Ramón Díaz, en realidad Cristóbal Cabanas, había mentido, acosado, manipulado, sobornado, amenazado, secuestrado e incluso golpeado. Situaciones comprometidas y arriesgadas que le parecían un juego de niños comparadas con el desastre que estaba a punto de protagonizar en Bali. Con el cuerpo pegado como una lapa a la tierra para no ser descubierto, apuntaba con un rifle de mira telescópica a un aldeano que trabajaba con un azadón en una plantación de arroz. Inmerso en el silencio del despoblado campo de color verde intenso, mientras centraba la diana en la cabeza de su anónimo objetivo, oía perfectamente el rugir de los latidos de su corazón. «Esto es una putada —pensó—, una injusticia, pero no tengo más remedio que matar a ese pobre hombre». Al terminar de fijar con el visor óptico al campesino, que apenas se movía, colocó el dedo índice suavemente en el gatillo y golpeó el suelo con la punta del pie para alertar al hombre que le había llevado hasta allí. Ya estaba preparado.
Ese hombre, ni fuerte, ni rudo, ni agresivo ni mal encarado, que había llamado insistentemente esa mañana a la puerta de su júnior suite hasta conseguir despertarle. Ese hombre, con camisa hawaiana azul y pantalones blancos, que se presentó como Antonio —¿cómo alguien que es balinés puede tener un nombre tan español?— y le pidió que se vistiera, pues quería enseñarle la parte más bonita de la isla. Era un detalle de Smirnov con su nuevo empleado.
Le creyó sin plantearse ninguna pega. Antonio tenía toda la pinta de los guías que el día anterior había visto en la entrada del Hotel Meliá Bali, situado en la región de Kuta, en el que su jefe y él se registraron. Hablaba español aparentemente con soltura, aunque cuando empezó a preguntarle esas cuestiones repetitivas por las que se interesan todos los turistas, como el número de habitantes o la importancia de la producción de arroz, Antonio pensaba unos segundos y recitaba de memoria el texto explicativo aprendido en una guía: «Toda la isla, prácticamente, es un arrozal. En Bali se producen anualmente cuarenta millones de toneladas de arroz. Más de la mitad de los balineses trabajan en la agricultura y el arroz es una forma de vida».
Viajando en un confortable minibús con aire acondicionado, Antonio le mostró con una amabilidad desmedida la parte interior de la isla, sin duda la más bonita, alejada de las playas de arena blanca que atraían a la mayoría de los turistas, sobre todo jóvenes australianos. Cabanas se quedó admirado de la belleza salvaje y la exquisita tranquilidad de los parajes que recorrían, y de la sorprendente mezcla de pobreza y felicidad de sus habitantes. Incluso su guía consiguió arrancarle una amplia carcajada cuando en una parada, en una especie de bar de carretera, le pidió prestada su cocacola para dar de beber a un murciélago que estaba colgado boca abajo de la rama de un árbol.
Visitaron también un recinto amurallado en cuyo interior había un templo. Cabanas se sorprendió cuando comprobó la belleza natural de los patios y lo extremadamente cuidados que estaban los santuarios. El guía le explicó que practicar la religión hinduista era lo más importante en la vida de los balineses.
La auténtica sorpresa le vino cuando estaba concluyendo la mañana. Antonio aparcó el minibús en lo más alto de una carretera de arena y le invitó a contemplar el inmenso paisaje de plantaciones de arroz desde lo que llamó un mirador natural. El guía sacó del maletero del vehículo una caja de tamaño mediano y le acompañó hasta un punto exacto en mitad de la maleza, a dos minutos de la carretera. Allí, a salvo de cualquier mirada, sin perder el tono amable, le entregó la caja, que contenía una escopeta desmontada.
—¿Qué quieres que haga con esto?
—Tiene cinco minutos para matar a aquel agricultor, la única figura humana que se mueve en el paisaje.
Se sorprendió, pero no se lo pensó dos veces. Los cinco minutos habían pasado y Antonio respondió a su gesto con el pie pronunciando una sola palabra: «Adelante». Era la prueba de Smirnov para abrirle las puertas de su organización y confiar en él. Era buen tirador, aunque nunca había usado una escopeta como aquella. Si fallaba, su infiltración se derrumbaría. Nunca había matado a nadie, pero alguna vez tendría que ser la primera. Su misión era lo más importante. Nadie montaría un gran follón por ese campesino solitario. Arrancó de su cabeza los remordimientos y apretó el gatillo.
Mientras en sus oídos retumbaba el sonido de la bala al proyectarse hacia su objetivo, permaneció observando por la mira telescópica. Pasados unos cuantos segundos, el campesino seguía impasible a lo lejos trabajando el cultivo del arroz que alimentaba diariamente a su familia y cuya venta le facilitaría algo de dinero para comprar otros productos de primera necesidad. Cabanas se puso nervioso: ¿cómo podía haber errado un tiro tan fácil, sin tan siquiera rozar el objetivo? Volvió su mirada preocupada a Antonio, que se limitó a pedirle que empaquetara todo rápidamente. Debían irse lo antes posible.
Media hora después el guía le dejó en la puerta del lujoso hotel, sin comentar lo sucedido, tras repetir una reverencia de despedida juntando las dos manos a la atura del cuello e inclinando la cabeza. Regresó a la habitación maldiciendo su mala puntería. Los nervios debían de haberle traicionado. Se había autoconvencido de que no pasaba nada por matar a un vulgar campesino en un país tercermundista, pero al apretar el gatillo algo inconscientemente le debía de haber recordado que no podía segar una vida gratuitamente. Para alguien tan frío como él, que aparcaba perfectamente sus sentimientos, esa no era una justificación plausible: nunca había dejado de tener el rostro del campesino en el centro de la diana.
Abrió la puerta de su habitación, una pequeña suite en dos plantas. Cogió una manzana del plato de frutas que le esperaba como bienvenida el día anterior y subió por las escaleras al dormitorio, situado en la planta de arriba.
—Hola, Ramón.
El infiltrado del CNI se llevó un buen susto. Lo último que podía esperar era encontrarse a Smirnov recostado en su cama, con el pelo mojado y envuelto en su albornoz blanco, abrazado a dos chicas orientales, con minifaldas de tubo, que apenas superarían los veinte años.
—¿Qué hace aquí?
—No te enfades, hombre. Tenía ganas de darme una ducha y como sabía que estabas dando una vuelta, pues he venido a tu cuarto. Espero que no te importe. De camino, me he encontrado con dos viejas amigas.
—Me importa. Esta es mi habitación, mi espacio. Mi contrato no habla, no habla —los nervios se estaban apoderando de él— de esto.
Smirnov permaneció impasible tumbado en la enorme cama, mirándole con guasa, mientras él daba vueltas a su alrededor, sin mirarle fijamente a la cara. Si hubiese sido por Cabanas, le habría enseñado las últimas llaves de kárate que había aprendido en el gimnasio del CNI. Tenía que hacerse respetar, pero también debía conseguir que el ruso confiara en él para poder sacarle la información que buscaba. Tras un momento de reflexión, fue consciente de que la experiencia en el arrozal le había descolocado.
—¿Qué significa lo de esta mañana? —preguntó, al mismo tiempo que se sentaba en el borde de la enorme cama, casi rozando la pierna de una de las chicas, en un gesto de acercamiento y desafío, comenzando a jugar fuerte.
—Le dije a Antonio que te enseñara la isla. Espero que haya sido tan amable como siempre.
—Fue muy amable —ahora sí que le miraba directamente a los ojos, con dureza, imaginando que las chicas no entendían nada—. Me refiero, como bien sabe, al numerito de la escopeta.
—Eso, claro —dijo devolviéndole la mirada, manteniendo el tono cínico y acariciando el pelo de la chica que Cabanas tenía más cerca—. Creo que fallaste.
—Pero yo nunca fallo.
—¿Tienes buena puntería?
—Claro que sí, pero eso ya lo imaginaba —respondió suavizando el tono de voz y mirando la cara relajada de la balinesa, que evidentemente no comprendía una palabra de lo que hablaban.
—Estaba casi seguro. Aunque desconocía que fueras capaz de montar tan rápidamente una escopeta con mira telescópica. Eso no se aprende en cualquier unidad de la Guardia Civil.
—Sabe que he trabajado en la lucha antiterrorista.
—Una cosa es ser un guardia civil normal destinado en Intxaurrondo y otra ser un especialista en la persecución de delincuentes. Misha te ubicó más bien en el primer grupo y creo que perteneces al segundo.
—Interpretaría mal mis palabras —espetó a la defensiva, intentando que no lo pareciera—. Le conté que había estado un montón de años destinado en el País Vasco, donde recibí una preparación especial. Es mi patrimonio y creía que me había contratado precisamente por ello.
—Lo que no sabía es si serías capaz de matar a alguien por el simple hecho de que te lo ordenara.
—¿Eso era lo que pretendía, probarme? —Se levantó de la cama, simulando disgusto. Sabía que si Smirnov se creía el más listo acrecentaría su ego y a él le ayudaría a colocarse en el papel que más le convenía.
—No te enfades, Ramón. Que estas chicas tan jóvenes y guapas se van a asustar.
—Ahora lo entiendo. Le dice a su esclavo Antonio que me lleve a dar una vuelta por Bali y cuando estoy más relajado me entrega una escopeta para que mate a un pobre campesino. Si disparo, soy la persona que necesita. Si no lo hago, me despide.
—Muy listo —respondió, al mismo tiempo que comenzaba a acariciar por encima de la camiseta el pecho de la chica que estaba más cerca de Cabanas.
—Pero hay más —cayó finalmente en la cuenta—. Como creía que iba a superar la prueba debía garantizarse que no habría muertos, por lo que trucó el arma. Por eso Antonio solo me dio cinco minutos para actuar.
—Eres un tipo despierto, creo que hemos acertado contigo. Ven, vuelve a sentarte en la cama. Esta chica acaba de cumplir dieciocho años —siguió magreándole el pecho— y está loca por estar contigo.
Cabanas no dudó. Smirnov era un depravado machito sin escrúpulos. Le había alquilado una prostituta y quería que estuviera con ella allí mismo, delante de él. Tenía que mantenerle el pulso. Si ahora se echaba atrás, perdería la partida. Se sentó nuevamente en la cama y esperó a que su jefe dejara de sobar a la casi niña.
—Tengo una misión para ti que te puede hacer ganar miles y miles de euros. —Le quitó la camiseta a la chica y después la falda—. Antes de encargártela tenía que comprobar que eras capaz de ejecutarla.
—¿A quién tengo que matar? —preguntó Ramón, notando que la sangre se le acumulaba en la cabeza.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué te hace pensar que quiero que mates a alguien?
—Acaba de hacerme disparar contra un tío.
—Todo a su tiempo. Voy a convertirte en un hombre rico. Nunca más tendrás que preocuparte de nada. Te daré acceso a todos los placeres terrenales.
—¿Qué tendré que hacer?
—Despacio, despacio. Mañana, si aceptas mis condiciones, te irás de viaje a Londres. Allí harás un trabajo simple y volverás a Madrid.
—¿No me va a decir nada más? —dijo al mismo tiempo que comenzaba a tocar las piernas de la chica.
—Te diré más cosas luego. Ahora, vamos a prestar atención a nuestras invitadas. No mezclemos el placer con los negocios.
Cabanas le hizo caso, aunque era lo último que habría deseado en ese momento. No quería participar en esa juerga, pero no tenía salida. Obedeció paso a paso todo lo que su jefe le fue ordenando: besos, caricias, pellizcos, azotes… En un momento, cuando empezaba a abandonarse, miró a la lámpara colgada del techo y entre las piedrecitas de cristal reconoció un pequeño aparato, casi imperceptible. Los cuatro agentes que le acompañaban en Bali habían cumplido a la perfección con su trabajo. En pocas horas, Ela vería en Madrid las imágenes de su culo retozando con dos niñas balinesas y con Smirnov.
Unas horas después, Smirnov telefoneó desde el vestíbulo del hotel a su lugarteniente.
—Hemos tenido una suerte increíble, es un tipo listo. Ha superado sobradamente la prueba.
—Las casualidades a veces parecen increíbles.
—Todas las casualidades que quieras, pero yo vi el tema inmediatamente, mientras tú estabas acojonado. Lo que para ti era un problema, yo lo he convertido en una ventaja.
—Con él arriesgamos mucho y lo sabes.
—Pero el hombre que me encargó la misión estará encantado. La operación será un éxito y nadie podrá probar nada contra nosotros.
—Confiemos en que cumpla tus órdenes.
—Lo hará. ¿Cuándo viajas a Londres?
—Primero tengo una reunión con los viejos y después me iré inmediatamente. Todavía no saben que participaré en la operación.
—Ten cuidado con ellos. Los que nos han encargado el trabajo les controlan, pero con nosotros no tienen compromiso.
—Son dos viejos. Si les soplo fuerte, se caen al suelo.
—Hazme caso y no te fíes, Misha.
Era de noche y Ela estaba preparándose para volver a casa cuando Pablo Vargas, el subdirector de la División de Acción Operativa, le había llamado para pedirle que se pasara por la unidad. Estaba cansada, pero imaginaba que querría comentarle alguna novedad de la Operación Gentleman.
Desconocía qué había sido de Cristóbal desde que comenzó su infiltración. No había preguntado por él en ningún momento. Si Santana se enteraba de que se estaban acostando, intentaría desacreditarla. Era mejor no darle el más mínimo pretexto. Sobre todo porque se había metido en un terreno que históricamente era de las divisiones de Inteligencia, aunque ella estaba ampliamente capacitada para ser la jefa del caso.
Entró en el despacho de Pablo. Funcional y parecido a todos los del CNI, su punto de sal lo ofrecían los numerosos marcos de fotos con imágenes tomadas en diversos encuentros con agentes operativos.
—¿Qué es eso tan urgente que no podía esperar hasta mañana?
—Siéntate, por favor. Hemos estado leyendo las transcripciones de las conversaciones grabadas a Misha en los últimos días. Está claro que Smirnov y su lugarteniente están preparando el asesinato del príncipe inglés, aunque evidentemente no tenemos las pruebas que requeriría un juez para procesarles, sin contar con que nunca aceptaría unas escuchas realizadas sin su consentimiento. Hablan muchas veces de algo que está en marcha y tienen mucho cuidado de no hacer referencias concretas. Debes tenerlo claro cuando mañana hables con el enlace del MI5.
—¿Cómo va lo de tu infiltrado? —preguntó por primera vez para no parecer demasiado pasota.
—Le han aceptado sin problemas y está en Bali con Smirnov. Tenemos cuatro agentes vigilándoles.
—¿Smirnov y Misha mencionan a Van Gogh?
—Ni una palabra, es como si para ellos no existiera. Pero mencionaron algo muy extraño. Parece que ellos fueran los responsables máximos de la operación, pero hubieran encargado la ejecución del trabajo a los que llamaron «los viejos».
—¿Los viejos? —Ela sintió un estremecimiento.
—Encajaría en esa definición el hombre que encargó el trabajo a Kafka, pero hablan reiteradamente de «los viejos», en plural.
—Yo tampoco lo entiendo.
—Seguro que les llaman así en clave. Puede ser que hayan contratado a unos tíos con mucha experiencia. Aunque si solo fuera eso, utilizarían otro término. Yo me inclino por pensar que al menos son dos hombres mayores a los que utilizan como intermediarios. Y uno de ellos fue el que intentó contratar a Kafka, luego lo mató y después alcanzó un acuerdo con Van Gogh.
—Es una pista importante, pero no saquemos conclusiones. Lo que tenemos, ¿adonde nos lleva?
—Por el momento, a nada. Pero en cuanto aparezca gente de edad en la investigación, sabremos que son ellos.
Ela estaba cabreada e invadida por los problemas. No entendía cómo su padre le podía haber estado engañando toda la vida. Por mentir, hasta había engañado a su abuelo, que por suerte ya no estaba para enterarse de nada. Siempre había creído pertenecer a una familia con altos ideales y ahora descubría que Manuel Langares, su padre, la había estado manipulando cuando le transmitía valores como el servicio a la patria, mientras él se dedicaba a trabajar para grupos mafiosos. ¿Cómo iba a conseguir que avanzara la investigación y evitar el asesinato del príncipe inglés, sin que acabara en la cárcel? Tan orgullosa que estaba de llamarse Manuela Langares y ahora lo sentía como una pesada losa que no podía sobrellevar.
Ela madrugó al día siguiente y a las ocho ya estaba en su despacho. Una hora después, su antiguo amigo Nigel Brown llegaría a la sede del CNI para mantener la primera reunión oficial sobre la Operación Gentleman. El tiempo se les había echado encima y el intento de asesinato se podía producir en los próximos días.
Quería preparar el encuentro, pero le costaba pensar con claridad. Estaba frente a la mayor hecatombe que había vivido nunca. Con el agravante de que hasta la fecha siempre que había tenido un problema complicado había contado con personas a las que pedir ayuda, pero ahora estaba sola. No podía recurrir a su padre, porque él y su amigo Roberto eran el principal problema. Y no podía hablar con sus compañeros de trabajo porque sería como invitar a los lobos a entrar en el gallinero.
A su amigo Nigel no podía revelarle los detalles sobre la implicación de los Lamon. Desde la noche anterior, tenía la absoluta certeza de que cuando Smirnov y Misha mencionaban en sus conversaciones a «los viejos» se estaban refiriendo a ellos. Había descubierto la manipuladora participación de su padre en la investigación del fallecimiento —¿asesinato?— del papa Juan Pablo I. Más adelante, Maldonado le había narrado la presencia de los Lamon cerca de Mónaco cuando Grace Kelly fue asesinada. Para colmo, estaba lo del retrato robot de Roberto, que le identificaba como la persona que intentó contratar a Kafka y luego le pudo matar salvajemente.
Todo ello le hablaba de que los viejos llevaban una doble vida, la misma que soportaban traidores y agentes dobles. Su deber era descubrirles, obtener toda la información que pudiera sobre sus actuaciones ilegales y entregarles a la Justicia para que pagaran por sus delitos. Lo que no sabía era si sería capaz de hacerlo. Quizá Badía era un miembro del grupo que se había arrepentido e intentaba evitar los asesinatos sin levantar sospechas entre sus secuaces. Porque, a lo peor, su padre y Roberto no solo estuvieron vinculados a la muerte del papa y Grace Kelly, sino también a la de Lady Di.
La atormentaba no encontrar el móvil de sus actuaciones. ¿Por qué habían entrado en una espiral de asesinatos? ¿Cómo habían engañado a tanta gente durante tanto tiempo? ¿Cómo era posible que nadie de su entorno descubriera nunca a qué se dedicaban?
Nigel Brown era el jefe de Antiterrorismo del MI5. En Inglaterra, a diferencia de España, que tenía un único organismo de inteligencia nacional, se mantenía el sistema clásico de división de los servicios secretos en un brazo encargado de la seguridad interior, el MI5, y otro de la seguridad exterior, el MI6. La presencia de Brown en la sede del CNI podía provocar uno de los habituales choques entre servicios por culpa de las competencias sobre el caso.
Ela y Nigel se conocían desde hacía muchos años, aunque nunca habían trabajado juntos en un caso. Les presentaron en Londres durante un viaje de la agente española, destinada por aquel entonces en la división de Inteligencia Exterior. Nigel había mantenido una reunión con sus colegas españoles para hablar sobre el IRA y ETA, y Ela acudió a una cena posterior de confraternización. Entre ellos hubo química desde el primer momento y esa relación se convirtió en amistad cuando Nigel fue destinado a Madrid como enlace del MI5 con el Cesid.
Nigel era de la misma edad que Ela. De piel lechosa y cuerpo fuerte pero no atlético, iba siempre con el pelo cortado al uno y rebosaba ganas de disfrutar de la vida. Se lo pasaban bien juntos, intercambiaban experiencias y ayudas en sus respectivos campos y la lógica atracción les llevó a compartir momentos de intimidad. Los dos sabían que no irían más allá y salvaguardaron discretamente su amistad. Dice un refrán del espionaje que «no hay servicios amigos o enemigos, sino otros servicios».
La directora de Operaciones del CNI y el jefe de Antiterrorismo del MI5 se abrazaron efusivamente en una de las salas de reuniones del servicio de inteligencia español. No había nadie más que ellos y de ahí esa libertad, cuya iniciativa procedió de Ela.
—Nigel, en esta sala existen dispositivos para grabar, pero he ordenado que no los activen. Así charlaremos más tranquilos.
—Mejor. Ya te felicité por tu nombramiento, pero deja que te repita que me alegré un montón.
—Gracias —se reclinó en la silla de rejilla con apoyabrazos, en la cabecera de la mesa, con Nigel a su derecha—. Lo que siento es no poder dejarte fumar, porque en España lo han prohibido en recintos públicos.
—Conozco la norma. ¿Te acuerdas cuando hace años te pedí que me acompañaras a vigilar una reunión del IRA en un bar de Irlanda del Norte y los dos nos sentamos en una mesa, rodeados de pistoleros, uno de los cuales nos pidió un pitillo y se sentó con nosotros mientras esperaba a que saliera su gente de la reunión?
—Éramos jóvenes y el riesgo era un acicate en nuestro trabajo. Tú fuiste un loco por llevarme y yo por aceptar acompañarte. Si nos llegan a descubrir, a ti te habrían echado del MI5 por llevar a esa misión a una agente extranjera y a mí me habrían dado la baja en el Cesid por participar en un tema terrorista, cuando mi trabajo eran los países árabes.
—Nos lo pasamos genial.
—Hemos compartido muchas situaciones difíciles, Nigel, pero esta es bastante distinta.
—El terrorismo siempre es el mismo, aunque los métodos y las personas sean diferentes: un grupo de gente guiados por ideales espirituales o materiales que quieren conseguir sus fines a base de tiros.
—En este caso sabemos poco.
—Te agradezco tus llamadas de alerta, aunque aparte de marcarme un tanto ante mis superiores, no nos ha servido de mucho. La familia real tiene tantos enemigos que con ellos podríamos llenar una enciclopedia. Mi jefe habló con la reina y propuso llevarse al príncipe fuera del país, pero han aparcado la idea hasta valorar realmente el peligro. Eso sí, con discreción, se ha aumentado su seguridad, pero sin decirle nada para evitar que se preocupe.
—Me parece correcto. Si el príncipe desapareciera en este momento, el caso se acabaría y los malos buscarían otro objetivo o retrasarían momentáneamente la acción.
—¿Qué sabéis?
—Hay un mercenario de enorme prestigio en su mundillo. Se llama Pieter Gomarus, se le conoce como Van Gogh. Estuvo en Madrid unos días de visita turística y mantuvo una reunión, pero antes nos dio esquinazo. Después volvió a aparecer y se largó a Roma, donde ha vuelto a esfumarse.
—Es probable que se dirija a Inglaterra. Buscaremos en nuestra base de datos y espero que nos deis un informe por escrito.
—Al que sumaremos algunas fotos del seguimiento.
—¿Cómo se hacía llamar?
—Entró como Marco De Boer, la misma identidad que utilizó para viajar a Italia.
—¿Habéis avisado al servicio italiano?
—Lo hicimos después de que desapareciera, para no tener que explicarles que teníamos agentes en su territorio operando sin su permiso. Todavía no nos han informado de que haya salido del país, aunque lo puede haber hecho con otra identidad. Comprenderás que alguien que se dedica a los asesinatos por encargo y que fue mercenario en varios conflictos de África tendrá pocos problemas para saltarse una aduana.
—No tiene mucho sentido que lo paseen por Europa antes de que realice su trabajo.
—A mí también me parece raro, pero es una pista fiable, créeme. La teníamos por una fuente —evitó hablarle de Badía, para no tener que explicarle que no sabían quién era— y nos la confirmó otro mercenario, Franz Hansen.
—¿El tipo que apareció muerto en un puente de Praga con la lengua atada al cuello?
—El mismo.
—¿Le mataron porque habló con vosotros?
—Es una posibilidad. Los organizadores del atentado intentaron contratarle, pero se había retirado. Después le pidieron que les facilitara el contacto con Van Gogh. El jefe posiblemente es Semyon Smirnov, un empresario ruso de segunda fila, dedicado en España a diversos negocios aparentemente legales.
—Dices posiblemente.
—No encaja para nada en el perfil de una persona con motivos para matar al príncipe. No tiene negocios con tu país y lo ha visitado pocas veces.
—La verdad, no encaja.
—Creo que puede ser el organizador, aunque debe servir a alguien. Tiene una pequeña red que estamos intentando vigilar.
—¿Estáis controlando sus movimientos?
—Las veinticuatro horas del día. Tiene un hombre de confianza, un antiguo agente especial del KGB, capaz de cualquier cosa. Se llama Mijaíl Bogdanov, pero todos le conocen como Misha. No les perdemos de vista, aunque hasta ahora no hemos conseguido nada sólido… pero lo conseguiremos —dijo en un arranque de optimismo.
—A Smirnov le tendréis controlado.
—Se ha ido a Bali. Me han ordenado —dijo poniéndose ceremoniosa— que no te cuente que tenemos un topo en su organización, muy cerca de él.
—¡En tan poco tiempo habéis metido un topo! Eso está muy bien. No me lo has dicho y no se lo diré a nadie. Llegado el caso tendré cuidado, pero ya sabes el riesgo que conlleva ese secreto con alguien que va a aparecer en la línea de fuego.
—He informado a mi director, pero él manda.
—El mío también me ha pedido que te transmitiera que los más perjudicados por lo que pueda pasar en la operación somos nosotros, por lo que queremos saberlo todo inmediatamente. Y que cuando el asunto se desarrolle en el Reino Unido nosotros seremos los responsables de las decisiones.
—Se lo diré a mi director. Por ahora creo que es mejor que vosotros busquéis en Gran Bretaña a Gomarus y al verdadero cerebro de la operación, por si no es Smirnov. Nosotros continuaremos con nuestras líneas de investigación.
—Seguiremos hablando, pero solo nosotros.
—Eso nos evitará problemas.