Capítulo 19

Nadie como Echauz sabía calar a las personas. Gomarus, por ejemplo, era el típico tío sobrado, seguro de sí mismo, plenamente consciente de sus capacidades. Sabía en todo momento los peligros que le rodeaban, identificaba perfectamente las zonas de arenas movedizas y no tenía problemas para saber cuándo debía aparecer el Gomarus discreto y cuándo el Van Gogh arrojado.

Ella y Ostos llevaban siguiéndole casi dos días en Roma y el holandés ya se había apuntado a una ruta turística para visitar los monumentos de la ciudad. La misma estrategia de aburrir al contrario que utilizó en Madrid. Ahora se trataba de que no volviera a darles esquinazo.

En Roma su seguimiento había resultado especialmente complicado. Tras aterrizar su avión en el aeropuerto de Fiumicino, pasaron aceleradamente los controles de pasaportes —documentación auténtica, aunque con nombres falsos: una ventaja de trabajar para el Estado— y la recogida de equipajes. En la puerta les estaba esperando un chófer de la delegación del CNI, cuya destreza les permitió seguir el taxi que tomó Gomarus nada más recoger su maleta camino del hotel. El jefe de la delegación en Italia, un teniente coronel reconvertido en distinguido diplomático, con el que solo hablaron por teléfono, se ofreció a que su ayudante, el sargento dispuesto y eficaz que les fue a recibir al aeropuerto, les ayudara a buscar alojamiento. Les hacía «ese enorme favor», pero ahí acababa su ayuda: no quería poner en riesgo su estatus en Italia por una operación de la que no iba a informar al servicio de inteligencia del país. Echauz le pidió, casi le suplicó, que al menos un agente o colaborador —incluso el propio sargento-chófer— acudiera a la puerta del hotel para ayudarles a controlar los movimientos del objetivo, pero ni eso consiguió. A veces, los delegados en el extranjero se comportaban como burócratas que no entendían el trabajo tan complicado que ellos debían realizar. Ganaban mucho más dinero, pero nunca se mojaban el culo. Llamaron desesperados a Madrid y su jefe les anunció la buena nueva de que al día siguiente llegarían otros cuatro agentes a ayudarles. Antes era imposible.

Echauz y Ostos se encontraron abandonados en Roma, estudiando como locos sendos mapas de una ciudad absolutamente desconocida, con sus bolsas de urgencia en las manos y sin una habitación en la que dormir. Pensaron en instalarse en el mismo hotel, pero era un cinco estrellas carísimo y si regresaban a Madrid con una factura de infarto el encargado de los asuntos económicos pondría el grito en el cielo. No les quedó más remedio que separarse. Echauz, con su vestidito suelto arrugado por llevar guardado en la bolsa de urgencias del maletero del coche no sabía cuánto tiempo, se fue a buscar hotel, mientras Ostos se quedaba intentando evitar que Pepe se escapara, aunque solo podía vigilar la puerta principal.

El hotel más cercano era uno bastante cutre, a diez minutos del objetivo. No tuvieron más remedio que repartirse por turnos la noche para vigilar a un Van Gogh que debía de estar durmiendo plácidamente en una cama enorme y mullida.

Durante el día siguiente, el holandés no salió a la calle para nada. Desayunó, comió y cenó en el restaurante del hotel. Se alegraron enormemente de ese comportamiento tranquilo, lo que les daba tiempo para que llegaran los refuerzos. Pero la suerte no estaba con ellos. Una huelga de controladores en Roma obligó a sus compañeros a retrasar el viaje veinticuatro horas.

Echauz estaba de guardia cuando apareció el mercenario y se dirigió andando aceleradamente a una central de reserva de rutas turísticas. Veinte minutos después estaba subido al autocar que cubría la visita «Roma panorámica», en el que la agente consiguió entrar, pero no así Ostos, a quien no le dio tiempo a despertarse, salir corriendo sin ducharse y llegar antes de que el vehículo partiera.

La agente operativa se puso de los nervios. Estaba preparada para perseguir en solitario a cualquier objetivo, pero Van Gogh había demostrado ser un especialista en desapariciones. Desde que estuvo controlándole en Madrid tuvo la sensación de que no solo sabía que le seguían, sino quiénes eran los que le pisaban los talones. Incluso cuando comenzaron la ruta turística por Roma, interpretó que la sonrisa que le dedicó al subirse al autobús escondía algo más que una insinuación a una chica guapa.

Ostos tomó nota de todas las paradas programadas con la intención de esperarles a la llegada. Sin embargo, cuando el taxi le dejó en el Coliseo, los turistas del autocar estaban entrando en el monumento y vio a Echauz ansiosa al final de la cola.

—O voy a mear o me muero. Entra y contrólale tú, yo os esperaré fuera.

Ostos se puso en la fila y vio a lo lejos como el mercenario entraba en el monumento. Todavía tardó diez minutos en conseguir acceder a la obra más grandiosa de la arquitectura romana. Sabía que los segundos eran vitales en un seguimiento para no perder al objetivo. Con la sensación de estar a punto de ser devorado por los leones, buscó nervioso al guía del grupo, cuya cara había retenido. En unos minutos le encontró ondeando un pañuelo verde izado sobre una antena y se acercó a él simulando ser uno más del grupo. Buscó a Van Gogh, pero no estaba. ¿Adonde se habría ido? Se acercó a otros grupos, pero no le encontró. Sacó el teléfono móvil.

—Echauz, aquí no está. ¿Le has visto salir?

—Desde que he llegado no ha aparecido.

—Voy a volver a mirar. Me temo que nuevamente nos ha dado esquinazo. Esta vez se ha dado prisa en desaparecer.

Ela Langares sabía que aquella reunión iba a ser borrascosa. La investigación de la trama para el asesinato del miembro de la familia real inglesa no había cosechado éxitos, pero eso iba a ser lo menos preocupante. Lo más grave, lo que seguro que habría puesto de los nervios al director Ricardo Cámara, era la llamada personal que le acababa de realizar el director del MI5. Una llamada que no solo le pilló por sorpresa, sino que además era lo último que deseaba que se produjese. Al menos, el director había informado con anterioridad al presidente del Gobierno de todo lo relacionado con el caso.

Por fortuna para ella, a la reunión acudió el secretario general Borja Romero, que la ayudaría a calmar la ira del jefe, que contaría con el indudable apoyo incondicional de Iván Santana, apartado de la investigación del caso y que esperaba pacientemente los errores de Ela para destacarlos en un marco dorado.

Cuando Cámara fue nombrado director del CNI interpretó que todo podría salir bien o mal, pero que el éxito de su trabajo estaría en que la prensa no aireara sus fallos. Si la Operación Gentleman seguía sin resultados como hasta el momento, pero la investigación se hubiera quedado entre las paredes del servicio, el escándalo difícilmente se habría podido producir. Ahora, con los ingleses de por medio, ineludiblemente había más gente en el secreto y aumentaba la posibilidad de que se difundieran los errores. Y si el príncipe era asesinado, ellos se comerían el marrón.

—¿Cómo coño se han enterado los ingleses? —gritó el director enfadado en cuanto se sentó en la mesa de reuniones, en la que le esperaban sus tres máximos directivos.

—No creo que nadie de la Casa se haya ido de la lengua —contestó Borja sin apostar por ninguna posibilidad—, más bien creo que lo han sabido por alguna de las ramificaciones que tiene la investigación.

—Yo pienso lo mismo —siguió Ela—. Este asunto es tan complicado que es lógico que los ingleses se enteren de una conspiración cuyo objetivo es asesinar a uno de sus jóvenes príncipes. Incluso es posible que el mismo tipo que se hace llamar Badía y que nos llamó a nosotros, les avisara a ellos.

—El director del MI5 sabía que nosotros estábamos investigando el caso —dijo Cámara—. Me pidió que colaboráramos con ellos, pero el muy cretino apenas dispone de datos. En cuanto le pregunté si sabían algo sobre quién podría ejecutar el asesinato o la identidad de los que lo han encargado, todo fueron vaguedades. Por eso sospecho que ha habido una filtración desde esta casa.

—Deberíamos abrir una investigación interna y encargársela al servicio de seguridad —Santana entró en el debate para pudrirlo—. Fuera de los que estamos en esta sala, únicamente los agentes de KA conocen la operación. Así que o somos alguno de nosotros, o la gente de Langares o alguien a quien la oficial del caso se lo haya comentado.

—¿Me estás acusando de haber filtrado a los ingleses la existencia de la Operación Gentleman? —preguntó ofendida Langares, mirando directamente a la cara a su contrincante y subiendo los brazos como si estuviera en un combate de boxeo.

—No te ofendas. En cualquier investigación interna, como sabes, nadie está libre de sospecha.

—Puedes lanzarme todos los golpes bajos que quieras e incluso poner en cuestión mi integridad, pero no te permito que eches tu mierda sobre mi gente.

—No he hecho eso, solo…

—No te vuelvas atrás —le interrumpió— y asume tus palabras.

El director intervino para apaciguar los ánimos. Prefería que hubiera competencia entre su gente, pero en ese momento no tenía ganas de peleas.

—Ese tema lo debatiremos más adelante.

—No creo que haya habido una filtración interesada —dijo el secretario general tomando partido por su amiga Ela—. En cualquier caso nos vendrá bien contar con el apoyo de los ingleses. Lo que tenga que pasar, pasará en Inglaterra.

—Eso es verdad —señaló Ela, que intentó reconducir el tema—. Tengo que comunicaros un dato que apunta a que el asunto se está acelerando: Van Gogh ha desaparecido en Roma.

—¿No le estábamos siguiendo? —preguntó el director, adelantándose a los nuevos comentarios hirientes que iba a lanzar Santana.

—Sí, pero desapareció en el Coliseo.

—Lo que nos faltaba. Primero nos da esquinazo en Madrid y luego en Roma. Vaya con los agentes de KA.

—No es culpa de ellos. En Roma únicamente teníamos dos agentes y antes de que llegara el refuerzo se esfumó por arte de magia.

—Espero que al agente infiltrado no le hayan pillado.

—No. Al día siguiente de ser contratado por Smirnov, le ha acompañado a un viaje a Bali y todo sigue su cauce. Con Van Gogh desaparecido, si el atentado se produjera en los próximos días, el ruso tendría una coartada perfecta estando a miles de kilómetros.

—¿Qué ha ido a hacer tan lejos? —preguntó Santana.

—Tiene un amigo asentado en Bali e intenta abrir negocios. Suena a pretexto para alejarse de Europa y del atentado.

—Nos llevan mucha ventaja —intervino Borja—. Les estamos siguiendo los pasos, pero vamos demasiado lentos. Confiemos en que en los próximos días consigamos buena información. El problema ahora, director, es qué hacemos con los ingleses.

—Han nombrado un responsable de la operación, un tal Nigel Brown, el jefe de Antiterrorismo del MI5. Va a venir a Madrid para ponerse al día del caso.

—Creo, director —intervino Santana—, que lo lógico sería que nombraras oficial del caso a su igual en el CNI. Es hora de que los de las divisiones de Inteligencia participemos activamente en esta operación, que en otras manos no ha avanzado.

—Podría ser una solución —dijo Cámara—, pero me han pedido que si es posible desearían que su contacto con nosotros fuese Langares.

—Las cosas no deben funcionar así —protestó Santana.

—Me lo ha pedido el director del MI5 y me ha parecido bien, dado que ella es la que ha llevado el caso hasta ahora.

—¿No sabías nada de esto, claro? —preguntó suspicaz Santana dirigiéndose a Ela.

—Conozco a Brown desde hace mucho tiempo y es normal que prefiera trabajar con alguien de confianza. Siento que no hayan dado tu nombre, Iván.

El director de Inteligencia se revolvió en su asiento, pero prefirió no profundizar en la herida.

—Quiero ser el primero en enterarme de todas las novedades, Langares —dijo el director—. No me fío de ellos. Siempre han tenido un montón de topos en sus filas y es preferible adoptar todas las precauciones.

—Eso pasó en los años de la Segunda Guerra Mundial y durante la etapa de la guerra fría —replicó Borja.

—No me fío y ya está. No obstante, voy a llamar al presidente para contárselo, por si quiere hablar con el primer ministro inglés. Langares, te lo repito: nosotros llevamos la investigación y ellos que nos ayuden. Al menos por el momento, el trabajo es nuestro. ¿Queda claro?

—Completamente.

—Dales la parte de la información en que nos pueden ayudar, pero ocúltales nuestras bazas.

—Imagino que se refiere a que les facilite nuestros datos sobre Van Gogh y Kafka, pero no les diga nada del infiltrado.

—Exacto, pero pon en alerta a nuestras estaciones en Inglaterra y la República Checa para que estén al tanto de todo, por si pudiéramos necesitarles.

Ela y Borja abandonaron al mismo tiempo la sala de reuniones.

—Alucino con su obsesión con los traidores ingleses —dijo Borja—, como si todos los servicios del mundo no hubiéramos tenido topos dispuestos a vender secretos a cambio de cualquier cosa.

—No te extrañes. Hace una semana me pidió que le sacara de la biblioteca de espionaje de mi padre algunos libros sobre el servicio secreto inglés. Uno de los que le traje fue la biografía de Philby.