Capítulo 12

El despacho de Ramírez, el jefe de Gabinete del director, estaba situado en la primera planta del edificio Estrella, cerca del que ocupaba Ricardo Cámara. Era un tipo hosco y mandón, con un fino bigote de otros tiempos, que después de nueve años se había creído que el puesto era suyo y que su misión en la tierra era proteger a los directores de los cavernícolas que poblaban el CNI. La directora de Operaciones, por encima de él en el organigrama, le solicitó con sumisión poder consultar el Archivo de Informadores, Colaboradores y Agentes, uno de los bienes más preciados de la Casa. Incluía los datos personales de todos los hombres y mujeres que, sin estar en nómina, prestaban servicios habituales o esporádicos. Era un asunto tan sensible que los funcionarios policiales españoles siempre se habían negado a compartir esa información vital con sus jefes. Allí estaban fichados todos los informadores que daban datos, los colaboradores que ayudaban en el desarrollo de las misiones y los agentes que habían hecho el curso en técnicas especiales pero que no estaban en la nómina oficial de la Casa.

Antiguamente era un fichero de papel en el que aparecían los datos de filiación y la información útil para conocerles más íntimamente. Se incluía un apartado en el que se anotaban las operaciones en las que habían ayudado, lo que permitía de un vistazo valorar su importancia. Había un espacio para marcar si eran remunerados u honorables —que no cobraban— y el tipo de sueldo que percibían, ya fuera circunstancial, permanente o una mezcla de ambos. Figuraba también un espacio para la foto. Muchos no la tenían, pero en algunos casos en los que el colaborador era relevante, incluso se había montado una operación clandestina para inmortalizar su imagen. Con el paso de los años, el fichero se informatizó y se almacenó en un disco duro externo, al margen de la red que conectaba los distintos departamentos, para impedir que nadie ajeno a las personas autorizadas pudiera acceder a la información.

Ramírez le advirtió, con su habitual vozarrón autoritario de coronel del Ejército, que no podía llevarse el archivo a su despacho, que debía consultarlo allí mismo y que no se le ocurriera intentar sacar copia de ningún documento: «Si lo necesitas, puedes tomar notas en un folio». Ela Langares aceptó sin poner trabas, mordiéndose la lengua ante la demostración innecesaria de poder del viejo burócrata.

Le prepararon el equipo informático en un despacho compartido por dos miembros del Gabinete, ausentes en ese momento, cuyas mesas estaban pegadas y no dejaban mucho espacio para moverse entre ellas. Cuando se quedó sola, el programa le pidió un nombre y Ela optó por escribir «Antúnez», un alias que había oído mencionar hacía años. Después, dándole al cursor, empezó a pasar uno a uno, siguiendo el orden alfabético, los alias de todos los colaboradores. Actuando de esa forma, si Ramírez intentaba cotillear lo que había buscado, la primera pista sería un miembro de la izquierda abertzale, del que lo desconocía todo.

A pesar de esa precaución, no podía evitar levantar la cabeza y mirar por todos los rincones: sentía los ojos de Ramírez en su cogote. Estaba bastante segura de que no podía haber cámaras ocultas en el despacho, pero un sexto sentido la mantenía alerta. Hacía años, un director ordenó colocarlas en lugares estratégicos de la sede central, incluida la cafetería, hasta que otro director posterior consideró que era una medida inapropiada contra la intimidad y ordenó quitarlas. Ela había aprendido a no fiarse de nadie, ni de los que iban de duros ni de los que iban de colegas. Mientras la Operación Gentleman-Palacios-Juergas se mantuviera en el máximo secreto, era preferible limitar el número de personas que la conocieran, por más que esa situación la obligara a actuar como si estuviera robando información.

Al fin apareció en la pantalla «Badía». Existía, lo que ya era un dato relevante, pero no había ninguna especificación sobre a quién pertenecía el seudónimo. Ni nombre, ni apellidos ni dirección. Pero habían escrito una nota: «El alias no ha sido puesto por el Cesid sino por el propio colaborador, que lo ha citado cada vez que ha llamado por teléfono para dar información. Imposible identificarle. Nunca ha pedido dinero ni favores a cambio de su ayuda. “RA” ha ordenado abrirle ficha. Sus informaciones han sido valoradas como A1».

Ela se quedó sorprendida. Hasta «RA», como se conocía antiguamente al director, sabía de su existencia y valoraba la calidad de sus filtraciones. Todos los agentes estaban al tanto de que los informes adquirían más importancia dependiendo de la calificación alfabética y numérica de sus fuentes. De las letras, la A era la que mostraba mayor confianza, descendiendo a partir de ella. De igual forma, el número 1 se concedía a las cuestiones de mayor trascendencia, disminuyendo igualmente con los siguientes.

Algo le extrañó: no conocía a una sola persona que no pidiera algo a cambio de colaborar. Unos, los más, querían dinero. Otros preferían recibir favores presentes o futuros. A los menos les bastaba con saber que servían a su patria, aunque, antes o después, pedían algo no tangible. Ayudar gratis y permanecer en el anonimato era algo extraño, que levantaba suspicacias en el mundo enrevesado del espionaje. Debía de existir algún motivo oculto que le impulsara a pasar información. Quizá le beneficiaba en sus negocios que el CNI conociera determinadas situaciones y actuara para cambiarlas. Era el comportamiento de algunos mafiosos: colaboraban con la policía facilitando pistas sobre bandas rivales, con el objetivo de quitárselos de en medio y disponer del territorio libremente para ampliar sus negocios.

Siguió leyendo el apartado de la ficha donde se especificaban las operaciones en las que había colaborado: «Corazón-Hollywood-Película», «Satanás-Dinastía-Mamá» y «Gentleman-Palacios-Libre». Imposible saber lo que significaban esas palabras clave. Los detalles sobre la colaboración de Badía —sobresaliente si la habían catalogado como «A1»— estarían incluidos en los expedientes de cada una de las operaciones, guardados bajo siete llaves en el archivo del centro.

A continuación, había una anotación extraña. Alguien había escrito algo al margen de los apartados establecidos: «Ver documento adjunto, procedente de los archivos de la Delegación de Recuperación de Documentos. Parece imposible cualquier relación, pero hay una extraña coincidencia». Buscó el enlace y presionó para ver el antiguo original escaneado. Era la hoja de apertura de caso de una operación llamada «Reencarnación», iniciada en 1946, en la que se planteaba la posibilidad de disponer de dos topos españoles en Rusia llamados Joan Cadaval y Marisol Carrasco. Se explicaba que la persona que facilitaría la operación era «Badía» y el oficial del caso… Manuel Langares.

Sonó su teléfono móvil y dio un salto en la silla.

—Dígame —respondió nerviosa.

—Ela, soy Pablo Vargas. ¿Te pasa algo?

—Nada, perdona, es que estaba abstraída leyendo un informe y me ha sorprendido la llamada. Cuéntame.

—Tenemos que actuar rápido. En las grabaciones realizadas al ruso hemos detectado que trabaja para un tal Semyon Smirnov, que tiene toda la pinta de ser un chorizo con mucho dinero.

—Empezad a controlarle. Luego os conseguiré una orden firmada por el director para autorizar todo lo que haya que hacer.

—Hay algo más. Están buscando un escolta para Smirnov por que ha despedido hace poco a la que tenía.

—Bien pensado, Pablo —dijo Ela anticipándose a lo que le iba a recomendar su amigo—. Busca a alguien y ve la manera de infiltrarle.

—Será complicado, porque apenas tenemos tiempo.

—Seguro que encuentras a un agente sobradamente preparado. Mantenme informada.

Colgó. Le temblaba la mano desde que leyera el documento en el que se revelaba que, sin duda, era su abuelo quien hacía más de sesenta años había tratado con Badía. Al ver en la pantalla del móvil el número de Pablo se había descontrolado aún más al pensar que le hablaría del sobre procedente de Praga, que ella había triturado en su presencia, sin explicarle su contenido. ¿Cómo iba a decirle que el amigo inseparable de su padre, con el que había compartido toda su vida, podía ser el asesino de Kafka? El tema la tenía bloqueada. No sabía qué hacer y, por el momento, era mejor no darle más vueltas.

Lo de su abuelo debía de ser una mera coincidencia. De ser el mismo Badía, ahora tendría más de noventa años y no podría estar facilitando informaciones al servicio.

Estaba inmersa —sonrió, calmándose un poco— en una operación de la tercera edad: Badía podía ser un anciano de noventa años y la persona que contactó con Kafka era Roberto Montiel, que estaba cerca de los setenta.

Volvió la vista a la pantalla. No había nada más escrito. Memorizó los datos y le dio despacio al cursor para que aparecieran otros colaboradores y despistar lo más posible a cualquiera que intentara saber lo que había estado buscando. Cuando levantó el dedo de la tecla, se paró en «Cicerón» y lo dejó un rato en la pantalla, aunque no tuvo el más mínimo interés en descubrir su identidad. Sonrió al recordar a otro Cicerón llamado Elyesa Bazna, cuya vida su abuelo le había narrado hacía muchos años. Yugoslavo de nacimiento, espió en Turquía, por iniciativa propia, al embajador británico, información que consiguió vender a los nazis. Su único propósito era ganar suficiente dinero para vivir con su mujer y sus ocho hijos, lo que consiguió para su felicidad, o al menos eso es lo que él creía. Cuando finalmente fue descubierto, consiguió huir. Lo malo acababa de empezar: el dinero que le habían estado pagando los nazis era falso. Murió años después inundado de deudas y desmoralizado por el engaño. ¿Quién sería el actual colaborador a quien habían bautizado en el CNI como «Cicerón», el mismo alias que tenía Bazna?, pensó Ela. Seguro que alguien obsesionado por el dinero, por lo que la Casa estrujaría su debilidad hasta dejarle seco.

Apagó el ordenador. Había conseguido parte de la información que necesitaba, aunque debía acudir cuanto antes al archivo para conocer el contenido de las tres operaciones. Le hubiera encantado borrar el documento con la firma de su abuelo, pero no sabía si la descubrirían. Cualquier mente mal pensante intentaría utilizar ese ridículo detalle contra ella, aunque no tuviera nada que ver con el caso. Estaba pensando en Santana, el director de Inteligencia.

Roberto Montiel y Manuel Langares estaban sentados en torno a una mesa camilla cubierta con un faldón gris, con las piernas metidas debajo para calentarse con el brasero. A su alrededor, las paredes habían desaparecido ante la invasión sin fronteras de libros de espionaje, que justificaban la existencia de la Asociación Cultural Red Durmiente. Si la misma escena hubiera tenido lugar en un asilo, los que les hubieran contemplado habrían creído que dos venerables jubilados estaban jugando una tensa partida de ajedrez para matar el aburrimiento.

—¿Existe o no la posibilidad de que Kafka te delatara antes de morir? —preguntó Manuel a su amigo.

—Es posible que delatara a Douglas, pero es imposible que lo identificara. Estuvo un rato conmigo, puede que detectara que llevaba peluca, que lo dudo, pero no podía intuir cómo soy. Imito perfectamente el acento yanqui y solo hablamos en inglés, por lo que no pudo descubrir que soy español. De todas formas, dudo de que antes de matarle le interrogaran.

—Eso no lo sabemos, y si le cortaron la lengua es porque pensaban que había hablado más de la cuenta. ¿Seguro que no te siguieron tras vuestra conversación en el cementerio judío?

—Puedo haber perdido facultades —respondió Roberto fastidiado, sacándose la dentadura postiza, mirándola detenidamente y volviéndosela a colocar—, pero hice todas las comprobaciones pertinentes.

Sin inmutarse ante su gesto, Manuel movió en el tablero la ficha de la reina, en claro signo de ataque, y siguió hablando.

—Si no te fotografiaron es imposible que te identifiquen. Dicho lo cual, solo nos queda por saber quién le ha matado.

—Nosotros no hemos sido.

—Hasta ahí llego —respondió mordaz Manuel.

—Queda la posibilidad de unos cuantos servicios de inteligencia que se enteraran por cualquier razón o a los que quisiera venderme —señaló mientras buscaba una vía de escape para su rey.

—También los rusos, que ante su negativa a trabajar para nosotros decidieran limpiar las huellas.

—Yo me inclino por los cabrones de los rusos, que son los únicos que ganan algo. Pero no entiendo lo de cortarle la lengua —dijo Roberto al mismo tiempo que ponía gesto de asco.

—Yo tampoco, excepto que fuera para despistar.

—Debemos extremar las medidas de seguridad y no contarle nada a Smirnov que pueda repetir situaciones como esta.

—Quizá no han sido ellos —dijo Manuel mientras le azuzaba con la mano a mover alguna pieza—, pero es una buena idea ser más cautos. Quizá debimos contarles lo de la manipulación de los trenos.

—No podemos darles todos los detalles de lo que hacemos, los del KGB deben saber que adoptamos todas las medidas de precaución necesarias y que no les necesitamos para advertir a la gente de que debe mantener la boca cerrada.

Los dos exagentes hablaban sin parar, pero no perdían de vista la partida de ajedrez. Era el único deporte serio que ejercitaban siempre que podían, además de sus carreras matutinas.

—¿Lo de Van Gogh sigue por buen camino? —preguntó Manuel.

—Tras aceptar el trabajo y cobrar el pago inicial, le tenemos en Madrid haciendo turismo. Tiene todos los datos para la cita, que será según lo previsto. Allí le explicaré los detalles de la operación.

—Sería mejor que fuera yo. Tú ya te arriesgaste en Praga.

—Tú no deberías ir, no sea que por una casualidad los del CNI nos pillen y a tu hija le dé un pasmo. Excepto que quieras saltarte la norma y le cuentes a qué nos dedicamos.

—A veces pienso que chocheas. ¿Quieres que entremos en prisión por la denuncia de mi propia hija? Cuando Ela salga del CNI se lo contaré todo o, si no vivo, lo harás tú, pero nunca antes de que cuelgue los hábitos del espionaje. Si te oyera mi padre te daría un par de collejas. ¡Con lo que quiere él a su nieta!

—Vale, no te cabrees. Al final vas a tener razón en eso que dices tanto de que ser espía es como ser cura.

—Creo que es una comparación bastante acertada —afirmó Manuel con dignidad—. Las dos profesiones tienen su esencia en el misterio. Si nos lo quitas, no seremos nada. Cualquier juez sabe que para arrancarnos un secreto a espías y curas tendría que saltarse las leyes y obligarnos a violar nuestro juramento de silencio. Las dos profesiones nos guiamos por el interés común, que está por encima del nuestro. No trabajamos para conseguir objetivos propios, sino para la sociedad en la que vivimos.

—Eso nunca ha sido así —respondió Roberto, que estaba a punto de perder la partida de ajedrez—. Antes y después de la caída del Muro de Berlín, los Gobiernos de todo el mundo han utilizado el espionaje para sus propios fines, al margen de los ciudadanos. Tu hija es una buena agente, pero los servicios cambian a las personas y lo sabemos por propia experiencia.

—Espero que te equivoques, aunque es difícil que no le afecte la vida de oficial de inteligencia. Antes de entrar en un servicio, los de seguridad destapan todos nuestros secretos. Allí aparecen nuestros amigos, cuentas bancarias, lo que bebemos y si nos gustan los hombres, las mujeres o los dos —se frenó para confirmar que Roberto aceptaba el jaque mate—. Incluso reflejan si tenemos problemas con nuestra esposa. Si queremos tener una aventura amorosa —siguió divagando, con la mirada perdida en el tablero de ajedrez—, lo tenemos fácil: cuando llegamos tarde a casa o desaparecemos un fin de semana, nuestra mujer no pregunta porque lo considera parte del trabajo. A pesar de que moralmente seamos muy sólidos, llevamos una vida disipada en la que siempre ocultamos algo al propio servicio y a las personas a las que queremos. Tú y yo somos el ejemplo de ese caos: estamos cerca de los setenta y seguimos escondiendo nuestra vida real a todos los que nos rodean.

—Es un tipo de vida especial —reflexionó Roberto—, que o te gusta o lo dejas.

—No es tan fácil dejarla. Te engancha como la droga y no puedes abandonarla. Los servicios no te impiden ni siquiera que seas un delincuente, siempre que lo sepan y te tengan bajo control.

—Los que peor lo tienen son los agentes operativos que trabajan a las órdenes de tu hija —dijo Roberto—. Pasarte la vida en una situación de máxima tensión, controlando los movimientos de todo tipo de personas, entrando en sus casas, colocándoles micrófonos en su dormitorio o simulando que te enamoras de ellos, no es algo al alcance de cualquiera. Y eso, con el paso de los años, termina abriéndote un boquete en el alma.

—Lo que más mella hace —discrepó Manuel— es darte cuenta de que a los jefes de los servicios no les preocupa la salud mental de sus subordinados.

—La verdad —dijo Roberto— es que cuando entras no sabes lo que te vas a encontrar, pero luego te engancha tanto el trabajo que muy pocos lo dejan voluntariamente. Hace años que se convirtió en la típica oficial de inteligencia capaz de hacer cualquier cosa para obtener sus objetivos. Eso nos ha pasado a todos, pero me inquieta que los objetivos no sean los que justifican esa apuesta tan grande.

—Todos olvidamos en algún momento la importancia de ayudar a las personas.

—Me preocupa que algún día mi hija deje de hablarme cuando se entere de que mentimos más que ella. Y lo que sería peor, que tache de su vida con rabia a su abuelo cuando descubra la verdadera dimensión de la relación que mantuvo con Philby.

—De momento, no tiene por qué enterarse —respondió Roberto tratando de tranquilizarle.

—Mi hija, en cuanto ve un nudo en una cuerda, se ve impelida a deshacerlo. Tenerla en un puesto tan importante en el CNI nos puede terminar perjudicando. Esperemos que no descubra lo que hacemos.

—Tienes razón —le dijo su viejo amigo tocándole el brazo en un gesto de comprensión—. Primero fueron nuestros padres y ahora nosotros. Si se enterara de algo, ¿crees que podríamos controlarla?

—No ha llegado al puesto tan joven por comprar papeletas en una rifa. Tiene arrojo, disciplina y se las huele todas. Es muy buena, quizá demasiado, pero nosotros llevamos la delantera y somos más expertos. Lo único que deseo es que nunca nos descubra.

Los dos amigos guardaron silencio unos momentos. No les gustaba el trabajo que estaban llevando a cabo, pero no tenían escapatoria.

—¿Qué hacemos con ese Misha? —preguntó Roberto volviendo a los temas operativos.

—El cabrón del Smirnov le ha encargado que nos vigile, para así poder informar a los rusos de nuestros movimientos, lo que puede complicarlo todo.

—Tiene una desventaja: nosotros somos dos y él uno. Tendremos que ocuparnos de que siempre siga al equivocado —aseguró Roberto, y cambió de tema—. ¿No te extraña que en este encargo hayan modificado la operativa? Han abierto dos frentes, encargándonos uno a nosotros y otro a Smirnov, pero obligándonos a depender de él.

—Prefería las ocasiones anteriores, en las que teníamos cierta libertad de actuación. También es probable que siempre haya habido dos planes, aunque nunca nos lo dijeran.

—Dejemos de criticar la organización y resolvamos los problemas que tenemos en estos momentos.

—Como por ejemplo —siguió Manuel— recibir los últimos datos sobre la ejecución de nuestra parte del plan.

—Habrá que ponerse en contacto con Smirnov para que nos dé las instrucciones que nos faltan.

En ese mismo momento, en otro lugar de Madrid, el agente operativo Cristóbal Cabanas, alias Carballo, y su compañero Álvaro García, alias Gámez, paseaban por los alrededores de la Puerta de Alcalá, uno de los monumentos más significativos de Madrid junto con la cercana fuente de la Cibeles. Como dos turistas más, se hicieron fotos con sus móviles sin perder de vista a Van Gogh, el asesino profesional al que seguían. Esa mañana se había puesto unas deportivas y estaba dirigiendo sus pasos a la cercana y enorme puerta que daba acceso a los jardines del Retiro. En cuanto los agentes operativos intuyeron su intención, Carballo alertó por el micro que llevaba escondido en la cazadora: «Pepe se va a correr por el parque».

Hasta el momento, la estancia del Pepe en Madrid no les había supuesto ningún sobresalto. Al comenzar el Control Integral de Relaciones, solo disponían de su alias «Van Gogh» y del hotel donde se hospedaba, el lujoso Wellington. Se desplegaron con celeridad y en unas cuantas horas, ya de madrugada, copiaron la fotografía de su pasaporte mientras el conserje de noche acudía en ayuda de una chica solitaria y miedosa, la agente Echauz, en cuya habitación no funcionaba la luz, y que le recibió con un salto de cama escandalosamente escueto. Al mismo tiempo, reservaron para el día siguiente la habitación contigua, modificando convenientemente el programa de ordenador del hotel gracias a las habilidades informáticas de Ostos.

Antes de que saliera el sol, en la base de datos de la sede de los grupos operativos habían obtenido la información existente sobre Marco De Boer, el nombre que aparecía en el documento holandés: nada. Tuvieron que esperar a conseguir sus huellas dactilares para identificarlo como Pieter Gomarus. No había ninguna orden policial de busca y captura en vigor contra él, lo cual hablaba de la calidad de su trabajo. Pero la Interpol le había abierto hacía tiempo una ficha: su única mancha era una detención por asesinatos masivos durante la guerra del Congo de 1996. Las autoridades del país africano informaron posteriormente de que el grupo de mercenarios al que pertenecía asaltaron la prisión de Kinshasa en la que estaba recluido y le liberaron. Después, se olvidaron de él.

Desde que le identificaron, el equipo de Trías estuvo muy concentrado para controlar a un objetivo que se presumía perspicaz. El seguimiento de un Pepe que iba a pie por las calles de una ciudad era sumamente complicado, por la dificultad que planteaba controlar sus movimientos sin ser detectados. Ostos y Echauz, de una parte, Carballo y Gámez, de otra, se turnaban con otros compañeros para seguirle a unas decenas de metros o por la acera contraria, intentando evitar que les reconociera y se mosqueara. El jefe Trías y otro miembro del equipo estaban en un vehículo operativo y Salas en moto, intentando que la distancia con el objetivo fuera la menor posible, guiados por los datos que les iban marcando los compañeros que le seguían visualmente.

En su trabajo solo tenían un elemento a favor: era rubio, alto y de complexión fuerte, lo que le dificultaba pasar desapercibido. Cada día salía a la calle a pasear, cogía varios autobuses, se subía al metro y se paraba a visitar cuantos museos y monumentos se encontraba en su camino.

Esa mañana, tras detenerse a contemplar la Puerta de Alcalá, cercana a su hotel, caminaba decidido al parque del Retiro a hacer un poco de deporte. Carballo y Gámez empezaron a calentar para hacer frente a la carrera que se les avecinaba.

—Si Pepe es un asesino, está tan seguro de sí mismo que no le importamos nada —dijo aburrido Gámez— o simplemente ha venido de vacaciones.

—No os fieis —les avisó Trías por el pinganillo que todos llevaban adosado al oído—. Este tipo es demasiado listo.

—¿Cómo ha ido el seguimiento de Van Gogh?

—Un rollo, parece que ese tipo ha venido a Madrid de visita turística. Fue mucho más divertida la operación del otro día contra el ruso, que casi se va a pique.

—¿Qué ocurrió?

—El tipo ese estaba obsesionado con su seguridad y en el último momento cerró el coche. Si no llega a ser por Salas, que nació para ser ladrona, y le quitó el mando y luego se lo volvió a meter en el bolsillo sin que el tío se pispara, habríamos fracasado.

—Lo conseguisteis y el resultado es lo que importa.

Ela Langares estaba cenando en casa de Cristóbal Cabanas. Había salido de la sede central a las nueve de la noche y su chófer la había dejado cerca de su hogar, donde había cogido un taxi hasta las proximidades de la calle de su amante. No había podido sustituir su ropa de chica decente, como ella decía, por algo más informal, pero lo soportaría. Cuando llegó, el agente operativo ya había preparado una ensalada con maíz y piña, como le gustaba a Ela, y una lubina a la sal, que tardaba en hacerse, pero cuya elaboración no presentaba excesivas complicaciones.

—Lo conseguimos, pero ese Pepe tiene pinta de ser más peligroso que la mayor parte de los rusos a los que he controlado en mi vida y te aseguro que son muchos.

—Lo es, no lo olvides. Gracias al programa troyano que le metisteis a ese tal Misha en su móvil hemos descubierto que está trabajando para un empresario llamado Semyon Smirnov. —Ela hablaba con Cristóbal con una libertad poco usual, aunque creía saber dónde estaba el límite entre lo que podía decir y lo que debía callar.

El hombre se levantó para recoger la mesa. Ela le miró cuando se dirigía a la cocina. A sus treinta y pocos años, poseía un cuerpo musculoso y un culo respingón que le encantaban. Cuando regresó de la cocina, traía en las manos un café y un puro.

—No entiendo cómo puedes tomar cafeína por la noche —dijo Cristóbal mientras de pie le servía la taza—, pero te he hecho uno bien cargado, como te gusta.

—Yo tampoco entiendo tu obsesión por los puros, que operativamente puede ser peligrosa. Hace años, a un director le regaló el servicio secreto cubano un humidor de puros y se lo tuvo que enviar a KA para que comprobaran que no habían escondido micrófonos dentro.

—Cambiarás de opinión el día que te fumes uno, pero procura que sea bueno, como este Montecristo Edmundo. Me doy pocos placeres y este es uno. El otro eres tú. Anda, ven aquí.

Ela se levantó de la silla, esperó a que Cristóbal dejara el puro en el cenicero y le abrazó con fuerza, mientras recorría su espalda de arriba abajo, deteniéndose un rato en el final de la misma.

—Sentémonos en el sofá mientras te tomas el café —dijo Cristóbal—. Últimamente te noto preocupada.

—Mi trabajo es complicado, ya lo sabes —respondió Ela sin fijarse, como hacía habitualmente, en que al sentarse en el sillón su elegante falda de directora general dejaba al aire sus piernas.

—Hay algo que te tiene descentrada.

—¿Prometes no contarlo? —le preguntó acariciándole suavemente el pelo.

—Larga por esa boquita.

—Vas a alucinar.

—Me encanta alucinar contigo —afirmó arqueando las cejas y mirándola fijamente a los ojos.

—No puedes decir nada de lo que voy a contarte. Nada a nadie.

—Dalo por hecho, pero habla ya.

—En el caso del ruso —obvió decirle que querían matar a un príncipe inglés—, tenemos una fuente desconocida —tampoco le dijo su nombre— que esta mañana he descubierto que lleva colaborando con nosotros en el anonimato desde hace muchos años. Lo sorprendente es que mi abuelo fue el primero que le abrió una ficha de colaborador hace ya sesenta años.

—Solo puede ser una coincidencia —manifestó, y se quedó un momento pensando—. ¿Cuántos años tiene tu abuelo?

—Noventa y tres, a punto de los noventa y cuatro.

—También puede ser que esa fuente siga en activo y en lugar de llamar él, lo haga una persona de su confianza.

—No está mal visto —respondió pensativa—. No sé si te he contado que cuando era pequeña mi abuelo me contaba cuentos de espías.

—No me digas, ¡vaya obsesión que tenéis en la familia!

—A mí me encantaban.

—No me cabe duda. Pero lo del colaborador de tu abuelo no es lo único que te preocupa.

—Claro que no —afirmó dándose cuenta de que el dibujo realizado a lápiz en Praga de Roberto Montiel la mantenía tensa, pero sabía que no podía abrirle hasta ese punto su corazón, por lo que recuperó otro asunto—. El otro día asistí a la cena de la asociación de mi padre, la Red Durmiente. Siempre me ha impresionado la labor que hacen para ayudar a los exagentes, pero el otro día mi padre pronunció un discurso muy crítico con los servicios de inteligencia actuales.

—Hace tiempo escuché decir que el espionaje del siglo XX acabó con la caída del Muro de Berlín y el XXI comenzó con los atentados islamistas del 11-S en Estados Unidos. Seguro que tu padre se quedó con las bonanzas de la guerra fría y no entiende lo que requieren los nuevos conflictos.

—Puede que tengas razón —dijo asertivamente—, pero le noto raro.

—¿No será que la que estás rara eres tú? Tienes un nuevo puesto bastante complicado y ves cosas extrañas en la actuación de un viejo venerable.

—Todo es posible, pero algo está pasando. Bueno, dejemos el tema.

Ela se acercó a Cristóbal, le pasó la mano por detrás del cuello y le besó largamente en los labios.

—Antes me has hablado de ese Misha y su jefe Smirnov: cuéntame cosas de ellos —dijo Cristóbal mientras se separaba de ella y le daba una calada a su puro.

—Me encantan los hombres que disfrutan de un buen puro, aunque déjame pensar… no conozco a ninguno, excepto tú.

—Pues ya conoces a uno. Pero háblame de los rusos.

—Tenemos pocos datos, pero nos hemos enterado de que Smirnov ha despedido a la escolta que tenía y está buscando sustituto.

—¿Busca una mujer?

—Parece que ahora prefiere un hombre, no me preguntes por qué. Valle —mencionó por el alias a Vargas— está buscando a alguien que podamos infiltrar rápidamente, con experiencia y decisión. No tenemos apenas tiempo si queremos llegar antes de que cierren la contratación.

—A mí me encantaría el trabajo —sugirió Cristóbal.

—Preferiría que no te ofrecieras. Es una operación que estoy llevando personalmente y no nos convendría trabajar tan cerca.

—No sé por qué —respondió el agente, al mismo tiempo que desabrochaba un botón de la camisa de color crema de su jefa y metía su mano a investigar.

—Ya es bastante compleja nuestra relación —dijo aparcando por primera vez las preocupaciones que la estaban atormentando—, como para que la compliquemos más.

—Pero no puedes perjudicarme a mí —añadió, concentrado en el trabajo que llevaba a cabo suavemente en el cuerpo de Ela.

—He dicho que no y ya está —señaló mientras le quitaba el polo azul y comenzaba a acariciarle el escaso vello del torso.

—¿Tienes que irte pronto? —cambió de tema Cristóbal, al mismo tiempo que modificaba su objetivo y volcaba el interés en sus piernas.

—Todavía puedo estar un par de horas… si quieres.

—¿Qué le has dicho a tu marido esta noche?

—La ventaja de ser espía —respondió molesta, aunque concentrada en la faena— es que la gente que vive contigo termina acostumbrándose a que no tengas horarios. Entienden que no puedes compartir determinadas cuestiones y acaban por no preguntar.

—Todo es trabajo y todo es secreto —señaló quitándole la falda y arrancándole el tanga.

—Efectivamente. ¿No has pensado en tener una relación estable? —le devolvió Ela la pregunta impertinente, y comenzó a desabrocharle el complicado cinturón del pantalón.

—En mis planes ya no está lo de volver a tener pareja.

—Deberías buscarte una buena chica —dijo al mismo tiempo que le empujaba sobre el sofá, para poder sacarle el pantalón.

—A lo mejor en el futuro, pero ahora lo único que me interesa es mi trabajo. Quiero disfrutar de la vida, de las aventuras que me presente… de tu cuerpazo. Quizá en el futuro quiera quitarte el puesto de directora general de Operaciones, aunque nunca pondrán a un guardia civil sin carrera como yo.

—Eres ambicioso, niño.

—Lo mismo que tú. Solo que nunca realizaré mis sueños si algunas mujeres me ponen límites.

—Yo no te pongo límites —dijo disgustada Ela, parándose en el mismo momento en que le estaba quitando los bóxers—. Solo que si te infiltras en la organización de Smirnov, me puedes poner en un aprieto.

—Y para que a ti te vaya bien, yo me jodo —señaló subiendo el tono de voz e incorporándose en el sofá.

—Eso no es así —gritó también ella.

—Quizá tengas razón, no te enfades.

Se miraron y Ela recuperó su gesto amable y le acarició los labios con el mismo dedo que luego le introdujo en la boca.

—Eres un cerdo, pero me gustas.

—Y tú una golfa, pero estás más buena que comer con los dedos.