Capítulo 26

En lugar de disfrutar relajadamente de la playa privada del Hotel Meliá Bali, Semyon Smirnov estaba sentado de lado en una tumbona de color marfil apartada del resto, con el baile de San Vito invadiéndole las piernas. Vestido con un bañador bermellón de Calvin Klein, ofrecía displicente su espalda al sol, al mar y a las decenas de personas que a su alrededor disfrutaban como si fuera el último día de su vida: bebían desbordantes cocos y daiquiris, algunos recibían pausados masajes y la mayoría se bañaban en el agua cristalina. Semyon padecía el malestar general posterior a una noche de insomnio, provocado por la tensión ante los imprevisibles resultados de la llamada que iba a recibir en unos minutos, aproximadamente a las doce de la mañana. Alguien que decía llamarse Max y que se había convertido en su jefe y señor, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo, iba a pasar revista a sus últimas actuaciones.

Desde que abandonó Moscú hacía muchos años, había jurado que no trabajaría para nadie. Montaría sus negocios y los dirigiría personalmente. Quizá no consiguiera levantar un imperio, pero llevaría las riendas de su vida. Sabía perfectamente las reglas del juego y no temía a nadie. Cuando alguien no le entendía a la primera, ponía en juego a Misha, la única persona leal que le había acompañado desde Moscú en su aventura española. Le pagaba como nadie lo habría hecho, pero su relación de confianza iba más allá del dinero.

La aparición hacía un mes de Max trastocó todos sus planes. No le había contado a Misha la relación de subordinación que mantenía, porque para él y el resto del mundo Semyon debía seguir siendo un tipo invencible, sin sentimientos ni escrúpulos.

Intentó vaciar su cabeza de pensamientos negativos. Jugó como un niño con los pies haciendo círculos en la arena, pidió su tercer combinado —amaretto con Red Bull— y finalmente se recostó en la tumbona. Momento preciso en el que finalmente sonó el teléfono móvil. Se reincorporó y respondió en ruso.

—Semyon al habla.

—¿Cómo te va con esa vida playera?

—Aburrido, pero bien. Habrás visto que todo el plan va sobre ruedas.

—Eso espero, Semyon. Dame las últimas novedades.

—El holandés y el español están en su destino. El primero ha recibido hoy las nuevas instrucciones y el segundo tiene en su poder el aparato —dijo de carrerilla, sin utilizar términos que pudieran incriminarle.

—Bien, ¿qué más?

—Mi hombre de confianza está en la ciudad repartiendo juego según lo convenido, utilizando a otra persona para mover las fichas y de esa forma evitar exponerse a ser descubierto.

—¿No le habréis explicado nada de la partida a ese nuevo amigo?

—Por supuesto que no. Es un mero peón. No obstante, mi hombre, como habíamos hablado, tampoco conoce tu existencia.

—Solo tú sabes quién soy. ¿Es correcto?

—Sí, y tampoco nadie sabe para quién trabajas. Excepto los viejos, claro.

—Así me gusta. De esa forma podrás ver crecer a tus nietos, si es que algún día los tienes.

—Me temo que no, pero ya no me importa —se justificó, e inmediatamente se llamó imbécil por hacer ese comentario personal fuera de lugar.

—¿Los viejos están bajo control?

—Desde el principio están cumpliendo con el trabajo que les he encargado —señaló dándose protagonismo—. Dos tipos como esos no me pueden producir problemas.

—Los problemas podrán darlos a partir de ahora si no se les controla adecuadamente. ¿Ha habido alguna otra novedad que merezca la pena reseñar?

Smirnov ya tenía pensada la respuesta. No tenía intención de contarle que Misha había encontrado un localizador en su maletín y que posiblemente su móvil estaría pinchado. Su lugarteniente creía que era un trabajo del CNI, pero él opinaba que olía al KGB. Aunque si Max no lo mencionaba, él tampoco pensaba hacerlo.

—Nada extraño, hasta el momento.

—Espero que todo salga según lo planeado. Quédate en Bali mientras tienen lugar los acontecimientos y yo iré a entregarte lo tuyo a principios de la semana que viene, cuando todo haya acabado. Después no volveremos a vernos nunca más. Al mismo tiempo, ordenaré que el expediente maldito sobre lo de tu suegro desaparezca para siempre. Excepto, claro está, que alguien descubra quién soy y a quién represento y entonces no habrá lugar en el mundo que te sirva de cobijo.

—He cumplido tus órdenes milimétricamente —dijo enérgico Smirnov—. Si algo sale mal, no será culpa mía. En cualquier caso, nadie podrá descubrir jamás que ha sido un encargo tuyo.

—Más te vale, Semyon. En caso contrario, no volverás a tomarte nunca más tres copas de amaretto y Red Bull.

Alguien estaba vigilándole en ese momento. El muy cabrón de Max no se fiaba de él y había enviado agentes repugnantes del KGB para controlar sus movimientos en Bali. Nadie como otro ruso para saber que no respetaban nada. No lo habían hecho en la época de la guerra fría y no lo hacían ahora con esa supuesta democracia controlada por Putin, uno de los suyos. Era a los únicos a quienes temía de verdad. Conocía su absoluta libertad de movimientos y su falta de respeto por la vida humana. Cuando les encargaban un trabajo, siempre lo cumplían.

Nunca pudo imaginar que tantos años después de salir de Moscú mantendría un encuentro con un alto mandatario del KGB en un fumadero de droga de Ámsterdam, bebiendo un zumo de naranja fresco, que, junto con el café, era lo único que servían a los clientes que no colocaba. En la mesa de al lado, una pareja de jóvenes se liaron un porro de hachís y charlaron en voz alta, como si fuera lo más normal del mundo sentarse en un bar del centro de la ciudad para meterse cualquier cosa que los excitara, mientras los turistas paseaban por la calle mirándolos divertidos como a bichos raros llegados de otro planeta.

Había viajado a Ámsterdam por un negocio, el aparentemente más limpio en el que se había embarcado: blanquear grandes cantidades de dinero para potentados de todo el mundo, buscándoles inversiones lo más decentes posibles. La red necesitaba un hombre en España y le habían elegido a él, gracias a que estaba libre de sospecha policial. Sería mucho trabajo burocrático, que harían economistas de prestigio contratados con sueldos elevados para buscar bancos, empresas de todo tipo, edificios en construcción o lo que fuera, donde meter ingentes cantidades de euros sin llamar la atención. Se haría rico sin apenas mover un dedo.

Smirnov se imaginaba que la cita con el organizador del blanqueo tendría lugar durante un elegante almuerzo en uno de los numerosos hoteles de lujo de la ciudad, rodeados de canales y bicicletas. Incluso cuando el intermediario le telefoneó la mañana del día de la reunión, él se adelantó proponiéndole encontrarse en su hotel, el Pulitzer, un cinco estrellas con un comedor discreto que daba a una pequeña calle. Pero el hombre ni le escuchó: se verían en un coffee shop, junto a una iglesia. En el mismo corazón del Barrio Rojo, plagado de los famosos escaparates de putas estupendas.

De sopetón supo que algo iba mal. Aquello no encajaba. Para colmo de vergüenzas, se había comprado para la ocasión más importante de su vida un traje azul de Armani, que le sentaba como un guante, y una corbata chocolate invadida por símbolos de Loewe en añil. Por supuesto, llevaba los zapatos especialmente relucientes. ¿Cómo si no iba a acudir a tan importante encuentro?

Intentó pensar en qué tipo de asunto extraño se estaba metiendo. Alguien le había engañado. Una reunión de trabajo seria únicamente se podía celebrar en un antro si se pretendía una discreción exagerada para que la policía no sospechara. O quizá, el empresario que iba a reunirse con él fuese un porrero y aprovechara la ocasión para deleitarse en sus más ocultos placeres. Alguien desconocido, de cuya identidad solo sabía que se hacía llamar Max, podía encajar en cualquier perfil.

Misha se quedó en España al cuidado de sus negocios y solo le acompañó Carlota, su escolta y amante eventual, a la que dejó en la calle con órdenes estrictas de no alejarse de allí. Entró en el coffee shop y se dirigió directamente a la mesa en que estaba sentado el único hombre de cierta edad —los otros clientes, la pareja de porreros, no encajaban—. Llevaba vaqueros, un jersey azul celeste, barba de tres días y gafas de concha.

Cuando Max comenzó a hablar, las sospechas de Semyon quedaron confirmadas. Su dilatada experiencia en negocios turbios, haciendo trampas siempre que podía, incluso encargando palizas para quien había osado engañarle, se le apareció de repente, como si hubiera llegado la hora de la venganza de sus enemigos.

—Usted, señor Smirnov, no tiene ni idea de lo que es el negocio del blanqueo de dinero.

Semyon no supo qué contestar. El hombre ni se había presentado, había pedido la bebida, se había dirigido a él en su lengua materna y lo primero que había hecho era atacarle. Estaba convencido de lo que afirmaba y no esperaba respuesta. Por eso permaneció callado, intentando no hacer ruido al respirar.

—Es un buscavidas, alguien capaz de cualquier cosa para forrarse. Todo lo que ha hecho en su vida ha sido igual. Buscar un negocio, quitarse a los que le hacen sombra de en medio, sacar todo el dinero que pueda y salir corriendo.

—¿Qué está diciendo? —se atrevió a balbucear, intentando frenar la acometida.

—Estoy describiendo su historia, como usted mejor que nadie sabe. En Moscú mató a su suegro para quedarse con sus negocios, estuvo en la cárcel y solo la corrupción de unos policías le permitió escapar. En España no le han pillado por sus negocios de prostitución por pura suerte, pero si sigue así acabará enjaulado el resto de su vida.

—Mis clubes de alterne son muy rentables y nunca me han dado problemas, porque sé tener a la policía alejada.

—No intente engañarme. Lo sé todo de todo el mundo.

Smirnov volvió a guardar silencio.

—Usted es de lo peor que había en Rusia y ahora los negocios turbios en los que habitualmente se mueve le van mal. Y le van peor desde hace un rato.

—¿Qué me está diciendo? —soltó nervioso—. ¿Qué insinúa?

—Llame a su gente en España. A ese Misha que le cuida el cafetal.

Smirnov sacó su teléfono móvil obedientemente y marcó el teléfono de su hombre de confianza, mientras notaba que le temblaban las manos. Podía identificar perfectamente lo que sentía: pánico.

—¿Qué tal va todo? —preguntó cuando escuchó la voz de Misha.

—Llamas en mal momento. Estaba esperando a que acabaras tu entrevista para no darte un disgusto en mitad de la negociación.

—¿Qué ha pasado? —inquirió examinando de reojo a su acompañante, que le estaba desafiando con la mirada.

—Me han telefoneado hace diez minutos. El club de la carretera de Valencia está ardiendo. No sabemos el motivo, pero por suerte no había nadie dentro. Los bomberos acaban de llegar, pero parece que el fuego está muy extendido.

—¿Qué más sabes? —siguió preguntando, pero ya sin mirar al hombre que tenía enfrente y por el que comenzaba a sentir un odio irrefrenable.

—Habrá que esperar todavía un tiempo antes de que sepamos la causa del incendio. Seguro que ha sido Arturo, el encargado del bar, es un torpe. Le he amenazado con despedirle veinte veces si se volvía a dejar abierta la llave del gas. Seguro que ha sido él, Semyon. Cuando le vea, primero le mataré y luego le despediré.

—No harás nada hasta que yo regrese —dijo intentando controlar su ira—. Y ni se te ocurra despedir a Arturo.

—Lo que tú digas.

Cortó la llamada y miró al hombre que tenía enfrente con gesto de pocos amigos.

—Como buen chulo de segunda división que es usted —siguió arremetiendo Max— le voy a hacer una advertencia: esa chica guapa que le acompaña para protegerle y acompañarle en la cama no puede ayudarle a solucionar el ataque de rabia. Ahora mismo está en el cuarto que comparten en el Hotel Pulitzer, con dos de mis hombres, posiblemente sin llevar encima ese pantalón azul ajustado que le compró ayer en una tienda del centro. Así que compórtese y no imagine venganzas que no están a la altura de un don nadie como usted. Bueno, como tú, porque creo, Semyon, que ha llegado la hora de tutearnos.

Smirnov no le hizo caso.

—¿Quién es usted?

—Preferiría que me llamaras de tú, Semyon.

—¿Quién eres?

—Mi nombre es Max, simplemente Max. Soy un alto dirigente del SVR.

—¡El KGB! —exclamó sin poder contenerse.

—Llámanos como quieras. He tenido acceso a tu historial en nuestra amada Rusia y he descubierto que todavía no has pagado por el asesinato de tu suegro. Algo que en bien de la Justicia podría remediar inmediatamente.

—No puedes detenerme en Ámsterdam. La policía holandesa no te dejaría sacarme del país.

—Parece mentira que dudes de mis capacidades. Si quisiera te embarcaría en uno de nuestros barcos y en unos días estarías en la cárcel purgando tus delitos. O podría pedir a los holandeses que te detuvieran y te extraditaran a Rusia.

—¿Quieres que trabaje para el KGB?

—No necesitamos gente como tú. Únicamente queremos tu ayuda en un trabajo. Si lo haces y nos place tu trabajo, te garantizo que desapareceremos de tu vida y te pagaremos una increíble cantidad de dinero. Si no aceptas o cumples mal con tu labor, lo de tu local de putas en Valencia o lo de la chica que te acompaña no será nada con respecto a la muerte que te espera. Antes quizá deje que te pudras unos cuantos años en una cárcel de Siberia.

Smirnov le miró fijamente a los ojos. Eran tan azules que parecía un zombi sin mirada. Le costaba pensar, pero no le cabía duda de que no tenía alternativa: aceptaba o aceptaba. Los policías eran un mal con el que podía tratar, pero el KGB tenía ojos y oídos en todas partes y no dudarían en eliminarle.

—Después de esta amable entrevista, entre fumadores de marihuana, me da la sensación de que no tengo alternativa. ¿Por qué yo?

—Tus cualidades se acercan mucho a las que buscamos, aunque te falta experiencia. Pero eso no será problema, porque yo dirigiré la operación desde la sombra.

—Dime de una vez qué quieres de mí —dijo intentando controlar su malestar.

—En el SVR tenemos una operación en marcha, pero no queremos que nadie sepa que estamos detrás. Hay que eliminar a una persona, algo que a ti no te producirá ningún resquemor, dada tu carrera pasada.

Esperó unos segundos, pero ante la falta de respuesta de Smirnov continuó.

—Nosotros lo organizaremos todo y tú serás la reina que mueva al resto de las fichas, siguiendo siempre nuestras instrucciones. Cuando regreses a España, irás a ver a dos hombres, a los que a partir de ahora llamaremos los viejos, que son dos agentes que colaboran con nosotros desde hace mucho tiempo. Les citarás para que hagan un barrido de tu casa y les darás una clave para que ellos entiendan que vas de parte nuestra. Después les explicarás los primeros detalles de la operación. Básicamente, tendrán que buscar un asesino profesional para que dispare desde lejos al objetivo. Más tarde hablarás con Misha, del que tenemos buenas referencias, y buscáis a alguien nada profesional pero que sea capaz de disparar con un arma de esas características.

—Después, ¿qué hacemos?

—Te lo iré contando más adelante. Tú y yo hablaremos periódicamente utilizando diversos sistemas de seguridad.

—¿A quién hay que matar?

—A un miembro de la familia real inglesa.

—Por eso el KGB no puede aparecer —razonó en el momento que entendió todo el misterio.

—Por eso precisamente, nadie, absolutamente nadie, debe saber que yo o el SVR estamos en la operación. Estaremos vigilándote a ti y a tu equipo. Si hay cualquier filtración o desviación del plan según lo ordenado, lo abandonaremos y buscaremos a otros. Pero antes os mataremos a todos. Y ya sabes que en eso no nos gana nadie.

Smirnov se dio cuenta de que él personalmente no tendría que matar a nadie, serían otros los que lo harían por dinero. Él se limitaría a controlarles. Era lo mismo que había hecho cuando contrató a unos matones para dar una paliza a su primer socio en el club de Valencia. Consiguió que desapareciera de su presencia para siempre y nunca le pasaron factura.

—Entiendo lo que me dices, pero quiero dos millones de euros, con los gastos aparte.

—Será un millón. Aunque incluiremos una partida para pagar a las personas que contrates.

—Me parece bien.

—Ahora, olvídate de mí. No menciones mi nombre a nadie, ni siquiera a Misha. Si lo haces, me enteraré y será peor para ti. Cuando llegues a España recibirás una carta escrita con tinta invisible en la que te daré nuevas instrucciones y te explicaré cómo hacer el primer contacto conmigo. Cuando la leas, quémala.

Después, sacó un billete de la cartera, lo tiró sobre la mesa y desapareció sin volver la vista atrás. Smirnov esperó unos minutos y salió del local, cuyo olor le mareaba. La calle estaba llena de extranjeros aprovechando las últimas horas de la tarde para visitar el Barrio Rojo. Buscó a Carlota, con la esperanza de que Max le hubiera engañado sobre lo del secuestro, pero no tardó mucho en convencerse de que todo lo que le había dicho, una sucesión de amenazas, era absolutamente real. Decidió llamarla al teléfono móvil y al oír su voz se tranquilizó.

—¡Semyon, al fin!

—¿Cómo estás?

—Bien. Todo ha sido muy extraño. Unos policías me detuvieron cuando estaba vigilando el coffee shop. Desconfié, pero me enseñaron sus placas. Después, sin ninguna explicación, me llevaron detenida en un coche camuflado a nuestro hotel. Subimos a la habitación, me dijeron que me pusiera cómoda y no se movieron de mi lado hasta hace unos momentos. Se fueron sin decir adiós ni preguntarme nada.

—¿Te hicieron daño?

—Me trataron bien, pero no entiendo nada.

—Espérame en la habitación, voy a coger un taxi y estaré allí en cinco minutos.

La misma ansia con que colgó el teléfono guio sus ojos en busca de un coche que le llevara rápidamente al hotel. Pero no pasó ningún taxi, ni libre ni ocupado. Apretaba con fuerza el móvil en su mano, como si su vida dependiera de tenerlo cerca para poder avisar al mundo de lo que le había pasado. Pero llamar ¿a quién? Estaba solo, como lo había estado siempre. No podía confiar en nadie.

Las personas que le rodeaban eran personajes truculentos nada de fiar de la vida nocturna o personas de mal vivir que cobraban de él. Todos y cada uno de ellos buscaban algo. Pero él era más listo que ellos. Sabía que solo el dinero le garantizaba su lealtad.

Inmerso en sus pensamientos, estuvo caminando con el piloto automático puesto camino del hotel. Acababa de llegar a la plaza Dam, la más importante de Ámsterdam, en la que varias estatuas humanas, con la cara pintada y simulando ser bestias mitológicas o payasos tiernos, intentaban sacar unas monedas de nativos y turistas.

La famosa plaza holandesa le pareció más pequeña que en las fotos de una guía que se había comprado antes de comenzar el viaje. Fue un imbécil al pensar que le podía ser de utilidad conocer algo del país por si su contacto le preguntaba si le gustaba la ciudad, algo muy recurrente, como el estado del tiempo, en una primera conversación de dos desconocidos.

«Bueno —pensó—, eso entre personas normales, porque este ruso de mierda pertenece a otro tipo de personas. Me ha humillado, bueno, ha intentado humillarme. Porque no lo ha conseguido. Cree que pisoteándome va a conseguir algo. ¡Como si yo me amedrentara! Pero lo del club de Valencia me lo pagará. Sabía, seguro que sabía, que es el primero que monté. Por eso lo ha hecho. Para colmo de vejaciones, se ha llevado a Carlota a la habitación del hotel. Como si secuestrar a alguien fuera para él lo más normal del mundo, como si fuera tan normal como lavarse los dientes y luego escupir. Sí, escupir. Eso es lo que me ha estado haciendo. Me ha escupido una y otra vez. Me las pagará. Pero no como él piensa. Seré un chico bueno y obediente. Sí, lo seré. Haré lo que él quiere. Pero únicamente porque es lo que me va a sacar del pozo económico en el que la mala suerte me ha metido. Le mataré, nadie sabrá que he sido yo, pero antes cobraré mi dinero. Tengo que montar una operación limpia y luego cobrar mi dinero. El secreto está en aparecer lo menos posible. Deben ser muy pocas las personas que sepan que estoy detrás de la operación. Y nunca deben poder demostrar que he participado. Nadie me podrá vincular con el asesinato. ¿Qué más da que el muerto sea un príncipe inglés? Lo de esos viejos será pan comido. Tengo los suficientes contactos para encontrar a un asesino novato que haga el trabajo. Alguien desconocido, impoluto, de la máxima confianza. Todos, menos Misha, son unos ineptos. Hasta Carlota. ¡Vaya protección que me ha dado! En lugar de velar por mi seguridad, ha estado todo el tiempo en la habitación del hotel. Incluso la muy golfa seguro que se ha acostado con ellos. Mejor, porque no sabe con quién me he visto. Ni siquiera ella podrá sospechar nada cuando la operación esté en marcha y me vengue de Max. Porque me vengaré. Haré que maten a ese desgraciado. No me va a humillar y después irse de rositas».

Paseando lentamente había llegado a su hotel, el Pulitzer. Atravesó el puente de un canal y pensó que al menos Ámsterdam olía bien, no como Venecia. Subió a la habitación, ahora con la mente en blanco, sintiendo que la mujer que le esperaba le había traicionado. Cuando metió la tarjeta en la cerradura y abrió la puerta notó que la sangre se le estaba acumulando en la cabeza. Carlota se acercó a él con el deseo de abrazarle, de sentir sus brazos protegiéndola después de la tarde tan horrorosa que había pasado. Pero en cuanto Smirnov la sintió cerca, ni siquiera escuchó cómo pronunciaba su nombre con necesidad de cariño. Levantó la mano y le cruzó la cara.

Ese día planeó montar una operación perfecta y lo había hecho. Ahora solo le quedaba esperar, cobrar y vengarse.