Ela Langares quedó con Juan Maldonado a las siete de la tarde del viernes, hora en la que la cafetería del Vips de la céntrica calle Velázquez estaría atestada de gente. No era una cita clandestina, pero prefería que nadie se enterara de su interés por hablar con el primer jefe de la División de Inteligencia Exterior del Cesid, que permaneció en el cargo diez años, hasta 1987. Su padre se lo había presentado cuando ella todavía no había ingresado en el servicio y siempre le había parecido un hombre amable e íntegro. Actualmente, Maldonado estaba escribiendo una parte de la historia del servicio, la referida a la época en la que él dirigió el despliegue internacional. Era una costumbre de la Casa: promover que los responsables de épocas pasadas, los que conocían de primera mano los aconteceres diarios, los reflejaran por escrito. Aprovechando ese pretexto, se citó con el setentón de pelo blanco y entradas pronunciadas, que todavía mantenía un buen aspecto físico. Contraviniendo su costumbre, le pareció más apropiado no cambiarse de ropa y acudir a la cita con el mismo traje de señorita bien con el que había ido a trabajar.
—Te agradezco que aceptaras verme tan pronto.
—Mi única ocupación es escribir la historia del servicio y nadie me ha metido prisa. Si fuera por mi mujer, cuanto más trabajo me dierais mejor, porque no le gusta nada eso de tenerme metido en casa todo el día.
—La vida de un oficial de inteligencia es muy complicada.
—Más complicado es dejar de serlo. Espero que no tengas problemas en algún país extranjero, porque con el paso de los años ya han jubilado a todos mis amigos.
—Es algo más particular. Me gustaría preguntarte algunas cosas y pedirte discreción sobre lo que hablemos.
—Eso ya lo tienes. Fui amigo de tu padre hasta que el destino nos separó, pero le sigo teniendo aprecio.
—De él precisamente quería hablarte. Pero antes, dime algo: ¿por qué no formas parte de la Red Durmiente?
—Eso es fácil de contestar. Tu padre y sus amigos son los que mueven el asunto y yo no me llevo bien con ellos. Podría apuntarme, pero ya soy muy mayor para compartir mesa y mantel con gente que no me aprecia.
—Mi padre siempre habla bien de ti.
—Y yo siempre hablaré bien de él, aunque la vida te obliga a decidir y nosotros tuvimos que hacerlo.
—Eso que os enfrentó, ¿tiene algo que ver con la muerte del papa Juan Pablo I?
—¿Te lo ha contado él?
—Me lo dijo hace tiempo —mintió—, pero me gustaría que me dieras tu versión.
—Han pasado muchos años, Ela, algunos detalles los habré olvidado.
—No importa. Por favor, cuéntame lo que recuerdes.
—No tengo problema, si no se lo mencionas a tu padre. Pertenece a la historia y prefiero no removerlo. Ya no tengo edad para nuevos disgustos personales.
—Dalo por hecho.
—Tu padre estaba destinado en Roma como jefe de la delegación. Era hábil, sobradamente listo y sus informes eran interesantes. Se relacionó bien con el servicio italiano y estableció los contactos necesarios para facilitarnos la información que se le requería desde Madrid. En España estábamos viviendo la transición y lo que pasaba en el exterior era poco importante para el Gobierno. Un día nos llegó la filtración de que había una conspiración para matar al papa.
Ela estuvo a punto de mencionar a Badía, pero prefirió no interrumpirle. Esperaría el momento oportuno.
—No le dimos mucha credibilidad, aunque le pedimos a tu padre que investigara. Desde el primer momento se creyó lo de la conspiración, aunque sin ofrecer datos. El mundo de la Santa Sede era tan complicado o más que ahora y había que profundizar mucho para poder enterarte de algo y saber descifrar sus misterios. Tu padre llevaba poco tiempo, no tenía buenos informadores entre el clero y recurrió a pedir ayuda a los servicios amigos. Hasta ahí todo normal. Parecía que había una trama en marcha, pero no disponíamos de pistas para desactivarla. No mucho tiempo después, Juan Pablo I apareció muerto en su cama. Imagínate el cabreo de los altos jefes. Es posible que hubiera fallecido de muerte natural, pero con las sospechas previas nadie se lo creyó. Me obligaron a abrir una investigación interna para saber a ciencia cierta lo que había pasado y entonces fue cuando descubrí que tu padre había tenido una actuación irregular. Nos había informado de que el servicio secreto francés y el italiano disponían de la misma información, pero descubrimos que nunca llegó a tener esos contactos. Además, ambos servicios negaron saber nada de un intento de asesinato. No tengo que explicarte, ahora que eres la directora de Operaciones, la gravedad de su comportamiento.
—Lo entiendo —dijo Ela, alentándole a seguir—. Me imagino que no superó la investigación posterior.
—Nunca explicó la razón de sus mentiras. Yo creí que lo había hecho porque se obsesionó con que la conspiración era real y deseaba que nosotros actuáramos. Y para convencernos, nada mejor que inventarse que italianos y franceses pensaban como él.
—No le expulsasteis.
—Era un buen agente, con una hoja de servicios inmaculada. Un engaño como ese le supuso un frenazo en sus aspiraciones, aunque nunca llegó a contemplarse la expulsión. Yo no lo habría permitido.
—¿Cómo reaccionó mi padre?
—Nunca entendió mi comportamiento. Me decía una y otra vez que no había hecho nada malo, pero yo era el jefe y tuve que adoptar la sanción que creí más justa. Le traje a Madrid y le envié a un despacho perdido a que removiera papeles durante una temporada.
—¿Lo llevó mal?
—Se le pasó en unos meses, creo que gracias a que tu abuelo le apaciguó. De hecho, todavía siguió muchos años en el servicio y, si bien no consiguió escalar grandes posiciones, sí desempeñó puestos interesantes. No volvió a hablarme, como si yo fuera el culpable de lo que le había pasado y no contara su comportamiento irregular en Roma. Eso es todo. ¿Quieres preguntarme algo más o me vuelvo a casa a hacer compañía a mi mujer, que desea todo menos que esté en el sillón viendo la tele?
—Si es por ayudar a tu mujer, me gustaría retenerte otro rato. Tu discreción te ha llevado a no mencionarla, pero sé que en esa operación colaboró una fuente anónima llamada Badía.
—¿Me pides información para ti o para una investigación? —inquirió Maldonado, al que le gustaba hablar del pasado, pero no quería meterse en líos con el CNI.
—Para las dos cosas. En lo que se refiere a Badía, creo que puedo desvelarte que ha vuelto a aparecer.
—Badía, Badía —dijo, rememorando etapas pasadas—. Nunca he podido olvidarle. Unas veces le creía y otras me parecía un loco, un manipulador. Desde que me fui, muchas veces he pensado en ese tipo y creo que sabía de lo que hablaba. Desconozco el motivo de sus llamadas, pero no mentía. Y es comprobable porque sus avisos se materializaron en muertes. Otra cosa es que dude de que fueran asesinatos, aunque tampoco podría garantizar al cien por cien que fueran accidentes o muertes naturales. Puede ser que alguien quiera matar a una persona y que antes de ejecutar sus planes el destino utilice su varita mágica y el objetivo pierda la vida por motivos naturales. Pero cuando sucede dos veces, las posibilidades de una coincidencia empiezan a disminuir.
—Tres.
—Yo solo conocía los casos de Juan Pablo I y de Grace Kelly.
—Pasó lo mismo con Lady Di.
—¿No me digas? —un hombre tan educado empezó a rascarse con un dedo la nariz—, no lo sabía. Desde lo de Grace Kelly hasta lo de Lady Di pasaron… ¿quince años?… quince años sin llamar.
—¿Qué impresión te dio Badía? —preguntó Ela sacando a Maldonado de sus reflexiones.
—Con lo de Juan Pablo I le creí, por eso puse a investigar a tu padre en Roma, aunque cuando llamó más tarde para ofrecer algunos nombres de los conspiradores me pareció un intoxicador.
—¿Te acuerdas de esos nombres? Porque no aparecen en el expediente.
—No, lo siento, pero sí recuerdo que eran tan extraños como un miembro de la Guardia Suiza y un sacerdote.
—¿Le enviaste los nombres a mi padre?
—Lo hice. Recuerdo que por teléfono me habló de la posibilidad de que trabajaran para algún servicio secreto enemigo de la Santa Sede, pero carecía de pruebas. En su siguiente informe solicitó que por si acaso informáramos al nuncio en España de nuestras sospechas. Al director le parecieron pamplinas.
—Ahora sabemos que varios servicios secretos del Este han tenido agentes y colaboradores infiltrados en la Santa Sede. Y uno de ellos estuvo en la Guardia Suiza.
—En aquel momento me pareció imposible. Sabíamos que en Italia las mafias compraban voluntades con dinero o amenazas, pero me pareció difícil creer que se atrevieran a matar al papa.
—¿Mi padre supo que existía Badía?
—Nunca se lo identifiqué, pero estaba claro que teníamos un informante.
—Con la muerte de Grace Kelly, ¿hubo algún factor novedoso?
—Recordaba su participación en el caso anterior. En esa ocasión su información todavía era más genérica. Teníamos un montón de líos en aquellas fechas dentro del Cesid y carecíamos de tiempo y personal para dedicarlo a lo que parecía un mero rumor. Cuando nos enteramos de la muerte de la princesa en un accidente de coche, nadie nos echó en cara la llamada del informante anónimo. Eso sí, recuerdo que cuando llamó Badía intentamos sin éxito localizar el origen de la llamada.
—¿Cambió tu opinión de la fuente?
—No en ese momento, sino mucho después, cuando ya no mandaba Inteligencia Exterior y pude pensar detenidamente sobre los convulsos años ochenta. Creo que ese hombre no mentía. No sé para quién trabajaba o qué pretendía ganar, pero su información era buena. Lo que no entiendo es que desde la muerte de Juan Pablo I hasta ahora han pasado treinta años y Badía debe de ser un jubilado como yo.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ela.
—Jubilado o no, esta vez le hemos creído desde el primer momento. Quizá porque ha aprendido de sus anteriores errores —reflexionó nuevamente y siguió hablando—: En su primera llamada nos puso en la pista de un nuevo asesinato, como había hecho siempre, aunque en la siguiente no se anduvo por las ramas y nos facilitó el nombre y la ubicación exacta del asesino.
—Eso confirma una de mis sospechas: conoce perfectamente el funcionamiento de los servicios de inteligencia. No cambia de alias porque sabe que Badía ya tiene la máxima credibilidad. Después de sus anteriores fracasos, esta vez no quiere fallar. Por eso, os facilita datos concretos para que actuéis y no fracaséis como nosotros.
—¿Pensaste en algún momento que podía ser un impostor?
—¿Alguien que nos estuviera manipulando? —preguntó, y al ver la inclinación de cabeza de Ela continuó—: En mis tiempos, no. Pero si analizamos que adelantó lo de Lady Di y ahora va a por su cuarto caso, no desecharía esa hipótesis. Solo tendría sentido si pretendiera facilitar pistas falsas para despistar o para sembrar dudas sobre los auténticos responsables de los crímenes, por si eran descubiertos. Claro, suponiendo que Lady Di, Grace Kelly y Juan Pablo I no hubieran muerto por accidente o causas naturales. Eso lo sabrás tú mejor que yo. Sin saber sus dos últimas intervenciones es complicado hacer un diagnóstico.
—Gracias, Juan, te agradezco la información.
—No sé si te habré sido de alguna utilidad. Los años te hacen recordar cosas y te borran otras. Para un viejo, es un placer ser de utilidad.
Maldonado se levantó de la silla, le dio dos besos y se marchó. Ela buscó un camarero para pagar, pero tardó un rato en conseguir atraer su atención. Cuando estaba esperando a que le llevara la vuelta, vio regresar a su interlocutor con cara sonriente. Se levantó y le preguntó si se había olvidado algo.
—Me acabo de acordar de una tontería cuando iba de regreso a casa —dijo sin sentarse—. Rememorar viejas historias hace que vuelvan a aparecer viñetas olvidadas, posiblemente porque no son importantes. Pero bueno, como me he acordado de una he regresado a contártela.
Ela estaba tan sorprendida que no se molestó en preguntar nada. Solo escuchó las palabras aceleradas del viejo espía.
—Cuando encargué una investigación sobre las llamadas de Badía en el caso de la muerte de Grace Kelly, el entonces jefe de la AOME me dijo que su mejor hombre en asuntos de telefonía estaba de vacaciones en el sur de Francia.
Maldonado se quedó parado y Ela le animó a seguir.
—No te entiendo, Juan.
—En el momento no supe cómo se llamaba, pero sí que más tarde, por casualidad, me enteré de que tu padre también había estado de vacaciones en el sur de Francia.
—Podía ser una casualidad.
—Eso mismo pensé yo.
Maldonado se dispuso a irse y cuando ya había girado su cuerpo se volvió a Ela.
—Una gran casualidad: Manuel Langares y Roberto Montiel, dos grandes amigos de vacaciones en el sur de Francia. Y juntos.
Un sábado al mes, Ela borraba de su agenda cualquier tipo de compromiso, cogía a su hijo Manolo y se iba a pasar la mañana en la biblioteca del espionaje montada por la Asociación Cultural Red Durmiente en su sede social, que estaba en el primer piso de un edificio antiguo en la carísima calle Ortega y Gasset. Mientras ella mataba el tiempo charlando con los exagentes que pudiera encontrarse, su hijo, en compañía de su abuelo o de Rosa, la bibliotecaria, buscaba un libro para leer en casa y devolvía el que le habían prestado el mes anterior. El magnetismo que el abuelo ejercía sobre su nieto encontraba en aquellas paredes el escenario de ensueño que envolvía sus historias de misterio y espionaje. Manolo hablaba igual de relajado con la bibliotecaria que tanto le maleducaba como con los exagentes desconocidos que se encontraba por allí, a quienes advertía de que «yo de mayor quiero ser espía, como mi abuelo» —no como su madre— y a continuación les pedía que le narraran «alguna de tus aventuras».
Al llegar, encontraron a Manuel Langares jugando una partida de ajedrez con Roberto Montiel en la mesa camilla de la sala de estar de la Asociación. Manolo les saludó efusivamente, obtuvo la promesa de su abuelo de que en un rato buscarían juntos un libro y se fue a ayudar a Rosa a archivar libros. Ela se sentó con ellos a esperar que terminaran la partida.
Les observó detenidamente. Eran dos viejos encantadores y siempre agradables, que cuidaban su aspecto y forma física, como siempre lo hacían los antiguos militares. La cercanía a los setenta años les hacía parecer más inofensivos y les daba una apariencia tranquila y despreocupada, alejada de los problemas banales.
Roberto había pasado tanto tiempo en la casa de sus padres cuando ella era pequeña, que le consideraba un miembro más de la familia. No recordaba una sola fiesta en la que no participara con su mujer, algo huraña y demasiado parlanchina, cuyo fallecimiento estrechó aún más los lazos de amistad entre los dos hombres. Cuando Roberto se jubiló, le narró a Ela muchas de las acciones en que había participado, sabedor de que ella terminaría en nómina de los servicios de inteligencia. Nunca le pareció que ocultara pasajes tenebrosos de su vida, ni que dispusiera de un doble fondo en el corazón. Creía conocerle bien y sabía de su bondad infinita en privado, aunque en el trabajo le consideraban un tipo duro. Pero si tenía ese buen fondo, ¿por qué se dedicaba a organizar asesinatos? Que ella supiera, nunca había llevado un nivel de vida por encima de su modesto sueldo de espía, mayor que el de muchos funcionarios, pero que tampoco daba para tanto. Mientras estuvo en activo, viajó mucho, algo normal en un agente operativo maestro en el manejo de las escobas para detectar micrófonos ocultos y que a su vez escondía micros de última generación allí donde fuera necesario pinchar conversaciones delictivas. No podía imaginarle como un traidor, aunque los mejores agentes dobles eran personas capaces de asumir dos vidas antagónicas sin que su propia familia lo descubriera. No obstante, dedicarse a asesinar era algo que chocaba con la tradicional mentalidad de los oficiales de inteligencia, dispuestos a cualquier cosa, pero no a quitar la vida a sus semejantes.
Estaba segura de que los Lamon no tenían secretos entre ellos y que su larga experiencia en el espionaje les había incapacitado para engañarse el uno al otro. Cada uno dormía en su casa y el resto del tiempo lo compartían casi por completo. Dirigían la Red Durmiente juntos, se reunían con otros exagentes para conversar de los viejos tiempos, jugaban al ajedrez y viajaban por España y el mundo para buscar libros antiguos sobre espionaje y reunirse con asociaciones afines. Ela lo sabía porque su padre le contaba sus actividades sin darle demasiados detalles, que hasta ese momento le habían parecido carentes de interés. Ahora bien, si su padre colaboraba en las actividades delictivas de Roberto, ¿qué ganaba con ello? Dinero seguro que no, pues sus ahorros —mucho mayores de lo que ella habría supuesto— los había invertido en la asociación, que disponía de una solvencia económica fuera de toda sospecha. Hacerlo por diversión le parecía una tontería, porque supondría que se le habría ido la olla al mismo tiempo que a Roberto. También era factible que estuvieran chantajeándole, pero creía que si se diera el caso había acudido a ella para contárselo. No era un hombre débil ante la adversidad y su dignidad no le permitiría aceptar que alguien le utilizara a su antojo como un juguete de desecho.
Para colmo, estaba lo que había descubierto el día anterior en su conversación con Maldonado. La actuación de su padre en la muerte de Juan Pablo I había sido inapropiada, pero comprensible si le había cegado la voluntad de salvar la vida del papa. Lo que no entendía es qué hacían los dos juntos cerca de Mónaco en las fechas en que Grace Kelly fue asesinada. Maldonado le dijo que podía ser una casualidad y si no lo puso por escrito en su momento debió de ser porque así lo creía. Pero entonces, ¿por qué se lo contó?
Viéndoles mover enérgicamente las fichas del ajedrez, obsesionados los dos con atacar, aunque simularan defenderse, intento imaginarles reuniéndose con Smirnov o su lugarteniente Misha. Dos mafiosos rusos encargándoles un trabajo a dos exagentes tan mayores… le pareció una barbaridad. Quizá había sido al revés: su padre y Roberto podían haberles contratado para matar al nieto de la reina Isabel si alguien a su vez les había contratado a ellos. Se lo había comentado Daniel y no le parecía una idea descabellada. Sin embargo, eso confirmaría que los dos habían estado haciendo ese tipo de encargos desde hacía mucho tiempo.
La investigación de la Operación Gentleman había destapado que al menos una persona sin identificar se había reunido con el asesino Van Gogh durante las horas en que había dado esquinazo a los agentes de KA. No habían sido Smirnov y Misha, pues ambos estuvieron por separado bajo control todo ese tiempo. Carecían de pistas sobre el tercer hombre —como habían denominado a Philby en Inglaterra durante muchos años—, porque nadie vinculado a la operación sabía lo del retrato robot de Roberto y su íntima amistad con su padre.
Deseaba fervientemente estar equivocada. En cualquier caso, no podía hablar en el CNI de Roberto sin desvelar cómo se había cargado la prueba. Si lo mencionaba, los Lamon acabarían en prisión y ella, tras ser apartada del caso, debería someterse a una sesión de interrogatorios, la obligarían a pasar por el polígrafo para constatar su lealtad y finalmente sería relegada a un despacho perdido, si es que no la expulsaban. No podía descifrar lo que estaba pasando, todo le parecía una locura, pero debía actuar intentando protegerse a sí misma y cuidando de esos dos viejos obsesionados con el ajedrez.
—Creo, papá, que Roberto te ha derrotado.
—Todavía no.
—Entrégate, ya no tienes salida.
—Haz caso a tu hija, Manuel —dijo su amigo—, te molesta perder, pero esta vez he ganado yo.
El padre refunfuñó algo ininteligible y volcó la figura negra del rey.
—Hija, hoy no me has dado suerte.
—Pero reconocerás que es agradable jugar mientras te contempla una mujer tan guapa —añadió Roberto.
Ela llevaba un pantalón vaquero pitillo, con botines negros y una camisa rosa, de la que normalmente llevaba desabrochado un botón más.
—Gracias, Roberto, pero ya sabes que me gustan los jovencitos de dieciocho años y de dos en dos.
—Hija, no seas bruta.
—No te asustes, papá. He pensado que quizá me podríais echar una mano, pero no al escote, Roberto. Estamos llevando a cabo una operación con el servicio secreto inglés y creo que entraña algunos riesgos.
El amigo de su padre intervino el primero.
—Fracasado mi enésimo intento de ligar contigo, si en cualquier otra cosa te podemos ayudar dos viejos jubilados —se sacó la dentadura postiza y ante la cara de asco de Ela volvió a colocársela—, estaremos encantados de hacerlo, aunque hace tiempo que solo nos dedicamos a nuestra empresa, y menos mal que tenemos técnicos jóvenes que hacen perfectamente el trabajo.
—No te hagas el anciano. El caso es que el desarrollo final de la operación que no os puedo contar tendrá lugar en Londres y me preocupa qué hacer si alguno de los implicados es español.
—¿Qué más te da su nacionalidad? —intervino su padre, manteniendo las distancias sobre el tema concreto—. Los delincuentes son ciudadanos del mundo y cumplen las penas donde les pillan, si es que les pillan.
—Estoy segura de que les vamos a pillar —lanzó ella, desafiante— y al ser ciudadanos españoles me da rabia no poder hacer nada para evitar que se pasen el resto de sus vidas encarcelados fuera de su país.
—Cuando alguien actúa como no debe —dijo Roberto, en la misma línea que su amigo—, tiene que saber los riesgos que corre.
—Tenemos una fuente secreta en España que nos informa de los pasos que están dando —soltó sin darle demasiada importancia—, y otra en Praga que nos ha facilitado información muy detallada.
Los dos hombres esta vez guardaron silencio. Ela notó que dudaban.
—Me gustaría poner fin a la operación antes de que se escape de las manos del CNI, pero no va a ser posible. Es un asunto que con los ingleses de por medio puede acabar de cualquier forma.
—Lleva tu trabajo hasta el final —señaló su padre—. Eres la jefa de Operaciones y tienes que cumplir con tu deber sin pensar en las consecuencias. Los sentimientos son para la vida privada.
Ela entendió que su padre debía mantener esa postura, aunque por un minuto dudó de que realmente supiera que estaba hablando de la conspiración para matar al príncipe inglés.
—Hace años hubo una operación extraña, que seguramente no tiene nada que ver con esta. Quizá vosotros oísteis algo en su día —se frenó un momento, les contempló y siguió hablando—: La muerte de Grace Kelly.
Roberto no tardó en responder, aparentemente como si la guerra no fuera con ellos.
—No tengo ni idea, pero imagino que en la investigación de esa muerte el servicio español no pintaría nada.
—¿Qué tiene en común el accidente de coche de una princesa con el caso que te traes entre manos? —preguntó Manuel.
Ela había enseñado veladamente sus cartas y estaba segura de que los dos habían entendido su advertencia.
—A lo mejor son tonterías… Olvidaos de lo que os he dicho. Me voy a buscar a mi hijo, que Rosa debe de estar de él hasta las narices. Papá, luego venimos a buscarte para que le ayudes a buscar un libro.
Se levantó decidida, dejándoles con la palabra en la boca, y salió rápidamente de la habitación. Una vez en el pasillo que llevaba al despacho de Rosa, a un lado de la biblioteca, y antes de entrar a recoger a su hijo, sintió la necesidad de dar unas caladas. No fumaba, aunque en el bolso nunca le faltaba una cajetilla: si repentinamente le entraban las ganas y no podía o no quería aguantarse, como era el caso, tenía el vicio al alcance de la mano. La conversación había cumplido sus expectativas, pero no era lo mismo mandar un serio aviso a un delincuente que hacerlo con los Lamon. No se arrepentía de haber hablado con ellos, así nunca podrían echarle en cara que no les había advertido. Dudaba si había hecho bien mencionándoles el tema de las fuentes. Seguro que desconocían la existencia de Badía y del checo que había seguido a Roberto, pero esperaba haberles asustado lo suficiente para retirarles del caso. Lo de mencionar a Grace Kelly era un tiro al aire: era demasiada coincidencia que los dos estuvieran juntos en Francia cuando la princesa perdió la vida, aunque le costaba imaginárselos trucando los frenos del coche.
Siguió dando caladas a su pitillo antes de entrar a recoger a su hijo y se fijó en las fotos antiguas que estaban colgadas en la pared. En una de ellas, en blanco y negro, colocada en un sencillo y escueto marco de madera, había un grupo de civiles y militares durante la Guerra Civil. Uno de los primeros era Kim Philby y otro de los segundos, su abuelo. Tomó la decisión de ir a visitar al primer Manuel Langares lo antes posible.
Dentro de la habitación que hacía las veces de centro social de la Red Durmiente, Manuel Langares y Roberto Montiel se quedaron charlando tras la partida precipitada de Ela.
—Tu hija nos quiere mucho, pero la hemos metido en un buen lío —dijo Roberto—. La tía es más dura que un árbol de quinientos años.
—Nos ha avisado, pero todavía no sabe qué tenemos que ver con su caso. Y lo ha hecho con una claridad que efectivamente demuestra que nos quiere, pero que, si nos pilla, al trullo que nos vamos.
—Ha jugado de farol. Está investigando casos pasados y se ha debido de encontrar con nuestros nombres. Descubrió lo tuyo con Juan Pablo I y a partir de ahí está haciendo cábalas.
—Lo de que tiene una fuente en Praga no creo que sea un farol.
—Claro que lo es —dijo Roberto autoconvenciéndose—. Se encontró con tu pifia en Roma y nos ha lanzado mentiras intentando descubrir verdades.
—Era un riesgo que no habíamos calculado. Tenemos que guardar todas las precauciones. Si se entera de a qué nos dedicamos, daremos al traste con la operación, precisamente cuando ya queda tan poco para ejecutarla.
—Tiene la mosca detrás de la oreja, pero no sabe nada. Ela manda la división de Operaciones del CNI, es muy lista y no podemos infravalorarla. Deberemos tenerla en cuenta en cada uno de nuestros próximos movimientos.
Ela llevó a su hijo a casa y le dijo a su marido que se iba a dar una vuelta. En las escaleras procedió a cambiar la tarjeta del teléfono móvil y en cuanto estuvo en la calle marcó el número de Jordi Montañez, el exagente que ahora tenía una empresa de detectives, con el que cenó en la reunión de la Red Durmiente.
—Jordi, soy Ela Langares.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué tal te va todo? ¿Es una llamada privada u oficial?
—Necesito que me hagas un trabajo, por el que te pido que me cobres.
—Ya sabes que no lo haré.
—Ese tema lo trataremos más adelante. Desde hace varias semanas noto raro a mi padre, no sé lo que le pasa.
—¿Te preocupa por algún motivo?
—No es algo concreto, pero le conozco y algo tiene. No sé si es el juego, una secta, una mujer o —pensó en decirle «está planeando matar a un príncipe inglés»— mi paranoia de hija, pero algo hay. Me gustaría que alguien de tu gente le vigilara durante unos días y salir de dudas.
—Yo le veo normal, pero si tú quieres le seguiremos los pasos el tiempo que haga falta.
—No sé si esto tiene algo que ver con Roberto. Pero me gustaría que por si acaso le vigilarais a él también. No será mucha más investigación porque casi siempre están juntos.
—Vale, si te sirve para quedarte tranquila. Ya verás que no hay nada.
—Por favor, nadie debe enterarse y mucho menos ellos. Si son cosas mías, lo archivaremos y ya está.
—Me pongo a ello y te mantendré informada.
Ela respiró hondo. Tenía que hacer frente a una conspiración, en la que estaba consiguiendo escasos avances, invadida por sus problemas personales. No era únicamente que su padre y Roberto estuvieran en el ajo, sino que su amante se había convertido en uno de los elementos decisivos para evitar el asesinato del príncipe inglés.
Era la primera vez que Cristóbal Cabanas, reconvertido en Ramón Díaz, viajaba en primera clase en el avión que le llevaba a Bali. A sus treinta y dos años, no había disfrutado de los lujos que ofrecía el dinero, pero nunca los había echado de menos. Ese día había empezado a probar el jamón de jabugo y creía que cuando le dieran tocino ya nunca lo disfrutaría. Se sentía feliz recostado en el amplio sillón mullido, con varios mandos adosados a los brazos, plagados de botones cuya utilidad desconocía. Al llegar se encontró en el asiento con una pequeña bolsa de viaje llena de productos y no se había resistido a quitarse los zapatos y ponerse unos pequeños calcetines tobilleros. El viaje a Bali era largo y se agradecía cualquier tipo de comodidad. Sobre todo teniendo en cuenta que en el mismo vuelo viajaban cuatro de sus compañeros, que ocupaban asientos en la sufrida clase turista.
Junto a Cabanas, en el asiento de ventanilla, en otro de esos tronos articulados, viajaba Semyon Smirnov, que había entregado la chaqueta de su traje a la azafata.
—No entiendo cómo la gente puede hacer viajes tan largos en clase turista. Acabas con los músculos entumecidos, las piernas deformadas y dolor en el cuello. Es la sensación de que eres una oveja encerrada en una jaula.
—Esta es la primera vez que viajo así —reconoció el ahora Ramón— y la próxima vez que lo haga en turista será peor, por que me acordaré de los que estarán viajando como duques.
—¿Te gustan las duquesas?
—¿Que si me gusta quién? —preguntó desconcertado.
—Hombre, las duquesas, esas señoras que todos pensamos que viven mejor que nadie, pero que luego pasan más miserias que muchos. Te lo digo yo que conozco a unas cuantas.
—No recuerdo haber conocido a ninguna. En cualquier caso, me refería a la gente de dinero que puede permitirse cualquier capricho.
—¿Te molesta que algunos tengamos dinero y otros no lo tengáis?
—No he querido decir eso. Llevo la vida que he escogido y no me quejo. Otros tienen más suerte.
—Todos tenemos dosis de suerte parecida, pero unos se lo trabajan más que otros. Espero que a pesar de tu juventud no seas de esos que consideran que habría que matar a los ricos y repartir sus bienes entre los pobres.
—No me gusta la política. Creo que lo importante es disfrutar de la vida.
Smirnov era uno de esos tipos que al hablar tocaba inconscientemente a la persona a la que se dirigía. El brazo derecho de Ramón, el más próximo a su jefe, era el principal objeto de sus llamadas de atención.
—No me has contestado a lo de si te gustan las duquesas. —Golpe en el brazo.
—Es que no conozco.
—Quiero decir si te gustan las mujeres ricas. —Nuevo toque.
—Tampoco he frecuentado esos ambientes.
—Pero puestos, ¿te gustan las ricas jóvenes o viejas? —Otro golpe, que provocó que Cabanas se alejara del reposabrazos.
—Depende de cada una.
—¿Le haces ascos a algo?
—No me gusta hablar de mí.
—Venga —dijo Smirnov, a quien le divertía el tema—, que de algo tenemos que hablar durante un viaje tan pesado.
—Todos le hacemos ascos a algo.
—¿Vas mucho al gimnasio?
—Casi todos los días, siempre que puedo.
—Se nota —le tocó la pierna—, tienes la carne muy dura.
Ramón no respondió e intentó armarse de paciencia. Quedaban más de siete horas de viaje y tendría que aguantar todos los comentarios soeces del mafioso. Más le valía aprender a sonreír y no dar rienda suelta a sus deseos de darle un puñetazo en la boca del estómago.
—Imagino que a las mujeres les encantarán los tipos macizos como tú, que llevan un pistolón en la cintura —siguió Smirnov.
—Hay de todo.
—En Bali hay mujeres fantásticas. Delicadas, suaves, con una belleza muy especial. Ya te presentaré alguna. ¿No le harás ascos a un buen polvo?
Ramón le siguió la corriente a su jefe. Estaba claro que para él las mujeres eran objetos de usar y tirar.