MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 6)
Mayo de 1954
Dos años después del asesinato del general nazi, recibí una llamada en la que palabra por palabra me dieron la clave de contacto acordada con Philby.
—¿El señor de la casa? —preguntó un hombre que al hablar remarcaba las erres al estilo del norte de Europa.
—Sí, ¿quién llama?
—Tengo un amigo que piensa que Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros.
—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre —recité como un autómata.
—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim.
Esperé unos segundos, pero no añadió nada.
—Dígame qué más quiere.
—Mañana en la explanada del monasterio de El Escorial, a las ocho de la tarde —y colgó.
Kim había regresado a España y quería verme. Pero en esta ocasión no utilizaba como intermediario a Mike Tower.
Me desplacé a El Escorial con suficiente antelación para dar una vuelta de observación por el pueblo antes de la cita. Philby había sido sospechoso de trabajar como doble agente para el KGB y a pesar de la impotencia del espionaje inglés para demostrarlo, sería extraño que no intentaran controlar cada uno de sus movimientos.
Había visitado unas cuantas veces El Escorial en verano y se abarrotaba de turistas entusiasmados de pasear por sus empinadas calles de piedra o por dedicar la mañana a ascender al monte Abantos. Sin embargo, estábamos en primavera, todavía no había terminado el curso escolar y había poca gente por la calle.
Cerca de las ocho dejé mi paseo, atravesé unos jardines rodeados de desniveles —tú, Ela, de pequeña los llamabas los jardincillos— cercanos al Hotel Floridablanca, donde me había hospedado varias veces, y bajé por una de las pendientes más pronunciadas del pueblo hasta la explanada del monasterio. Recuerdo que había un grupo de chicos con abrigo y pantalón corto echando un partido de fútbol, varias parejitas paseando sin hacerse demasiados arrumacos —ya sabes cómo eran aquellos tiempos— y algunos jubilados sentados en los bancos de piedra. Nada que ver con la marabunta que se formaba en julio o agosto de personas que se acercaban a visitar la octava maravilla del mundo, levantada con muchísimo esfuerzo durante veintiún años, en la segunda mitad del siglo XVI, por Felipe II y que daba cobijo a las sepulturas de muchos reyes de España.
Sin olvidar las precauciones de anteriores citas, comencé a buscarle en el perímetro del monasterio —la edificación ocupaba más de 33.000 metros cuadrados—. La cita en las afueras de Madrid me parecía un acierto, por lo que entrañaba de dificultades para los seguimientos. Sin embargo, consideré demasiado arriesgado reunimos en una explanada tan grande, sin árboles, en la que era complicado pasar desapercibido. Media hora después de caminar en distintas direcciones, todavía no le había avistado. Empecé a preocuparme: quizá había detectado algo extraño y había abortado el encuentro. Decidí esperar un rato más, pero en lugar de moverme, permanecí cerca de la enorme entrada principal, donde era bien visible. No tardó mucho en acercárseme un hombre joven, entre los veinticinco y los treinta años.
—Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros —me dijo arrastrando las erres.
Le miré sorprendido y respondí.
—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre.
—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim.
Philby no iba a venir y me había mandado un enlace extraño. De aspecto famélico, cara chupada y ropa desgastada, parecía un chico del pueblo sin un duro en el bolsillo. Era como Oliver Twist o los protagonistas desarrapados de los cuentos de Charles Dickens. ¿Cómo le habría encontrado Philby?
—¿Sabes quién soy? —le pregunté intentando tranquilizar mis dudas.
—No, señor —respondió bajando la cabeza—. Me dijeron que le llamara diciendo esas frases.
—¿Tú quién eres? —continué con mi interrogatorio directo.
—Tengo una historia para contarle.
—¿No te han dado una carta para mí?
—No, señor, me dijeron que le hablara. No haber sido seguro.
Opté por seguirle la corriente. Le animé a que anduviéramos un rato para no llamar la atención, aunque por su aspecto corría el riesgo de que se me muriera por el esfuerzo.
—En Moscú dieron el teléfono y las frases.
—¿Qué has dicho? —pregunté levantándome el cuello de la cazadora en lo que inicialmente era un gesto frente al frío, pero que también pudo ser un deseo de ocultarme ante lo que acababa de escuchar.
—Que en Moscú dieron… —repitió siguiendo mis órdenes, pero sin comprender lo que se me pasaba por la cabeza.
—Ya, ya. O sea, que has venido de Moscú.
—Sí, señor, llegué hace un mes al puerto de Barcelona en el barco Semíramis.
—¡Dios santo! —proferí sorprendido—. El buque que traía a los soldados de la División Azul que combatieron con los nazis en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial. Pero todos esos soldados liberados que habían estado en campos de trabajo son bastante mayores que tú. Ah, claro —exclamé cayendo en la cuenta—: eres uno de los niños de la guerra que envió la República a Rusia y que ahora han decidido regresar.
Me miró con ojos apagados y siguió con el discurso que le habían preparado y que debía de haber repasado durante las semanas que llevaba en España.
—Sí, señor. Fui huérfano durante la Guerra Civil y fui a Rusia. Allí crecí y ahora regresé.
—No lo dices con alegría, aunque no te conozco como para saber cómo te expresas cuando estás contento. ¿Estás enfermo, te pasa algo? —me interesé por primera vez por su salud.
—Estar bien, señor —dijo pronunciando pausadamente, como si de esa forma le diera tiempo a elegir las palabras, porque hablar español parecía una tarea complicada—. La vida es dura en Rusia. Mucha hambre, mucho trabajo. Estar bien. Me dijeron que le hablara para ayudarme.
Me preocupó eso de que le habían dicho en Rusia que contactara conmigo y para hacerlo le hubieran dado la clave que teníamos Philby y yo, una clave secreta, una clave nuestra y de nadie más. Al menos, eso pensaba… hasta ese momento.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le pregunté.
—Señor, me dijeron que aquí investigarme y usted hacer que me quedara. Quiero vivir aquí. Aquí vivir mejor —dijo en tono de súplica, tras pararse y mirarme por primera vez a los ojos.
—Eres español, Franco ha aceptado que vuelvas y te va a dejar vivir en paz. ¿Qué es lo que temes? ¿Quién te da miedo?
—Me investigarán, señor —nuevamente la erre arrastrada—. Si lo hacen no poder quedarme y usted ayudar.
—¿Por qué si te investigan no podrás quedarte? —pregunté empezando a temerme lo peor.
—No sé, señor.
—¿Cómo te llamas? —tomé la iniciativa en el esclarecimiento de unos hechos que no había forma de que me contara.
—Cándido López, señor.
—¿Dónde vivías antes de ir a Rusia?
—En El Escorial, señor. Pero mis padres viajar mucho en la guerra.
—¿Naciste aquí?
—Sí, señor.
—¿Cómo se llamaban tus padres?
—Raimundo y María de la Concepción.
—¿Es verdad eso o me estás mintiendo?
—No mentir, señor.
—Entonces cambiemos el enfoque. ¿Qué has hecho en Rusia todo este tiempo?
—Trabajar en una fábrica, señor.
—En una fábrica ¿de qué?
—De metales, señor.
—¿Por qué has querido regresar?
—No gustar Rusia, señor.
Le escuché atentamente contestar a mis interminables preguntas. Eran respuestas frías, certeras y con sentido, aunque sin contenido. Estaba bajo los efectos de algún trauma físico o psíquico u ocultaba algo. Un interrogador avezado llegaría rápidamente a esa conclusión. Aunque en ese momento no se daban las circunstancias para descubrir nada.
—Cándido —le dije mientras seguíamos paseando por los alrededores del monasterio, con la tenue luz de algunas farolas que se acababan de encender—, me gustaría que me concretaras cómo puedo ayudarte.
—No querer regresar a Rusia, señor.
—Si todo lo que me has dicho es verdad, no regresarás. Dime otra cosa —seguí ante su falta de respuesta—, ¿quién te dijo que te pusieras en contacto conmigo?
—No sé quién, señor —contestó, y le creí.
—Pero algo debió de decirte.
—Decirme que él era amigo de un amigo suyo. Que usted entender y ayudar.
Tardé tres días en contarle la reunión a Luis Montiel. Estábamos en el inmenso parque del Retiro, adonde habíamos llevado a nuestros dos hijos de catorce años a montar en bici —uno de los pasatiempos preferidos de tu padre—. Sentados en un banco próximo a un camino de arena, con gente paseando a nuestro alrededor, la charla quedaría entre nosotros y sería más suave su reacción cuando le contara que Philby me había traicionado: «Te lo dije, te lo dije». Tras narrarle la historia, su respuesta me sorprendió:
—Philby ha sido más listo que los dos —dijo incluyéndose en un paquete del que yo era casi el único responsable— y hay que reconocer que es un maestro del engaño. Admiro a los profesionales que saben invertir su tiempo en convencerte de algo auténticamente falso y en todo momento hacen gala de su caballerosidad.
—No te entiendo, Luis —respondí, sorprendido por su actitud tranquila.
—Esto es como el baloncesto. Al enemigo siempre hay que concederle con deportividad los puntos que ha metido en la canasta por sus propios méritos en ataque o por nuestros fallos en defensa. Cuando llegamos al descanso, comprobamos el resultado y, si vemos que nos ha dado una buena paliza, reconocemos que su táctica ha sido mejor que la nuestra y buscamos qué hacer para contrarrestarla.
—No podemos hacer nada para hacerle frente… bueno, yo no puedo hacer nada, que soy el responsable de haberme puesto en manos del servicio secreto ruso, para quien evidentemente trabaja Philby, a quien yo falsamente creía mi amigo.
—Los dos estamos en el mismo equipo —dijo Luis manteniendo el autocontrol—. Así que deja de flagelarte y sigamos con el análisis de la situación. Estamos en el descanso del partido, porque está claro que a esta historia le queda mucho para terminar. Durante la primera parte su juego nos ha tenido engañados, pero ahora al menos sabemos qué pretenden él y sus amigos rusos. Inicialmente podemos hacer poco para que no sigan encestando, pero sí está en nuestras manos cambiar la defensa para minimizar los daños.
Se quedó pensativo mirando a algún punto del horizonte, mientras yo vigilaba que los salvajes de nuestros hijos no atropellaran con sus bicicletas a las chicas de su edad que pasaban por su lado.
—Imagino que ya trabajaba para los rusos cuando me conoció en la Guerra Civil —intervine tras un rato de silencio—. No creo que todavía le hubieran alistado en el servicio inglés. Un día le pillé en un bar con dos agentes británicos, lo que puede demostrar que hizo sus primeros acercamientos en España.
—¿Crees que tu amiga lady Frances lo sabe?
—Esa no sabe nada. Creo que se arrancaría la piel de pensar que se la ha acariciado un espía ruso.
—Es un tipo listo ese Philby. Se hace amigo tuyo, comparte sus influencias y cuando consigue entrar en el espionaje inglés mantiene la relación y la utiliza para irte camelando poco a poco.
—Sería genial si no fuera porque soy el tonto de la película.
—Déjate ya de remordimientos y sigamos reconstruyendo el engaño.
—Me cuenta que dirige la sección Ibérica del SIS durante la Segunda Guerra Mundial y me ayuda a quitar de la circulación a dos espías españoles que trabajaban para la Embajada en Inglaterra.
—Te hace un favor, aunque en Londres él se apunta una buena canasta —siguió con el símil baloncestístico.
—Luego me pide los datos para matar a Canaris, aunque al final no llevan a cabo el trabajo.
—Eso es lo de menos, porque consiguió hacerte dar un nuevo paso: le granjeaste información sensible para tu país.
—Ya sé que no soy una monjita.
—Ni yo tampoco, pero si no reconocemos cómo actúa, no sabremos cómo contrarrestarle.
—Está bien. Más adelante me ofrece ayuda para infiltrar agentes en la Unión Soviética…
—Siempre bondadoso, te convence de la bonanza de llevar a cabo acciones… Perdona. Sigue, Manuel.
—Llevo tres días dándole vueltas al caso y me siento fatal. Le doy dos nombres. Un profesor que viajó con los niños de la guerra a Moscú y la secretaria de nuestro embajador en Londres. Ahora sé que le transmitió los nombres a los rusos y que mataron al profesor por mi culpa.
—Por tu ignorancia, no por tu culpa. No pudiste evitarlo porque Philby te engañó.
—¡Tanto que me engañó! La secretaria debe de vivir como una reina en Rusia con su padre y su hermano y su madre tiene una tienda en Erandio pagada por el servicio. Y toda la información que nos pasaron durante años será más falsa que un juego de magia. Debería avisarlo…
—No vas a avisar nada a nadie. Deja que esa información duerma en los archivos y no pasará nada.
—No me pasará nada a mí —maticé disgustado.
—De momento, eso es lo que importa. Primero tenemos que salvar nuestro pellejo y luego ya veremos. Sigue con la historia.
—Salvar nuestro pellejo —repetí pensativo—, pero ya nadie podrá salvar al pobre profesor que mataron en Rusia por mi culpa…
—¿Quieres dejarlo —ordenó haciéndome reaccionar— y seguir con la historia? Que no tenemos todo el día y los niños antes o después se hartarán de las bicis.
—Está bien —acepté con disgusto—. Después avanzó un paso más y tras pedirme…
—Tras pedirnos —matizó.
—Es verdad. Tras pedirnos que localicemos a un criminal nazi, al que teóricamente buscaban los ingleses, nos ofrece que le liquidemos.
—Me lo ofrece a mí porque necesito dinero —dijo dándose un golpe de reprobación en la cabeza—. Le ponemos en bandeja que nos tenga agarrados por los cojones.
—Porque liquidamos al nazi y cobramos el dinero.
—Seguro que tiene fotos o pruebas de lo que hicimos.
—A estas alturas del partido, no me cabe duda. Sobre todo por la aparición en escena de ese tal Cándido López.
—Hay que reconocer que ahí Philby y sus amigos rusos han estado finos. Nos mandan a un niño de la guerra, de los pocos que vinieron en el Semíramis acompañando a los de la División Azul, para que le garanticemos que no le devuelvan a Rusia.
—En nuestra charla no pude interrogarle bien, pero sé que oculta algo.
—Claro que oculta algo: por propia voluntad o forzado es un topo del servicio secreto ruso, que debe de tener algún fallo detectable en su historia y quieren que nos ocupemos de que se quede a vivir libremente en España.
—Pretenden que traicionemos a nuestra patria.
—Si no lo hacemos, desvelarán la identidad de los responsables del asesinato del nazi. O sea, nosotros.
—Estamos metidos en una buena.
—No veo escapatoria. Philby ha pasado el control sobre nosotros a sus jefes rusos y él se ha retirado. ¿Has intentado ponerte en contacto con él?
—He llamado a Mike, pero solo he hablado con Susan, su mujer. No me ha devuelto la llamada.
—De momento tenemos que seguirles el juego, pero debemos empezar a buscar vías de escape. El control de los pocos niños de la guerra que han llegado lo tenemos en el Alto, por lo que podemos preparar a Cándido para el interrogatorio y aconsejarle cómo debe actuar. Con un poco de suerte se librará.
Finales de octubre de 1955
(casi año y medio después)
Tengo guardados en una carpeta, que debe de estar en algún sitio de casa que no recuerdo, un ejemplar de los principales diarios ingleses del 25 de octubre de ese año. Ya estaba seguro de que mi amigo Kim Philby era un agente doble, pero me produjo un intenso impacto emocional leer en medios de comunicación, con titulares de tamaño exagerados, de esos que les encantan a los ingleses, que era «el tercer hombre» —de una trama en la que los dos primeros eran Burgess y Maclean.
Desde que conocí a Cándido López intenté ponerme en contacto sin éxito con Philby. Me costó hablar con Tower, pero cuando mi insistencia consiguió que me devolviera las llamadas, me reconoció que «nuestro amigo» estaba bajo control las veinticuatro horas del día por agentes del MI5, los encargados de cazar a los topos. Cualquier contacto con él sería un suicidio para cualquiera y más para mí, que trabajaba en otro servicio secreto.
—Kim me ha transmitido —me contó Mike durante un encuentro posterior en Madrid— que al final le absolverán de esas acusaciones injustas, pero que le han impregnado de una grasa viscosa que pringa a cualquiera que se le acerque. También dice que si te mandara una carta, te llamara por teléfono o intentarais veros, él no tendría nada que perder, pero tú pasarías a ser también sospechoso de trabajar para los rusos.
Habían pasado muchos meses y todavía me producía escalofríos esa frase de Mike pronunciada con intención de tranquilizarme: sería sospechoso de trabajar para los rusos. No le contesté, porque ya sabía su traición a Gran Bretaña y a mí. Preferí mantener la imagen de ingenuo. ¡Qué bonita palabra es ingenuidad! Cuando en realidad debería haber dicho tonto, simple, imbécil, gilipollas… Debían de llevar tanto tiempo riéndose de mí… cavando con suma paciencia, pala a pala, a lo largo de muchos años, el hoyo negro en el que finalmente me metí. Me iba poniendo pequeños cebos que fui picando, sin la más mínima presión, hasta convertirme en un agente ruso como él. Si Kim no quería verme, era para no estropear su trabajo de tantos años, una labor de marquetería fina que nos había convertido a Luis Montiel y a Manuel Langares en dos colaboradores forzosamente fieles de los rusos. Dos colaboradores a los que ya se les había exigido ayudar a otro topo a alcanzar su objetivo. No teníamos alternativa, nos tenían chantajeados sin siquiera amenazamos. Por suerte fue muy fácil preparar a Cándido para un interrogatorio que llevó a cabo el propio Luis, que se había presentado voluntario para el trabajo.
En el futuro vendrían más peticiones. Si ya habíamos asesinado y habíamos colado a un topo ruso, cualquier otra cosa que nos pidieran tendríamos que cumplirla para que no nos delataran.
En la carpeta que tengo con los recortes de los diarios de ese 25 de octubre también metí la declaración oficial, publicada unos días después, del ministro de Exteriores Harold Macmillan, en la que aseveraba que «no hay pruebas contra Philby». Yo las tenía, podía demostrarlo. Pero si no quería acabar en la cárcel y pretendía que mi mujer, mi hijo y mi madre vivieran una existencia tranquila, debía callar y aceptar lo que viniera.
Septiembre de 1956
—Tengo un amigo que piensa que Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros —dijo la misma voz que me había llamado hacía dos años y que arrastraba las erres.
—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre —recité de memoria.
—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim.
—Te escucho.
—¿Nos vemos para discutirlo en el bar de la esquina?
—Allí estaré.
Cándido López, el niño de la guerra, había reaparecido. Desde que le conseguimos la inmunidad para quedarse a vivir en España, no había dado señales de vida. Tenía su dirección, su centro de trabajo, pero sus peripecias no me despertaban el más mínimo interés. Imaginé que, libre de toda sospecha, se pondría en contacto con grupúsculos comunistas que actuaban clandestinamente en España. Siempre había temido encontrármelo en algún seguimiento y verme obligado a hacer un informe falso sobre sus actividades. Estaba convencido de que en algún momento alguien le entregaría un transmisor de radio para ponerse en contacto con Moscú y poder recibir y enviar información secreta. Sin embargo, ni Luis ni yo podíamos hacer otra cosa que no fuera rezar para que pasara desapercibido. Si era detenido y le hacían cantar, ante la presión de los interrogadores daría nuestros nombres y se vendría abajo la obra de teatro que estábamos escenificando.
Cándido reaparecía dándome una de las tres claves establecidas por si necesitaba algo. «Quedar en el bar de la esquina» significaba que el encuentro sería al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar que la primera vez que nos encontramos. Esta vez decidimos adoptar más precauciones. Luis se encargaría de montar la contravigilancia durante el encuentro. Si alguien nos fotografiaba juntos a Cándido y a mí o me seguían tras el encuentro, Luis lo detectaría y actuaría para destapar al intruso.
Como siempre, llegué a la cita antes de la hora y comencé a pasear por la explanada del monasterio de El Escorial. Había mucha más gente que en el encuentro anterior. El verano todavía no había concluido y muchos aprovechaban para pasear por los alrededores o mantener una tertulia junto a las estatuas.
No tardé mucho en verle. Estaba en la misma puerta de entrada en la que nos habíamos encontrado la primera vez. Su aspecto había mejorado notablemente. Ya no parecía un ladroncillo a punto de quitarte la cartera y salir corriendo. Sus mejillas estaban sonrosadas y sus brazos, al aire por la manga corta, presentaban algo de carne. Sin saludarle empecé a andar recorriendo el exterior del monasterio.
—Necesito ayuda, señor —fue lo primero que me lanzó.
—Ya me lo imaginaba —respondí ásperamente—. ¿Qué problema tienes?
—No es por mí, es para dos amigos, señor.
—Ya has hecho amigos en España —exclamé—. Eso quiere decir que te va bien la vida.
—Sí, señor. Vivo con mi tío y su familia y tengo un trabajo. La ayuda es para dos amigos que vienen a España en unas semanas, en un barco llamado Crimea que traerá desde Rusia a cientos de españoles.
Estuve a punto de pararme, pero recordé que era mejor seguir andando, cambiando de dirección, para que Luis pudiera detectar a cualquiera que nos estuviera controlando.
—Ya conseguí que te quedaras aquí y ahora me pides ayuda para otros dos. De eso nada —respondí enfadado.
—Le pido lo que me ha dicho el amigo de Moscú de su amigo, señor.
—¿Quieres dejar de llamarme señor de una vez? —le dije molesto.
—Perdone, señ…
—Lo que hice contigo no creo que pueda volver a hacerlo.
—¿Lo que hizo conmigo? —preguntó cambiando su tono apocado por uno más agresivo—. Quiere decir lo que hicieron usted y su amigo el se… su amigo Montiel.
—¿Quién te ha dado ese nombre? —pregunté agarrándole por la camiseta.
—Déjeme —espetó intentando oponer resistencia, una actitud ridícula observando su endeblez.
—No me toques las narices, niñato, que me tienes harto. —Y le solté para evitar llamar la atención.
—El amigo de Moscú de su amigo dice que entenderá y hará lo que le pida.
—¿Y si no hago caso? —respondí cambiando la dirección de nuestros pasos.
—Dice el amigo de Moscú…
—De mi amigo. ¿Quieres no repetirte? Que tu español ha mejorado bastante.
—Todavía me cuesta hablarlo. Dice que dejará de meter dinero en una cuenta de Suiza y se enfadará muchísimo.
—¿Dinero en una cuenta de Suiza? ¿Pero de qué coño estás hablando? —Ahora sí que me había descolocado.
—He escrito en esta hoja —me la entregó— el banco y el número de la cuenta que está a nombre suyo y de su amigo el señ… de su amigo Montiel.
Guardé el trozo de papel de aspecto sucio en el bolsillo del pantalón, sin mirarlo. Seguí andando, un poco más rápido, sin saber qué decir. Tuvo que correr para ponerse a mi altura. Nuevamente pasábamos cerca de la puerta principal, que estaba en la fachada oeste, orientada al monte Abantos.
—No hemos pedido este dinero —balbuceé.
—Yo no sé de eso. Es el amigo…
—Vale. Si finalmente decidimos ayudar a tus amigos, me tendrás que decir quiénes son.
Cándido se alejó con sus andares desgarbados camino del pueblo y yo seguí paseando por la explanada de arena del monasterio. Busqué a Luis, pero no le encontré. Eso significaba que algo había ocurrido. Fui al bar del Hotel Floridablanca, con ventanales a la calle, y me acomodé en la barra a esperarle. Tardó más de una hora en regresar.
—El tipo no ha ido solo —me dijo en cuanto se sentó a mi lado.
—No me jodas —respondí espontáneamente.
—Otro joven de su misma edad os ha estado siguiendo y cuando os habéis separado le he seguido y se han encontrado. No tiene pinta extraña, más bien parece un chico del pueblo, alguien a quien ha captado.
—¿Quién puede ser? —pregunté incómodo.
—Seguro que es algún comunista. Lo único que ha hecho ha sido seguiros, pero sin intentar fotografiaros. Creo que quería verte la cara, por si algún día tiene que intervenir en algo.
—Esto se pone feo, Luis. Cándido me ha pedido ayuda para otros dos niños de la guerra que van a llegar en un buque que traerá a cientos de repatriados que ya no quieren vivir en Rusia.
—¡Madre mía! —exclamó—. Nos enviaron a Cándido de avanzadilla para comprobar que podíamos conseguir que se quedara y ahora mandan otros dos topos.
—En el barco seguro que hay muchos más infiltrados, pero en Rusia deben de estar especialmente interesados en que estos dos consigan quedarse.
—Estos rusos son unos hijos de perra. Ahora el tema de quedarse en España va a ser enormemente más complicado. Las medidas de seguridad están más organizadas. Primero tienen que pasar por una Delegación de Repatriados de Rusia, que les ayudará a arreglar sus papeles y que ha alquilado unas oficinas en la calle Orense. De allí les enviarán a un local de la calle Goya, donde funcionarios del Centro de Investigaciones Especiales, que también se acaba de crear, les someterán a un tercer grado.
—No sabía nada.
—Porque no estás en los equipos que se van a integrar en el proyecto. Te aseguro que vamos a montar un filtro de lo más complicado para saltárselo. La policía se va a encargar de los interrogatorios, nosotros vamos a dirigir las investigaciones y la CIA va a estar controlando el proceso y contrastando cada dato, porque tienen información de primera mano sobre lo que pasa en Moscú.
—¿Los de la CIA se han colado?
—Están más obsesionados que nosotros con los rojos y quieren obtener toda la información que puedan sobre Rusia.
—Tenemos un problema y más gordo de lo que piensas.
—Más malas noticias no, por favor —dijo mientras le pedía un gin-tónic al camarero.
—Los rusos nos han abierto una cuenta numerada en Suiza.
—Lo que nos faltaba —respondió pesaroso—. Si no nos tenían suficientemente agarrados por los cojones, ahora nos llenan de dinero.
—No sé cuánto hay, pero está claro que cada vez que hagamos algo nos ingresarán unos buenos billetes. Lo malo es que deberíamos hacernos los locos, con lo bien que me vendría el dinero.
—No digas tonterías, que ya metimos la pata por mi obsesión para que mi padre no perdiera su casa.
—No le demos vueltas al pasado y veamos cómo podemos engañar a la vez a la policía, al Alto Estado Mayor y a la CIA.
—Vamos a llenar España de espías rusos indetectables. Si algún día nos invaden las hordas comunistas, van a tener una quinta columna fantástica dándoles cobertura. Y la habremos ayudado a montar tú y yo.
—La alternativa es que nos entreguemos a nuestros jefes, nos metan en la cárcel y Franco firme nuestra sentencia de muerte por traidores.
—Esa no es una alternativa. Vamos a jugar, pero algún día, confía en mí, podremos vengarnos.
—Tal y como están las cosas, me temo que no veré ese día.
En septiembre de 1956, Philby viajó a Beirut para convertirse en el corresponsal en Oriente Medio de The Observer y The Economist. Me enteré por casualidad, gradas a un agente inglés destinado en Madrid a quien comenté que había conocido a Philby durante la Guerra Civil y mi enorme sorpresa de que un periodista condecorado por Franco pudiera ser un agente del servicio secreto soviético. Me contó que nadie había podido demostrar su falta de lealtad y que él personalmente siempre había confiado en su inocencia. No supe si era convencimiento real o un intento de que yo tomara partido, algo que no hice. Después me desveló en tono jocoso, distanciándose del personaje, que se había ido a Beirut, «pero no como hombre del SIS, sino como periodista, si es que se acuerda de cómo se trabaja en esa profesión».
Philby se había largado al Líbano sin contestar a los mensajes que le había transmitido a través de Tower. Había desaparecido pasando mi ca directamente a sus jefes del KGB en Moscú. Es como si me hubiera dicho «Te he engañado como he querido y ahora arréglatelas como puedas».
Esos pensamientos negativos me corroían el 28 de septiembre, cuando me desplacé al puerto de Valencia para participar en la bienvenida al vapor Crimea, que transportaba cerca de mil refugiados que habían acabado en Rusia por diversos motivos y que ahora deseaban regresar a España. La Cruz Roja Internacional, respaldada por su sección española, había conseguido que esos niños de la guerra, excombatientes republicanos y exiliados de diversos tipos pudieran regresar a su país. Franco aceptó de mil amores, pues suponía un gesto público internacional de perdón, en un momento en que la sublevación interna era escasa y no suponía un peligro para las fuerzas de seguridad.
Luis Montiel jugaría un papel importante en el proceso de indagación al que sería sometido cada uno de los repatriados. Como miembro del Alto Estado Mayor con experiencia en el asunto, le había sido fácil integrarse en el CIE, en el que compartiría trabajo con la policía y la CIA. Bajo la responsabilidad máxima de nuestro jefe de la División de Contrainteligencia, se habían formado cinco grupos de investigación, integrado cada uno por tres miembros.
Nuestro único objetivo era que al menos uno de los dos «recomendados» del KGB cayera bajo su parcela. Habíamos decidido, para no dar demasiadas alas a los rusos, que intentaríamos salvar a uno y que el otro se buscara la vida solo. Hacíamos nuestro trabajo, pero transmitíamos el mensaje de que todo no estaba a nuestro alcance, algo que siempre hay que dejar claro a los controladores hambrientos de resultados positivos.
Ese día me enviaron a Valencia al frente de un equipo de quince agentes con el objetivo de comenzar a detectar situaciones extrañas que se produjeran en la llegada de los refugiados. Numerosos policías presentes harían también informes, junto a los agentes de la CIA desplazados sin autorización expresa, pero que en España se movían como en cualquiera de sus repúblicas bananeras. Como incentivo para que les dejáramos participar en la búsqueda de infiltrados comunistas, se habían ofrecido a pagar todos los gastos de la operación el tiempo que durara, empezando por el alquiler de los locales, siguiendo por los desplazamientos de todos los afectados y acabando por las máquinas de escribir y hasta los folios.
Mi misión allí me permitía moverme libremente para tratar de identificar a los dos topos del KGB. Se llamaban José Revuelta y Antonio Ruiz y desconocía todo sobre ellos, incluido su aspecto. Decidí ponerme junto a las mesas donde unos funcionarios les pedían a los exiliados los primeros datos. Fue un proceso tedioso de varias horas, que me permitió ponerles cara a los dos y sacar una primera conclusión: Antonio Ruiz, a primera vista, podía haber nacido en cualquier sitio menos en España. Quizá fuera español, pero por su apariencia los interrogadores sospecharían de él.
Decidimos apostar por Revuelta, con la esperanza de que la historia de su vida montada en Moscú por los del KGB pudiera sostenerse. En el tiempo que pasó desde el 28 de septiembre hasta que les tocó pasar por los interrogatorios del CIE, Luis maniobró inteligentemente y con sigilo para que el topo cayera en su grupo de trabajo.
Fue a finales de diciembre cuando José Revuelta apareció en el piso de la calle Goya. En una habitación con barrotes en la ventana fue interrogado por un policía de la secreta acostumbrado a tratar con comunistas, pero que con el paso de las anteriores semanas había ido modulando su mal carácter y agresividad para adaptarse al comandante Montiel, un duro espía militar mucho más sibilino, y al experimentado y desconfiado agente de la CIA, un norteamericano de origen hispano que hablaba español con suave acento caribeño.
Revuelta se pasó horas y horas describiendo cada ínfimo detalle de su vida. Huérfano de padre y madre, recordaba pocas cosas de su niñez en Asturias. Su mente recobraba la luz tras su llegada a Rusia: su estancia había sido triste, con estrecheces y mucho abandono. Con frecuencia el policía le cortaba sus narraciones para pedirle los detalles más extraños, buscando contradicciones, pero también con la intención de obtener información sobre su estancia en Rusia que pudiera ser contrastada posteriormente por el agente de la CIA. Cada dos horas, aproximadamente, paraban a descansar y a tomar algo. Momento en el que Luis, que seguía la conversación con el de «la compañía» en otra sala gracias a un micrófono, pasaba la cinta a transcribir para que en el menor tiempo posible pudieran estudiar la declaración con más detenimiento. A veces, mientras escuchaban sus palabras, el americano, que había estudiado detalladamente la vida en Rusia gracias a la buena información de que disponía su agencia, escribía una pregunta en una hoja que un conserje le pasaba al policía para que se la formulara inmediatamente al interrogado.
Era un trabajo apasionante, pues cada exiliado que entraba en la sala de interrogatorios era un posible topo y entre ellos tres debían desenmascararle. Luis me comentó que los dos días que estuvieron con Revuelta fueron los peores de su vida. Cruzaba los dedos a escondidas para que no metiera la pata, intentaba quitar hierro a sus dudas y cuando creía que estaban a punto de pillarle intentaba desviar la atención del americano. ¡Un lío, vaya!
Finalizados los largos interrogatorios, ninguno de los tres miembros del grupo detectó nada excepcionalmente extraño, aunque había lagunas, vacíos de tiempo, datos vagos, que decidieron investigar más profundamente. Unos días después, estuve un rato con Luis. Estaba como si hubiera dado a luz: «Creo que puede salvarse».
Mil novecientos cincuenta y siete fue el año en que tu padre aprobó el examen de ingreso en la Academia General Militar de Zaragoza. A la primera, algo de lo que no muchos podían presumir. Fue un cambio importante en mi vida, pues analizándolo con la perspectiva que ofrece el paso de los años, me doy cuenta de que dejé de verle como a un niño pequeño y me encontré con un tío hecho y derecho. Iba a ser militar como yo y quizá también espía.
Eso ocurriría a partir de mediados de año. Durante los primeros meses, siguió la investigación del CIE sobre los exiliados. Le llegó el turno a Antonio Ruiz, el otro topo por el que el KGB había mostrado interés y que nosotros habíamos abandonado para centrarnos en Revuelta. Pasó por el mismo trámite, más duro si fuera posible, pero los integrantes del grupo que le investigó no detectaron inicialmente nada sospechoso, a la espera de la ulterior investigación más detallada.
Aunque Ruiz había sido interrogado casi dos meses después que Revuelta, los integrantes del equipo decidieron dar el visto bueno para su estancia en España, sin prevenciones, en el mes de marzo. Había fallado en mi primera impresión. Por suerte, nadie se enteró de mi mal ojo. Nos quedamos tranquilos, pues eso suponía que el topo se había salvado por sus propios méritos y los del KGB, aunque la información privilegiada de que disponíamos nos permitiría apuntarnos el tanto. Porque de lo que estábamos seguros es de que los rusos no tenían acceso al proceso de investigación, pues carecían en ese momento de redes influyentes en nuestro país. Para destacar nuestro papel, monté un buzón muerto en el bosque de la Herrería, cercano al monasterio de El Escorial, y le coloqué un mensaje a Cándido López anunciándole la decisión que todavía no sabía nadie.
A principios de mayo, Luis me contó el giro que se había producido en el asunto de Revuelta. La CIA había formulado una serie de nuevas preguntas para el exiliado. Llamado nuevamente a Madrid, le pidieron detalles sobre una operación de menisco que le habían practicado en Moscú, el nombre del hospital, la planta y el número de habitación. Con todos esos detalles aparentemente inocuos, los americanos descubrieron que la operación había sido efectuada en un ala concreta del hospital reservada a agentes del KGB.
El policía propuso inmediatamente detenerle y el agente de la CIA respaldó su moción. Luis opinó lo contrario: «Este tipo está convencido de habernos engañado. ¿Por qué no le dejamos volver tranquilamente a Oviedo? Le seguimos, le controlamos y cuando entre en actividad nos guiará a otros miembros de su red». Lo comunicaron a sus superiores y la propuesta fue aceptada.
Unos días después, volví a cargar el buzón de contacto de El Escorial. El mensaje fue corto: «José Revuelta se queda. Ha sido descubierto, pero han decidido darle cuerda para pillar a toda la red». Seguro que en Moscú, cuando Cándido López les radiara el mensaje, considerarían que éramos unos agentes tan buenos como Philby. Pero nos estábamos metiendo cada vez más en un pozo del que difícilmente podríamos salir victoriosos sin magulladuras.