Manuel Langares y Roberto Montiel tenían alquilado un piso sin amueblar en la calle Fernández de la Hoz esquina Bretón de los Herreros, cerca del paseo de la Castellana. Estaba a nombre de una antigua secretaria de la sociedad Lamon —que desconocía el uso fraudulento de su identidad— y lo utilizaban solo para reunirse con clientes que no quisieran ser vistos en compañía de investigadores privados. Únicamente habían equipado con muebles comprados en Ikea uno de los tres cuartos y habían adecentado muy por encima uno de los dos baños. El resto de la casa lo dejaron vacío, en todo momento con las puertas cerradas.
Decidieron reunirse allí con Misha para evitar que les vieran juntos. Los dos habían entrado por separado una hora antes de la llegada del lugarteniente de Smirnov, que en ese momento llamaba al timbre de la puerta. Le abrieron y le hicieron signos de que entrara y guardara silencio. Ante su sorpresa, sin advertencia previa, Montiel le pasó un detector de micrófonos por todo el cuerpo y finalmente por la cartera, que detonó el encendido de la luz roja de alarma. Pasaron al despacho, donde el ruso la abrió sin rechistar y el especialista no tardó en encontrar en un doble fondo el dispositivo oculto de seguimiento. No lo tocaron. Langares, todavía por señas, le pidió el móvil, lo introdujo en el maletín y cuando lo hubo cerrado se lo llevó a otro cuarto, lo depositó en el suelo y cerró la puerta.
—No sabía que me lo habían colocado —dijo Misha intentando justificarse en cuanto estuvieron los tres juntos.
—Te tienen controlado y esto dificulta la operación —señaló Langares—. Si te han instalado un dispositivo de seguimiento, es muy posible que también te hayan pinchado el teléfono móvil.
—Pero el teléfono siempre lo llevo en el bolsillo del pantalón.
—Un móvil se puede intervenir a distancia enviando un programa troyano que se adueña de él sin que te enteres o a través de Sitel, un sistema de interceptación indetectable —le explicó Montiel.
—No sé cómo me han podido identificar —señaló Misha, que se rascó detrás de la oreja con el dedo índice de la mano derecha.
—Pues deberías saberlo —respondió Montiel—. Si no hubieras seguido a Van Gogh no habría sucedido.
—Yo no…
—Evita mentirnos, sabemos que lo hiciste. Van Gogh descubrió que le estaba siguiendo un grupo organizado, posiblemente del CNI, y una persona en solitario. Y si él te detectó, los del CNI seguro que también lo hicieron. ¿O es que te crees que todo el mundo es tonto menos tú?
—Solo fue un día.
—Ni un día, ni diez minutos —dijo molesto Montiel—. Ahora te has convertido en un problema. No sabemos de qué se han enterado. Si has mantenido conversaciones comprometidas con Smirnov, puede que debamos cancelar la operación.
—Siempre hemos hablado en clave. Por nosotros no pueden saber nada. Soy un profesional. Sé guardar silencio —dijo recuperando la compostura, aunque seguía rascándose detrás de la oreja.
—Todo lo buen profesional que quieras —intervino Langares—, pero llevas varios días con un rabo en el maletín.
—¿Con un qué?
—Un rabo, un dispositivo para seguirte. Deberíamos parar la operación.
—De eso nada. Ahora sabemos lo que ellos saben y podemos utilizarlo para sacarles ventaja. Creen que me tienen controlado y cuando quiera me dejaré olvidado el maletín y el móvil y les daré esquinazo.
—Has sido un torpe —le espetó molesto Montiel.
—No te permito que me hables así, viejo —respondió el ruso encarándosele—. No pueden demostrar nada, no saben nada, y mientras eso siga así no hay nada que temer.
Los tres hombres seguían de pie en el despacho frío y funcional, con las paredes que en origen fueron blancas y que ahora tenían un tono grisáceo. Langares hizo de hombre bueno y les invitó a sentarse en torno a una pequeña mesa circular de madera.
—Tenemos unos minutos antes de que lleguen al barrio todos los grupos de acción operativa del CNI para descubrir con quién te has reunido. El siguiente paso será nuestro viaje a Londres para dirigir la operación sobre el terreno. Van Gogh aterriza hoy y espero que el francotirador que habéis contratado llegue en los próximos días, como estaba previsto.
—Nuestra parte del plan no ha sufrido variación. El profesional estará en Londres con el tiempo suficiente para llevar a cabo la misión.
—¿Quién es? —preguntó Langares.
—Eso es cosa nuestra. Quedó claro desde el principio que los grandes jefes distribuyeron el trabajo. Vosotros os ocupabais del primer tirador y nosotros del segundo. Nada ha cambiado.
—¿Cómo sabemos que vuestra elección ha sido acertada?
—No lo podéis saber.
—Pero si algo sale mal…
—Si lo de Van Gogh sale mal, vosotros seréis los culpables. Si nuestro profesional falla, lo seremos nosotros.
—Entonces no queremos saber nada de la otra parte de la operación.
—Así será, mientras el gran jefe no decida lo contrario.
—Nosotros iremos a Londres a controlar el tema de Van Gogh, pero ¿quién controlará el del otro profesional?
—Lo haré yo.
—¿Vas a ir a Londres? —se extrañó Montiel.
—Efectivamente. La casa que hemos reservado servirá de cuartel general para toda la operación y la compartiremos. Cada uno irá por separado y allí nos encontraremos.
—Has sido detectado y puedes poner en riesgo los resultados.
—Eso no será un obstáculo. Tengo un pasaporte falso de calidad y entraré por carretera, la ruta menos controlada por los ingleses. No me detectarán. Simplemente, tardaré más tiempo en llegar que vosotros, pero emprenderé el viaje antes.
—No me gusta nada el cariz que está tomando el asunto —siguió Langares—. No quiero que nos vean paseando por Londres contigo. Te han controlado una vez y ya no estás fuera de toda sospecha.
—Me voy a llevar a alguien que puede hacer los trabajos necesarios en la calle, alguien de mi máxima confianza.
—Cuantas más personas conozcamos los planes, más riesgos corremos.
—No me deis lecciones, viejos —dijo con la intención de insultar—. He participado en trabajos mucho más arriesgados que este y he salido victorioso. Nunca habría participado en una misión con dos tipos como vosotros, pero el gran jefe se ha empeñado en incluiros, aunque ya deberíais estar jubilados.
Langares y Montiel se quedaron callados. La edad los había hecho más pragmáticos de lo que eran en su juventud. Ese tipo les importaba un bledo y discutiendo con él no conseguirían salir de un laberinto que se había complicado por momentos.
—¿Smirnov sigue en Bali? —cambió de tema Langares.
—Allí permanecerá hasta después de la acción. Cuanto más lejos, más dificultades para relacionarle con el asesinato. Si algo saliera mal, desaparecería para siempre. Pero eso no sucederá.
—De momento —intervino Montiel—, dada la grave metedura de pata que has tenido, ahora tienes que coger tu maletín y salir de la casa para que los agentes que te estén esperando te sigan hasta tu siguiente destino. Nosotros buscaremos una vía de escape para que no nos identifiquen.
—¿Este piso está a vuestro nombre?
—Por supuesto que no. Pero tenemos que abandonarlo sin que sepan que hemos estado aquí. Vete ya, antes de que se llene la zona de agentes o decidan entrar por la fuerza en el piso. Nos veremos en Londres.
En cuanto Misha abandonó el piso, Langares y Montiel abrieron un armario empotrado que había en el pasillo y buscaron entre la ropa que habían guardado allí hacía mucho tiempo, hasta encontrar la adecuada para disfrazarse como una adorable pareja de viejecitos. Montiel disfrutó simulando ser una anciana que andaba mal, agarrada del brazo de su decrépito y arrugado marido, un hombre con espesa barba y poblado bigote.
No tenían que preocuparse del portero, pues siempre mantenían las reuniones a la hora de la comida, cuando se había ido a comer y dejaba la puerta de la calle cerrada. Salieron lentamente aparentando despreocupación, cogidos del brazo. Anduvieron hasta la esquina, donde giraron y tomaron la calle Bretón de los Herreros para arriba. No levantaron sospechas en dos agentes del CNI que estaban sentados en un coche aparcado en la esquina que tenía una cámara activada grabando en dirección a la puerta de la casa. Pura rutina.
El hombre se colocó disciplinadamente en una de las colas establecidas para ingleses y ciudadanos de la Unión Europea para pasar el control de pasaportes del aeropuerto de Heathrow, el más importante de Londres. Había viajado en Alitalia, procedente de Roma, en clase business. Su destacada altura, el color rubio de su pelo y las pecas bajo los ojos le hacían parecer británico. De hecho, se dio cuenta de que cuando el vigilante de la aduana le dedicó una rápida mirada escrutadora, le marcó mentalmente como un compatriota. Le entregó su pasaporte y vio como lo arrastraba por un mecanismo similar al que se usa para pagar con tarjetas de crédito. Leyó que se llamaba Richard Monroe y se lo devolvió.
Gomarus fue camino de las cintas transportadoras de equipaje, como el resto de los pasajeros, aunque todas sus pertenencias cabían en una pequeña bolsa que no había facturado. Para eso iba en business y así se evitaba el rollo de esperar el lento trámite de recepción de maletas en Londres. Con paso rápido se dirigió hacia la estación de metro del aeropuerto, parando únicamente para comprar el periódico. Veinte minutos después, sentado plácidamente en un vagón, miró sin disimulo al resto de los pasajeros. Por primera vez en los últimos días, estaba seguro de que nadie le seguía.
Era lógico que lo pensara. Cuando el policía de la aduana había metido su nombre en la base de datos, le había aparecido en la pantalla un pequeño mensaje: «Discreción. Aviso urgente seguridad. Dejarle pasar sin problemas». Sin alterar un músculo de su cara, hizo con desgana lo que otras veces: pinchó en una ventana colocada en el ángulo superior izquierdo de la pantalla que ponía «Enviar alerta». Después, incluso se permitió ser amable con el sospechoso y desearle una buena estancia en Inglaterra.
Tres coches camuflados del MI5 que estaban esperando a Van Gogh cerca de la parada de taxis fueron alertados por uno de los seis agentes que le seguían a pie: el objetivo no iría por carretera. El agente que recibió el mensaje avisó a la central: «Menos mal que nos habían avisado de su nueva identidad y de su pasión por el metro».