación de que alguien muy importante y con medios ha planificado algo muy gordo. El principal riesgo, Van Gogh, está bajo vigilancia y sospechamos que él puede ser quien apunte hacia nuestro príncipe. Tenemos cincuenta hombres dedicados exclusivamente a controlarle, que se van rotando para que no les identifique. Además, cerca de donde se encuentra siempre hay una unidad de la Special Branch, de Scotland Yard, por si acaso es necesario reducirle o matarle en cualquier momento. Es complicado que se nos pueda escapar, pero gracias a vuestra información está momentáneamente bajo control.

—Nosotros también creemos que es el mayor peligro y hasta el momento el único. Porque si a Carballo le ordenan disparar, obviamente no lo hará. Tiene órdenes de seguir el plan hasta el último momento y confío en que consiga antes los datos que nos faltan. ¿Habéis podido localizar a la persona que le entregó en la habitación el fusil desmontado?

—Era un hombre vestido de camarero, que no trabaja en el hotel. Daba la espalda permanentemente a las cámaras de seguridad y únicamente sabemos que lleva el pelo corto, es delgado y mide sobre el metro setenta. Se esfumó igual que había llegado.

—La idea de un tirador contra el príncipe y otro que acabe con la vida de su compañero me parece la posibilidad más factible.

—Nosotros no desecharíamos que los dos tiradores intentaran matar al príncipe, dependiendo del que lo tenga más a tiro. Puede ser tu posibilidad, pero debemos contemplar la nuestra porque es la más arriesgada. La presencia de Carballo es lo que más tranquiliza a mis jefes. Que hayáis conseguido meter un topo en la banda nos ofrece muchas posibilidades.

—De Misha, ¿sabéis algo?

—Hemos distribuido una orden de búsqueda y captura con su foto a todos los policías de Londres y de las localidades cercanas. Si ha entrado en el país será para dirigir personalmente la operación. Tendrá que acercarse a cualquiera de sus dos hombres y cuando lo haga le cogeremos.

—Tengo que poner sobre la mesa una carta nueva.

Ela decidió contarle a Nigel —y a todos los que estuvieran asistiendo a la reunión desde otra sala— el secreto de la fuente anónima que les había alertado de la operación. No fue un impulso repentino. Lo había meditado porque veía que al puzle le faltaban demasiadas piezas. No tenía autorización de su director para hablar de Badía, pero en ese momento la responsabilidad era exclusivamente suya.

Había otras dos piezas trascendentales, muy difíciles de colocar y que solo ella conocía, pero de las que no pensaba hablar: los Lamon. Ambos estaban teniendo un papel notable en la Operación Gentleman y si en Madrid hubiera ordenado un Control Integral de Relaciones sobre ellos quizá a esa hora el entramado habría saltado y sus participantes estarían detenidos. Pero, además de ser parte de su familia, se había involucrado personalmente con ellos cuando en un arrebato rompió el retrato robot de Roberto que le habían enviado desde Praga. Sin medir las consecuencias, había unido su futuro al de esos dos viejos que, según sospechaba su abuelo, aunque no pudiera demostrarlo, dedicaban su vida a matar personajes de especial influencia en la sociedad mundial por encargo del KGB. Lo más difícil era evitar que pillaran a los Lamon —su padre podría ser un asesino, pero seguía siendo su padre—, porque no tenía ni idea de dónde estaban y además le era imposible buscarlos.

Nigel se quedó preocupado al escuchar que una fuente, que Ela no identificó como Badía, había sido la luz que los había guiado para ponerlos sobre la pista de los terroristas. Entendió que le hubieran dado la máxima credibilidad gracias a su colaboración en casos anteriores —no le especificó que en todos ellos los implicados murieron— y coincidió con ella en el hecho de que dirigirles por el buen camino al principio no significaba que no pudiera engañarles al final. El inglés se quedó más intranquilo cuando escuchó que no tenían la menor idea de quién podía ser el filtrador. La creyó sin dudarlo e hizo mal. Porque Ela estaba convencida de que su abuelo podía haber sido Badía durante un tiempo, pero desconocía quién más podría querer acabar con los asesinatos dirigidos por los Lamon.

—¿Hay algo más que no me hayas contado? —Nigel habló con cierto disgusto.

—Todas las cartas están sobre la mesa. Y las cartas me dicen que, si tenemos controlados a Gomarus y a Carballo, no le debería pasar nada al príncipe. Pero también me dicen que hay partes ocultas del plan de las que no tenemos ni idea. Quizá deberíamos cancelar los planes del príncipe y ocultarle unos días.

—Tal y como están las cosas, se lo voy a recomendar a mi jefe, pero a la reina Isabel no le gusta nada postrarse ante los terroristas. Ya veremos. Si diéramos con Misha, la mano derecha de Smirnov, quizá pudiéramos enterarnos de algo más.

—No tenemos ni idea de dónde está, por lo que no podemos contar con esa posibilidad. Dado el momento en el que estamos, con la operación cerca de desarrollarse, creo que lo mejor sería un secuestro discreto de Smirnov y hacerle hablar.

—Nos podría suponer problemas con los indonesios y, si sale mal, todos los pájaros podrían volar, pero creo que las ventajas son mucho mayores que los riesgos. Preferiría que lo hiciéramos nosotros. No es que no nos fiemos de vosotros, pero el cuello que pende de la soga es el de un príncipe británico.

—Tenemos agentes allí vigilándole.

—Nosotros también.

Ahora la mueca de disgusto procedió de Ela.

—Está bien, pero mis hombres estarán presentes en el interrogatorio.