Capítulo 23

MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 8)

29 de agosto de 1978

Hoy me falta el aliento más de lo habitual. Tanto si hablo como si no, hago un ruido áspero al respirar que me recuerda lo mal que me siento. Para colmo, se me han hinchado tanto las piernas que mi aventura más arriesgada es viajar desde la cama a mi sillón reclinable del cuarto de estar, donde permanezco sentado todo el día, deseando que la próstata me olvide y no me obligue a hacer la maratón hasta el cuarto de baño. La cabeza, por suerte, no me ha fallado —eso espero— y con la ayuda cariñosa de Jessi intento sobrellevar con dignidad mis noventa y tres años. Las manos no excesivamente torpes y una pequeña grabadora de bolsillo me permiten ir explicándote la historia desafortunada de mi relación con Philby y las terribles consecuencias que supuso para mi vida y la de mis mejores amigos.

Querida Ela, siento que la vida se me escapa y no sé si podré contarte todo lo que me gustaría que supieras. Como creo que ya te he dicho —en eso sí me falla la memoria—, no deseo que estas cintas vean la luz, pero sí me gustaría que las guardaras convenientemente, entendieras lo que pasó, saques tus propias conclusiones y decidas libremente cómo actuar. No te olvides nunca de que mi hijo Manuel y su amigo Roberto Montiel, al que quiero casi tanto como a su padre, conocen y quizá hayan sido parte de la historia, pero únicamente por nuestros errores. En septiembre de 1978 les tuvimos que implicar cuando los del KGB decidieron dar un giro a la larga relación que habíamos mantenido hasta ese momento, un órdago en el que nunca debimos entrar.

Desde que me jubilé, he vivido bien —sin lujos innecesarios— gracias a que he estado gastando el dinero que los rusos nos entregaron por nuestros trabajos. Un dinero ganado suciamente, que he blanqueado con lo que siempre he llamado mis obras sociales a favor de mis compañeros del espionaje. Esos millones de pesetas me permitieron crear la Red Durmiente, dedicada a montar una biblioteca de libros históricos sobre el espionaje, pero que en realidad trata de unir a los exagentes del servicio secreto para ayudarles en su regreso a la vida civil, mantener alto el espíritu de lo que debe ser el servicio a la sociedad y crear un centro de encuentro exclusivo para gente acostumbrada a vivir en la clandestinidad.

Tenlo en cuenta para evitar que estas cintas sean escuchadas por oídos inquisidores, que puedan intentar cerrar la Red Durmiente amparándose en la procedencia del dinero. Ya sé que a estas alturas pensarás que de todos los pecados que te he contado ese es el menor, pero prefiero especificártelo por si acaso. Nadie sabe que te estoy haciendo estas grabaciones, excepto Jessi, que tiene instrucciones muy claras: si me muero antes de acabar la historia y poder entregártelas en persona, ella te las dará diciéndote que son una recopilación de esas historias de espías que te contaba de pequeña.

Hoy me estoy enrollando con otros temas, pero es que algo en mi interior me susurra que debo darme prisa, cerrar mis cuentas pendientes, pues el tiempo se me agota. Por eso, he decidido saltarme algunas historias que ocurrieron desde que liquidamos a los dos niños de la guerra en 1963 y el día en que el KGB decidió cambiar el enfoque de nuestra colaboración y especializarnos en magnicidios. Bueno, que yo tenga constancia, en uno solo.

Me gustaría aclararte algunas pequeñas cuestiones. Philby había huido a Rusia y se había convertido oficialmente en un servidor del KGB. Le odiara o no por lo que me hizo, que le odiaba, su nombre había quedado grabado con letras doradas en la lista de los mejores agentes dobles de la historia, para sufrimiento del SIS, al que ahora todos llaman MI6. Hablé del tema con nuestro común amigo Mike Tower, que residía en las islas Baleares, pero siempre me negó que él también trabajara para los rusos. Mantenía su admiración por Philby, por lo que evité mencionarle el chantaje, aun a sabiendas de que, si no lo conocía, lo imaginaba. Un día me entregó una carta de Kim. En ella se disculpaba por lo que había hecho —remordimientos tardíos e inútiles— y me decía que sus ideas revolucionarias lo exigían. Me pareció la explicación de un loco y del disgusto que me produjo rompí la carta inmediatamente. Ahora me arrepiento, pero es que me arrepiento de tantas cosas…

Solo espero no haber hecho daño a las personas que he querido. Tu abuela Carmen nunca se enteró de nada y le evité un sufrimiento innecesario. Confío en que el dicho ese de que las mujeres de los agentes se enteran de muchas más cosas de las que aseguran no sea verdad en mi caso.

También charlé con una lady Frances muy preocupada de que yo pensara que ella había protegido a Kim. Se sentía horrorizada y humillada por la traición de su amante. Me repitió no sé cuántas veces que habría jurado ante la Biblia que Philby era de derechas. No acababa de entender cómo un aristócrata de buena familia, con un padre tan distinguido, podía traicionar a los de su clase. Dijo muchas cosas, pero lo único que recuerdo bien es que mantenía la misma belleza de la juventud y que estuve tan nervioso a su lado como la primera vez que la conocí.

Durante esos catorce años transcurridos desde que tuve que matar a los niños de la guerra, seguimos trabajando para los rusos, siempre intentando minimizar los daños colaterales. Fueron inteligentes y nunca nos presionaron tanto como para que decidiéramos romper la baraja y montar un escándalo. Nosotros tampoco nos negamos a sus requerimientos, pues siempre hallábamos caminos tortuosos que nos permitían mantener la cabeza alta.

Antes de morir en 1990, Luis me pidió que le garantizara que nuestras actuaciones nunca trascenderían públicamente. Se lo prometí, aunque el caballo se había desbocado en 1978.

El 29 de agosto yo había cumplido los mismos sesenta y tres años que Luis. Los dos estábamos en la pequeña sede de la Red Durmiente jugando una partida de ajedrez. Nos habíamos jubilado y dedicábamos nuestra energía a poner en marcha una asociación que nos ilusionaba.

Alquilamos un local con puerta a la calle y escaparate, que era una antigua tienda de regalos. Teníamos suficiente dinero del KGB para haber comprado algo mucho mayor, pero preferimos un sitio más discreto en el barrio de Chamberí para no tener que dar explicaciones sobre la procedencia del capital. Pagamos el traspaso y las necesarias reparaciones con dinero negro, algo muy habitual en aquella época. Las estanterías y los muebles salieron de nuestro bolsillo, a cuenta de lo que ingresaríamos con la cuota de los socios.

Ese día, un hombre de unos cuarenta años, aspecto mediterráneo, gran altura y pelo muy corto, como el de los soldados, llamó al timbre de la vieja tienda reconvertida en asociación cultural. Abrió María Antonia, la bibliotecaria que habíamos contratado, una trabajadora infatigable algo más joven que nosotros y esposa de un compañero. Hizo pasar al tipo y con su habitual tono chillón nos avisó de que teníamos visita, pero como siempre se olvidó de preguntar el nombre.

—¿Quería vernos? —dijo Luis cuando salimos al recibidor.

—¿Ustedes son Manuel Langares y Luis Montiel?

—Nosotros somos —respondí. No le conocíamos de nada.

—Tengo un amigo que piensa que Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros.

—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre —dije más sorprendido que nunca.

—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim.

Los tres nos quedamos callados. Luis se puso a andar en dirección a un despacho que compartíamos, al que tuvimos que acercar una tercera silla. Era un cuarto pequeño, bastante desordenado, con dos viejas mesas de despacho como únicos muebles, en el que no dejábamos entrar a nadie. Era nuestra cueva privada.

—¿Qué quiere? —le pregunté de malas formas, una vez que cerramos la puerta y nos sentamos.

—Soy un simple mensajero.

—No sé si se habrá dado cuenta de que estamos jubilados, que no tenemos ningún poder ni influencia —señaló Luis.

—Creíamos que nos iban a dejar ya en paz —añadí yo.

—Desconozco sus circunstancias personales y todo lo referente a sus vidas.

—Aparece aquí por sorpresa y nos da una antigua clave. ¿Qué quiere que le digamos? —dijo Luis.

—No quiero que me digan nada —respondió en tono amable—. Vengo a transmitirles un mensaje.

—¿No ha pensado en la posibilidad de que ya estemos hartos? ¿De que a nuestra edad nos dé igual lo que pueda pasarnos y prefiramos contarlo todo? ¿Y que, quizá, como gesto de buena voluntad pudiéramos entregar al Cesid a un agente del KGB como usted? —le espetó enfadado Luis.

—Pueden hacer lo que consideren oportuno —respondió con asertividad—. Yo les cuento el mensaje y después actúan con libertad.

Estaba claro que sabía que teníamos las manos atadas. Aparecer en la asociación a cara descubierta, sin medidas de precaución, significaba no solo que se sentía seguro, sino que sabía que no haríamos nada contra él. Después de tantos años sirviendo a los rusos, ahora no nos íbamos a rebelar. Pero ¿para qué necesitaba el KGB a dos jubilados como nosotros?

—Se ha puesto en marcha una operación —dijo bajando el volumen de voz y recitando un mensaje aprendido—. Se necesita su colaboración, que se considera imprescindible. Acaba de ser elegido el papa Juan Pablo I y se ha puesto en marcha una operación para hacerle desaparecer.

—¿Qué tenemos nosotros que ver con algo que está pasando en Roma? —pregunté impulsivamente.

—Necesitamos disponer de la mejor información posible para ejecutar la operación. Y una vez que la tengamos, alguien tendrá que llevarla a cabo —respondió evitando en todo momento el verbo matar.

—Si a Albino Luciani lo eligieron hace tres días, ¿cómo aparece usted hoy para encargarnos el asesinato?

—De momento no puedo aclararles nada más. Necesitamos que consigan información sobre el mejor camino para llevar a cabo la operación, la juntaremos con la que podamos conseguir por otras vías y después buscaremos a alguien para que acabe con el objetivo —repitió relajadamente.

—Usted está loco —intervino Luis—. Estamos cerca de los sesenta y cinco, viajamos muy poco y no tenemos relaciones con otros servicios desde hace un montón de años. ¿Cómo quiere que obtengamos información, nada más y nada menos que sobre el papa?

El tipo, del que no sabíamos su nombre y al que no se lo habíamos preguntado para evitar que se tuviera que inventar uno, dejó pasar intencionadamente los segundos.

—Usted —dijo señalándome— es el padre del jefe de estación del Cesid en Italia. Tiene acceso al Vaticano, es una persona respetable, fuera de toda sospecha, y si se lo pide seguro que accederá a ayudarle.

Miré a Luis con cara de terror más que de sorpresa. Estaba tan sorprendido como yo. Dudé si lo mejor era dejarme llevar e insultarle o simular que entraba en su juego. Luis bajó la cabeza un momento, la levantó a los pocos segundos y se puso a hablar antes de que yo lo hiciera.

—También querrán que su hijo mate al papa.

—No es imprescindible —respondió con naturalidad—, siempre que busque a alguien de su confianza o, en caso contrario, lo encontraremos nosotros. También podría ayudarle su hijo Roberto —dijo señalando a Luis.

—¿Sabe que le digo? —siguió mi amigo—, que esta conversación ha terminado. Usted se larga de aquí y les dice a sus jefes que se vayan a la mierda. Ah, y usted también se va a la mierda. A nosotros nos engañaron para obligarnos a trabajar para ustedes, pero esta historia se acaba en nosotros.

—Entiendo su sorpresa —dijo el agente ruso sin mover un músculo—. Ustedes han estado decenas de años trabajando para el KGB y están cansados. Pero no creo que quieran que sus hijos vayan a visitarles a la cárcel acusados de un delito de traición a su patria, con el agravante de haber cobrado por ello. Dos prestigiosos militares, con unas carreras brillantes. Es preferible que les cuenten su historia y les pidan un único favor.

—¡Una mierda! —le espeté ahora yo—. Si colaboraran ahora, tendrían que hacerlo el resto de sus vidas.

—Quizá es mejor que lo decidan ellos.

—¿Y que paguen por nuestros pecados? —respondí.

—Se beneficiarán como ustedes. Les garantizo que no tendrán que traicionar a su país, que las misiones que podrían realizar en el futuro no tendrían que ver con España.

—¿Traición a medias?

—Nos ayudarán en otro tipo de misiones.

—Váyase —le dijo Luis—. No cuente con nosotros para eso.

—Les doy veinticuatro horas para que lo piensen. Si se niegan, haremos llegar al Cesid toda la información detallada de su colaboración con nosotros.

Tu padre estaba destinado con la tradicional tapadera de agregado cultural en la Embajada española en Roma. Hacía un año y pico que el Alto Estado Mayor le había enviado y poco después el Gobierno centrista del presidente Adolfo Suárez había creado el Cesid, el Centro Superior de Información de la Defensa, el antecesor del CNI. Para nutrirlo, fusionó los dos servicios más importantes que había en ese momento, el Seced, especializado en asuntos internos, y el del Alto Estado Mayor, que llevaba la contrainteligencia y tenía algunas bases en el extranjero. Sin moverse de la Ciudad Eterna, Manuel pasó de trabajar para el Alto a hacerlo para el Cesid.

Su amigo Roberto también estaba destinado en ese momento en un servicio secreto, aunque en un puesto bien distinto. No le habían admitido en la Academia General Militar de Zaragoza y había decidido ingresar en la Guardia Civil. Sus ansias de acción le habían llevado en los últimos años a pedir destino en el País Vasco, en el que la banda terrorista ETA ya se había convertido en una úlcera sangrante. Se especializó en el seguimiento y control de sospechosos: era un virtuoso de los equipos de vigilancia, desde cámaras fotográficas a grabación de conversaciones.

Los dos tenían treinta y ocho años y eran íntimos amigos desde que nacieron, una relación que habían heredado de nosotros. Nunca perdían el contacto, aunque sus destinos profesionales estuvieran alejados.

En ellos pensamos Luis y yo durante las veinticuatro horas que estuvimos estudiando las posibilidades que se nos presentaban frente al sorprendente encargo. Primero decidimos entregarnos voluntariamente al director del Cesid. Le contaríamos cada detalle de nuestra relación con el KGB e intentaríamos apaciguar su malestar explicándole que siempre intentamos rebajar el daño para nuestro país. Aunque no podíamos engañarnos: habíamos cometido tres crímenes, sin contar con que yo me sentía responsable del asesinato de un profesor español en Moscú, cuyo nombre facilité inocentemente a Philby. Además, habíamos traicionado tantas veces la confianza de nuestros superiores, que eso solo bastaría para encerrarnos el resto de nuestras vidas. Sería la vergüenza pública de nuestras familias y el fin de las prometedoras carreras de Manuel y Roberto, en quienes ya nadie confiaría. Lo único positivo sería que acabaríamos con la pesadilla del KGB en nuestras vidas y evitaríamos que entraran en la de nuestros hijos.

La única alternativa —buscamos y buscamos, pero no hallamos otra— era contarles nuestra historia a los chicos, advertirles de que estábamos dispuestos a entregarnos y que ellos decidieran. Todo podía salir bien o ser un desastre, un auténtico desastre.

Aprovechando que a Roberto le quedaban vacaciones, le propusimos que viajara con nosotros a Roma para ver a Manuel. Le pareció una buena idea, aunque solo disponía de tres días. Un tiempo más que suficiente para llevar a cabo nuestros planes. Avisamos al contacto del KGB que aceptábamos el trabajo, pero que dado que éramos cuatro queríamos el doble de dinero. Teníamos que ganar tiempo y simular un móvil para que no sospecharan y creyeran que nos tenían atrapados en su puño, como siempre.

Viajamos a Roma sin alertar a Roberto de lo que pasaba. Cada vez que le veía notaba lo mucho que admiraba a su padre, que había culminado su carrera como general de división. Desde que el avión aterrizó en el aeropuerto de Roma y pasamos los controles de pasaporte, Manuel no se separó de nosotros. Nos llevó a visitar el Coliseo, el Foro, la Basílica de San Pedro y hasta la Fontana de Trevi, donde seguimos la tradición y tiramos monedas para poder regresar a Roma.

El día antes de nuestra partida comimos unos macarrones buenísimos en un restaurante del Trastévere, cuyo nombre no recuerdo, y volvimos al hotel. Luis y yo les contamos que estábamos agotados, pero les pedimos que subieran a nuestra habitación, pues teníamos que entregarles algo. Aunque el precio era muy alto, el cuarto de dos camas era simple y bastante pequeño. Les pedimos que se sentaran en las camas, nosotros elegimos las sillas y entonces comenzamos a contarles la historia.

Toda mi vida clandestina y la de mi amigo Luis la resumimos en dos horas, poniendo énfasis en nuestra decidida voluntad de evitar o disminuir los daños en cada una de las operaciones con los rusos. Fue patético mirarles a la cara y verles pasar de la sorpresa agradable por el hecho de mi amistad con Kim Philby al dolor insoportable al conocer nuestras traiciones y asesinatos. Ninguno de los dos nos cortó la narración ni una sola vez, ni siquiera hicieron ademán de intentarlo. Se quedaron tan hundidos que, acabada la historia del asesinato de los dos niños de la guerra, hicimos una pausa y se estableció un silencio dramático.

—Me voy —dijo Manuel levantándose—. No quiero estar con vosotros en el mismo cuarto.

—Te acompaño —siguió Roberto imitando el gesto—. No os conozco. Puedo entender que os chantajeara Philby, pero lo que habéis hecho está fuera del perdón de Dios.

—La muerte del profesor en Rusia no pudiste evitarla, papá —me gritó Manuel—, pero nunca creí que pudieras asesinar a una persona a sangre fría.

—Eran ellos o yo —repuse en un tono bastante más bajo que el suyo—. Eran dos agentes enemigos intentando robar a mi patria. Estaban chantajeando a un pobre sargento y a nosotros dos. No había otra salida.

Después de martirizarme con aquel suceso durante años, por primera vez había sacado de lo más hondo de mi corazón unas justificaciones que nunca me había atrevido a utilizar en mi defensa, pero que ante un ataque tan despiadado me habían aflorado casi sin darme cuenta.

—¿Tú también crees que fue necesario asesinar a aquel nazi? —le preguntó Roberto a su padre.

—Nunca he necesitado defenderme, pero también podría.

—Matar por dinero —siguió Roberto desdeñosamente—, no está nada mal.

—Me equivoqué, está claro. Pero era un nazi que había asesinado a miles de judíos y no en el campo de batalla.

Seguíamos argumentando en nuestra defensa.

—¿Te das cuenta de los padres que tenemos? —dijo Manuel dirigiéndose malhumorado a su amigo de la infancia—. Son agentes del KGB; fueron captados nada más y nada menos que por Philby, lo cual creen que engrandece sus acciones; han traicionado a su país; han asesinado. Y para colmo, han estado engañando a sus familias durante treinta años.

—Ahora —continuó Roberto, como si nosotros hubiéramos desaparecido—, han decidido que no podían vivir con su traición y nos lo tenían que contar.

—Porque necesitan de nuestra ayuda para salir de su última traición.

Miré a Luis. Llevábamos cerca de dos horas y media encerrados en la habitación. La situación se había puesto mucho peor de lo que imaginábamos y dudaba si sería bueno seguir adelante y contarles la razón de nuestra sinceridad o si era mejor olvidarnos de todo, entregarnos al Cesid y penar nuestros errores en la cárcel.

—Efectivamente —se lanzó a hablar Luis—, os lo hemos contado porque necesitamos vuestra ayuda. Teníamos pensado llevarnos la historia a la tumba, pero ha habido un giro en la situación que os incumbe. Quieren que participemos en una operación para matar al papa y que vosotros nos ayudéis.

—Lo que faltaba, yo me largo —respondió su hijo, y dirigiéndose a Manuel siguió—: ¿Me acompañas?

—Por supuesto, no quiero estar en este cuarto ni un segundo más.

—Idos si queréis —dijo Luis—, debimos imaginar que no os importaríamos.

—Esta es vuestra porquería, no la nuestra —respondió bruscamente Roberto.

—Necesitamos vuestra ayuda para evitar daños mayores —supliqué a mi hijo.

—No, papá, no seremos partícipes de vuestro asqueroso juego.

No volvimos a verles en Roma. Telefoneé a Manuel a su casa, pero su mujer, con mucha tristeza, me dijo que no sabía lo que había pasado entre nosotros, pero que mi hijo no quería hablar conmigo. Le debí de dar tanta pena que me recordó que, por favor, te echara un vistazo, mi adorada Ela, que te habías quedado en Madrid estudiando cuando ellos se fueron a Roma.

Tras la conversación se nos cayó el alma a los pies y no salimos de la habitación el resto de nuestra estancia en Roma, excepto para cenar. En esas dos horas, según nos contó el conserje parlanchín que hay en todos los hoteles del mundo, Roberto pidió la llave de nuestro cuarto, cogió su billete, que estaba junto a los nuestros, abandonó su habitación con una maleta y desapareció. Ni su padre ni yo volvimos a saber nada de él en al menos un mes.

Ante el giro que tomaba la situación, subimos al cuarto y decidimos reaccionar lo antes posible. Todo había salido mal y estaba claro que íbamos al desastre. Sin duda, ellos habían elegido bien: nuestro drama —«nuestra porquería», según la habían definido— no los salpicaría.

Nadie en Roma nos vigilaba y renunciamos a buscar una cabina telefónica para llamar al nuevo enlace que nos había enviado el KGB. Suponíamos que el número pertenecería a un intermediario que recogería nuestro mensaje y se lo pasaría a la persona adecuada, como así fue.

—Tengo un amigo que piensa que Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros.

—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre —respondió una voz de mujer madura.

—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim.

—Dígame qué libro desea.

—Creo que ninguno, porque no voy a tener tiempo para leer. Todo ha salido mal.

Colgué el teléfono. Miré a Luis, que en todos estos años, en los que habíamos pasado situaciones complicadísimas, nunca se había sentido derrotado. Ahora estaba alicaído, con la cabeza entre las manos, sin armas para defenderse. Al menos yo tenía la suerte de que mi mujer no vería las desgracias que irremisiblemente nos arrasarían como una enorme bola de nieve en plena montaña y sin lugar para resguardarse.

En las semanas siguientes, estuve más tiempo de lo habitual contigo, mi querida Ela. Tenías quince años y la misma belleza de tu abuela, pero mucho más picarona. Había tenido la suerte de que tras el fallecimiento de mi Carmen me habías adoptado, aunque todos creyeran que había sido yo el del amor loco. Ninguna mujer me había obsesionado tanto como tú, Manuela, hasta el punto de que fui el primero en aceptar el sacrilegio de llamarte Ela, como hacían todos tus amigos.

En septiembre de 1978 me ardía el corazón cuando pensaba en el daño que le haría a tu padre. Un daño irreparable no solo en lo personal, sino también en lo profesional. A ti nunca más volvería a verte, porque me encerrarían en prisión y me aislarían del mundo exterior. Lo de no saber cuándo me iban a detener provocaba que me escapara continuamente para estar contigo, que aparentemente nunca te cansabas de mí.

Esas semanas vi bastante a Luis. Iba por la vida como alma en pena. Quería contárselo a su mujer antes de que se enterara en el momento de la detención, pero cada vez que se lanzaba a hablar, sentía un ahogo incontrolable y no era capaz de articular palabra. Su hijo Roberto estaba desaparecido. En realidad solo lo estaba para él, pues con su madre mantenía la misma frecuencia de llamadas telefónicas desde el País Vasco, aunque cada vez que bajaba a Madrid para estar con su familia no encontraba un hueco para acercarse a casa de sus padres.

El hecho fue que ni los rusos ni los policías encargados de detenernos aparecieron por nuestras vidas. A mediados de mes recibí una carta en cuyo remite ponía simplemente «K. P.». Supe inmediatamente quién me la mandaba. Telefoneé a Luis y le invité a tomar un vermú en una de las tascas de la calle Cardenal Cisneros, que estaba cerca de mi casa. Cuando nos encontramos le enseñé el sobre, todavía cerrado, captó lo que pasaba y me pidió que lo abriera. Por primera vez, la carta estaba escrita en inglés:

«Hola, Manuel:

»Hace mucho que no sé nada de ti. Imagino que no tendrás ganas de tener noticias mías, es normal. Después de una larga amistad, que por mi parte fue sincera y sé que por la tuya también, mis ideales me obligaron a facilitar a la revolución mundial, en la que siempre he creído y que ha guiado mis pasos, todas las armas necesarias para llevarla a cabo.

»Espero que algún día puedas llegar a analizar todo lo que ha pasado desde un prisma de objetividad, al que solo podemos acceder los que hemos vivido el espionaje y sabemos que en nuestras actuaciones no hay nada personal, sino el afán de servir lo mejor posible a nuestros ideales. Engañar es algo connatural al espía y espero que comprendas que a veces sufre más el que engaña que el engañado.

»Te escribo porque quería transmitirte mi respeto por ti y por tu amigo Luis, pero también porque la dirección del servicio me ha pedido que os anuncie que vuestra colaboración ha concluido definitivamente. Después de un tiempo, han aceptado mi ruego de enterrar para siempre esta larga historia. Nunca más volverán a llamar a vuestra puerta, os lo aseguro.

»Con la esperanza de que algún día vengas a Moscú y podamos charlar de los viejos tiempos, recibe un cordial saludo de

»Kim Philby».

Luis y yo nos miramos. Tenía la cara desencajada. Cualquiera diría que le acababan de notificar la muerte de un ser querido. Sus ojos acuosos estaban permanentemente abiertos para que al cerrarlos no le brotara una lágrima. Yo tenía la piel de gallina, pero mis sentimientos interiores se enfrentaban en una batalla a muerte. Philby nos anunciaba el fin de unas cadenas que ya creía eternas y que nos podían haber llevado a la cárcel. Pero desplegaba en aquella carta un cinismo insultante. No estábamos hablando de engaño, como él creía, sino de traición. Me había traicionado, me había puesto en manos de los rusos. Había tenido que hacer cosas de las que nunca dejaría de arrepentirme.

—Es fantástico —dijo Luis tras un momento de silencio—, somos nuevamente libres. Sin embargo, hay algo que no me gusta.

—Ya me he dado cuenta. Algo no encaja.

—Nos dejan en paz a nosotros y a nuestros hijos, pero sin mencionar al papa. Eso nunca lo hace un servicio secreto.

—Algo ha pasado estas semanas que nos ha quitado valor, que les permite despedirnos con una amable carta de Philby.

—¿Qué crees que les ha hecho cambiar de opinión? —preguntó Luis, intentando reflexionar al mismo tiempo.

—No lo sé y tampoco sé si me importa. Solo me preocuparía si tuviera que ver con los chicos.

—Es imposible. No aceptaron nuestra propuesta y si los rusos se hubieran dirigido a ellos nos lo habrían contado.

—Tienes razón. Disfrutemos de la vida. ¡Al fin somos libres!

Albino Luciani, que eligió el nombre de Juan Pablo I, pero que pasó a la historia como «el papa de la sonrisa», comenzó su pontificado el 26 de agosto de 1978 y lo concluyó precipitadamente el 28 de septiembre de ese mismo año. La gloria terrenal de ocupar la silla de Pedro le duró únicamente treinta y tres días.

No había terminado todavía el verano cuando Radio Nacional —mi emisora de toda la vida— anunció que el papa, que había comenzado a diseñar algunas profundas reformas de la Iglesia, había aparecido muerto en su cama. El comunicado oficial del Vaticano informó de que un infarto agudo de miocardio había sido el causante de su repentino fallecimiento.

Escuchar en directo la noticia y sentir un pálpito en el corazón fue todo uno. Hacía un mes, el KGB nos había contactado para matar al papa. Hacía tres semanas, nos habíamos negado. Después, Philby nos había concedido la carta de libertad. Y ahora, Juan Pablo I perdía la vida «repentinamente».

Telefoneé a Luis y a la hora estábamos reunidos en nuestro despacho de la sede de la Red Durmiente. Comenzamos a buscar información, a hablar con amigos y a pedir datos a los que pudieran tener alguna idea sobre el funcionamiento del Vaticano. A todos menos a la fuente más próxima que teníamos, mi hijo Manuel, con el que no había vuelto a hablar desde que nos insultaron cuando se enteraron de que llevábamos treinta años trabajando para los rusos.

Una semana después, decidimos hacer por separado un informe de inteligencia sobre lo que creíamos que había pasado y luego contrastar nuestras versiones. No valía hacer trampas: solo debíamos tener en cuenta la información mínimamente contrastada.

El resultado fue muy similar, lo cual dejó en evidencia el sentido y el fundamento de nuestras preocupaciones. En el Vaticano negaron haberle practicado la autopsia al papa, mentira que podía justificarse por no dar a entender a los fieles que había algo detrás de la muerte. Pero en realidad se hizo y se llegó a la conclusión de que el corazón le había fallado debido a la ingestión de una dosis fortísima de un vasodilatador. Varios obispos influyentes habían soltado en círculos de Roma que en la tarde anterior su médico personal de Venecia le había recetado por teléfono esa medicina, causante de la muerte.

A Luis y a mí nos había llamado la atención también que la defunción no fuera certificada por el forense vaticano, sino por otro llegado ex profeso. Este dato cobraba importancia si se le sumaba la rapidez con que fue embalsamado el cuerpo. Era como si quisieran acabar pronto con la investigación, como si pretendieran ocultar algo.

Otra pista importante fue la forma en que se encontró el cadáver, nada usual en las reacciones de una persona cuando sufre un infarto: no solo no hubo lucha contra la muerte, sino que apareció con unas hojas de papel en la mano, como si estuviera leyendo tranquilamente.

Para colmo, el médico al que acusaban de haberle recetado el medicamento callaba y no hacía frente a la versión de que era el culpable de inducir la muerte. Un amigo italiano del servicio secreto militar nos contó que el médico nunca iría contra la Iglesia, pero que había negado a sus familiares y amigos haber hablado con el papa la tarde anterior a su muerte y, por tanto, haberle recetado un vasodilatador. Además, aclaró, Juan Pablo I tenía buena salud.

Básicamente, nuestros informes sobre los posibles motivos para un asesinato también eran coincidentes. Luciani se había quedado sorprendido con el funcionamiento de algunos departamentos del Vaticano. Las finanzas eran un asunto muy importante para la Santa Sede y él creía que para garantizar su supervivencia no hacía falta relacionarse con extraños banqueros y detestables organizaciones secretas. Nadie consiguió convencerle de las bonanzas del sistema y puso en marcha una profunda reforma que acabaría de un tajo con influyentes poderes que se creían asentados en la tierra de San Pedro.

Todo esto llevaba a la posibilidad defendible de que Juan Pablo I podría haber sido envenenado con una fuerte dosis de un vasodilatador, que no supo que le administraban. Tenía suficientes enemigos peligrosos, capaces de todo, como para llevarlo a cabo.

Los dos análisis divergían en el último punto: la existencia de una conexión rusa y la participación de nuestros hijos. Luis decía que estaba probado el deseo de los rusos de acabar con el papa, pero para un servicio sin grandes redes en el Vaticano era casi imposible llevar a cabo una acción tan arriesgada en unas cuantas semanas. Manuel, delegado del Cesid en Roma, podía haber obtenido información valiosa, pero nada más. Habrían necesitado una persona que colocara el veneno en la comida del papa, para lo cual ni siquiera un agente operativo de la valía de su hijo Roberto tenía la capacidad de ejecución y mucho menos la libertad de acción dentro del Vaticano. Concluía que era imposible descartar al KGB como causante, aunque lo veía improbable, pero seguro que Manuel y Roberto no habían tenido nada que ver.

Yo, por el contrario, creía capaces a nuestros hijos de hacer eso y más cosas. Aceptaba las dificultades de materialización en un lugar hostil como el Vaticano, pero dejaba en evidencia la falta de seguridad dentro de sus edificios. Parecía lógico que, si había sido un asesinato, estuvieran detrás los asuntos económicos de la Santa Sede. Pero como los rusos tenían un interés demostrado, aunque desconociéramos las razones, no se podía dejar de lado su culpabilidad. No me cabía duda de que alguno de los servicios secretos de los países del bloque comunista tenía topos infiltrados dentro del Vaticano y que con la conveniente información, una planificación adecuada y agentes preparados, no hacía falta mucho tiempo para ejecutar el asesinato. No sabía si nuestros hijos habían participado y esperaba que no, pero el KGB los podría haber chantajeado directamente con contar nuestra antigua relación.

Decidimos dejar el asunto como estaba. El Vaticano aseguraba que había sido una muerte natural y nosotros no teníamos más que las suposiciones que debían de estar en los archivos de los servicios de inteligencia de medio mundo. Solo que ellos no sabían el interés ruso por acabar con el papa.

Un mes después, Manuel regresó precipitadamente a España, cuando al menos podía haber seguido en su puesto un año más. Aprovechó su cambio de residencia para atender por primera vez mis llamadas. Me explicó que en el nuevo Cesid tenían mucha influencia los militares del antiguo Seced y que estaban arrinconando a los que como él procedían del Alto Estado Mayor. Podía ser cierto, sin duda, pero después de una larga vida en el espionaje a uno le sale un colmillo retorcido que le hace dudar de casi todo. Le pedí a Luis que investigara su cese, pues al no ser su hijo tendría más fácil acceso a los motivos de su regreso. Coincidió intencionadamente en una comida con el jefe de la División Exterior, Juan Maldonado, y le preguntó por Manuel: «No te puedo decir nada, ya lo sabes, pero han ocurrido en Roma asuntos extraños a raíz de la muerte del papa que han aconsejado traerle inmediatamente».

Manuel me lo negó. Para él, todo respondía a luchas internas en el Cesid y no hubo manera de apearle de ese carro.

Luego vendrían otras muertes que me parecieron igual de sospechosas…

Don Manuel, don Manuel, despierte. Por favor, despierte. Oh, Dios mío, no. Tengo que llamar a su hijo y a su nieta para que vengan. Dios mío, don Manuel.