MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 5)
Febrero de 1952.
No recuerdo el día exacto en el que Philby regresó a España. No me avisó de su llegada. Prefirió llamar a su amigo y antiguo colega Desmond Bristow, que era el jefe de la estación en Madrid del servicio secreto inglés. Más tarde me contaría que por primera vez España le había recibido con truenos y relámpagos, lo cual le deprimió bastante. Lo que me ocultó fue que nadie acudió a esperarle al aeropuerto, que optó por tomar varios autobuses que le acercaran al centro de la ciudad y que debió recurrir a su viejo amigo inglés para que le buscara una habitación en un hotel barato. Si lo hubiera sabido cuando nos vimos una semana después, habría deducido cambios en su carrera en el espionaje y habría descubierto rápidamente que sus amigos del servido de inteligencia británico Burgess y Maclean habían desertado a Rusia y en Inglaterra empezaban a sospechar que él era «el tercer hombre», el topo más importante de la Unión Soviética. No lo supe porque Philby tuvo mucho cuidado en ocultarme esa información y en aparentar conmigo lo que no era, como había hecho siempre. Los dos meses que tardé en enterarme fueron decisivos en mi vida. Podría haber evitado todo lo que ocurrió en ese tiempo y hoy no estaría, Ela, grabándote esta historia para que quede constancia de mi comportamiento.
Philby me contactó utilizando a Mike Tower. El anticuario se había comprado una casa en las islas Baleares, en la que cada vez pasaba más tiempo. Todavía hoy desconozco si en ese momento seguía colaborando con el SIS, aunque siempre he creído que un oficial de inteligencia no deja de serlo en toda su vida.
Mike me telefoneó, me dijo en clave que Kim estaba en Madrid y que me esperaba en Cibeles a las siete. Acudí puntual y comenzamos nuestras rutas de contravigilancia. Primero me siguió él comprobando que nadie me pisaba los talones y después fue mi turno. Tras unos cientos de metros me pareció que un individuo con aspecto de inglés le controlaba desde la acera contraria, la misma en la que yo iba. Cuando Philby hizo un cambio de sentido, el hombre le imitó. Aborté el encuentro y desaparecí. Desde una cabina de teléfono llamé a Mike: «Hay moros en la costa, espero nueva cita».
Fue la primera vez en uno de nuestros encuentros clandestinos que alguien nos siguió los pasos. No me sorprendió en exceso, pues pensaba que Philby era un alto cargo del SIS y deduje que el vigilante, a pesar de su apariencia, no debía de ser de su país.
Dos días después repetimos la cita en el paseo de la Castellana, junto a lo que ahora son los Nuevos Ministerios, una obra con reminiscencias del monasterio de El Escorial, concluida tras la Guerra Civil. Esta vez llegó en autobús, tras dar vueltas por Madrid deshaciéndose de su perseguidor. Mantuvimos la técnica evasiva y volvimos a seguirnos uno al otro hasta comprobar que estábamos libres de control. Improvisando, terminamos en un pequeño bar de la calle Modesto Lafuente, del que únicamente recuerdo que tenía unas mesas pequeñas, algo incómodas y pegadas unas a otras, pero en las que no llamábamos la atención.
—Hemos tenido más problemas para encontrarnos —dije tras darnos un fuerte abrazo.
—Esta profesión nunca de-de-deja de ser complicada —respondió sin muchas ganas de hablar de seguimientos.
—¿Sabes quién te persigue?
—Imagino que gente de algún servicio enemigo, pero no me preocupo de esas cosas, son ga-ga-gajes del oficio. ¿Qué tal tu mujer y tu hijo? Ah, y tu madre.
—Los tres fenomenal. El niño tiene once años y quiere ser militar. Mi mujer sigue empeñada en cuidarme y mi madre está cada día más cascarrabias. ¿Y tu familia?
—Tengo cinco hijos, todos fantásticos. Con mi mu-mu-mujer es otra cosa: en los últimos años la relación se ha estropeado, pero prefiero no hablar de eso.
—Como quieras. ¿Qué tal te fue en Estados Unidos? —pregunté, convencido de que había sido un paso importante en su carrera.
—Muy bien. Los americanos están de-de-desarrollando la CIA y necesitaban a uno de sus primos ingleses con experiencia para ayudarles. He aprendido mu-mu-mucho con ellos.
Pensé que quizá me había confundido y que el hombre que le seguía podía ser norteamericano. Pero no le dije nada, al notarle molesto, como dejaba patente su tartamudeo.
—Antes estuviste en Turquía. Yo no salgo apenas de España y tú no paras de viajar.
—Lo de Turquía fue gratificante. Otro ti-ti-tipo de gente, otras costumbres, un trabajo más de campo. Estuve trabajando en el tema ruso.
—Sin duda harías una buena labor —argumenté—, porque luego te mandaron a Estados Unidos.
—Gracias, pe-pe-pero no te dejes llevar por tu amistad.
—¿Vas a estar mucho tiempo en España?
—He ve-ve-venido por una temporada. Oficialmente trabajo para The Observer, que me ha encargado hacer unos reportajes apasionantes sobre playas e intereses ingleses en el país —dijo con sarcasmo.
—Has vuelto al periodismo que tanta gloria te dio en España —afirmé sorprendido—. En cuanto recuerden que eres el periodista condecorado por Franco se te abrirán un montón de puertas.
—Eso espero, pero en realidad he venido para una misión especial —dijo dejando de tartamudear.
—Ya me lo imaginaba, Kim.
—Necesito tu ayuda.
—Sabes que cuentas con ella.
—Como tenemos poco tiempo, te explico. Hay un antiguo alto mando militar alemán llamado Otto Meier que se esconde en España. Por algún motivo que desconozco, mis jefes quieren localizarle. Y no se les ha ocurrido otra idea que mandarme por mis buenos conocimientos de tu país. Aunque no tengo ni idea de cómo llegar a él.
—¿Otto Meier? No me suena de nada, pero puedo intentar averiguar su paradero.
—Sabemos que tenéis controlados a todos los criminales nazis que huyeron tras el final de la guerra y que Franco ha ayudado a los más importantes a esconderse.
—¡Qué curioso! Antes eras un ferviente defensor de Hitler —le comenté con sorna.
—Todos evolucionamos, Manuel. En cualquier caso, es un trabajo y tengo que cumplirlo al margen de lo que pensara cuando era joven.
—A mí no me gustan los nazis. Y menos el comportamiento que tuvieron durante la guerra mundial. Se creyeron que España era suya y Franco les dejó hacer como agradecimiento por ayudarnos a ganar nuestra guerra. Muchos se han asentado aquí y viven bien sin que nadie les moleste porque trajeron mucho dinero que nos ha venido de maravilla a todos.
—Lo sé. Pero desconozco cómo dar con el paradero de Meier.
—Ya no estoy en el mismo destino. Tras los problemas con mi jefe solo me quedó como opción cambiar de trabajo. Por suerte me aceptaron en el Alto Estado Mayor, en el que trabajo con mi amigo Luis. ¿Mike te habló de él?
—Me contó que es un gran tipo. ¿Crees que podréis conseguirme la ubicación del nazi?
—Lo intentaremos. Tienen colonias en varias regiones españolas, normalmente junto al mar. Luis conoce el tema mejor que yo, así que le pediré ayuda.
—Estoy hospedado en un pequeño hotel de la calle Miguel Ángel. Pero cuando quieras contactarme, ya sabes…
—Llamaré a Mike a Baleares.
Unos días después, Luis Montiel y yo abandonamos juntos el Alto Estado Mayor, un edificio construido hacía poco en la madrileña calle de Vitrubio, que ahora se distingue a lo lejos gracias a una bandera de España en lo alto. A diferencia de mi anterior destino, los dos íbamos vestidos de comandantes por la importancia jerárquica del Alto —como le llamábamos— y por el hecho de que en ese enorme y moderno edificio se trabajaba en muchas otras misiones de carácter militar.
—He conseguido la información que buscabas —me dijo Luis apenas habíamos salido del recinto y caminábamos en dirección al paseo de la Castellana, en uno de cuyos restaurantes íbamos a comer.
—Si hace muy poco que te la pedí —exclamé sorprendido.
—Lo que para algunos es difícil, para otros es relativamente fácil. Tenemos un archivo compartido con la policía, en el que están apuntados los antiguos militares nazis que se refugian en España. Algunos no aparecen por voluntad expresa de Franco, pero la mayoría están fichados. No los controlamos regularmente, pero queremos saber dónde viven.
—Imagino que esa es la lista que permitió expulsar hace años a unos doscientos que reclamaban los aliados.
—Efectivamente —siguió mientras paseábamos alejándonos del Alto—. Ordenaron entregar a los menos importantes o a los que no tenían un buen padrino que les defendiera en España. Con eso redujeron la presión internacional, aunque los aliados supieron que muchos peces gordos seguían aquí. Eso sí, algunos de los máximos responsables decidieron irse a otros países como Argentina para perderse definitivamente. Allí sí que no hay quien les encuentre.
—Te agradezco que lo hayas buscado tan rápido.
—Antes de que te diga nada —sacó un pitillo y se lo encendió—, me gustaría que me contaras cosas de Badía.
—Tienes razón. Te he hablado de mi relación con él, pero no te he dicho quién es y ya ha llegado la hora. Se llama Harold Philby, aunque todos le llamamos Kim. Es un alto mandatario del SIS inglés a quien conocí cuando trabajó como periodista durante la Guerra Civil. Unos años después, llegamos a un acuerdo de mutua ayuda. Siempre nos hemos mantenido en contacto por diversas vías y hemos funcionado a la perfección.
—Kim Philby —repitió alucinado—, agente del SIS. Manuel, mantienes relación con uno de los servicios secretos más importantes del mundo y no lo sabe nadie.
—Es parte de nuestro pacto. Nadie lo sabe en su servicio y nadie lo sabe en el nuestro. Yo le tuve que abrir una ficha de colaborador, con datos genéricos, pero desconocen que me ayuda en algunos trabajos.
—¿Estás seguro de que nadie del SIS puede identificarte? —preguntó preocupado.
—Totalmente seguro. Kim es de la máxima confianza.
—Espero que estés en lo cierto y no nos metamos en un callejón sin salida. A mí también me gusta el riesgo, pero controlado.
—Todo está bien, te lo garantizo —respondí intentando sofocar sus dudas—. Me llama la atención que últimamente pongas pegas a todo. A ti te pasa algo y es ese asunto que no me has querido contar de tu padre.
—Algo muy gordo —dijo parándose cerca de una casa que estaban construyendo en el paseo de la Castellana, lejos de donde estaban unos obreros abriendo sus tarteras.
—Cuéntamelo. Quizá pueda hacer algo.
—Si estuviera en tu mano ya te habría pedido ayuda.
—¿Me lo vas a contar o tendré que utilizar un sacacorchos?
—Mi padre le entregó sus ahorros a un tipo para que le construyera una casa en el pueblo y el muy sinvergüenza le pide otro tanto para terminarla o lo pierde todo.
—Eso tiene que ser ilegal —dije enfadado.
—Lo mismo pensé yo. Pero mi padre, con lo listo que es para algunas cosas, en otras es un paleto. Leí el contrato que firmaron y el tipo ese puso la cláusula del sobrecoste y mi padre o no la leyó o pensó que eso no sucedería. Estaba feliz porque nunca creyó que una casa le costara tan barata, porque en caso contrario nunca se habría metido. Ahora se encuentra con que el cabrón al que ha financiado la obra se va a quedar con sus ahorros, porque si no paga terminará de construirla y se la venderá a otro ganando todavía más.
—Yo te dejaría el dinero, pero no lo tengo.
—Ya lo sé. Estoy buscándolo, pero a los pobres no nos ayuda nadie cuando llegan estos dramas.
—No obstante, pensaré a ver si se me ocurre algo.
—Volvamos al asunto que nos ocupa. Estos son los datos de Otto Meier…
Lady Frances vivía en el barrio de Chamberí, una buena zona de la capital, pero su casa no era tan lujosa como había imaginado. Tampoco me fijé mucho en la calidad de los muebles, que debían de ser bastante caros, porque hacía tanto tiempo que no veía a Bunny que todo lo demás me pareció accesorio.
Si no había alcanzado los cincuenta, estaba a punto de hacerlo. Pero no me pareció una mujer mayor, quizá porque había envejecido al mismo tiempo que Kim y yo y eso me hacía verla casi igual que la última vez que nos encontramos en el Hotel Ritz. Sonreía con amabilidad, seguía mirándote fijamente a los ojos y vestía con ropa a medida tan ajustada a su cuerpo que la hacía parecer una diosa. Sus fiestas, como siempre, estaban llenas de gente interesante y variopinta.
Kim estaba nuevamente entre los dos. Un Kim dicharachero, animado y con ese aspecto medidamente desarrapado que parecía urgir a alguien a que le cuidara. Y ese alguien ya tenía nombre: lady Frances.
—La sigues mirando con el mismo gesto embobado de cuando la conociste hace… casi quince años.
—Y tú sigues disfrutando con ella igual que hace —le imité dejando pasar unos segundos— quince años.
—Siempre la he querido, lo sabes, y nunca he dejado de dedicarle mis mimos.
—Pero está loca por ti y tú…
—¿No te das cuenta de que ella es así? ¿Crees que en todos estos años no ha tenido otros amantes? —se frenó, me miró y, divertido, añadió—: Lo que te pasa es que llevas enamorado platónicamente de ella demasiado tiempo.
—Eso es mentira —me puse a la defensiva—. Estoy felizmente casado y tengo un hijo.
—Nunca me perdonaste que durante la guerra dejara que aquel oficial nazi intentara seducirla, porque habrías dado lo que fuera por intentarlo tú.
—A lo mejor hace tiempo habría actuado de otra forma, pero ahora no hago esas cosas.
—No las hacías cuando estabas soltero, pero siempre hay tiempo para una primera vez. —Y soltó una carcajada antes de dar un sorbo a su vaso de whisky con hielo.
—Anda, déjame en paz —le dije riéndome también yo—. ¿Qué tal tu vida de enviado especial de The Observer?
—Monótona. Hace dos días concluí un aburrido reportaje sobre las playas españolas y ayer me divertí más viendo la película que acaban de estrenar de Lola Flores y Manolo Caracol, La niña de la venta.
—Creo que voy a proponer que te concedan la nacionalidad española —dije mientras Philby daba una calada profunda a su pipa y llenaba de humo el rincón donde estábamos sentados tranquilamente, al margen de cotillas.
—¿Qué tal tu amigo Luis? Me quedé preocupado cuando me entregaste los datos de la ubicación del nazi y me contaste que tenía líos personales. Si puedo ayudar en algo, dímelo.
—Su padre tiene problemas económicos. Le han engañado en la compra de una casa y si no entrega una cantidad de dinero en unas semanas perderá los ahorros de su vida.
—¿Se puede hacer eso? —preguntó, siempre interesado por lo que les pasaba a sus amigos.
—Sí, no podemos hacer nada para evitarlo.
—Una posibilidad es obligar al timador a entrar en razón —dijo mientras agitaba su mano en gesto de darle unas bofetadas.
—Es un poco arriesgado, aunque la verdad es que lo hemos pensado.
—Se me ocurre una so-so-solución, aunque no sé si de-de-debo siquiera proponértelo —dijo tartamudeando por primera vez y dando un sorbo de whisky.
—Te escucho, Kim —le animé.
—Si te pa-pa-parece una locura, lo olvidas —señaló, empezando a ponerme nervioso—. No co-co-conozco a tu amigo, pero quizá… no sé.
—Venga, hombre, dilo de una vez.
Miró a los otros invitados de la fiesta. Bunny estaba sentada en un tresillo rodeada de la mayor parte de ellos y ellas, gente más joven con los que departía animadamente. El resto estaba en grupos a nuestro alrededor, aunque a cierta distancia, lo que no les permitía escuchar nuestra conversación. No obstante, acercó su silla a la mía y me habló al oído.
—Estoy buscando a alguien de la ma-ma-máxima confianza para que asesine a Meier.
—Ya me lo imaginaba. Nunca he creído que te pudiera ser de utilidad saber que está viviendo en un pueblo alicantino llamado Jávea y que ha montado un hotel frente al mar, si no es para enviar a alguien a hacerle una visita. Aunque cabía la posibilidad de que intentaras captarle para tu causa. Aquí hay muchos matones, sobre todo en la policía, pero no creo que te ofrezcan las suficientes garantías de discreción.
—Ma-Ma-Manuel, lo-lo-lo que quiero de-de-decir —nunca le había visto tartamudear tanto— es que po-po-podría hacerlo tu amigo y le pa-pa-pagaríamos bien.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —le espeté molesto.
—Perdóname si te he ofendido. —Volvió a hablar normal—. Trabaja en los grupos operativos de un servicio secreto y estuvo en el frente de batalla cada día de los tres años que duró vuestra guerra. Estamos hablando de un nazi que no tuvo escrúpulos en matar a miles de personas, no de una madre abandonada con cuatro hijos. No tendría que hacer nada que no hubiera hecho ya. A cambio, su padre podría tener la casa con la que siempre soñó.
—No creo que acepte, pero se lo comentaré.
—No quiero que lo hagáis por mí. Podría traer un equipo de Gran Bretaña para hacerlo, pero los riesgos diplomáticos de que les descubrieran están por encima del beneficio que obtendríamos. Queremos dar un toque a tanto nazi que se cree libre, que piensa que no ha pasado nada y que pueden disfrutar del dinero que nos robaron a todos los europeos. Tiene que hacerlo alguien de aquí, que no deje rastro y me garantice que toda la comunidad nazi se enterará de la muerte.
—Pero estás hablando de matar a sangre fría…
—A un asesino —me cortó con gesto serio.
—Luis es un hombre de calle capaz de cualquier cosa, pero este es un trabajo por dinero. La moral también cuenta, Kim.
—Lo entiendo, simplemente coméntaselo y si no quiere hacerlo encontraré a otro. Eso sí, en el caso de que acepte, el dinero lo recibirá en efectivo. No quiero dejar huellas de nuestra colaboración.
El 19 de abril hizo un hermoso día de primavera. Amanecí en Denia y Luis lo hizo en Oliva, dos pueblos cercanos a Jávea, la localidad alicantina en la que se había escondido Otto Meier, uno de los más sanguinarios generales de la época nazi. Habían pasado cerca de dos meses desde que Philby me propuso que Luis se ganara el dinero para pagar la deuda de su padre.
Fue una decisión difícil. Luis Montiel había matado a muchos enemigos en la guerra, pero en esa situación disparas o te disparan. Lo peor eran los momentos previos al combate —me lo contó él, pues yo no había tenido esa experiencia—, en los que desfilaban por tu mente situaciones y personas queridas y albergabas preocupación por la posibilidad de que ese día fuera el último de tu vida. Sin embargo, una vez que oías el primer tiro, la cabeza se te quedaba en blanco y el combate era lo único que importaba. En los años posteriores estuvo como yo persiguiendo a los rojos y utilizó muchas veces la violencia para sacar la información que se negaban a darle. Pero nunca había tenido que pegarle dos tiros a nadie.
Unos días después de que le transmitiera la oferta de Philby y le recomendara que no la aceptara porque al fin y al cabo era un vil asesinato, decidió embarcarse en la aventura por aguas tenebrosas. La depresión en que se había sumido su padre, que había llevado a su madre a no parar de llorar amargamente por las esquinas, le indujo a tomar la decisión más tremenda de su vida. Me pidió, sin atreverse a mirarme a los ojos, que le ayudara. Inicialmente me negué en rotundo e incluso le insulté por proponérmelo, pero finalmente superé mis escrúpulos y opté por no dejar solo al amigo que siempre había estado a mi lado cuando le necesitaba. No me hacía gracia matar a nadie, pero me engañé pensando que Meier estaba sentenciado a muerte y que cualquier juez le impondría esa condena por su responsabilidad en la matanza de miles de personas.
Estuvimos dos fines de semana en la zona, siempre por separado para que no nos identificaran, y pergeñamos un plan que ejecutaríamos el 20 de abril, el día del nacimiento de Adolf Hitler. Nos enteramos de que cada año, para celebrar el cumpleaños de su Führer, los nazis de la zona se reunían en el hotel de Meier, que ese día no aceptaba turistas. Sería más complicado acabar con él, pero el asesinato podríamos adjudicárselo a otros.
Tras pagar la habitación en la que habíamos dormido, pasamos el día por la zona, él en Oliva y yo en Denia, moviéndonos por los pueblos sin llamar la atención. La acción se produciría en Jávea, por lo que, sabiendo cómo realizaba la policía las investigaciones, dedujimos que nuestra presencia no llamaría la atención de los sabuesos encargados del caso.
Cerca de la medianoche llegamos por separado y a puntos distintos de Jávea. Dejamos nuestros coches aparcados cerca de la salida del pueblo y caminando nos acercamos al puerto, en cuya plaza central estaba el hotel, que distaba cien metros del mar, separado por una playita de incómodas piedras.
Calculamos que a las dos de la madrugada los nazis ya estarían suficientemente bebidos, pues al alcohol ingerido durante la cena habrían sumado los numerosos brindis de después de las doce con la llegada del 20 de abril, su fecha emblemática. Luis entró en la recepción del hotel —nunca cerraban la puerta— con un peluquín rubio, gafas, un bigote aparatoso y un abrigo que le tapaba todo el cuerpo. Bajó los dos peldaños de la entrada, escuchó el enorme follón que había en el restaurante y apretó un timbre que había sobre la barra de recepción. Al rato apareció Otto Meier, que no podía disimular el efecto de unas cuantas copas de más.
—¿Qué desea? —le preguntó con un indisimulable acento alemán.
—Quería una habitación para esta noche.
—Estamos completos.
—Es que vengo desde muy lejos…
—Estamos completos. Lárguese —espetó malhumorado.
—¿Me puede indicar otro hotel?
—Arriba de la calle hay otro —le dijo, y comenzó a irse.
—Discúlpeme —le cortó Luis abriendo la puerta de cristal—. Me puede indicar en la calle…
—Usted es torpe —dijo insolente el alemán, pero acercándose a él y saliendo a la plaza—. El edificio que está…
Meier se quedó callado en cuanto sintió la pistola en el pecho.
—Acompáñeme a la playa como si no pasara nada. Si no lo hace, le pego dos tiros ahora mismo.
El alemán, medio borracho, entendió perfectamente de lo que iba la situación y optó por obedecer al extraño, confiando en disponer de una oportunidad para avisar a los amigos que le aguardaban en el hotel.
Llegaron a la playa en pocos segundos y se acercaron al mar. Sin pensárselo dos veces, Luis le pegó un tiro en la cabeza con una pistola con silenciador. Después miró hacia el puerto de pescadores, en la dirección desde la cual yo estaba vigilando que nadie apareciera, especialmente sus amigos nazis. Le hice un gesto afirmativo y procedió a concluir el plan. Sacó una estrella de David cortada en tela, como la que llevaban los judíos en los campos de concentración, y se la pegó en el pecho. Después desapareció en dirección a su coche y yo fui a por el mío. Media hora después, los otros alemanes encontraron el cadáver de su amigo, pero aún tardaron varias horas en decidir qué debían hacer, pues el símbolo judío les debió de aterrorizar. Cuando todos abandonaron el hotel y alguien sin acento extranjero realizó una llamada anónima alertando a la policía del asesinato, nosotros ya estábamos cerca de Madrid, en el bar de carretera donde nos habíamos citado. Un local abierto toda la noche dedicado a la prostitución.
—Ha salido todo según nuestros planes —le espeté en cuanto se alejó de la barra el camarero que nos sirvió los combinados.
—Eso espero. Seguro que culpan a los judíos del Mosad de haberle matado, pero no le darán publicidad porque al régimen no le interesa que se sepa que hace la vista gorda con los nazis.
—En unos días tendrás el dinero.
—Siempre y cuando tu amigo Philby cumpla con su palabra y no deserte a Rusia.
—¿Desertar a Rusia?
—Ten cuidado y que no te vean con él.
—¿Quieres explicarme de qué estás hablando? Estoy muy cansado y no tengo ánimo para acertijos.
—El otro día estuve con uno de la Embajada americana que es de la CIA. Nos llevamos bien con ellos, aunque son unos prepotentes de narices. Me comentó que un periodista inglés llamado Philby estaba en España y que si sabíamos a qué se dedicaba. Me hice el ingenuo y me comentó que hace unos meses habían desertado dos miembros del SIS a la Unión Soviética y que hay serias sospechas de que sea uno de ellos.
Estaba agotado, estresado por el trabajo que habíamos realizado, y ahora me enteraba de que Philby podía ser un agente soviético.
—Es imposible —respondí tras unos segundos de bloqueo—. Le conozco, es una buena persona, leal, amigo de sus amigos, divertido, sincero. Eso son cosas de la CIA, que ven más rojos por las esquinas que nosotros.
—No tengo datos. Pero si la CIA sospecha de él, alguna base tendrá para hacerlo.
—No les creo y tú deberías hacer lo mismo.
—Manuel, piensa un momento. Yo no tengo ninguna vinculación con él y si me lo dicen no es para que lo cuente. Simplemente querían saber si nosotros teníamos algo. Por si acaso, extrema las medidas de precaución y que no os vean juntos. Pero lo que me preocupa es otra cosa.
—No te sigo —dije, todavía noqueado por la noticia.
—O los americanos están completamente equivocados y Philby sigue trabajando en el SIS o quizá, y solo quizá, el espionaje inglés le ha mandado a España para quitárselo de en medio una temporada hasta que las aguas amainen.
—Bien, ¿y qué?
—Vamos a ver —dijo, casi perdiendo la paciencia—. Si es la segunda posibilidad, ¿quién nos ha encargado el asesinato del nazi?
—¿Quieres decir que esta noche podemos haber trabajado para el servicio secreto ruso? Estás loco. Te aseguro —dije subiendo el tono de voz— que Philby no es un traidor. Le conozco mucho mejor que tú. Y aquí se acaba esta mierda de conversación.
Volví la vista a la única mesa ocupada en el club por dos prostitutas entradas en años, que me devolvieron la mirada con una sonrisa que pretendía ser picarona. Me acerqué a ellas con mi vaso en la mano. Preferí que pensaran lo que no era —y mi cuerpo no me habría permitido— antes que dar la oportunidad a Luis de seguir con el tema.
Estoy seguro de que aquel acto le recordaba a Philby el día en el que durante la Guerra Civil el propio Franco le impuso la Cruz al Mérito Militar por las heridas sufridas durante el bombardeo de los republicanos en la batalla de Teruel. Estábamos en el palacio de Buenavista, un edificio con solera del siglo XVI en el que habían residido políticos como Manuel Azaña y militares como el general Primo de Rivera. Se había celebrado una entrega de condecoraciones —Franco pagaba a los militares poco en efectivo y mucho en especies— a la que habían invitado al enviado especial de The Observer, Harold Philby, y para la que yo me había agenciado una invitación.
Habían pasado diez días desde nuestro regreso de Jávea. Todo había resultado incluso mejor de lo que preveíamos. Aunque no preguntamos para evitar sospechas, fue fácil enterarse de que la policía secreta encontró el cadáver con la estrella de David y no dudó ni un momento de que los responsables habían sido los judíos.
—Regreso a Londres la próxima semana —me comentó Philby mientras sujetaba en la mano una copa de vino tinto y una servilleta y con la otra se comía un pequeño cuadrado de tortilla. Estábamos en una sala del palacio, con grandes tapices que representaban a militares españoles destacados en la historia.
—Lo siento, me hubiera gustado verte más —dije con sinceridad.
—Llevamos unas vidas complicadas.
—Tú más que yo —le espeté tras comprobar que el resto de los invitados al acto no podían escuchar lo que hablaban dos viejos amigos.
—Es posible —contestó—. Bunny se queda en España y yo regreso a Londres con mis líos personales.
—No me refería a tu vida privada, sino a la profesional —señalé, esperando que comenzara a tartamudear en cualquier momento.
—No sé a qué te refieres. Quizá es que el vino me nubla la vista —respondió con su habitual buen humor.
—Me he enterado de que tuviste problemas en Estados Unidos por culpa de la deserción de dos amigos tuyos.
—De amigos nada —me cortó refiriéndose a Burgess y Maclean, sus dos compañeros de la Universidad de Cambridge—. Un amigo no te engaña de la forma en que ellos lo hicieron. Trabajaban para Rusia y nunca me contaron nada.
—¿Estás bajo sospecha? —pregunté mirándole a la cara, pero no se sintió incomodado.
—Todos los que les conocimos y tratamos con ellos estamos bajo sospecha.
—A mí solo me preocupas tú.
—Debería habértelo contado, pero esperaba que todo se solucionara sin publicidad —dijo mientras paraba a un camarero y cogía otro pincho de tortilla y una copa de vino—. Cuando regrese a Londres me someterán a un interrogatorio, lo habitual en estos casos. Si pensaran que soy culpable, estaría detenido y no me habrían mandado a España para cumplir una misión —mintió, pero yo entonces ni lo sabía ni quería creer en las sospechas de Luis.
—¿Por qué creen que estás implicado?
—Estuve dirigiendo la sección anticomunista en Londres, tuve acceso a toda la información de los rusos y unas operaciones salieron bien y otras mal. Después me mandaron a Turquía para seguir persiguiendo a los rusos, lo que me obligó a relacionarme con sus espías para engañarles y manipularles. Finalmente, en Estados Unidos Burgess estuvo viviendo en mi casa y me relacioné con Maclean. Eran mis amigos, trabajaban para los rusos y me vi mucho con ellos porque no tenía nada que ocultar. Todo me puede incriminar, pero no pasará nada, porque cada una de mis acciones fue a favor de Inglaterra. No hablé con agentes rusos para traicionar a mi país, sino para conseguir que ellos traicionaran al suyo. Evidentemente, nadie más que yo estuvo presente en esas reuniones. Alguna mente calenturienta puede interpretar que estaba pasándoles información, pero es absolutamente falso. —Soltó su discurso convincente sin tartamudear ni una sola vez y se lanzó a por un camarero que llevaba copas de vino.
—Te creo, Kim, ya lo sabes. Pero entiende que lo que hemos hecho Luis y yo no nos ha gustado y ha sido basado en mi confianza contigo.
—No te preocupes. Hablando de un tema más interesante, he escrito en una hoja de papel que te voy a dar una clave para que tu amigo se ponga en contacto con la persona que le entregará el dinero prometido. Como las cosas se han complicado y no sé lo que pasará en el futuro, también nosotros utilizaremos esa clave cuando quiera mandarte algún mensaje por medio de un intermediario. Así sabrás que viene de mi parte y no hay engaño.
—Ahora me explicas los detalles, pero confío en que tus líos queden en nada.
Varias horas después de despedirme de Kim, leí la nota que incluía el intercambio de frases para garantizar futuros contactos:
«—Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros.
»—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre.
»—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim».
Lo desconocía en ese momento, pero Kim acababa de ponernos en manos del servicio secreto ruso. Y el asesinato que habíamos ejecutado Luis y yo era la garantía de que trabajaríamos eternamente para ellos.