Capítulo 20

MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 7)

23 de enero de 1963

Hay comportamientos en la vida carentes de cualquier justificación. En el momento que pegas un resbalón salvaje, puedes sugestionarte por higiene mental y pensar que la responsabilidad de tus propios actos es de aquellos que te presionan para conseguir sus pretensiones espurias. Pero no es cierto, no puede serlo. El paso de los años, como es mi caso, hace que te des cuenta de la existencia de alternativas mejores a las que adoptaste y, aunque creas que volverías a actuar de la misma forma, eso no justifica determinadas extralimitaciones.

La edad hace que los pensamientos se enreden como en un laberinto en la cabeza y transmitirlos sea más difícil que poner de acuerdo todos los lados del cubo de Rubik, el rompecabezas que nunca pude solucionar, que tu padre tardó meses en ordenar y que tú resolviste, Ela, en una semana.

Mil novecientos sesenta y tres fue el año en que naciste y desde el primer segundo te erigiste en uno de los grandes amores de mi vida. Nunca me he cansado de disfrutar de ti, sin duda porque de tu padre no lo pude hacer tanto como hubiera querido por culpa de mi obsesión por el trabajo. De mi hijo, sin embargo, siempre he recibido más de lo que me merecía. Pero volvamos al tema, que siento que se me acaba el tiempo y todavía tengo muchas cosas que contarte.

Ese año se produjeron bastantes hechos trascendentales. Te los voy a contar tal y como ocurrieron temporalmente —algunos tardé mucho tiempo en descubrirlos— para que entiendas mejor el contexto de las barbaridades que cometimos.

La noche del 23 de enero, Kim Philby —el que había sido mi amigo, pero en realidad había estado manipulándome hasta convertirme en un topo a la fuerza del KGB— salió de su casa, en un barrio no demasiado lujoso de Beirut, en compañía de su tercera mujer, Eleanor. El mujeriego incorregible se había casado con ella cuatro años antes —llevaban tiempo siendo amantes—, tras la muerte de Aileen. Tomaron un taxi para ir a una cena en casa de Glen Balfour Paul, primer secretario de la Embajada inglesa. Imagino que los dos llevarían en el cuerpo algunas copitas, pues por primera vez Kim había encontrado a alguien que le acompañaba en sus habituales excesos alcohólicos. También imagino que no debieron de ser demasiadas copas, pues un compromiso de etiqueta en casa de un diplomático es siempre algo muy formal.

Tomaron el taxi y a mitad de camino, de repente, Kim aparentó que se le había olvidado algo muy importante. Pidió al conductor que parara y le contó a Eleanor que debía enviar un telegrama urgente desde la oficina de correos. No tardaría mucho y en un rato se uniría a ella en la fiesta.

La fiesta concluyó y el periodista no había aparecido. Eleanor se sintió molesta, pero no dio la voz de alarma. No lo hizo ella, ni los anfitriones de la cena ni el resto de los invitados. Que Philby no hubiera aparecido y que su mujer asistiera sola no era una situación extraña. Especialmente cuando hacía poco más de dos años del fallecimiento de su padre, lo que había terminado de descomponerle y le había rendido definitivamente al whisky.

Lo que nadie supo aquella noche —excepto el KGB, claro— es que Philby había tomado la decisión de huir a Moscú, una vez probado su doble juego por el servido secreto inglés. Nicholas Elliot, agente del SIS, compañero y amigo, había viajado a Beirut unos días antes con nuevos datos que demostraban su implicación en la red rusa desplegada en Gran Bretaña. Logró derrotarle, hacerle confesar, lo que no habían conseguido durante años los más duros y expertos interrogadores del país, quizá porque entonces Philby estaba en su esplendor y ahora presentaba síntomas de estar acabado.

Los rusos lo sacaron del Líbano, no sé cómo ni me importa, y para controlar la huida no reconocieron que vivía en Moscú hasta seis meses después. El SIS se imaginó inmediatamente la deserción, pero guardó silencio. Siempre he pensado que los ingleses le dejaron escapar para no tener que llevárselo a Londres y que cantara La Traviata, lo cual les habría producido un enorme agujero en su imagen pública. Si no fue como pienso, ¿quién puede creerse que confesara el topo que más daño les había hecho en toda su historia y no le sometieran al control más radical durante cada segundo del día?

Luis me comentaría más tarde que para nosotros había sido mejor que huyera, porque si física y psíquicamente Philby estaba tan mal, lo mismo habría sacado de debajo de la alfombra su red española. Su huida nos salvó de acabar en una cárcel de Franco, en una España que al menos económicamente empezaba a progresar, pero nos mantuvo en manos de nuestros controladores rusos.

Durante los últimos años nos habían pedido escasos trabajos, pero selectos. Siempre había sido Cándido López, el primer niño de la guerra que salvamos, quien se ponía en contacto conmigo utilizando buzones impersonales y evitando el arriesgado contacto personal. Sin conocer todavía la huida de Philby, ya nos temíamos que nuestras relaciones más o menos tranquilas experimentarían un cambio. Porque no tardarían mucho en enterarse de que el recién ascendido teniente coronel Luis Montiel había sido nombrado jefe de Contraespionaje de la Segunda Sección del Alto Estado Mayor.

Un ascenso que iría parejo a mi abandono del mismo. Al ascender, no había ninguna plaza vacante para mí y solicité ir al Regimiento de Infantería Saboya, perteneciente a la División Acorazada Brunete, la más importante de España, ubicada en Leganés, en las afueras de Madrid. Toda mi carrera militar la había pasado lejos de los cuarteles. Ahora tocaba volver a vestir el uniforme.

La conversación con mi amigo Luis Montiel tuvo lugar en mi casa a principios de febrero. Nos habíamos mudado hacía diez años a una vivienda alquilada en la calle Vallehermoso, una zona bastante céntrica y elegante, que gustaba tanto a mi madre como a mi mujer. Tu padre tenía el colegio al lado y yo estaba a media hora andando del Alto Estado Mayor —en ese momento estaba muy lejos de mi nuevo destino en Leganés—. Pocos años después, la casa se quedó un poco vacía tras la salida del gran alborotador, que se fue a estudiar a la Academia General Militar de Zaragoza. Al poco tiempo de salir de teniente se casó con una encantadora y tozuda chica maña, tu madre, y nos abandonó definitivamente.

Mi amigo Luis vino como siempre acompañado de su mujer. Comimos opíparamente y después nos fuimos los dos hombres a tomar el café y la copa a un diminuto cuarto que yo utilizaba como despacho. Tenía un pequeño sofá de dos plazas, una mesita baja en mal estado, una televisión pequeña antigua y las paredes empapeladas de estanterías de hierro que albergaban mi enorme colección de libros de espionaje.

—Ahora que estamos solos —comenzó Luis en cuanto cerramos la puerta—, cuéntame cómo te va en el nuevo destino.

—Bien, de verdad. Echo de menos el trabajo de espionaje, para qué te voy a engañar. Pero terminaré adaptándome a la vida cuartelera: a no poder salir de maniobras porque no tenemos gasolina para los vehículos, a tomar la copa de vino peleón a las once de la mañana y a librar por las tardes —dije en tono sarcástico.

—Te acostumbrarás. Yo estaré pendiente de las vacantes que haya en el Alto y te avisaré en cuanto encuentre algo para ti.

—Me sentará bien desintoxicarme un poco. Hay una cosa que me preocupa: nuestros amigos rusos no tardarán en enterarse de tu nuevo destino y se volverán más pesados.

—Lo sé. Desde que desapareció Philby nos han pedido pocas cosas, aunque es cierto que eran fundamentales para ellos. Han preferido usarnos cuando era estrictamente necesario confiando en que llegáramos limpios a puestos de más alta responsabilidad. Ahora, conmigo mandando la Contrainteligencia, pensarán que ya han dejado dorarse suficientemente la tarta y es hora de zampársela.

—Tendríamos que pensar en algo —añadí preocupado—. Hemos ejecutado misiones muy peligrosas, pero no sé lo que puede pasar en el futuro. Si nos piden que hagas la vista gorda a su red ya sería complicado, pero otras cosas mayores…

—El hecho —señaló sonriendo— es que la red del KGB en España podría caer en los próximos meses.

—¿Te ha sentado mal el vino? —respondí sorprendido.

—No, eso es lo que quería comentarte. Hace una semana, poco después de tomar posesión del cargo, me llamó el jefe de la Base Aérea de Zaragoza.

—¿El general español o el americano? —pregunté sin entender.

—Céntrate, Manuel —dijo echándose a reír—. La base de Zaragoza es de utilización conjunta con los norteamericanos, pero quien me llama directamente, por lógica, es el general español.

—Sigue contándome —señalé, y me eché hacia atrás en el sofá, intentando relajarme.

—Óscar Segura, un sargento chusquero de la base destinado en oficinas, había ido a verle muy alterado. Se había hecho amigo, unos meses antes, de un tipo llamado Jacinto Feijoo. Le conoció durante un partido de fútbol en el colegio de su hijo. Los dos estaban aburridos y se pusieron a charlar. El sargento está viudo, tiene un niño de diez años y vive con su suegra.

—Un panorama deprimente.

—El tal Feijoo también lo sabía. Le invitó a tomarse unas copas y comenzó entre ellos una buena amistad. Debía de ser la primera vez que Segura se divertía tras la muerte de su esposa. A sus cuarenta y cinco años, con problemas de dinero y soledad, Feijoo fue un ángel caído del cielo y ni siquiera se paró a pensar qué hacía en el patio del colegio un hombre que no tenía hijos. Salían por las noches, le invitaba a las copas y le llevaba a cenar. Hasta que un día le presentó a su mujer, una simpática chica que no tardó en recomendarle que se buscara una novia, pues ya había guardado demasiado tiempo la ausencia a su fallecida esposa.

—Con lo soso que debe de ser, seguro que le presentaron a una amiga —intervine aplicando la lógica.

—Así fue. Le llevó a una chica rubia, de belleza llamativa, que le sacaba la cabeza. Que conste que la descripción es la que facilitó él a su general.

—Me imagino.

—Se enamoró perdidamente de ella y no tardaron en liarse. Al día siguiente, exactamente al día siguiente, salió con su amigo Jacinto, que le propuso, después de un montón de copas, la posibilidad de ganar mucho dinero a cambio de sacar alguna información de la base. Eso sí, le especificó que no quería información sobre las actividades españolas, que eso no se lo pediría nunca. Solo quería datos de las fuerzas de Estados Unidos.

—Me parece una operación envolvente genial.

—Es buena, sin duda. El sargento aceptó. Por primera vez en mucho tiempo sentía que le había tocado la lotería: tenía a sus pies una chica que nunca soñó y la posibilidad de ganar mucho dinero. Pidió dos semanas de permiso y se fue a Londres. Allí le esperaba un contacto que le facilitó documentación falsa para desplazarse a Moscú, con lo que no dejaría huellas de su estancia en la academia de espionaje del KGB. Le formaron en todas las técnicas de transmisión y en las formas de evitar nuestra vigilancia.

—Tinta invisible, micropunto…

—Y sobre cómo robar la información. Al regresar se encontró con una carta del bombón anunciándole que había tenido que irse durante una temporada. Eso le cabreó y acrecentó el mal cuerpo que le había dejado su experiencia moscovita. Se había dado cuenta de que iba a traicionar a su país, aunque solo robara documentos yanquis. Decidió hablar directamente con su general y este me telefoneó.

—¿Has conversado personalmente con él? —pregunté, pasando a la siguiente fase.

—Lo hice. Aceptó seguir con el juego para que pudiéramos detectar la red.

—Eso nos complica la vida a ti y a mí.

—Lo sé, pero no había opción. Cuando hablamos con él le tranquilicé diciéndole que el dinero que le pagaran por su trabajo se lo podía quedar, pues iba a arriesgar mucho. Inmediatamente después, le pedimos que se citara con su amigo para que pudiéramos fotografiarle. Y no te lo vas a creer…

—¿Qué no me voy a creer? —respondí incorporándome en el sofá.

—Después de tantos años haciendo silenciosamente nuestro trabajo, el contacto del sargento Segura es…

—Cándido —respondí dejando caer los hombros.

—Sí, señorrrr —respondió imitando el hablar del primer niño de la guerra al que habíamos conseguido el salvoconducto para quedarse en España.

—¿Qué hacemos? —pregunté, sorprendido por su buen humor.

—Jugar la partida. Por suerte estás fuera del Alto y si hace falta podrás actuar con mayor libertad. Si tienes que intervenir, yo garantizaré que nadie te descubra.

—Con lo tonto que parecía ese Cándido cuando llegó.

—De tonto no tiene un pelo. Buscamos a la novia desaparecida y no tardamos en encontrarla: es prostituta en un local de las afueras de Zaragoza.

—Una operación perfecta, bueno, casi. Porque si hubieran elegido mejor a la chica y no se hubiera largado tan pronto, seguro que el sargento no se habría echado atrás.

—Vamos a darles cuerda a los rusos. Seguiremos el manual de actuación y cuando llegue el momento veremos cómo podemos salir victoriosos.

—En buena nos ha metido Philby. Seguro que está en algún lugar paradisiaco disfrutando de la vida, rodeado de mujeres estupendas, y nosotros aquí a punto de que nos corten la cabeza.

—Ya veremos —sonrió nuevamente, pero esta vez con malicia.

Recuerdo que fue el 5 de abril de 1963 porque ese día el presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, y el de la Unión Soviética, Nikita Jruschov, conectaron sus despachos presidenciales, en un hecho histórico, con lo que se bautizó como «el teléfono rojo»; por cierto, por muy caliente que fuera la línea, en realidad los aparatos eran de color negro.

Yo seguía metido en mi vida cuartelera, pelín aburrido, encerrado en un triste despacho peleando como podía con la burocracia hasta que me saliera un destino mejor. Montiel me iba informando cuando nos veíamos —al menos una vez al mes— de las novedades del caso del sargento y nuestro amigo Cándido López. Les estaban dando carrete, sin apresurarse, dejando que los hechos transcurrieran según los marcaban los rusos. El Alto había tenido que informar del asunto a los de la CIA, pues únicamente con su colaboración se podía llevar a cabo la operación.

El sargento les pasaba información de la base de Zaragoza que no era secreta, pero a la que se le ponía el sello rojo de confidencial; informes que en su día pudieron ser confidenciales, pero que contenían datos obsoletos de difícil comprobación; dosieres que los americanos o los españoles escribían especialmente para los rusos; e incluso algunos papeles reales, pero susceptibles de ser modificados al poco tiempo y que no entrañaban riesgos para la seguridad.

No pasaban un par de semanas sin que Cándido le hiciera un encargo y el sargento lo cumpliera, con mayor o menor calidad. Como resultado, ya se había detectado una segunda persona de la red soviética. Para nuestra desgracia, era Antonio Ruiz, otro de los niños de la guerra. Su presencia nos complicaba aún más la tarea. Sabíamos —porque habían sido descubiertos con anterioridad— que los rusos utilizaban a agentes nacidos en Francia o Italia para captar colaboradores en España, pero habíamos tenido la mala pata de que esta red la habían montado nuestros agentes.

Ese 5 de abril, por la tarde, estaba holgazaneando en casa. Cándido me llamó. Cuando escuché su voz se me cortó la respiración e intenté pensar lo más deprisa posible. Se oía la caída de las monedas de una cabina pública, pero no sabía si los de Contraespionaje que controlaban sus pasos podían ver el número que había marcado. Habló muy rápido en cuanto oyó mi voz.

—Tengo la radio estropeada. Por favor, ¿puede arreglármela?

—Creo que se ha equivocado de número de teléfono.

Colgó inmediatamente. Si descubrían que me había llamado, negaría conocerle. El mensaje en clave, uno de los tres que teníamos estables desde hacía tiempo, me emplazaba a verle en el bosque de la Herrería, cercano al monasterio de El Escorial, a las dos de la madrugada del siguiente viernes a sábado.

Me puse en contacto con Luis y sin especificarle nada entendió mi urgencia. Le pedí que le quitara el control a Cándido esa noche y estuvo de acuerdo en que había que primar la celebración del encuentro antes que cualquier otra cosa. Parecería raro, pero era el jefe y les daría a los agentes el fin de semana libre.

No era la primera vez que me llevaba a tu abuela a pasar un fin de semana a El Escorial, aunque la celeridad con la que lo preparé y se lo anuncié le hizo desconfiar. La engañé, aunque a medias: «Mira, Carmen, lo podemos pasar fenomenal los dos solos y además le haré un pequeño favor a Luis. Sabes que te lo cuento todo —mentira piadosa—, pero no puedes decir nada a nadie».

A la una y media de la madrugada estaba saliendo del Hotel Floridablanca. Me daba igual que me controlaran los rusos, porque lo importante era que no aparecieran los agentes españoles. Anduve durante veinte minutos hasta el punto exacto donde nos debíamos encontrar. Cándido estaba escondido entre la maleza y parecía muy alterado.

—Necesito su colaboración —me dijo apenas me acerqué a él, ya sin pronunciar el señor y demás vocabulario que utilizaba cuando todavía no controlaba bien el español.

—Ya me imaginaba que me habías hecho venir a esta hora porque querías algo —dije tranquilo, con cierto tono sarcástico.

—Necesito que su amigo utilice su privilegiada posición en una operación que tenemos en marcha. Mis amigos creían que no haría falta decírselo, pero se equivocaron.

—No te entiendo —contesté simulando extrañeza.

—Claro que me entiende y lo hace perfectamente —dijo acercándose a mí hasta que casi podía sentir su aliento en mi cara, el aliento de un niño vagabundo que se había convertido en una fiera agresiva.

—Explícame qué pasa —respondí manteniéndole la mirada. En mi vida como espía había pasado muchas situaciones más complicadas que esa.

—Su amigo es el jefe de la Contrainteligencia. Mis amigos no me han ordenado ponerme en contacto con él porque suponíamos que nos protegería voluntariamente de cualquier investigación.

—Porque os conviene que mantenga su posición. Si sigue ascendiendo, el topo valdrá cada vez más.

—Mis amigos…

—Tus amigos de Moscú —le corté de malos modos—. ¡Dilo de una vez!

—Mis amigos quieren saber si yo y Antonio estamos siendo controlados. Si un español con el que estamos —ni un dato, por si acaso— está siendo controlado. Si es que no, fenomenal. Si es que sí, debe boicotear la operación. Y si nos miente…

—Si os miente, ¿qué? —respondí chulescamente al ver su gesto con el brazo medio extendido y el puño cerrado.

—Mis amigos —intentó tranquilizarse— contarán todo de ustedes, y cuando dicen todo es que no se olvidarán de nada.

—¿Cómo piensan contarlo tus amigos? —seguí manteniendo el envite, lo cual quizá fue un error.

—Ellos tienen sus medios y uno de ellos soy yo. Si me detienen, todo me dará igual. Hablaré de usted, de cómo se reunía conmigo, de nuestras claves, de lo que hicieron por mí.

—Está bien —dije intentando recomponer la relación—, no te pongas así. Hablaré con Montiel, le comentaré lo que me has dicho y seguro que todo tiene solución. ¿Has notado que alguien os seguía?

—Hemos visto movimientos extraños, nada definitivo. Pero nuestro amigo español está raro, no sabemos si ha cambiado de bando. Si lo ha hecho, su amigo lo sabrá. Dígale de mi parte que es preferible tener un pequeño fracaso en una operación, que acabar en la cárcel por ser un espía ruso.

—¡Cómo has cambiado, Cándido!

—No he cambiado. He venido a hacer mi trabajo por la revolución y lo haré, pase lo que pase.

Una semana después respondí detalladamente a Cándido, en el mismo lugar y a la misma hora, junto a los árboles de la Herrería, con la advertencia de que no debíamos volver a encontrarnos en mucho tiempo. Hacía muy poco, el sargento Segura —le dije el nombre para que no tuviera dudas de que lo sabíamos todo— acudió al despacho de Montiel. Le aseguró que estaba trabajando para el KGB, que inicialmente lo había hecho movido por la amistad hacia el ciudadano español que se lo había pedido y porque este le había presentado a una chica de la que se enamoró perdidamente. Que había estado en Rusia haciendo un curso de espionaje y a la vuelta la mujer había desaparecido. Mirando hada el suelo, evitando el contacto visual con el teniente coronel que tenía enfrente, le explicó que había sacado mucha información clasificada y que su entrega le suponía una cantidad considerable de dinero. Estaba harto de la situación y quería entregarse.

Cándido López perdió toda la altanería de la que había hecho gala en nuestra última conversación y volvió a parecer el hombre apocado de los primeros tiempos. No sabía cómo actuar ante el giro de la situación y debió de comenzar a hacer cábalas sobre lo que le esperaba en Moscú si le acusaban de haber elegido mal el objetivo o de haberle quitado demasiado pronto el caramelo de la novia-prostituta, quizá para ahorrarse unas pesetas.

Seguí contándole, tras hacer una parada para que sintiera un poco de pánico, que Montiel había actuado como era de esperar: le había calmado y luego le había disuadido de entregarse. Le convenció de que, para evitar la cárcel, la única posibilidad era seguir con el juego y facilitarles todos los datos de la siguiente cita, obligando a los rusos a acudir en persona. Sus agentes operativos fotografiarían la entrega de documentos y después procederían a detenerlos. Una vez hecho eso, tendría que declarar ante un tribunal y hacer una relación de todos los papeles entregados al KGB. Como premio, le dejaría en libertad y se podría quedar con el dinero conseguido.

Cándido no terminó de entender el comportamiento de Luis.

—Mira —le expliqué—, os lo hemos puesto en bandeja. Segura está quemado y dispuesto a traicionaros. Montiel no informará a nadie del Alto Estado Mayor de lo que han hablado y en vuestra próxima cita, en la que os pedirá que aparezcáis tú y Antonio Ruiz, estaréis solos con él y tendréis que matarle.

Cándido intentaba comprender y seguía sin articular palabra.

—Creo que os habéis equivocado en el sistema de captación —dije para fastidiarle un poco más—, pero os hemos puesto la solución en la palma de la mano. Si no actuáis así y Segura ve que Montiel no hace nada tras su declaración, se mosqueará y entonces todos tendremos problemas.

Se limitó a responder que debía pensárselo y deduje, sin lugar a dudas, que en cuanto pudiera desvelaría lo que había pasado a su controlador del KGB, quien le ordenaría seguir mis sugerencias.

Unos días después, Cándido López y Antonio Ruiz acudieron a las cuatro de la madrugada, cuando solo estaban despiertos los murciélagos, a su cita con el sargento Segura cerca del kilómetro 25 de la carretera de Madrid a Burgos. Los dos habían recibido el mensaje oculto en el buzón muerto próximo a ese punto kilométrico, una bolsa enterrada junto a un árbol centenario, en el que Segura les aseguraba que había conseguido información muy valiosa y que pretendía entregársela en mano a los dos, pues quería comentarles algunos detalles. En los alrededores del lugar, un descampado alejado de la carretera, era imposible que se escuchara el ruido de los disparos de una pistola.

Los dos niños de la guerra, o lo que fueran en realidad, debieron de pensar que todo salía según lo que yo les había adelantado, así que no pusieron pegas y llegaron al lugar convenido media hora antes, algo totalmente previsible, pues querían pillar desprevenido a Segura. Debieron de planificar que primero le dejarían hablar, pues el sargento creía que los agentes operativos del Alto estarían fotografiando la reunión, sin saber que la persona a la que había acudido para denunciarles era el topo más importante del KGB en España. Tras un rato de conversación y de entregarles los documentos robados, se impacientaría y entonces ellos le insultarían adecuadamente por su traición antes de liquidarle.

Posiblemente eso es lo que ellos pensaron, pero no tengo ninguna certeza. Pues en cuanto llegaron al punto convenido, cerca del árbol frondoso cuyo amplio perímetro les ofrecía la posibilidad de ocultarse, escucharon unos pasos acercándose. Sin pronunciar una sola palabra, el hombre que apareció, amparándose en la oscuridad, esperó a que salieran y les descerrajó cinco tiros. Después se acercó a comprobar que no respiraban, les quitó el dinero que llevaban y los relojes y se fue. Esto sí lo sé a ciencia cierta, porque yo fui quien los mató.

Dos días después, los cuerpos fueron encontrados por una pareja que había parado el coche en el campo para magrearse a gusto lejos de la vista ajena. La información llegó al Alto al día siguiente, gracias a la sección de sucesos del diario Ya. Rápidamente se reunió el comité de crisis, al que asistió un agente de la CIA, cuyos miembros estaban espantados por unos asesinatos que nadie entendía. Propusieron soluciones de lo más dispares y al final aceptaron la propuesta del teniente coronel Luis Montiel. Mientras averiguaban si realmente, como parecía, los dos debían de estar manteniendo una reunión cuando un ladrón les mató para robarles, tenían que dar una rápida solución al caso del sargento. Decidieron hacerle desaparecer inmediatamente enviándole con su hijo y su suegra a un destino burocrático en el otro extremo de España, para evitar que el KGB pudiera sospechar de él e intentaran matarle.

Ninguno de los allí presentes, a excepción de mi amigo Luis, sabía que los rusos tendrían el pleno convencimiento de que Segura se había cargado a sus dos controladores como venganza por el mal trato que le habían dado. Seguramente, pensarían, iría armado al encuentro y cuando López y Ruiz iban a matarle, él se adelantó y se los cargó.

Matar es la sensación más desagradable que he experimentado nunca. Te deja reseca la garganta, un malestar corporal que te dura muchos meses y una herida profunda en el corazón que nunca cicatriza. Tengo que reconocer que no me arrepiento de lo que hice, aunque esos asesinatos me siguen doliendo y aparecen frecuentemente en mis pesadillas. Luis y yo les dejamos colarse en España y teníamos que resolver el problema. Lo importante fue que salvamos la vida del sargento Segura. A partir de ese momento, nos tocaba aguardar el siguiente paso del KGB, que no esperaría mucho para darlo.