Nacido en Ámsterdam, la misteriosa ciudad holandesa de aguas estancadas, invadida por pequeños puentes que entrelazan calles tenuemente iluminadas, ideales para escenas de amor o muerte, a Gomarus le llamaron Pieter, un nombre que siempre le había sonado duro como la roca. Tras comenzar su carrera de crímenes, un inculto policía de algún país perdido de África le bautizó con el apellido del único personaje holandés que conocía, el pintor Van Gogh. Pero, desde que había sido descubierto por el CNI en Madrid, todos le llamaban Pepe, el nombre sencillo y fácil de recordar que utilizaban los servicios de inteligencia españoles para denominar a sus objetivos mientras controlaban sus pasos.
Los miembros del equipo de la División de Apoyo Operativo que llevaban tras él varios días habían sido informados de que se apellidaba Gomarus y de que su alias era Van Gogh, pero lo mismo les daba cómo se llamara: estaban hartos de Pepe. Gámez, Ostos, Echauz, Salas y hasta su jefe Trías nunca habían hecho turismo por Madrid de una forma tan intensa, pesada y continua. Tampoco habían ejecutado un seguimiento a un sospechoso tan despreocupado por su entorno, al menos aparentemente. Todos los objetivos, antes o después, miraban hacia atrás, intentaban identificar a través de los cristales de los escaparates rostros vistos anteriormente o daban vueltas sin sentido en el coche para confirmar que nadie les seguía. Las estadísticas aseguraban que más de una tercera parte de las personas vinculadas a operaciones especiales —espías, colaboradores, killers, fuentes…— terminaban volviéndose paranoicas, sintiendo que alguien les vigilaba. Este Pepe pasaba de ellos, aunque ninguno había olvidado que un killer nunca se transforma de la noche a la mañana en un canguro para bebés.
En esa extraña situación, los miembros del equipo codiciaban la suerte de Carballo, que les había abandonado momentáneamente para cumplir otra misión, que debía de ser muy importante, pues ninguno había conseguido la más mínima información sobre ella. En una operación tediosa, la posibilidad de acción de los demás siempre producía envidia.
Esa mañana, como todas las anteriores, Pepe salió del Hotel Wellington y no aceptó el taxi ofrecido por el portero. Prefería desplazarse por la ciudad en autobús o metro, esperando su llegada pacientemente en las paradas correspondientes. Para colmo de aburrimiento —para sus perseguidores, claro— había sacado un billete en el Bus Turístico que recorría el centro de la ciudad, mostrando lugares emblemáticos como la estatua de Colón y parando cerca de visitas obligadas como el Museo del Prado. Cada vez que se subía al transporte público, dos agentes le acompañaban y los coches de seguimiento se activaban para mantener el contacto visual.
Pepe se bajó del autobús y caminó tranquilamente en dirección al famoso reloj de la Puerta del Sol. Pero en cuanto llegó al recinto y divisó el edificio del siglo XIX, aceleró el paso y se acercó a la boca del metro, sin hacer caso a un hombre de chaleco fluorescente color pistacho que le ofreció comprarle oro. A cincuenta metros le seguían Gámez y Salas, que iban abrazados como dos novios.
—Atención —les gritó el jefe Trías cuando a lo lejos detectó que Gomarus iba a entrar en el metro—, A. G. y E. S., daos prisa, acercaos lo más posible a Pepe. D. O. y B. E. —Ostos y Echauz—, seguidles lo más rápidamente posible.
Cuando la supuesta parejita bajó las cuidadas escaleras del metro de Sol y entraron en el enorme vestíbulo no encontraron a su objetivo. Podía haber subido por las escaleras mecánicas en dirección a otra salida a la calle o podía haber entrado en el metro.
—Pepe no está. O ha regresado a la calle o está dentro —informó Salas aparentemente hablando sola, pero en realidad haciéndolo hacia el microtransmisor que llevaba adosado a un botón de su camisa—. Propongo que nosotros entremos en el metro y que otros cubran la salida a la calle.
—Perfecto —respondió Trías—, seguidle en el interior y D. O. y B. E. buscadle por las calles cercanas. Yo paso al metro.
Salas y Gámez metieron sus billetes de metrobús por la máquina de control y se encontraron con cuatro posibilidades: tres líneas de metro y el tren de cercanías. Informaron a su jefe.
—Separaos —respondió Trías, que estaba todavía en la boca de acceso a la estación—. Coged deprisa las líneas 2 y 3, yo iré a la 1.
Los tres agentes corrieron, ya sin ningún disimulo, en la dirección que marcaban las señales colgadas del techo y en las paredes. Echauz fue a la derecha, a la línea 2, La Elipa-Cuatro Caminos, la más cercana y que no necesitaba utilizar escaleras mecánicas. Gámez bajó hacia la línea 3, Villaverde Alto - Moncloa. Trías, que llegó medio minuto más tarde, se tropezó con un señor trajeado en las escaleras, pidió disculpas y siguió corriendo hasta que vio en la pared un enorme letrero con el número 1. A la derecha marcaba el acceso en dirección a Pinar de Chamartín y a la izquierda hacia Valdecarros. Un poco más adelante había un cartel con las estaciones de metro del recorrido, pero no lo miró. Dudó unas milésimas de segundo y optó por ir hacia Valdecarros. Mientras corría, escuchó por el miniauricular que sus dos agentes anunciaban que no habían encontrado al Pepe. Cuando llegó al andén, un tren salía en dirección contraria. Se fijó con detenimiento y descubrió en un vagón a Gomarus.
—Pepe se nos ha escapado, va en dirección a Pinar de Chamartín —alertó—. Los coches a Gran Vía, que es la siguiente estación, hay que controlar todas las bocas de salida del metro. Los que estamos en Sol, nos vemos en la puerta por la que hemos entrado.
—Sabía perfectamente que le estábamos siguiendo —concluyó Salas cuando se encontró con su jefe de equipo.
—Ha tenido tres días para identificar a los integrantes del equipo y aburrirnos con sus recorridos por la ciudad. En el momento en el que ha querido nos ha dado esquinazo. Ahora es imposible saber si se bajará en Gran Vía o en cualquier otra estación: ha desaparecido. Hay que avisar a la central: lo que había venido a hacer a Madrid lo hará en un rato.
En el edificio Estrella del complejo del CNI, cerca del despacho del director, había una sala para comidas de trabajo. Era una especie de reservado no excesivamente elegante y algo frío, en el que además de la mesa de comedor de madera y ocho sillas, había un conjunto formado por un sofá y varios sillones para tomar el aperitivo o el café. El director Ricardo Cámara había invitado al secretario general Borja Romero, a la directora de Operaciones, Ela Langares, y al director de Inteligencia, Iván Santana. Sus ocupaciones del día no le habían dejado hueco para tratar sobre la Operación Gentleman y había decidido ponerse al día mientras degustaba comida casera.
—Langares, ¿qué sabemos del asesinato de Kafka? —pregunto directamente en cuanto se sentaron a la mesa.
—El equipo que mandamos regresó sin nada concreto. Por su parte, la policía de Praga no ha encontrado ni una huella que les pueda llevar a los asesinos y como han descubierto que era un killer se han relajado, atribuyendo el caso a un ajuste de cuentas.
—¿De lo que te contó no sacamos nada útil?
—Confirmamos la operación, pero poca cosa más. Nos dijo que había un español en la operación, que fue el que intentó encargarle el caso, pero desconocía su aspecto. —Langares obvió mencionar el retrato robot que le habían enviado desde Praga y que marcaba a Roberto Montiel, el amigo de su padre.
—¿Kafka dijo todo lo que sabía sin problemas?
—Bueno, sin problemas, sin problemas, es mucho decir. Tuvimos que convencerle de que para él era mejor hablar.
—Ya sabes que no quiero conocer ese tipo de detalles —Cámara la frenó con un gesto de la mano—, basta con que me des la información.
—Por supuesto —dijo Ela, al mismo tiempo que dirigía una mirada cómplice a Borja—. Le soltamos cuando le habíamos exprimido bien todo el zumo.
—¿Hay novedades sobre Van Gogh? —preguntó siguiendo matemáticamente el guión que se había trazado antes de la comida, para que no se le escapara ningún detalle del caso.
—Por Badía y Kafka sabemos que le han encargado matar a uno de los nietos de la reina Isabel, pero hasta esta mañana era el perfecto turista que visitaba Madrid. Digo hasta esta mañana, porque ha despistado al equipo que le estaba siguiendo y está en paradero desconocido.
—No me lo puedo creer. Un solo hombre ha engañado a nueve agentes. Un error imperdonable.
—Estoy de acuerdo —corroboró Santana—, ese tipo de fallos no son admisibles.
Borja Romero guardó silencio. El error era de los agentes de su amiga Ela y debía salir del atolladero sin su ayuda.
—Estamos ante un asesino profesional especialmente diestro y peligroso. El porcentaje de objetivos que nos dan esquinazo no llega ni al uno por ciento, pero lo importante no es que se nos haya escapado ahora, sino que impidamos que lleve a cabo su trabajo.
—¿Por qué no avisamos a la Guardia Civil para que le detengan o le secuestramos y le obligamos a hablar? —preguntó el director, deseoso de mostrar quién llevaba la iniciativa.
—No sería mala idea —intervino Romero— si no fuera porque no hay motivo para que le detengan y si nos lo llevamos nosotros seguro que no nos contaría nada.
—Es preferible tenerle bajo vigilancia —continuó Ela controlando la situación—, en lugar de quemarle y que manden a otro a quien no conozcamos.
—Eso es lo que yo pensaba, pero quería escuchar vuestra opinión —respondió cínicamente Cámara—. Sobre los otros tipos, Smirnov y Bogdanov, ¿cómo ha avanzado la investigación?
—A Bogdanov, al que todos llaman Misha, le tenemos bajo vigilancia. Es un tipo duro, muy peligroso, que está permanentemente alerta pero desconoce que escuchamos sus conversaciones. Vive solo, no se fía de nadie y es extremadamente leal al empresario, que es quien le paga un sueldo desorbitado por su trabajo.
—Lealtad comprada —especificó Borja.
—Muy bien comprada. Misha vive cada hora del día al servicio de Smirnov.
—¿Estamos controlando al empresario? —Nuevamente era el director quien seguía con el interrogatorio.
—Desde que nos enteramos, le estamos sometiendo a vigilancia, pero no hemos podido entrar en su casa porque tiene instalado un sistema de vigilancia ultramoderno y siempre hay gente dentro. No obstante, nos preocupa poco porque el control sobre su lugarteniente nos está dando buenos resultados.
—¿Seguro que ellos contrataron a Van Gogh?
—Todo apunta a que sí. Cuando descubrimos a Misha siguiéndole, debía de ser un control previo al encuentro, que me temo se debe de estar celebrando ahora por una tercera persona, que no es el ruso, pues le tenemos bien vigilado y no ha salido de su oficina.
—Langares —preguntó preocupado el director—, ¿cómo vamos a avanzar en el caso?
—Ya hemos encontrado la vía para penetrarles. Nos hemos enterado de que han despedido al guardaespaldas que protegía a Smirnov. No sabemos los motivos, pero eso nos abre las puertas de su organización.
—Les vamos a meter un topo —añadió Borja.
—Bien —dijo más tranquilo el director—, si les colamos un agente será un gran progreso. ¿Podremos hacerlo?
—Ya tenemos al hombre idóneo —señaló Ela sabiendo que Cristóbal lo podía hacer muy bien, pero dudando de que para ella fuera el tipo ideal para el caso—. La agencia que les busca escoltas es una de las más importantes del sector. Por suerte, está dirigida por Roberto Santos, un antiguo agente de KA, que nos dejó para ganar más dinero en la vida civil. Tenemos buenos informes de él y le hemos pedido que le apoye para conseguir el puesto. A él le da igual y a cambio conseguirá que le devolvamos el favor más adelante. Es la suerte de tener agentes serviciales en empresas privadas.
—Si lo conseguimos, el panorama cambiará —indicó Borja.
—Antes, director, necesito que me autorice a utilizar un recambio.
—¿Un recambio? ¿Qué es eso?
—Cuando metemos a un agente en un entramado hostil, no podemos dejar que actúe con su propia identidad. Necesitamos dotarle de una nueva personalidad cien por cien creíble, que supere todas las investigaciones posibles. Se trata de resucitar a un muerto para que la vida que no vivió la adopte uno de nuestros agentes.
—¿Tenemos tiempo para eso? —puso pegas Cámara.
—En la División de Acción Operativa hay recambios listos para ser utilizados. Se requiere más tiempo del que disponemos, aunque esto es una urgencia y como tal actuaremos. Pero este tipo de acciones exigen la firma del director.
—Cuenta con ello, después de la comida te lo firmaré.
—¿De Badía sabemos algo? —inquirió Borja.
—Nada. Nos puso en la pista y luego se esfumó. Espero que si algún día le necesitamos vuelva a aparecer. Su nombre está registrado en el archivo de fuentes y tiene una credibilidad máxima.
—¿Quién podrá ser ese Badía? —preguntó el director.
—Alguien con acceso a asuntos muy importantes. —Nuevamente calló la información que tenía, en esta ocasión para no implicar a su abuelo y su padre, aunque deseaba que ambos estuvieran al margen de la Operación Gentleman.
—¿Qué le puede mover? —siguió Cámara su interrogatorio a Ela.
—Lo desconozco. Nunca ha cobrado ni ha pedido nada a cambio.
—Mejor, ese dinero que nos ahorramos —añadió el director haciendo una gracia.
—Alguien que no cobra, ya sea en metálico o en especies, puede traer problemas. Preferimos abonar los servicios prestados, aunque sea simbólicamente, porque así establecemos un vínculo con el colaborador. Si alguien se compromete de esa forma, le tenemos liado para siempre.
—Director —intervino Santana—, creo que este es el momento adecuado para que la operación pase a manos de una división de Inteligencia, especializada en dirigir este tipo de misiones.
—¿Dudas de mi capacidad? —preguntó ofendida Ela.
—Por supuesto que no, pero cada uno tiene un trabajo y llevar las operaciones corresponde a Inteligencia. La parte operativa os tocará siempre a vosotros.
—Esta es una situación excepcional y hasta ahora va bien. ¿Por qué cambiar? —dijo Ela dirigiéndose al director.
—De momento no introduciremos modificaciones —sentenció rápidamente el director para cortar el enfrentamiento—. El único matiz es que ha llegado el momento de informar al presidente del Gobierno.
—Como tú veas —respondió Borja—. Ya sabes que cuanto más tarde se enteren los políticos, mejor para la investigación.
—Corremos el riesgo de que en algún momento pase algo y prefiero que lo sepa por mí. No os preocupéis, el presidente es una persona muy discreta y nos apoya incondicionalmente. En el momento en que lo descubran los ingleses, el asunto se va a liar y prefiero que el presidente nos dé previamente su apoyo.
—¿Estás pensando que el Ministerio del Interior quiera quedarse con el caso?
—En cuanto se enteren, sin duda lo intentarán, alegando que los que participan son delincuentes y ellos son los competentes para perseguirlos. Pero también se meterán los del Ministerio de Asuntos Exteriores, que querrán organizar reuniones informativas para después venderles el favor a los del Foreign Office. Así que evitad que nadie lo sepa y antes ganemos al presidente para nuestra causa.
Borja, Ela e Iván guardaron silencio. Los tres conocían las motivaciones políticas de Cámara.
Esta vez Ela ni lo dudó. Se había dado cuenta de que el director retrasaría todo lo posible el momento de informar al MI5. Ni siquiera se atrevió a mencionarle el tema, pues conocía sobradamente lo que pensaba. Pero sabía que para hacer frente al asesinato de un personaje en territorio inglés era imprescindible contar con la ayuda de sus colegas. Y cuanto antes estuvieran preparados, mejor.
—Hola, Nigel —le dijo al jefe de Antiterrorismo cuando le telefoneó desde el móvil con su tarjeta de prepago—, creo que ha llegado la hora de que forméis parte de la tripulación. Esperad un par de días y abarload vuestro barco. Las olas están creciendo y si no actuamos va a ser imposible hacer frente al tsunami.
Pieter Gomarus subió al tren en la estación de metro de Sol cuando tuvo la certeza de que sus perseguidores no podrían darle alcance. Se bajaría en la primera parada, entraría en los aseos, haría un rápido cambio de apariencia, saldría de la estación, tomaría un taxi y se dirigiría a la pequeña y discreta marisquería O’Grove, situada en la calle Fernán González, en el barrio de Retiro. No necesitaba llevar notas ni consultar mapas: dos días antes había recorrido dentro de su ruta turística parte del camino y tenía una memoria visual envidiable. En la información que le había enviado Douglas tras cerrar el trato telefónicamente, le facilitó el día, la hora y el lugar en Madrid en el que se celebraría la reunión en la que le ampliaría los detalles de la operación. Solo acudiría, eso lo dejó meridianamente claro, si habían ingresado en su cuenta de las islas Caimán el anticipo correspondiente al cincuenta por ciento de la cantidad pactada, lo que efectuaron sin contratiempos cuarenta y ocho horas después. En los siguientes días se dedicó a estudiar todo tipo de mapas de Madrid y las costumbres de sus habitantes. Planificó una estrategia con todos los riesgos incluidos, que le impulsaba a comportarse en cada momento como si estuviera en territorio hostil. Esa actitud tan precavida le había valido para no volver a una cárcel desde su detención en Congo, cuando era mercenario. Se sintió preocupado cuando un grupo de hombres y mujeres comenzaron a seguirle e incluso entraron en su habitación y posiblemente le instalaron micrófonos y cámaras. Después, le mosqueó la aparición de un hombre que también le vigilaba y que no parecía tener relación con los anteriores. No obstante, él les llevaba ventaja, porque hacerse el ingenuo era una de sus mayores virtudes. Los cuerpos de seguridad policiales y los servicios de información tendían a creerse los más listos del universo, sobre todo frente a un hombre solo que aparentaba no enterarse de nada.
Durante varios días, sin bolsos o mochilas encima para no dar la imagen de que ocultaba algo, se dedicó a visitar la ciudad, siempre andando o utilizando transporte público. Eso provocaba que sus perseguidores, trabajaran para quien trabajaran, no pudieran fiarse de sus vehículos y tuvieran que seguirle a pie, lo que entrañaba que si ellos tenían que verle para poder controlarle, él pudiera verlos a ellos. Esa debilidad le permitió desaparecer en el momento preciso. Se había escapado tantas veces de policías de media Europa y África que para él era pan comido.
Se bajó del tren en la siguiente estación y cumplió paso a paso con su plan. La peluca y barba postizas escondidas en los bolsillos, la chaqueta y el pantalón reversibles, junto con la guitarra que compró por una cifra astronómica a un mendigo que tocaba en el andén, hicieron que el agente apostado en la salida del metro, que simulaba esperar a alguien, ni se fijara en él.
Se alejó andando un rato y después, por primera vez desde su aterrizaje en Madrid, paró un taxi y le pidió que le llevara a la calle Alcalde Sainz de Baranda, esquina Narváez. Desde allí, sin necesidad de preguntar a nadie, pues había memorizado el mapa de la zona, se dirigió a pie hasta la pequeña marisquería.
Era la hora de la comida y estaba abarrotada de gente. Subió las escaleras que llevaban al restaurante y se fijó en los distintos comensales. Al fondo, a la derecha, había un hombre muy mayor, con el pelo blanco reluciente, bigote ancho, nariz de boxeador y ojos verdes leyendo La Vanguardia. Se acercó y le saludó.
—Hola, soy Pedro, ¿es usted católico? —dijo repitiendo las palabras claves pactadas para identificarse.
—Sobre ti, Pedro, edificaré mi iglesia —respondió Roberto Montiel, embutido en su personaje de Douglas, ahora un viejo achacoso, y sorprendido por el aspecto un tanto hippie de su interlocutor.
Se estrecharon la mano y Van Gogh se sentó justo enfrente de él, ofreciendo la espalda a los que entraban por la puerta, pero controlando lo que pasaba en el comedor gracias al enorme espejo que cubría toda la pared que estaba detrás de Montiel.
—¿Ha llegado sin problemas? —preguntó el exagente.
—¿Cómo que sin problemas? —respondió el killer—. Desde que he llegado a España no han dejado de seguirme diversos grupos. ¿Es que no se fían de mí?
—Nosotros no le hemos controlado. No nos interesa que nos vinculen con usted.
—Me han seguido gentes distintas y juraría que uno de ellos iba por libre.
—No le entiendo.
—Pues espero que me lo aclare o esta misma tarde me largaré y perderán el dinero que me enviaron de anticipo. O ustedes me han estado vigilando o ha habido filtraciones y hay gente que conoce sus planes, por lo que la operación no es segura.
—Somos profesionales, como usted. Queremos que se cumpla el trabajo y sin usted nuestros plazos se retrasarían y eso no nos interesa. Y mucho menos a las personas que nos han contratado.
—Escúcheme —pidió mirando de reojo al espejo y comprobando que nadie estaba atento a su conversación—, puede haber un agujero de información y si no lo tapan, me esfumaré.
—A nosotros nos interesa más que a usted evitar filtraciones. Tenga en cuenta que ya tiene dinero nuestro en su cuenta, que hasta ahora no ha hecho otra cosa que pasear por nuestra ciudad y que lo único que podrían buscar siguiéndole es llegar hasta nosotros.
—Ustedes me importan un pimiento —manifestó el killer en el mismo tono monocorde, sin inflexiones de voz—. Dos grupos vigilándome hacen muy arriesgado el trabajo.
El camarero se les acercó para tomar nota de lo que querían comer. Roberto pidió por los dos: para compartir un pulpo a la gallega, la especialidad de la casa, y dos lubinas a la sal. Cuando se quedaron solos, consciente de que no podía permitirse ni una debilidad con aquel asesino, Montiel le lanzó en tono desafiante:
—Cuénteme lo que ha pasado, pero recuerde que, si trata de engañarnos, usted también nos importará un pimiento.
—Me están siguiendo, ya se lo he dicho.
—¿Tiene algún dato de esa persona que le seguía en solitario, le hizo alguna fotografía? —preguntó Montiel sorprendido, porque inmediatamente se le había venido a la cabeza la posibilidad de que fuera Misha, el lugarteniente de Smirnov.
—¿Fotografía? Pero ¿qué dice? Estoy en España de vacaciones, eso me haría sospechoso.
—¿Y del grupo que le sigue?
—Están muy organizados. Empezaron un día después de mi llegada. Son policías o espías y trabajan coordinadamente.
—¿Más o menos cuántos?
—He detectado al menos a seis, pero seguramente serán más. Hace un rato les he tenido que dar esquinazo para poder venir a la cita.
—¿Seguro que no le han seguido?
—Imposible. Les he dejado tirados en el metro. ¿Cree que llevo esta pinta porque me gusta andar por la vida con barba postiza?
—¿Le han seguido siempre o a ratos?
—Les he tenido detrás hasta cuando he entrado a ver el Museo del Prado. Ahora estarán desesperados aguardándome en la puerta del hotel. Esperemos que no se pongan nerviosos y opten por secuestrarme y torturarme para hacerme hablar.
—En España esas cosas no se pueden hacer —intentó tranquilizarle.
—Cosas peores hacen los polis o los espías en cualquier país de Europa.
—No si carecen de cualquier tipo de pruebas. Escúcheme: si le han detectado, lo más conveniente es que abandone el país cuanto antes. Estaba previsto que se fuera mañana a Roma, pero coja el vuelo de Iberia de esta tarde a las ocho, que sale de la Terminal 4. Cuando esté allí déles esquinazo y abandone el país con otro de sus pasaportes. Al llegar a España debieron de identificarle por cualquier motivo y le están siguiendo, pero no pueden saber lo que tramamos.
—¿Y el tipo solitario?
—No tengo ni idea de quién puede ser, aunque haremos una investigación. —Jugaba de farol, pero debía transmitirle seguridad—. Preocúpese únicamente del grupo de perseguidores, a los que ahora debe de tener bastante cabreados.
—Si ustedes intentan engañarme o matarme habrá imaginado que tengo información guardada y lo he dispuesto todo para que salga a la luz.
—No me cabe duda, usted es el mejor en su oficio —dijo alabándole para que se calmara, sin responderle que no fuera de farol, porque no podía saber nada de ellos.
—Ya veremos.
—Usted preocúpese de cumplir con su trabajo, que nosotros haremos el nuestro. Si descubrimos la más mínima posibilidad de que nos detecten, abortaremos la operación. Ahora le voy a dar algunos detalles sobre cómo deberá eliminar al objetivo, aunque los datos más concretos se los haré llegar personalmente o a través de un mensajero en un papel que le entregaré en mano en Londres…
Dos horas después, un taxi dejaba al mercenario a diez minutos de su hotel, en una zona comercial del centro que seguro no estaba controlada por la gente que le perseguía. Paró en una tienda de ropa de la calle Serrano y se compró un par de camisas y ropa interior. Después fue paseando hasta su residencia en Madrid, obviando la presencia del grupo de personas que le estaban esperando. Subió a su habitación, hizo la maleta, pagó la cuenta en recepción y esta vez sí que aceptó el taxi que le ofreció el conserje, que tomó la calle Velázquez desde su inicio todo para arriba. Quince minutos después, Ostos dio la voz de alarma.
—El coche de Pepe está llegando al aeropuerto. Así que o va a buscar a su novia o está a punto de darse el piro.
—Sin duda ha hecho la maleta para largarse —respondió Trías—. Esperad que avise al jefe y os digo algo.
Ostos iba de acompañante en el ford que conducía su compañera Salas, desde el que seguían a cierta distancia, pero sin perder la visual, al taxi en el que viajaba Pieter Gomarus. Detrás de ellos, en moto, iba su compañera Echauz. Los tres, al igual que el resto de los compañeros que habían participado durante una semana en el operativo sobre el mercenario, estaban tremendamente molestos con el objetivo. Sentirse engañado es lo peor que le puede pasar a un agente operativo.
—Ese cabrón va directo a la T4 —le dijo Ostos a Salas.
—No me extraña que se largue. Ha estado unos días de vacaciones, ha mantenido la cita que tenía preparada y ahora se va con viento fresco.
—Espero que decidan detenerle antes de que se pire.
—A ese le dejan largarse y nosotros quedamos como unos patos mareados incapaces de enterarnos de qué es lo que ha venido a hacer a España.
—Escuchadme bien —era la voz de Trías, que les hablaba a través de los miniauriculares—. En cuanto sea seguro que va a la Terminal 4 de Barajas, B. E. se adelantará y le esperará dentro del aeropuerto. Tu misión será confirmar adonde se dirige y conseguir dos billetes para D. O. y E. S., que os vais con él a donde sea. Al llegar a vuestro destino recibiréis instrucciones. ¿Está claro?
Los tres contestaron afirmativamente y se centraron en el despliegue. Media hora más tarde, Echauz consiguió la información:
—Se va a Roma en el vuelo que despega en dos horas. Voy a intentar conseguir un par de billetes.
—Nosotros dejamos el coche en el aparcamiento y vamos para allá.
Ostos y Salas guardaron su equipo de seguimiento en el doble fondo del maletero y extrajeron dos bolsas de viaje que todos los agentes llevaban siempre escondidas por si surgía algún imprevisto y tenían que dormir fuera de casa. Eran bolsas normales con ropa, un neceser de viaje, pasaportes y un sobre con dinero. Ostos sacó un bigote postizo y se lo colocó, con lo que consiguió modificar un poco su aspecto. Salas comprobó que había un vestido corto en su bolsa, que se pondría en el baño antes de pasar el control de equipajes, y que le daría una imagen más informal y propicia para pasar unas supuestas vacaciones con su supuesto novio.
—Un día sin entrar en el ordenador —dijo Ostos—, no sé si lo podré resistir.
—Va a ser mi primer viaje —añadió Salas— en el que un compañero no intenta acostarse conmigo.
—Yo, si quieres, intento seducirte.
—Déjalo estar, que los obsesos de los ordenadores no sabéis hacer nada con vuestros propios aparatos.