Javed Azhar disfrutaba del trabajo por el que tanto tiempo había peleado. Su mujer, Leila, le amaba, le cuidaba y se preocupaba por él todos los minutos del día. Cada final de mes, cuando revisaba su cuenta bancaria, redescubría que ganaba más dinero del que podía gastar. Nunca había tenido una enfermedad reseñable y eso a los cincuenta y siete años colocaba en un pedestal su buena salud. Para colmo, había recuperado la fe religiosa y sentía que Alá guiaba nuevamente sus pasos.
Era palestino, pero no vivía en su tierra —trozos dispersos arrancados a pedradas y tiros a los terroristas judíos—, sino en Londres. Una ciudad amable, que le había ofrecido la oportunidad de desarrollar sus inquietudes laborales sin morirse de hambre. Durante años, Javed se consideró un hombre afortunado, pero últimamente su ventajosa vida se había convertido en una losa. Mientras él prosperaba, millones de compatriotas desconocían cuándo los soldados israelíes derrumbarían sus casas, arrasarían sus pequeños negocios, chantajearían a sus hermanos o matarían a alguno de sus hijos. Él no sufría, el resto de los palestinos sí. Era un traidor a su pueblo.
Apenas había cumplido diez años cuando empezó a ser consciente de la penosa realidad. Corría el año 1960 y entonces se llamaba Mahmoud Mustafá Ashour y residía en Beer Nabala, una pequeña aldea a ocho kilómetros al noroeste de Jerusalén. Cursaba estudios en una escuela palestina cuando algo grave pasó. Al regresar a casa, su padre, un tipo duro y protector, de una fe enorme, le contó que un francotirador judío había matado a uno de sus compañeros de colegio cuando paseaba por lo que llamaban una «zona prohibida».
El niño asesinado no era de los que mejor le caían del colegio, pero la histeria colectiva que vivió su pueblo durante el entierro de un féretro tan pequeño le hizo sentir aquella pérdida como si hubiera sido la de su mejor amigo. Mahmoud juró ese día venganza, un sentimiento que se arraigó en su cerebro.
Al concluir los estudios secundarios, su padre le envió a estudiar Ciencias Económicas a El Cairo. El alejamiento de su familia supuso el momento idóneo que tanto había esperado para ejecutar sus planes contra los judíos. No había pasado ni una semana desde su llegada a El Cairo cuando se acercó a las oficinas de Al Fatah —Movimiento de Liberación de Palestina—, en la calle al-Alfi, en el centro de la ciudad. Mientras estudiaba su primer curso de carrera, se integró en una célula, y al acabar el año académico sus jefes le propusieron hacer un curso de guerra de guerrillas impartido por las fuerzas especiales egipcias. Era el principio de su carrera como terrorista.
Ela Langares estaba en el aeropuerto de Barajas, en medio de la cola para embarcar en su vuelo con destino a Londres. Con su traje de chaqueta con falda por la rodilla y la camisa de color hueso, la gente podría pensar que se trataba de una ejecutiva de cualquier multinacional, pero no de una directora general del CNI. Le sonó el móvil.
—Soy Montañez. Tengo novedades —dijo el investigador privado al que había contratado para seguir a los Lamon.
—¿Pasa algo grave, Jordi? —preguntó nerviosa.
—No lo sé, pero te llamo en cuanto me he enterado: tu padre y Montiel han desaparecido.
—¿Cómo que han desaparecido? Es imposible. Estarán en cualquier sitio charlando, bebiendo, qué sé yo.
—Me temo que te equivocas. Mi gente estuvo siguiéndoles desde que me encargaste el trabajo sin encontrar nada sospechoso. Anteayer los dos estuvieron en el tanatorio todo el día. Por cierto, siento mucho lo de tu abuelo, sé que le querías mucho.
—Gracias, pero sigue contándome lo de mi padre.
—Ayer, tras el entierro, se fueron a la sede de la Red Durmiente y terminaron a la hora de la comida cada uno en su casa. Ninguno salió a la calle el resto del día y cuando esta mañana mis hombres se han extrañado de la falta de actividad, han llamado al portero automático y nadie ha respondido. Después les han telefoneado, pero no han dado señales de vida ni en el teléfono fijo ni en el móvil.
—¿Tus hombres no les vieron salir?
—Las agencias de detectives no son como el CNI. Mi gente tiene un horario laboral y cuando llega la noche, si no hay nada específico, se retiran.
—No me has servido de mucho, la verdad —dijo irritada—. Si sabes algo me llamas, ahora me voy de viaje.
Ela colgó el teléfono sin esperar respuesta. Era tonta. Debía de haberse dado cuenta de que la operación para asesinar al nieto de la reina Isabel había entrado en su recta final y los Lamon tenían que acudir personalmente a concluir el trabajo. Nada les pararía, ni siquiera la muerte del abuelo.
Guardó el móvil en el bolso e inmediatamente lo volvió a sacar. Marcó el número de su padre. Quizá se equivocaba y todo era una fantasía urdida en su cabeza. Escuchó el tono una y otra vez, hasta que saltó el contestador. Respiró hondo y grabó desesperada su mensaje: «Papá, llámame cuando puedas, me gustaría confirmar que vendrás a cenar el miércoles».
Entró en el avión con el corazón latiendo aceleradamente y se acomodó en su asiento de business, junto a la ventanilla. Viajaba a Londres para intentar desbaratar un plan de magnicidio, pero lo que le había impulsado a participar activamente en la última fase de la operación era tratar de evitar que los Lamon acabaran en la cárcel. Podía ayudar a impedir la muerte del príncipe, pero le daba el pálpito de que su padre y su amigo habían cometido las suficientes fechorías como para no volver a abandonar Gran Bretaña en el resto de sus vidas.
Con su abuelo en buena forma, habría solucionado el desaguisado con su padre. Amasaba mucha más experiencia que ella, había combatido en una guerra e incluso había trabajado con Philby, a quien había bautizado con el nombre de Badía, el mismo alias que utilizaba el colaborador que ahora les estaba guiando por los recovecos del caso. Sería alguien que trabajara para el jefe supremo de la operación o, quizá, alguien muy vinculado a los Lamon. Una persona en quien ellos confiaran, que no fuera capaz de entregarlos, pero que intentara evitar los crímenes. Aunque también era posible que las filtraciones partieran de la propia trama y mezclaran información cierta comprobable con otra falsa dada en los últimos momentos para despistar a los investigadores. En los casos de Juan Pablo I, Grace Kelly y Lady Di no pudieron evitar las muertes, que parecieron accidentales. Dan información, pero no la buena, se repetía. Quizá otros servicios habían recibido las mismas filtraciones y tampoco habían podido evitar los asesinatos. El maldito secretismo de los servicios hacía que nadie compartiera sus fracasos.
Estos eran los puzles que siempre le había gustado resolver. Pero ahora estaba fría, sin el estímulo necesario para ver las luces que le indicaran el camino correcto. La pérdida de su abuelo había sido un duro mazazo psicológico.
Las azafatas comenzaron a subir y bajar los brazos notificando las salidas posibles si el avión tenía un fallo mecánico. Le quedaban cerca de tres horas antes de desembarcar, por lo que sacó de su enorme bolso de Loewe uno de los informes del caso. Una hoja después, se dio cuenta de que estaba leyendo sin enterarse de nada. Volvió a guardarlo y con la mano tocó la bolsa que le había dado la enfermera de su abuelo con las cintas que le había grabado. No había querido escucharlas para no deprimirse más. Quizá en ese momento oír la voz de su abuelo la reconfortaría y la transportaría a otros mundos alejados de su complicada realidad. Sacó una pequeña grabadora, introdujo la cinta con el número 1 y empezó a escuchar:
«Mi historia con Philby, cinta 1. 1 de enero de 1938. Después de varias horas de viaje paramos en el pequeño pueblo de Caudé, a poco más de diez kilómetros de Teruel. Estábamos cerca del frente de batalla en el que los republicanos estaban arreando de lo lindo a los nacionales, aunque esperábamos que eso diera un giro rápidamente. Salimos de los cinco vehículos militares para desentumecer los músculos y fumar unos pitillos. Paseamos un rato todos juntos por las calles desiertas del pueblo: militares, el personal civil adscrito al Ejército y los corresponsales extranjeros que llevábamos de excursión a la guerra».
El día que su abuelo conoció a Philby. Nunca había querido darle demasiados detalles de su relación. Pensaba que le iba a contar historias de espías famosos y había tenido la genial idea de narrarle su propia vida. Algo divertido que le animaría el viaje.
Contemplaban la Torre de Londres como dos turistas más. Estaban a cierta distancia de la larga fila que se había formado para visitarla, aparentemente ajenos a la gente que circulaba por allí. Pero solo aparentemente. El español era el agente operativo del CNI Álvaro García, que se había presentado como Gámez, y el inglés un miembro del MI5, que aseguraba ser Michael Smith. Este, treintañero de complexión media, estatura del montón y ropa gris, llevaba la batuta.
—Gomarus sabe lo que se hace. Llegó a Londres con el pasaporte de un ciudadano británico vivo, que no ha salido nunca de su pueblo, por lo que es una falsificación casi imposible de detectar. No reservó habitación en ningún hotel, por lo que no pudimos colocarle micrófonos previamente. Ayer incluso cenó en el restaurante del hotel para no tener que salir a la calle y evitar que por casualidad alguien le identificara. No ha telefoneado ni ha recibido llamadas y esta mañana pide un taxi en recepción y se va directamente a la Torre de Londres.
—En Madrid y Roma actuó exactamente al revés —le respondió en un pésimo inglés Gámez, que junto con su compañero Ostos eran los dos agentes españoles adosados al dispositivo de seguimiento montado sobre el mercenario—. Visitaba obsesivamente cada rincón de las ciudades en metro y autobús, se paraba en cada monumento, museo o exposición. Parecía absolutamente despreocupado.
—En Madrid actuó así porque os descubrió pronto y antes de daros esquinazo quiso que os confiarais.
—Mira, Michael —no le llamó por el apellido porque lo de Smith le sonaba demasiado a chunga—. Es verdad que nos dio esquinazo, pero no olvides que eso solo muestra que es listo. Sabe esperar pacientemente la ocasión y al final encuentra la situación propicia para desaparecer.
Los dos siguieron discutiendo sin quitar la vista de Van Gogh. Esta vez Pieter Gomarus no había descubierto el dispositivo de seguimiento, pero estaba alerta para intentar detectar cualquier presencia extraña. Dado que su forma de actuación en Madrid y Roma era conocida por quienes le siguieron, en Londres había cambiado radicalmente su comportamiento.
Sabía que tendría que disparar con una escopeta de mira telescópica contra su objetivo, pero desconocía cuándo y dónde. Le habían ordenado ir cada día, a horas distintas, a un monumento y visitarlo durante una hora. El hombre que hacía de enlace o alguien en su nombre le entregaría discretamente un papel, que incluiría unas palabras claves previamente pactadas para autentificarlo, en el que estaría el plan de trabajo: día, hora, lugar y sitio desde el que disparar. El plan de huida corría de su cuenta y ya lo tenía planificado.
Mientras paseaba por el interior de la Torre contempló discretamente las cámaras que grababan a los visitantes y buscó puntos muertos, precaución que estaba seguro que adoptaría el mensajero. En el campo de la Torre se mezcló con un grupo de turistas que estaba escuchando las explicaciones de un guía con un enorme paraguas amarillo en la mano. Les estaba explicando que aquel cojín de cristal que estaba dentro de una caja colocada sobre el suelo recordaba el privilegio que el rey Enrique VIII concedió a sus esposas acusadas de adulterio para que apoyaran sus frágiles cuellos antes de recibir el tajo con el que el verdugo separaría su cabeza del tronco. Al rato notó que un desconocido, al que miró sin mover la cabeza, con el pelo moreno corto, sin barba ni bigote, de unos cuarenta años, acercaba su mano a la suya y le entregaba el papel. Un minuto después, desapareció. Dejó pasar un cuarto de hora y se dirigió a la torre de Wakefield. Allí, mientras contemplaba los instrumentos de cruel tortura, leyó la hoja y no pudo evitar una sonrisa. Hizo pedazos la nota, se guardó los trozos en el bolsillo y después salió. No tuvo la más mínima intención de identificar en la aglomeración de turistas que se encontró en la calle a alguno de los agentes que le pisaban los talones. Ya todo le daba igual.
Cristóbal Cabanas estaba encerrado en la habitación 308 del Myhotel de Londres, situado cerca de la popular calle de tiendas Oxford Street y a cinco minutos del Museo Británico. Tumbado desnudo en la cama de matrimonio, fumándose un puro Montecristo, su preocupación por lo que pudiera pasar en las próximas horas superaba su aburrimiento. De joven, su madre siempre le decía que los hombres cuando tenían un problema rápidamente buscaban una solución para afrontarlo. Pero que aprendiera de las mujeres la conveniencia de analizar detenidamente las situaciones difíciles y comentarlas con otras personas, porque luego descifraría más fácilmente los movimientos que tenía que dar.
Su madre, como siempre, tenía razón. Cristóbal se tenía más por un hombre de acción que de análisis y se ponía de los nervios si no podía hacer nada para afrontar un problema. Ese día tenía un montón, pero las órdenes de Smirnov, poco antes de salir de Bali, fueron tajantes: «Cuando llegues a Londres, coge un taxi y vete directamente al hotel. No salgas bajo ningún pretexto hasta que recibas una orden en que alguien, en mi nombre, te lo indique».
Durante todo el vuelo y aún ahora en el hotel, sufría imaginando lo que debía de haber pensado Ela al ver las imágenes grabadas en su habitación de Bali. El encuentro con Smirnov había sido una de las situaciones más complicadas de su vida.
Siempre le habían dicho en la Casa que nadie estaba obligado a hacer algo contra su conciencia, pero un rato después explicaban que el éxito de las misiones estribaba en adoptar en cada momento con valentía las decisiones oportunas. Todos los agentes entendían perfectamente el mensaje: no estáis obligados a hacer algo que vaya contra vuestra forma de pensar, pero si no lo hacéis y la misión fracasa, os echaremos a la calle. Un compañero tuvo que dejarse sodomizar por un agente checo al que simulaba vender material tecnológico. Nunca lo reconoció, pero todos lo sabían. A él no le habría importado nada entregarse a las artes amatorias de la balinesa, aun con la presencia de Smirnov, pero que lo televisaran no le hizo ninguna gracia.
Las imágenes que seguro que ya había visto Ela, sin duda en compañía de otros jefes, mostraban a un Cristóbal que borró cualquier pensamiento de su cabeza y se entregó como un animal lleno de energía a poseer con un lenguaje soez y agresivo a una pobre chica.
Él no era el que aparecía en el vídeo grabado por la cámara oculta. Bueno, sí era, pero las imágenes no reflejaban lo que realmente había pasado. Tuvo que actuar, que representar un papel. En KA le enseñaron la primera vez que simuló ser otra persona a dividir su cerebro en dos partes. Una respondía a su propia identidad, era el Cristóbal auténtico, con toda su experiencia vital, sus amigos y sus anhelos. La otra era la reservada a su nueva identidad, que tenía otras experiencias, reales o ficticias, otros amigos y una forma de comportarse autónoma. Cuando se está en una operación, le habían explicado, hay que pensar únicamente con la parte del cerebro que corresponde con la nueva identidad que hemos asumido y dejar que nos guíe en cada momento por el camino adecuado.
Eso era lo que había hecho. Se dejó llevar porque su personaje lo requería, porque si no hubiera aceptado habría puesto la operación en peligro. Pero sus sentimientos no aparecían en la película y poco les importaban a sus jefes. Incluso era probable que Ela creyera que él había disfrutado con la prostituta.
Ella no estaba enamorada de él. O, si lo estaba, era como el fuego de una chimenea que está intentando prender y al que hay que echar más leños para que coja fuerza. Nunca le había dicho que le quisiera y lo más amable que le susurraba era que le gustaba cómo le hacía el amor. Era sincera, sin duda. Pero él no contaba con enamorarse. Al principio le atrajo el poder y la seguridad de Ela, después lo bien que se lo pasaban juntos, siempre en su casa para no ser descubiertos. Con el paso de los meses, aunque se vieran poco, ella empezó a contarle intimidades: el amor incondicional por su abuelo, la admiración por su padre y el desamor por su marido. Poco a poco, sin quererlo ni buscarlo, notó que la amaba. Ella buscaba relajar sus tensiones en la cama, pero él cada vez más quería charlar y contemplarla. Nunca se había atrevido a decírselo y ahora se arrepentía: después de aquel vídeo temía perderla. En cuanto pudiera, le diría que la quería, que abandonara a su marido, con el que ya no compartía nada. Que los dos podían ser felices juntos.
Alguien llamó a la puerta. Sobresaltado, respondió que esperaran un momento. Se puso el albornoz del hotel y salió a abrir. No había nadie, aunque vio en el suelo un paquete que le habían dejado. Lo metió en la habitación y cerró la puerta. Comenzó a hablar para que los agentes que lo escuchaban todo y quizá hasta lo veían se enteraran de lo que estaba haciendo.
—Me acaban de traer un paquete, pero no he visto a la persona que lo ha dejado. Voy a proceder a abrirlo. Esta caja no pesa demasiado, pero le han puesto papel de embalar por un tubo. A ver… Esto es una culata, aquí está el cañón. Muy bien, acabo de recibir un fusil con mira telescópica. Hay un sobre con seis mil euros y una nota hecha con recortes de periódicos ingleses que dice: «Dónde y cuándo, pronto».