Capítulo 13

El archivo del CNI estaba ubicado en el segundo sótano del edificio Estrella. Para poder entrar había que pasar la tarjeta identificativa por un escáner y marcar después los números de la clave personal. Si la puerta no se abría, el agente debía recurrir al teléfono colocado junto al escáner y solicitar al personal de archivo que le facilitase el acceso desde dentro.

Las paredes claras rugosas, la ausencia de ventanas y las luces fluorescentes le conferían un aspecto de búnker, dentro del complejo más protegido de España. Allí guardaban el bien más preciado del servicio de inteligencia: los expedientes de todas sus operaciones, los archivos de servicios de inteligencia ya desaparecidos y los informes recibidos de agencias extranjeras.

Ela Langares traspasó somnolienta la puerta, tras haberse acostado bastante tarde. Hacía tiempo que no pasaba una noche tan intensa de amor. Menos mal que Daniel, su marido, se había ido de casa antes que ella y no la había visto levantarse con problemas para andar por culpa de agujetas en las piernas. Una labor cuidadosa de maquillaje había ocultado las marcas oscuras en torno a los ojos.

Babilonia, la jefa del archivo, una mujer en la cuarentena, menuda y tímida, salió rauda a recibirla. Ela no la había visto desde su nombramiento como directora general de Operaciones. Las dos se abrazaron ante la indisimulada mirada fisgona del resto de los funcionarios, que en cuanto comprobaron que se separaban volvieron a fijar la atención en la pantalla de sus ordenadores. Eran pocas las ocasiones en las que un alto cargo visitaba sus dependencias. Lo normal era que pidieran por teléfono la documentación que necesitaban y un funcionario se la subiera.

—Enhorabuena, me alegré mucho de tu nombramiento.

—Gracias, María, lo sé. Espero que todo te vaya bien.

—Seguimos sin novedades. Vosotros escribís los informes a plena luz del día y nosotros los guardamos y protegemos sin enterarnos si es de día o de noche.

—Haces un gran trabajo —alabó Ela con sinceridad— y yo me ocuparé de que el gran jefe lo sepa.

—Eres un sol. ¿Qué tal Borja? —Babilonia se interesó por el amigo de las dos.

—Padeciendo al nuevo jefe, pero ya conoces al secretario general, es el más listo del cole.

—¿Qué te trae por aquí? Podías haber mandado a alguien o haberme avisado por teléfono.

—Quería saludarte personalmente. Preciso alguna documentación.

—Vamos a mi mesa y te la busco en la base de datos.

—Necesito los informes de estas tres operaciones: «Satanás-Dinastía-Mamá», «Corazón-Hollywood-Película» y «Gentleman-Palacios-Libre».

—Voy a meter los descriptores que nos permitan encontrar los expedientes —señaló diligentemente la jefa del archivo.

—Busco toda la información facilitada por una fuente llamada Badía. Creo que se limita a las tres operaciones que te he dicho, pero quizá se me haya escapado alguna.

—Espera, a ver si tenemos suerte.

Babilonia, sentada en la mesa, con Langares de pie mirando la pantalla por encima de su hombro, metió el alias en el buscador y esperó unos segundos.

—Tienes razón, únicamente aparece en esos tres casos. Pero… Ela —dijo volviéndose a la jefa de Operaciones—, estos números de expedientes me señalan que los tres son documentos altamente secretos.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que están guardados en la cámara acorazada.

—Yo creía que allí únicamente almacenabais los papeles de la OTAN, los que procedían de otros servicios secretos y cosas así.

—Esos y también los especialmente delicados de la Casa. Son los que decidís los altos jefes. Nosotros ni entramos ni salimos, únicamente nos limitamos a cumplir órdenes.

—Está bien, María, ¿puedes mostrármelos?

—Preferiría que no te los llevaras del archivo.

—Las normas son iguales para todos. Pero te agradezco tu amabilidad: tenías que haber visto los malos modales de Ramírez, que más que el jefe de Gabinete del director parece el ministro de Defensa.

Babilonia se levantó y se dirigió a una puerta que separaba lo que era el espacio de trabajo de su gente de los archivos propiamente dichos. Ela la acompañó. Tenía curiosidad, pues nunca se había acercado al mayor enigma del Centro: su cámara acorazada.

—Por motivos de seguridad —explicó la jefa de archivo— dispone de un sistema eléctrico para evitar incendios. Entro y te saco los expedientes.

Langares esperó junto a las columnas corredizas que almacenaban millones de microfichas de documentos, fáciles de buscar por un especialista e imposible por alguien ajeno al Departamento de Documentación. Miró a los documentalistas y pensó en lo que pagaría cualquier servicio secreto, amigo o enemigo, por poder captar a cualquiera de ellos como doble agente. Algo que sabía el Servicio de Seguridad Interior, que analizaba cada detalle de su vida todavía con más cuidado que los del resto de los agentes.

—Tienes que rellenarme estos tres documentos. Son las hojas de lectura de cada expediente.

—¿Hay que pedir permiso a las divisiones que los generaron?

—No se especifica nada, pero eso no cuenta para la directora general de Operaciones.

—Gracias, a veces se me olvida que ya no estoy en Inteligencia Exterior —miró las hojas que Babilonia le había entregado y afirmó—: La operación se llama «Gentleman-Palacios-Juergas», pero te rogaría que como está en una fase previa seas lo más discreta posible.

—Limítate a escribir que los pide la señora Lasa, que eres la jefa de Operaciones y que es una orden del director, y yo me ocupo de que no lo vea nadie.

—Te las relleno inmediatamente. Luego, si me dejas un sitio y unos folios, tomaré notas y prometo no hacer ruido.

Langares sabía que la obligación de escribir todos sus datos operativos en las hojas de lectura era para investigar cualquier filtración de documentos internos que se pudiera producir o para garantizar que nadie fisgoneara escritos ajenos a su trabajo. Después se fue a disfrutar de la privacidad de la sala de lectura, ubicada a la derecha de la puerta de entrada, en la que había varias mesas desangeladas, en un espacio vacío.

Los expedientes de las tres operaciones estaban incluidos en unos pequeños soportes que contenían los documentos microfilmados. Metió el que estaba en primer lugar, el más actual, en un visor de microfichas: «Gentleman-Palacios-Libre». Los documentos del CNI siempre tenían tres nombres en clave. El primero era el objetivo, en ese caso Reino Unido. El segundo se refería a la actividad permanente, la familia real inglesa. Y el tercero señalaba la operación concreta, el control de Lady Di. La primera hoja, fechada en junio de 1997, era la ficha de apertura. Figuraba el nombre del oficial del caso —un alias que no sabía a quién pertenecería—, el suplente, el tiempo que estimaban que podía durar, los organismos que podían estar involucrados y un montón de datos que no le interesaban para nada. Al final encontró lo que buscaba: «El objetivo que se pretende es confirmar la información proporcionada por el informador Badía». Después había una nota de despacho —las dirigidas al director—, en la que el jefe de Inteligencia Exterior le comentaba que había recibido una llamada anónima en la que un hombre, que no había sido identificado, le informaba de que la CIA, por petición expresa del MI6, había encargado a la red Echelon el control de las actividades de la princesa. El informante, que utilizó el alias de Badía, les alertaba porque tenía datos de que los ingleses estaban muy nerviosos con sus actividades en contra de las minas terrestres y por su noviazgo con el egipcio Dodi Al Fayed. El jefe de Exterior no creía realmente que hubiera motivo para preocuparse, pero quería dejar constancia escrita del asunto.

Las siguientes microfichas las pasó más rápidamente por la pantalla: órdenes de petición de información a la delegación en Londres, contestaciones procedentes de Inglaterra…

Frenó cuando apareció un informe de varias hojas, fechado a primeros de julio del mismo año, en el que el jefe de Exterior informaba al director de una nueva llamada de Badía, en la que desvelaba que el comportamiento de Lady Di seguía levantando ampollas en diversos ambientes y que un grupo, aparentemente al margen del palacio de Buckingham, estaba montando una operación para acabar con su vida. Badía les incitaba a que hicieran algo, como filtrar la posibilidad a los medios de comunicación, para que quien fuera que estuviera detrás de la acción se lo pensara antes de actuar. El directivo se mostró incrédulo, Badía se molestó y le avisó de que ellos serían responsables de lo que pudiera pasar si no reaccionaban. Luego le colgó el teléfono. El jefe de Inteligencia Exterior aseguraba que habían investigado al tal Badía y que aparecía citado en dos informes anteriores, el de Grace Kelly y el de Juan Pablo I. En ellos, su credibilidad estaba catalogada como «A1», por lo que había decidido informar al director. No obstante, señalaba que no había facilitado ninguna información comprobable que hiciera pensar que Lady Di pudiera ser objeto de un atentado.

Siguió pasando las microfichas hasta otro informe, en el que el mismo directivo informaba sobre la muerte de la princesa el 31 de agosto de 1997, en un accidente de automóvil en el puente del Alma, en París. Redactado una semana después del hecho, hablaba sobre la investigación realizada por la Casa sobre las circunstancias del fallecimiento y llegaba a la conclusión de que no había hasta el momento ningún dato que sustentara que había sido una conspiración del MI6 o de servicios enemigos para acabar con su vida. Enunciaba datos sospechosos, pero aclaraba que estaban pendientes de ser justificados a la vista de las investigaciones en marcha.

Llegó a la ficha de cierre del caso: «La operación se inició ante una llamada del informador Badía, en la que avisaba del malestar de la casa real inglesa sobre la vida pública de la princesa Diana. Era una información vaga e imprecisa, pero que ahora se ha revelado como acertada, aunque la investigación del caso apunta a que el fallecimiento fue un simple accidente. No obstante, el Centro no tuvo argumentos para actuar. Desde su última llamada, en la que el informante quedó disgustado por nuestra falta de acción, algo nada apropiado, no ha vuelto a dar señales de vida».

Ela respiró hondo. En otros tiempos se habría encendido un pitillo pero, aunque hubiera seguido con el vicio, la prohibición de fumar en lugares públicos se lo habría impedido. Badía, el mismo informante que habló con Vargas, había anunciado que la vida de Lady Di estaba en peligro. No le hicieron caso. El director no quiso meterse en un asunto tan espinoso porque no había pruebas solventes. Ela pensó qué habría pasado si uno de los periodistas amigos de la Casa hubiera publicado una noticia alertando de la conspiración. Habría sido muy sencillo, lo hacían con frecuencia, y no habrían perdido nada. Asesinato o accidente, Badía había acertado. Por casualidad o no, pero había acertado.

Pasó al segundo grupo de microfichas, las pertenecientes a la Operación Corazón-Hollywood-Película. El objetivo era Mónaco, la actividad permanente su familia real y la operación concreta Grace Kelly. Todo había ocurrido quince años antes de la muerte de la princesa de Inglaterra, pero también había sido un accidente de coche. En esta ocasión se especuló poco en los medios de comunicación con la posibilidad de un asesinato.

Pasó directamente a leer una nota de despacho. El jefe de Antiterrorismo le explicaba al director que una fuente anónima que se había identificado como Badía le había llamado a su casa desde una cabina de teléfono —se oían caer monedas— para contarle que un grupo mafioso estaba presionando a Rainiero de Mónaco para que aceptara darles cobijo en su paraíso fiscal. Como se negaba a aceptar el chantaje, le habían amenazado. El jefe de Antiterrorismo trataba la llamada como la de un loco, pero informaba por si el director quería encargar una investigación.

Ela recordó que en 1982 el entonces Cesid estaba metido en un montón de líos internos y externos. Faltaba poco para que el PSOE ganara sus primeras elecciones y el año anterior el teniente coronel Tejero había asaltado el Congreso de los Diputados, en lo que fue el inicio del intento del golpe de Estado del 23-F. El director estaba plenamente dedicado a limpiar el propio servicio de elementos golpistas. Por eso no le extrañó que el jefe de Antiterrorismo le diera poco crédito a la llamada.

Una semana después se produjo otro informe. Nuevamente el mismo directivo recibió una llamada de Badía en la que le anunció que la familia de Rainiero estaba en peligro y que había que actuar rápidamente. No señalaba una persona en concreto sobre la que recayeran las amenazas y carecía de datos sobre el tipo de amenaza. Ante la pasividad de su interlocutor, como en el caso de Lady Di, Badía no volvió a telefonear.

El tercer informe, esta vez redactado por el jefe de Inteligencia Exterior, se limitaba a relatar el accidente que había costado la vida a la princesa Grace, cuando iba en un coche conducido por su hija Estefanía por una carretera del principado de Mónaco.

Había una pequeña mención a Badía, pero era para recordar sus llamadas y para señalar que nada apuntaba a que hubiera podido ser un asesinato.

Ela entendió que este último informe era de trámite y que posiblemente habría sido elaborado por si el director quería informar al presidente del Gobierno de un asunto de trascendencia internacional.

Le llamó la atención que se abriera una operación sobre el caso, pero que no se pidiera información a París, como hubiera sido lógico. Había una orden a la AOME (Agrupación Operativa de Misiones Especiales), pero era para intentar localizar las llamadas de Badía, aunque no obtuvieron ningún resultado.

La carpeta carecía de elementos para estar guardada en la cámara acorazada, pero debieron de decidir meterla ahí tras comprobar posteriormente con el caso de Lady Di que había un hombre en España que conocía altos secretos internacionales y no podían identificarle. Es lo que ella habría hecho. Era mejor retirar el expediente de la vista de cualquier agente que buscando otro tipo de información descubriera cómo reiteradamente un informador había alertado de asesinatos ante los que la Casa no había reaccionado adecuadamente.

Decidió leer el tercer informe, «Satanás-Dinastía-Mamá», que hacía referencia a la muerte de Juan Pablo I, que oficialmente expiró tranquilamente en su cama de un infarto. Como era de 1978, esperó encontrar todavía menos interés que el mostrado en el caso de Grace Kelly. El Cesid había sido creado tras las primeras elecciones celebradas en 1977 y en aquellos tiempos los temas internacionales no eran su prioridad. Ya tenían bastante con la transición democrática que se vivía dentro de España.

El primer documento era un informe fechado el 3 de septiembre sobre la entrada en escena de Badía. En este caso, el receptor de la advertencia había sido un miembro de la División de Inteligencia Exterior, cuya identidad, como en los casos anteriores, no fue capaz de reconocer: «Un informante anónimo ha llamado dos veces a un miembro de esta división solicitando que hagamos algo para impedir el asesinato del papa Juan Pablo I. Afirma disponer de datos que señalan que sus anuncios de reforma dentro de la Iglesia han molestado enormemente a diversos sectores, que le consideran un peligro. Asegura que tiene en contra a importantes sectores de dentro y fuera de la Iglesia y que si no actuamos seremos responsables de lo que pase».

En contra de lo que hicieron en otros casos, el jefe de los asuntos internacionales sí creyó la amenaza: «Por las dos conversaciones, creemos que el hombre que se oculta tras el alias de Badía dispone de información real sobre los movimientos en el Vaticano y aconsejamos pedir una investigación a nuestro delegado en Roma para que confirme las sospechas y posteriormente, si procede, filtre a las personas adecuadas los datos de que disponemos. Al margen de que pueda ser cierto o no, mejoraríamos nuestra relación con la Santa Sede».

Al fin alguien cuerdo, pensó Ela. ¿Por qué aparcar informaciones que podrían ser tan importantes, cuando investigarlas no cuesta tanto? No hizo caso a la orden burocrática de petición de información al delegado en Roma y leyó, esta vez con especial interés, su primer informe, fechado el 20 de septiembre: «Nuestras indagaciones apuntan a que efectivamente existe un malestar en contra del nuevo papa. Los cardenales más conservadores y los grupos que les apoyan coinciden con algunos países anticatólicos en su creencia de que Albino Luciani puede querer cambiar el rumbo de la Iglesia. Hemos localizado a diversas personas que podrían apoyar una supuesta conspiración a favor de la desaparición del papa, pero existen muchas dificultades para traspasar la barrera que podrían haber montado los conspiradores para ocultar sus planes. Por culpa de ello, no se pueden conseguir pruebas concluyentes. Hemos mantenido contactos con los servicios italiano y francés y parecen disponer de información similar, pero dudan de que alguien ose hacer algo a un papa que tanto cariño está despertando entre los católicos».

Algo le hizo detenerse antes de pasar al siguiente folio. Se le escapaba algún detalle. Releyó el informe del delegado en Roma, pero fue incapaz de descubrir lo que no encajaba. Estaba perdida en un mar de datos. Tenía mucha información en la cabeza, pero no acertaba a separar el trigo de la paja.

Pasó al siguiente informe del 26 de septiembre, fechado en Roma dos días antes de la muerte del pontífice: «Seguimos sin encontrar prueba alguna que apoye el intento de asesinato, algo en lo que coinciden otros servicios de inteligencia. Las sospechas iniciales se han concretado en servicios como los del Este de Europa. No podemos llegar al meollo de la cuestión por falta de datos. Se aconseja avisar a la Santa Sede de las sospechas existentes, para que extremen las medidas de precaución». La tensión seguía invadiéndola, pero no era capaz de descubrir el motivo.

Siguió leyendo una declaración del jefe de Inteligencia Exterior: «Se ha recibido una nueva llamada de Badía en la que aporta nombres de supuestos conspiradores contra el papa. Consideramos que existe la posibilidad de que sea un intoxicador, interesado en enturbiar las relaciones españolas con la Iglesia».

«¡Vaya metedura de pata! No me gustaría haber estado en su sitio cuando murió Juan Pablo I», pensó Ela. Sabía que era más fácil ver las claves de las operaciones cuando estas habían terminado, pero desechar un asesinato sobre una persona y que muera dos días después era algo gravísimo.

«El delegado en Roma ha sido interrogado —decía una nota de despacho, fechada el 1 de octubre, tras la muerte del papa— sobre los acontecimientos que han tenido lugar en el Vaticano. Se ratifica en que no había pruebas sobre una conspiración y que aportó todos los datos que pudo conseguir. Que los franceses e italianos habían llegado a la misma conclusión. En esto existen discrepancias. Hemos hablado con los delegados de los dos servicios en Madrid y ninguno de ellos corrobora la versión de nuestro delegado. Niegan que su gente hablara con nuestro delegado sobre la conspiración y se inclinan por defender la versión oficial del infarto, aunque reconocen que existen puntos oscuros. Dado que el Vaticano, el más interesado, considera que ha sido una muerte natural, creemos que se debe archivar el caso. Llamo la atención sobre el extraño comportamiento del delegado en Italia y recomiendo que, al margen del resultado de la investigación que se está llevando a cabo sobre su actuación, se le traiga de Roma y se le envíe a algún destino burocrático».

Se dio cuenta cuando leyó lo del cese en la delegación de Roma y su traslado a Madrid. Sabía que había algo en lo que no había reparado. La invadió un calor sofocante y tuvo ganas de vomitar. Agachó la cabeza y la colocó entre las piernas, posición que mantuvo hasta que se le pasó el desasosiego.

No conocía hasta ese momento nada de lo que había ocurrido en la Casa con la muerte del papa de la sonrisa, ni que el agente que investigó en Roma los datos ofrecidos por Badía había sido trasladado por sospechas de comportamiento irregular. Pero sí conocía al jefe de estación del Cesid: Manuel Langares, su padre.

Resolver puzles siempre había sido su afición favorita, pero este en el que estaba inmersa comenzaba a convertirse en una pesadilla. ¿Qué tenían en común las tres operaciones? Excepto la presencia de Badía y su denuncia de magnicidios, nada. Los tres casos fueron muertes por accidente o naturales, aparentemente sin intención, y el informante no señalaba a una persona o institución como responsable de los hechos. En el caso de Lady Di, fuera del MI6, solo mencionaba a «grupos aparentemente al margen del palacio de Buckingham». En el de Grace Kelly citaba «amenazas mafiosas a Rainiero». Y en el de Juan Pablo I «sectores de dentro y fuera de la Iglesia» y «servicios del Este de Europa». No veía ninguna relación.

Estaba segura de que había otras piezas que aparecían ante ella que probablemente no tenían nada que ver con la Operación Gentleman: su abuelo inscribió a Badía hacía sesenta años; Roberto Montiel había intentado contratar a Kafka para que asesinara a un príncipe inglés; y su padre había participado en la primera operación en que Badía había aparecido.

En un folio apuntó: «Hablar con Juan Maldonado, primer jefe de Inteligencia Exterior. Preguntarle por los casos de Juan Pablo I y Grace Kelly. Quizá también por Badía».

—Manolo, es hora de acostarse —le ordenó Ela a su hijo por la noche, cansada como estaba de un día tan especialmente complicado.

—Pero, mamá, si solo son las diez.

—¿Solo? Venga, desaparece, que papá y yo tenemos que cenar con el abuelo.

—Antes el abuelo me tiene que contar una de sus historias.

—Ya es muy tarde.

—Nunca es tarde —intervino el abuelo— para contarle una historia a mi nieto. Vamos a tu cuarto.

Los Langares mantenían la tradición. El abuelo de la actual directora de Operaciones siempre le había contado antes de dormirse historias de espías adaptadas a su edad y ahora abuelo y nieto eran distintos, pertenecían a otras generaciones, pero seguían la costumbre heredada.

—Vamos a ver qué te puedo contar hoy —le dijo pensativo a su nieto de doce años cuando entró en el pequeño cuarto lleno de pósters de presentadoras de televisión y comprobó que se había puesto el pijama y estaba metido en la cama.

—Venga, abuelo, que seguro que has pensado alguna historia.

—Pues claro que sí, cielo, cómo me iba a haber olvidado. Verás —comenzó sentándose cómodamente en una silla y cambiando la entonación—, hace cincuenta años, en un pueblo muy lejano llamado el Tíbet, había un chico muy joven, que tenía pocos años más que tú. Había sido llamado por su dios a convertirse en el Dalái Lama, una especie de papa, pero en su religión.

—¿Tan joven y ya era papa? —preguntó sorprendido el niño.

—Sí, la vida en Oriente es muy distinta. Tenzin, que es como se llamaba el chico, ahora una persona mayor, representaba a un pequeño país, el Tíbet, que estaba controlado por la vecina China, que es inmensamente grande. Un día, los tibetanos, hartos del dominio de los chinos, decidieron enfrentarse a ellos, a pesar de que eran claramente inferiores. Fue una locura, pues en poco tiempo los soldados enemigos, muy superiores en número, acabaron con la sublevación. Pero sabían que no ganarían del todo hasta que consiguieran tener en su poder a Tenzin, el símbolo del pueblo tibetano.

El pequeño Manuel ya no articuló palabra. Las historias de su abuelo desprendían una magia que le hacían abstraerse de cualquier otra realidad. Ni siquiera se enteró de que su madre, como hacía siempre, se había acercado a la puerta de su habitación y escuchaba en silencio la historia.

—Tenzin estaba en su inmenso palacio cuando el ejército chino se dirigió allí para detenerle. Pero los invasores se llevaron una desagradable sorpresa cuando descubrieron que cincuenta mil tibetanos se habían reunido alrededor del palacio para evitar, si era necesario entregando sus vidas, que sus enemigos se llevaran al chico que simbolizaba todos sus sueños de libertad. Los jefes militares chinos no tardaron en percatarse de que para detener a Tenzin tendrían que matar a cada uno de sus cincuenta mil seguidores, por lo que optaron por enviarle un mensaje al Dalái Lama. Le escribieron que si no se entregaba voluntariamente bombardearían el palacio y matarían a todos los que intentaban protegerle. Incluso le señalaron que, si de verdad amaba a su pueblo, debería rendirse para evitar que se derramara su sangre. El pequeño Tenzin se hizo un lío. Si se entregaba, se desmoronaría la causa tibetana que había jurado defender, y si no lo hacía, morirían miles de sus súbditos por su causa. ¿Sabes lo que hizo?

Su nieto ni abrió la boca. Estaba tumbado de lado en la cama absorto con el relato y se limitó a mover la cabeza en gesto de negación.

—Pues buscó consejo en un oráculo, que era un monje que respondía a sus preguntas transmitiéndole lo que opinaba su dios. Desde pequeñito, cuando Tenzin tenía dudas sobre lo que debía hacer, y era bastantes veces como te puedes imaginar, le preguntaba al oráculo y este le guiaba por el buen camino. Esta vez hizo lo mismo y le interrogó sobre si debía quedarse o irse. El oráculo le contestó: «¡Vete, vete!». Seguidamente, escribió en una hoja todos los detalles que debía cumplir para escapar sin que sus enemigos le pillaran. El Dalái Lama hizo caso al oráculo y al día siguiente, conforme al consejo de su dios, huyó del cerco de los militares chinos y abandonó el país. Tuvieron que pasar muchos años para que Tenzin se enterara de lo que realmente había sucedido. Y es que un espía de un país amigo había hablado con el monje que hacía de oráculo y le había convencido de que el Dalái Lama debía huir y le había mostrado el camino para hacerlo. Este agente fue el que le ayudó a salir del país. Si no le hubiera convencido de esa forma, con el oráculo haciéndole creer que era voluntad divina, Tenzin habría muerto o estaría todavía en la cárcel. Ahora, Manuel, a dormir.

Dio un beso a su nieto y salió del cuarto. Su hija seguía en el pasillo esperándole.

—Creo que si los directivos de la CIA te hubieran escuchado contar cómo sacaron al Dalái Lama de China, te encargarían que reescribieras toda su historia.

—El espionaje es algo importante para que el mundo funcione y no siempre la gente miente y traiciona para conseguir objetivos negativos.

—Eso es verdad, pero te recuerdo que para sobrevivir los tibetanos tuvieron que ponerse en manos de la CIA, que les entregó armas y organizó la resistencia porque los chinos eran enemigos de los yanquis.

—Eso no es lo importante, hija. La historia tiene su valor en que el espionaje muchas veces busca formas originales para solucionar los conflictos y en que los más débiles no sobrevivirían muchas veces sin su ayuda. Aunque me temo que eso era antes. Ahora los servicios estáis más preocupados por evitar problemas que puedan suponer líos a los políticos que os mandan.

—No empecemos. Vamos a cenar, que nos espera Daniel.

Daniel, el esposo de Ela, sabía que no comenzarían a cenar hasta que el abuelo le contara a su nieto una de sus historias de espías. El espionaje era una constante en su vida, aunque un ingeniero agrícola como él no entendiera nada del tema. Su mujer se pasaba el día trabajando y cada vez sabía menos de lo que hacía. Al principio de vivir juntos, llegaba a casa muy estresada y le contaba los problemas que tenía con la operación en marcha, el enfrentamiento con algún compañero empeñado en contradecir sus análisis de un país o los líos con algún jefe que la trataba fatal. Entonces disfrutaba desahogándose con él, aunque habitualmente su papel no iba más allá de limitarse a escuchar sus historias. Sentía que su mujer le necesitaba, aunque fuera para relajarse al llegar a casa. Con el paso de los años, Ela se había convertido en una persona cada vez más introvertida y misteriosa, que prefería no contarle nada por su seguridad y que, cuando llegaba tarde a casa o se iba de viaje, ni siquiera hacía el más mínimo intento de justificar su retraso o ausencia. Ya no le importaba. Con el paso de los años se había amoldado a la situación, gracias sobre todo a la necesidad de cuidar de su hijo, su único tesoro. Su esposa y su suegro no lo sabían, pero hacía años que había jurado que su niño nunca trabajaría en el espionaje, como estaba seguro que ellos daban por sentado.

—Esta carne rellena está buenísima, Daniel. Cocinas como nadie —alabó sinceramente su suegro, que sabía que se había convertido en un perfecto amo de casa.

Daniel estaba sentado frente a él, con Ela en medio, en la presidencia de la mesa ovalada. El salón grande, alejado del cuarto del niño, tenía dos ambientes, uno en el que estaban cenando y otro más grande con dos sofás rojos enfrentados y una mecedora entre ambos.

—Gracias, Manuel, tú siempre tan amable.

—Hoy mi padre le ha contado a Manolo la historia de un niño de su edad que salvó la vida gracias a un oráculo.

—Yo creía que le contabas historias de espías —se extrañó Daniel.

—Sí —contestó Ela sin dejar intervenir a su padre—, pero es que en realidad lo del oráculo era un engaño, que permitió a la CIA salvar al Dalái Lama de las garras de los chinos. Nadie se enteró de nada, ni siquiera el propio Dalái Lama.

—Igual que yo. Quizá algún día, cuando sea abuelo, me contarás a qué te dedicas en tu trabajo.

—No empecemos. Ya sabes que es mejor que no sepas nada, por ti y por mí.

—Al principio me lo contabas casi todo —se empecinó Daniel—. Conocía a tus compañeros como si hubieran estado cenando en casa, cuando no los había visto en mi vida. Al regresar de los viajes me hablabas de lo que habías conseguido o los problemas que te habían surgido.

—Las cosas cambian y mi nivel de responsabilidad también. No puedo hablarte de asuntos secretos cuando lucho porque cientos de agentes que dependen de mí no lo hagan —le espetó enfadada.

Manuel se sintió incómodo con la discusión. Sabía sobradamente los problemas personales que deparaba trabajar en un servicio de inteligencia. Él mismo los había sufrido, aunque tuvo la suerte de contar con una esposa que lo amaba y lo apoyaba. A lo largo de los años, había comentado en reuniones con compañeros que no pondría la mano en el fuego por la duración del matrimonio de cualquier agente. Era, sin duda, una exageración, pero ahora tampoco la pondría por el de Ela. Las quejas de su yerno eran lógicas, sobre todo porque había tenido que cubrir en casa Lis carencias de su hija. En cualquier caso, le pareció que lo mejor que podía hacer era no entrar en la discusión de la pareja.

—Cuando llegó el nuevo director, me prometiste que tendrías más tiempo para Manolo y para mí.

—No contaba con que me ascendiera y me diera más responsabilidades —respondió secamente Ela.

—A Borja le han nombrado secretario general, un cargo más importante que el tuyo, y saca tiempo para estar con sus hijos.

—Porque Borja no es director de Operaciones. Su responsabilidad puede ser más alta, pero tiene menos trabajo que yo.

—¿Sabes que te digo, con tu padre aquí delante? —Daniel comenzaba a estar fuera de sí—, que no me extrañaría que tuvieras una relación con alguno de tus agentes, porque yo nunca me enteraría. Uno cachas, que vaya mucho al gimnasio, y no como yo, que no hago deporte desde que salí del colegio.

—No digas tonterías. Si quieres que discutamos, lo hacemos mañana, pero no cuando mi padre ha venido a cenar.

—¿Quién me garantiza que mañana no tendrás alguna de tus reuniones eternas y no vendrás a cenar?

—¡Daniel!

—Está bien, es tarde y mañana tengo que levantarme pronto para ir a trabajar. Os preparo un café y una copa y os dejo para que habléis de vuestros asuntos. A mí en realidad no me hace falta hablar contigo de nada. Manuel —siguió, dirigiéndose a su suegro—, siento el numerito, pero ya sabes que Manolo no es el único que se alegra cuando vienes.

—Gracias, Daniel, espero que todo te vaya bien.

Les trajo los cafés y los vasos de whisky prometidos, se los colocó en la mesita baja que había entre los sillones y se retiró. La agente en activo del CNI rompió el silencio en cuanto se sentó en la mecedora y su padre lo hizo a su derecha.

—Nunca ha entendido mi trabajo. Siempre me pone pegas porque llego tarde, porque me voy de viaje, porque no voy a las reuniones del colegio.

—Es normal, quiere estar contigo, es tu marido —señaló comprensivo—. El asunto es si a ti te gusta estar con él o prefieres estar trabajando.

—Papá, no me sueltes un sermón: tú sabes mejor que nadie cómo funciona la vida de un oficial de inteligencia.

—Porque lo sé mucho mejor que tú, te aviso: si no riegas las plantas, se marchitan. Y si cuando ves que pierden las hojas no les aplicas un abono revitalizante, se morirán y habrá que tirarlas.

—Bien, gracias, tomo nota de tu consejo.

—Hija, no seas tan fría.

—Lo soy y sabes que en eso he salido a ti.

—¡Vaya!, con que esas tenemos.

—Sí, y me gustaría que me contaras si sabes quién era la fuente de mi abuelo, que por suerte no era tan frío como nosotros, a la que bautizó con el nombre de Badía.

—Eso es un cambiazo de tema y lo demás son tonterías.

—¿Me vas a contestar o no?

—Es que no sé lo que me has preguntado —manifestó Manuel, sorprendido ante su tono.

—Tenemos una operación en marcha —explicó Ela, manteniendo su enfado—. Una fuente anónima, que se hace llamar Badía, nos está dando información. Cuando he ido al archivo de fuentes y colaboradores a investigar, me he encontrado con que hace sesenta años el abuelo, cuando estaba en la Delegación de Recuperación de Documentos, inscribió a un confidente con el mismo nombre.

—Vamos a ver, hija: ¿cómo quieres que sepa esos detalles del trabajo de tu abuelo? Y nada menos que hace sesenta años, cuando todavía iba yo en pantalón corto.

—¿El abuelo nunca te comentó nada de esa persona?

—Son temas operativos, no familiares.

—No digas chorradas —respondió bruscamente. No había forma de que se le pasara el disgusto con su marido—. Los dos intercambiabais muchas confidencias de vuestro trabajo.

—Jessi me contó —siguió hablando sin querer responderle— que fuiste a verle.

—Sí, y le vi muy mal, pero no estamos hablando de eso. Si yo tuviera su experiencia o la tuya, seguro que sabría descifrar todos los problemas del mundo. Por ejemplo —le miró a los ojos—, entendería por qué nunca me has contado que regresaste precipitadamente de Roma, no porque quisieras estar conmigo, sino porque te cesaron.

Manuel sintió la mirada penetrante de su hija y supo al instante que pretendía notar su reacción a la pregunta. Un buen agente da un alto valor a la información no verbal, esa que transmiten los gestos y no las palabras.

—¿Me estás interrogando? —reaccionó como un espía experto.

—No me has contestado. —Ela tensó la cuerda.

—No te permito que me interrogues como si fuera uno de tus agentes —espetó autoritario.

—Necesito saber por qué regresaste de Roma. Tu nombre aparece en uno de los casos en que intervino Badía y es preferible que me lo cuentes y lo hagas ya.

En ese momento tan desagradable sonó el móvil de Ela. Se levantó bruscamente y se acercó al aparador que estaba junto a la mesa del comedor, donde había depositado el teléfono al llegar a casa. Vio que era Vargas, dudó un momento y colgó sin responder. Regresó a la mecedora y se encaró nuevamente con su padre.

—¿Me vas a contestar o dejarás que permanezcan eternamente tus mentiras?

—Creo que me voy a ir a mi casa —respondió su padre molesto, comenzando a levantarse del sofá.

—No, espera —le frenó Ela, cogiéndole del brazo—. No te vayas. Lo siento. He tenido un mal día, para colmo Daniel me ha cabreado y lo estoy pagando contigo.

—Entiendo que estés estresada con tu trabajo y tu familia —su padre se sentó nuevamente—, pero lo que tienes que hacer es tranquilizarte y poner en orden tus asuntos.

—Puedo comprender que en su día no me contaras la verdad —Ela rebajó muchos grados el tono de sus palabras—, pero ha habido tiempo más que de sobra para que te sinceraras conmigo.

—No tengo nada que ocultar, fue una experiencia negativa y ya está.

—Cuéntamelo… por favor.

—Me pidieron que hiciera una investigación sobre un supuesto intento de asesinato del papa Juan Pablo I. A mis jefes no les gustaron los resultados y me castigaron haciéndome regresar. El Cesid vivía una guerra interna de poder y yo fui una de las víctimas.

—Esta mañana he leído el expediente del caso —dijo Ela suavemente— y el motivo que adujeron es que aseguraste que había datos sobre una conspiración para asesinarle, que corroboraste con los servicios francés e italiano. Tu trabajo y análisis fueron acertados, pero nunca les comentaste nada a agentes de otros países.

—En 1978 las cosas no funcionaban como ahora. Tenía poco tiempo, no sabía si los italianos o los franceses conocían la trama y quería que en España se movieran para evitar el asesinato. Me equivoqué, lo sé, y pagué por ello.

—En uno de los informes mencionabas algo que no entiendo: la posibilidad de que pudiera haber banqueros molestos e incluso acusabas a servicios de inteligencia del Este, vamos, al KGB.

—La verdad es que no me acuerdo.

Ela iba a seguir a la carga comentándole que la información inicial del caso la había proporcionado Badía, el misterioso informador que había anunciado varios magnicidios y cuyo alias coincidía con el del confidente de su abuelo. Pero decidió que ya había presionado a su padre bastante por ese día. Ni por un momento pensó en comentarle que su viejo amigo Roberto pertenecía a una red que intentaba matar a un príncipe inglés, porque en el fondo sabía, aunque pensarlo le producía retortijones en el estómago, que su padre protegería a su amigo si sabía que estaba metido en un asunto turbio. Lo malo de no alertarle es que quizá en unos días confirmaría la información que podría acabar con Roberto en la cárcel. Quizá, incluso, su padre era partícipe en el asunto y también él podría ser detenido. Si se produjera ese supuesto, ella sería destituida de su cargo a las pocas semanas de haber sido nombrada. Pero eso ya lo pensaría más tranquilamente. Se levantó y le dio un beso en la coronilla.

Cuando se quedó sola, y antes de acostarse, devolvió la llamada a Vargas, no fuera que quisiera algo importante.

—Sé que es tarde, pero antes no he podido atender el teléfono.

—No te preocupes. Solo quería informarte de que ya he seleccionado al agente que va a intentar infiltrarse en la red de Smirnov. Es muy bueno, listo, competente y atrevido. También he hablado con la agencia de seguridad que le está enviando escoltas para la selección, que por suerte es de un exagente que trabajó conmigo en KA, no sé si le conoces, se llama Roberto Santos. Le he prometido que si nos ayudaba nadie se enteraría y más adelante en agradecimiento le encargaríamos algún trabajito. Nuestro agente, para conseguir el puesto, se presentará como exguardia civil, que en realidad es lo que es, aunque con la premura de tiempo confiemos en que no investiguen mucho el resto de su vida laboral.

—¿Tiene experiencia en infiltraciones?

—Ha hecho cosas en el País Vasco.

Ela sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. No podía ser.

—¿Le conozco?

—Le viste el otro día en la sede de KA, se llama Carballo.

—¿Te parece una elección apropiada? Lo digo porque no sé si estará suficientemente preparado.

—Creo que cumple sobradamente las condiciones. Como pensé que no pondrías pegas, ya he hablado con él y en la unidad van a trabajar toda la noche en la activación del recambio de personalidad.

—La responsabilidad es tuya, lo que hagas está bien hecho —reculó Ela al darse cuenta de que había metido la pata—. Si está todo en marcha olvídate de lo que he dicho. Conoces a tu gente mejor que nadie.

—Eso era lo que tenía que contarte.

Inmediatamente después de colgar el teléfono móvil, le cambió la tarjeta. Instalado el nuevo número, llamó a su amante y en cuanto escuchó la señal de descolgar habló.

—¿Por qué lo has hecho?

—¿Por qué he hecho qué? —respondió Cristóbal sorprendido.

—Te has apuntado para la infiltración.

—No sabía que tenía que pedirte permiso antes de presentarme voluntario para una operación.

—Sabías que Valle iba a pedir voluntarios. Yo te conté la operación.

—No he contado nada de lo que me dijiste.

—Pues ve mañana y dile que te ha surgido cualquier cosa y que no puedes hacerlo.

—¿Cómo le voy a decir eso, estás mal de la cabeza?

—Es una operación en la que estoy muy involucrada y no nos interesa que participes.

—¿No nos interesa? —preguntó displicente, para añadir la respuesta sin dudarlo—: No te interesará a ti.

—Si se enteran de que tenemos una relación quedaré como una puta, pero tú saldrás mal parado, te lo garantizo.

—No me amenaces. Es mi carrera y no voy a renunciar a nada. Nadie se ha enterado de lo nuestro hasta ahora y no tienen por qué descubrirlo.

—No quiero que lo hagas.

—El acostarte conmigo no te da derecho a decidir sobre mi vida. Lo voy a hacer y espero que no se te ocurra meterte de por medio. Si lo haces, te arrepentirás.