Capítulo 24

El cuarto de estar de su abuelo había perdido todo el encanto. La falsa chimenea de ladrillos pintados de rojo, con las separaciones en blanco, ya no la transportó a los buenos recuerdos de su infancia. Allí jugaba al escondite, como en una misteriosa casita sin puertas, mientras su abuelo simulaba buscarla y tardaba un rato en encontrarla. En aquella época nunca se planteó la razón por la que siempre se escondía en el mismo sitio y su abuelo siempre tardaba tanto tiempo en descubrirla.

Su sillón reclinable, en el que siempre le veía aposentado en los últimos años, estaba por primera vez vacío. Se sentó con la intención de intentar captar las mismas sensaciones que él había recibido durante los años en los que el cuerpo se le fue consumiendo lentamente. En la pared de enfrente, en el hueco más grande de la estantería, estaba la televisión de pantalla plana, que le permitió rememorar una y otra vez viejas películas del Oeste en blanco y negro.

—¿Estás bien, Ela? —preguntó Daniel, su marido, que la había acompañado tras el entierro a casa de su abuelo.

—Me gustaría llorar, pero no me sale. Lo único que siento es rabia. No quería que se fuera, pero ya sabía lo que iba a pasar. Ahora estará con la abuela Carmen, que era el amor de su vida.

—Su otro amor eras tú.

—Me lo demostró tanto y tantas veces…, pero no vine a verle todo lo que me habría gustado y él se merecía. El otro día me propuse acercarme, pero no lo hice. La obsesión con el trabajo…

—Eso lo pensamos siempre que perdemos a un ser querido.

—A mí lo que sientan otras personas me da igual —dijo irritada—. Tenía que haber estado más con él. Era tan especial para mí y no se lo demostré suficientemente.

—No te tortures —le pidió Daniel mientras se sentaba en el otro sillón cercano, el que hacía años ocupaba la abuela Carmen.

Unos minutos después, Jessi, la enfermera que había cuidado del abuelo, entró en la habitación. Ela la miró con pena.

—No puedes imaginar lo agradecida que te estoy por haberle acompañado todos estos años.

—Ha sido un placer, señorita. Su abuelo era siempre tan amable. Tenía que haber visto a otros señores que he cuidado.

—Mi padre me ha pedido que me encargue de todo. No tiene sentido seguir con esta casa alquilada, pero antes de ver qué hacemos con los muebles, quiero que elijas lo que quieras.

—Señorita Ela, yo…

—Espera, déjame terminar. Te daremos el sueldo de un año, que es lo menos que te mereces. Te ayudará hasta que encuentres un nuevo trabajo.

—Gracias, señorita.

—Ahora, si no te importa, me gustaría volver a oírte contar cómo murió.

—No sufrió. Estaba sentado en su sillón grabando las cintas que me pidió que le entregara si le pasaba algo.

—¿Sabías que te estaba haciendo unas grabaciones? —intervino Daniel.

—No tenía ni idea. Cuando vine a visitarle por última vez, estuvimos charlando un rato y luego se quedó dormido.

—El señor me dijo —siguió Jessi— que quería que tuviera sus cuentos, los que siempre le habían gustado tanto.

—Los que te contaba cuando eras pequeña y ahora tu padre le cuenta a Manolo —dijo Daniel.

—Imagino que era su forma de decirme que me quería y de perpetuar una costumbre muy de los Langares.

—Te estaba dando pistas para que algún día tú se los cuentes a los hijos de Manolo.

Jessi pidió permiso para ausentarse y no tardó en regresar con una pequeña bolsa de plástico.

—Aquí están las cintas. La octava me temo que no la terminó, pues estaba en ello cuando le sobrevino la muerte. Acabada cada grabación, me pedía que las numerara, porque, según decía, usted las tenía que escuchar siguiendo el orden establecido.

—Tenía noventa y tres años y todavía se preocupaba de sorprenderme.

—Me dijo que eran únicamente para usted. Que debía escucharlas cuando estuviera sola, sin compañía.

Ela no dijo nada, Daniel sí.

—Tu abuelo no solo te quería, sino que deseaba mantener viva vuestra relación personal.

—Gracias, Jessi —dijo Ela levantándose—. De momento no me siento con fuerzas para escuchar la voz de mi abuelo. Cuando pase un tiempo, lo intentaré.

De casa de su abuelo se fue directamente al trabajo. Tenía una reunión urgente con directivos del CNI en una de las salas llamadas de crisis, preparada con medios técnicos especiales, aunque solo necesitaban utilizar la televisión y el vídeo. En unas semanas, se abriría una sala nueva, que iban a llamar Centro de Situación, ubicada en la planta baja del edificio circular de nueva construcción, que albergaría a cientos de agentes contratados en el último año.

La que estaba en el edificio Estrella era más funcional y menos elegante que la sala habitual de reuniones, con sillas acolchadas de cinco ruedas en lugar de las de rejilla, grandes mapas en una pared, relojes colgados que marcaban las horas de diversos países del mundo, varios teléfonos sobre la mesa y locutorios insonorizados al fondo para mantener conversaciones privadas con estaciones o colaboradores. Además de Ela asistieron el secretario general Borja Romero, el director de Inteligencia Iván Santana y su segundo, Pablo Vargas. El director no pudo asistir porque estaba de visita oficial a la sede de la CIA, en Langley.

Guardaban silencio, con las sillas giradas para poder contemplar en la pantalla de televisión, instalada en lo alto de una torre negra de muebles colocada en una esquina, unas imágenes que parecían el inicio dialogado de una película porno. Un treintañero moreno y fuerte, que aparecía de espaldas, hablaba en un dormitorio con un hombre en la cincuentena recostado en una cama, envuelto en un albornoz blanco, abrazado a dos mujeres asiáticas con ropa de mercadillo escasa y ajustada.

Semyon Smirnov, con gesto de satisfacción, le estaba anunciando a Cristóbal Cabanas, el agente infiltrado del CNI, que había superado la prueba a la que acababa de ser sometido. Una prueba que había consistido en disparar contra un campesino. Según habían atestiguado los agentes que seguían sus pasos, su actuación había sido sobresaliente: puesto en la tesitura más complicada de su vida, no dudó ni un segundo. Podía haberle matado, porque tenía buena puntería y el hombre apenas se movía, pero la escopeta había sido manipulada.

Smirnov estaba ahora en la pantalla anunciándole que tenía una misión especial para él, que al día siguiente recibiría las instrucciones oportunas y saldría inmediatamente de viaje. Después le animaba a participar en la fiesta que le había montado con aquellas dos prostitutas, a lo cual Cabanas accedió de buen grado. Se bajó los pantalones y se sumergió en la faena de atender a la chica recostada en la cama que estaba más próxima a él.

—Hemos visto suficiente —interrumpió autoritaria la directora de Operaciones dirigiéndose a Vargas, que tenía en su poder los mandos del vídeo y la televisión.

—Deja, que quiero que sepan cómo se lo montan mis chicos —respondió en tono guasón.

—Por trabajos como este los agentes deberían pagar —replicó Santana sin apartar la vista de la pantalla.

—He dicho que apagues, Pablo. Estas imágenes pertenecen a la intimidad de un agente —concluyó Ela—. Me sorprende que colocarais aparatos en su habitación.

—Lo hacemos a veces para aumentar el nivel de seguridad —justificó Vargas al mismo tiempo que apagaba el vídeo y la televisión.

Ela estaba muy sensible por la muerte de su abuelo y le martilleaba en la cabeza el conflictivo comportamiento de los Lamon. A duras penas había soportado con entereza las imágenes de Cristóbal humillado por la autoridad de Smirnov y obligado a acostarse con esa puta delante de la cámara. Sabía que su amante era un donjuán, pero también que en el trabajo debían hacer determinadas cosas que a nadie le gustaría que otros contemplaran. No le quería, el compañero de su vida era Daniel, pero era un amante de alto voltaje con el que además podía charlar y compartir preocupaciones. El ataque de integridad moral le evitaba contemplar con sus tres colegas cómo Cristóbal se acostaba con esa prostituta. Verle tirándose a otra le revolvió todavía más su maltrecho estómago.

—Seleccioné al agente adecuado —dijo Vargas echándose flores—. Está controlando la situación mucho mejor de lo que podíamos prever. Y eso que no tuvimos el tiempo necesario para prepararle.

—Lo está haciendo muy bien —siguió Ela—. Cuando regrese deberíamos hacer constar la felicitación por escrito. Eso sí —se dirigió a su subdirector—, espero que del vídeo no se hagan copias y termine circulando por la unidad.

—Lo archivaré y no lo verá nadie.

—¿Dónde está ahora Carballo?

—Volando hacia Londres.

—¿Y el equipo que le controlaba?

—Dos viajan en el mismo avión y otros dos se han quedado vigilando a Smirnov. Sospecho que van a tener poco trabajo, porque seguro que el ruso se queda en Bali hasta después de que intenten asesinar al príncipe.

—Que no le pierdan de vista. Necesitamos saber todo de su vida. En el futuro ya pensaremos lo que hacemos con él.

—Es muy importante descubrir con quién se reúne o a quién telefonea —añadió Santana—, porque no tiene la entidad ni el motivo para involucrarse él solo en un asesinato de estas características.

—El día D se está acercando peligrosamente y seguimos con pocas pistas —dijo preocupado el secretario general.

—Gracias a Carballo, tenemos una pista importante sobre el sistema que utilizarán: un tirador con escopeta de mira telescópica —señaló Ela.

—O dos —matizó Santana—. Porque Van Gogh es un killer capaz de matar de cualquier forma.

—A lo mejor hay una tercera posibilidad: uno dispara contra el objetivo y el otro lo hace contra el tirador. El primero tiene que estar relativamente cerca del objetivo, pero el segundo puede estar más alejado y por lo tanto más resguardado.

—Lo más probable —siguió Santana— es que Van Gogh sea el que dispare contra el príncipe y Carballo, al que consideran bastante inexperto, lo haga contra el killer.

—Estoy de acuerdo —dijo Ela— y me alegro de estarlo. Ya era hora de que coincidiéramos en algo.

—Si no lo hemos hecho hasta ahora no ha sido culpa mía. Desde que estás en el cargo no has hecho otra cosa que meterte en mi terreno.

—¿Tu terreno? ¿Desde cuándo las operaciones son cosa tuya?

—Se acabó la discusión —interrumpió rápidamente Borja—. Vuestros problemas los resolvéis en otro momento. Ahora tenemos que hacer frente a una situación de crisis. ¿Los del MI5 han conseguido algo?

—Nada, hasta ahora —respondió Ela—. Están investigando si alguno de los enemigos de su monarquía puede estar intentando una venganza. Tienen una larga lista de candidatos, pero nada sólido. Además, están controlando a Van Gogh.

—Menos mal que reapareció Badía —dijo Borja dirigiéndose a Vargas.

—Fue su llamada más rápida. Me dijo que el nuevo nombre con el que viajaba era Richard Monroe, con pasaporte británico, y colgó. Hemos intentado localizar la llamada, pero solo sabemos que la hizo desde una tarjeta de prepago, que todavía no podemos identificar. Llamaba desde las afueras de Madrid, pero eso no nos aporta gran cosa.

—Esperemos que los ingleses no le pierdan, como os pasó a vosotros —lanzó Santana.

Ela le miró con rudeza, pero no entró al quite.

—Van Gogh pasó los controles en Londres sin problemas, se ha instalado en un hotel del centro y no ha salido. Ha adoptado muchas más precauciones que en Madrid. Ha cambiado de identidad y los ingleses creen que no sospecha que le estén vigilando.

—Lo de Misha también se ha complicado —añadió Vargas.

—No me fastidies —dijo impulsivamente Borja.

—Anoche salió en su coche. Tomó la carretera de Andalucía y cuando llevaba recorridos algo más de cien kilómetros descubrimos que el conductor era uno de sus empleados. Llevaba encima el dispositivo instalado en su maletín y su móvil, por lo que evidentemente nos ha descubierto. En su casa no hay nadie, ni tampoco en su oficina.

—También está lo de la reunión secreta —dijo Ela.

—Ayer se encontró con alguien en una vivienda del barrio de Chamberí —explicó Vargas—. Cuando la abandonó, una parte del equipo se quedó para identificar a la persona o personas con las que se reunió, aunque sin mucha suerte.

—Ya habría detectado el dispositivo de seguimiento —afirmó Borja.

—Desde entonces estamos investigando quiénes pudieron ser y me acaban de enviar una información sorprendente.

Vargas mostró un informe unido por un clip a un sobre acolchado blanco de gran tamaño.

—Hemos buscado en cada uno de los domicilios del edificio y el único sospechoso pertenece a una tal Clara Uribarri.

Ela, que estaba un poco abstraída pensando en sus líos personales, volvió rápidamente a la realidad al identificar el nombre de la antigua empleada de la empresa de su padre.

—¿Por qué es sospechoso el piso? —inquirió Borja.

—El portero nos contó que en esa casa no vive nadie. Fuimos a hablar con la mujer que tiene el piso alquilado y nos aseguró que su única casa era en la que vivía. Que sería otra Clara Uribarri. Creemos que no nos mintió. Trabaja en una empresa de telefonía móvil y alguien ha debido de utilizar su identidad.

Ela respiró y dio gracias a Dios de que no hubieran investigado todavía sus anteriores puestos de trabajo.

—Como es preceptivo en todos nuestros controles —siguió, abriendo el sobre blanco y sacando su contenido—, buscamos en las imágenes captadas por el vídeo de vigilancia instalado en el coche y que apuntaba hacia la puerta. Le hemos enseñado las fotos al portero y, según dice el informe que acabo de recibir, las únicas personas que no identifica son esta pareja de viejos.

Vargas puso encima de la mesa una ampliación en papel de la imagen de 30 por 40 centímetros, que cogió el secretario general. Ela, que había sentido como su cuerpo se encogía en los últimos minutos, sintió pánico. Se acordó del viejo dicho de «mentir hasta la evidencia», que ella había reconvertido en «mentir hasta después de la evidencia».

—¡No me lo puedo creer! Sin duda son ellos —dijo Borja.

Ela iba a pedirle que le pasara la foto, pero se reprimió.

—Los muy cabrones se tapan la cara. Sabían que teníamos vigilancia en la calle. ¿Esta es la mejor imagen?

—Me dicen que sí. Les grabamos en vídeo, pero no se les ven las facciones en ningún momento. En el laboratorio están utilizando los medios avanzados de que disponemos y nos podrán ofrecer datos aproximados de su altura, complexión y demás. Nos servirá para acercarnos al perfil, pero será imposible descubrir su identidad.

—En la casa no obtuvimos nada, imagino —intervino Ela.

—Le dijimos al portero que éramos policías y nos dejó entrar, aunque tuvimos que mandar a uno de nuestros cerrajeros. No encontramos ni una sola huella reciente. La casa estaba vacía excepto un cuarto con muebles de lo más comunes. Lo único llamativo fue un armario con ropa vieja y productos de maquillaje. Quienes fueran, no eran unos novatos.

—Mirad a ver qué conseguimos —dijo Borja—. Los datos que obtengamos en el laboratorio, por insignificantes que parezcan, se los mandáis inmediatamente a los ingleses. Mientras tanto, sigamos: ¿dónde creéis que puede estar Misha?

—Seguro que se ha ido a Londres, habría que avisárselo a los ingleses —dijo Santana.

—Ya lo hemos hecho —señaló Ela, encantada cada vez que se adelantaba a una petición de su contrincante—. Es evidente que ha viajado para controlar la operación y vigilar su ejecución.

—Me parece muy arriesgado —siguió Santana—. Si le pillamos allí, está claro que no podrá negar su participación.

—Quizá tenga que llevar a cabo preparativos que los francotiradores no pueden asumir.

—Esta operación —reflexionó el secretario general— me parece que tiene más ángulos de los que hemos detectado hasta este momento. Quizá habría que pensar en la posibilidad de intervenir cuanto antes y así evitar la acción. Los detenidos no pasarían mucho tiempo en prisión, pero evitaríamos que intentaran llevar a cabo sus planes.

—Nigel Brown, el enlace del MI5, piensa que de momento es mejor seguir a los objetivos y tratar de descubrir a los que han montado la operación.

—Allá ellos —siguió Borja—, al fin y al cabo el miembro de la familia real que está en peligro es el suyo. Antes de irse de viaje, el director me especificó con mucho interés que el presidente del Gobierno quiere que pongamos todos nuestros medios para ayudar a los ingleses y que sean ellos los que tomen las decisiones peliagudas. Deseo que eso os quede claro.

Esperó a conseguir una aceptación expresa de sus palabras por todos los presentes y después siguió.

—Cuando llegue Carballo a Londres, ¿qué pasará?

—Le controlarán los KA. Pero creo que deberíamos alertar a los ingleses de su identidad para que nos ayuden —recomendó Ela, que escondía un deseo de mayor protección para su amante.

—Tienes razón, estando en Londres es más seguro que los ingleses conozcan su existencia. En cuanto acabemos la reunión les informarás de quién es nuestro topo, pero el primer círculo de vigilancia deberá seguir siendo nuestro. Tu gente, Vargas, ¿dónde está ubicada?

—Tenemos dos grupos allí. Siguiendo las instrucciones de Ela, nos hemos incorporado a los equipos de seguimiento montados por los ingleses.

—Que no pierdan de vista a Carballo.

—Es nuestra mejor baza —señaló Ela.

Y la peor, pensó, es la participación de mi padre y Roberto en el asesinato. En cuanto pudo ver la foto les identificó por el aspecto de sus cuerpos. A su padre mejor que a su amigo, quien ponía más entusiasmo en los cambios de apariencia. El asunto adquiría un tinte cada vez más feo. Antes o después, las pistas se acumularían en su contra y ella no podría hacer nada para evitar que los detuvieran. Entonces, alguien —Santana el primero— soltaría el bulo de que ella les había estado protegiendo. Y, demostraran o no que era cierto, lo peor que le podía pasar a un agente era estar bajo sospecha. Su carrera pasaría a estar en cuarentena y tendría que dejar cualquier puesto de responsabilidad.

—Necesitaríamos a alguien en Londres —defendió Vargas— dirigiendo a los nuestros. Alguien que se fuera inmediatamente a estar presente en el centro de mando del MI5. Creo que yo podría ser un buen candidato.

—Agradezco tu ofrecimiento, pero hablé del tema con el director antes de que se fuera a Estados Unidos —afirmó el secretario general—. Quiere que vaya alguien con un cargo más destacado que el tuyo, para que los ingleses vean que nos tomamos el asunto en serio. Irá Ela y cuanto antes. Sé que acaba de morir tu abuelo, pero no convendría retrasarse.

No era del todo cierto lo que acababa de explicar, pero consideró poco oportuno contar en presencia de Santana que la propia Ela se lo había sugerido y que él convenció a Cámara. Conocía el ego de su jefe y que se ponía especialmente nervioso en las operaciones importantes que conocía el presidente del Gobierno. Por eso, le dijo que Ela tenía buenos contactos con el MI5 y que a una directora general los ingleses la respetarían más. Estaba seguro de que el director de Inteligencia no se opondría: si algo salía mal, podría culparla a ella.

—Déjame acompañarte —pidió Vargas—. Conozco muy bien a mi gente y seré de mucha ayuda.

—Gracias, pero no. Tenemos muchas operaciones en marcha y te tienes que hacer cargo de todo. Con respecto a lo de mi abuelo, no te preocupes, Borja: me sentará bien ocupar mi cabeza con otros asuntos.

Ella sola se había metido en la boca del lobo. Era la única manera que tenía de seguir de cerca los acontecimientos. Lo que todavía no sabía era cómo actuaría si en Londres se encontraba a los Lamon. ¡Ojalá no se movieran de Madrid!