MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 4)
Febrero de 1946
Mi primera visita al país de Philby se debió a un problema de seguridad en la delegación diplomática española. La secretaria del embajador, Marisol Carrasco, era sospechosa de faltar a su deber de lealtad al filtrar a comunistas documentos de su jefe. Su padre y su hermano habían combatido con los republicanos en el inicio de la Guerra Civil, antes de desaparecer en mitad del conflicto. Según descubrimos en mi servicio de información gracias a varios archivos confiscados al enemigo, los dos habían emigrado a Rusia, donde vivían sin que supiéramos a qué se dedicaban. Escobedo, mi recién llegado jefe en la Delegación de Recuperación de Documentos, se inclinaba por dar pábulo a las sospechas del personal de la Embajada, basadas en presunciones más que en pruebas. Con una mente calenturienta —veía rojos por todas partes—, deducía que la secretaria debía enviar los informes sustraídos al embajador a sus familiares en Rusia a través de alguna red comunista en Londres.
Escobedo me encargó viajar a la ciudad del Támesis con la tapadera de un vulgar hombre de negocios: «Consiga las pruebas contra la tipa esa, porque ya le digo yo que trabaja para los rojos». Si hubiera sido por él, habría enviado a cualquier otro. Pero el gran jefe ahora era Estévez, que le argumentó que nadie hablaba inglés como yo. No le dijo —era un secreto entre los dos— que tenía depositada toda su confianza en mí desde que conseguí que detuvieran durante la Segunda Guerra Mundial, precisamente en Inglaterra y gracias a Philby, a los dos espías al servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Me apeteció salir fuera de España. Carmen se quedó con nuestro hijo y mi madre en casa y yo me despedí por una semana, el tiempo que estipulé necesario para desentrañar el enigma. Era una ocasión perfecta para reencontrarme con mi amigo Kim. Le escribí una carta a Mike Tower, nuestro intermediario, en la que no le mencionaba a Philby, pero en la que le especificaba los detalles de mi viaje, incluida la discreta casa en el barrio de Chelsea donde residiría. No obtuve respuesta e hice el largo viaje con la ilusión de un niño. Mi misión era secreta —no debía enterarse el servicio secreto inglés—, pero estaba seguro de que Philby no me delataría.
Al llegar a Chelsea se me cayó el alma a los pies. Había leído antes de salir que en sus orígenes había sido un pueblo de pescadores y que en el siglo XVI era residencia de las personalidades de la corte. Después habían vivido allí escritores como Henry James y Oscar Wilde. Pero cuando llegué al barrio no había nada de glamour y todo era podredumbre y destrucción. La Segunda Guerra Mundial había terminado el año anterior y eran palpables las huellas de los bombardeos de la Luftwaffe alemana.
La habitación —cama con colcha azul tejida a mano hacía muchos años, un pequeño escritorio con diversos grafitis, una silla que no invitaba a sentarse, una mesilla de noche con una puerta para el orinal y un armario con espejo en la puerta— era perfecta para pasar desapercibido, aunque algo incómoda. Encima de la mesilla había un sobre que alguien sin identificar había entregado en mano a mi casera. Contenía una tarjeta en blanco con un breve texto: «Chelsea Bridge, 6 at nine». No había segunda cita. Estando en Londres y con los alemanes derrotados, imaginé que Philby había relajado las medidas de seguridad.
Al día siguiente, me reuní con personal de la Embajada en el Nag’s Head, un pub cercano a Buckingham Palace y a Hyde Park, una zona señorial de la ciudad, en la que estaba situada nuestra delegación. Rodeados de paredes de madera con muchos años de antigüedad y cerca de una estufa de principios del siglo XIX, bebimos unas cervezas y me dieron toda la información disponible sobre Marisol Carrasco, incluida una foto. Su aspecto elegante y fino la alejaba de la imagen de revolucionaria comunista, pero tras la Guerra Civil los perseguidos habían aprendido a ocultarse para evitar ser detenidos.
Yo les entregué un documento de seis folios, con un sello rojo de secreto estampado en la portadilla, que hablaba sobre la presencia de grupos de apoyo a los comunistas en Inglaterra y anunciaba el viaje, una semana después, de un enviado de la Delegación de Recuperación de Documentos para llevar a cabo la correspondiente investigación. Se adjuntaba una carta con membrete oficial informando confidencialmente al embajador y solicitándole toda su ayuda.
Entendieron la trampa diseñada en Madrid y me aseguraron que a primera hora del día siguiente el embajador le encargaría a su secretaria Marisol que lo archivara. Quisieron invitarme a comer unos sándwiches, pero les mentí asegurándoles que tenía trabajo. Les debí de parecer alguien importante —era un enviado especial a Inglaterra— y pretendían hacerme la pelota.
Faltaban diez minutos para las nueve de la noche cuando llegué a los alrededores del puente de Chelsea. El tiempo era plomizo, la niebla apenas te permitía distinguir sombras a lo lejos y esta vez era yo el que se había puesto una gabardina típica de película de espías. Philby apareció andando en dirección hacia mí por el lateral para viandantes del larguísimo puente que sobrevolaba el Támesis. Seguro que era él: llevaba la misma gabardina que en nuestro último encuentro hacía tres años en Madrid, aunque no se había puesto el sombrero. Pasó por mi lado, vi su cara y siguió andando por lo que perfectamente podía ser un paseo marítimo, solo que en lugar del mar había un río. Caminó en dirección al cercano puente de Albert, ahora despacio, ahora deprisa. Me mantuve a cierta distancia hasta que se metió por las calles del barrio de Chelsea y temí perderle de vista. La contravigilancia en estas circunstancias atmosféricas y por lugares desconocidos es muy complicada. Cuando después de más de media hora hicimos finalmente el contacto, entendí que controlar los movimientos de un objetivo es mucho más complicado en Inglaterra que en cualquier otro país del mundo.
—¡Qué bien te veo, Manuel! —dijo abrazándome.
—Pues ya tiene mérito, porque en esta ciudad si no estás atento besas a la chica del vecino.
—Te acostumbras rápido. Ya que nadie nos ha seguido, ¿te parece que sigamos paseando por el Támesis?
—Por mí, estupendo. ¿Quién crees que podría habernos seguido? Porque nadie sabe que estoy en Londres.
—Eso nunca se sabe, Manuel. En España hay menos problemas —se refería a que teníamos un dictador—, pero en Inglaterra es otra cosa. No hay que preocuparse solo de los servicios secretos enemigos, sino también de los amigos. El MI5 se ocupa de la seguridad dentro de Inglaterra y mantiene unas pésimas relaciones con nosotros, los del SIS. Así que si descubren que nos vemos sin que nadie lo sepa, tendría que dar todo tipo de explicaciones y te prometí que nadie conocería nuestra relación.
—Menos Mike —maticé.
—Mike es nadie —dijo ofreciéndome un pitillo, sacándose otro y encendiendo los dos—. Es nuestro amigo y como anticuario con más dinero del que pueda gastarse en dos vidas pasa de nuestros asuntos. —Era mentira, aunque entonces no lo sabía—. Cuéntame, ¿qué haces en Londres?
—He venido clandestinamente para una misión relacionada con nuestra embajada, nada que tenga que ver con los ingleses.
—Ya sabes que nunca diría nada. Además, he cambiado de destino.
—¿Ya no te ocupas de la península Ibérica?
—Me han ascendido.
—Enhorabuena. —Le apreté el brazo en un gesto de satisfacción.
—Dirijo la Sección IX, que se ocupa de defendernos frente a los ataques de Rusia. Es nueva y todavía la estoy montando. Tú mejor que nadie sabes los problemas que tiene enfrentarse a los comunistas, con lo agresivos que están tras la victoria en la guerra y su obsesión por colonizar el mundo.
—Ahora los dos nos dedicamos a lo mismo, a perseguir rojos —recapitulé mientras paseábamos por edificios que en su día debían de haber despertado la admiración del mundo, pero que en ese momento daban pena.
—Tratamos de organizar en la Unión Soviética y en la Europa Oriental grupos que operen contra los rusos. Aunque también intentamos descubrir a los rusos que operan aquí en Gran Bretaña. Tendrías mucho que enseñarme.
—No seas modesto.
—Déjame que adivine —se paró, puso dos dedos de su mano derecha en un lado de la cara y me miró—: has venido porque tenéis rojos infiltrados en la Embajada.
—¿Quién te lo ha contado? —respondí impulsivamente, e inmediatamente me di cuenta de la obviedad de su comentario.
—Era eso o que venías a espiar a mi país, algo que tu servicio por ahora no hace. Bastante tenéis con perseguir a los enemigos de Franco.
—Tenemos sospechas, que debo confirmar.
—Si puedo colaborar en algo…
—Creo que en este caso no.
—Quizá utilicen las mismas redes que nosotros investigamos. Además, estamos infiltrando agentes en la Unión Soviética y quizá aparezcan españoles de esos que emigraron durante vuestra contienda.
—Cualquier información me vendrá bien —respondí al mismo tiempo que caía en la cuenta de que no había tartamudeado ni una sola vez.
—Quizá te pueda ayudar a que vosotros también los infiltréis, claro que siempre que nos ayuden también a nosotros.
—Un poco complicado, ¿no? —aseveré, quizá debido a mi falta de experiencia en aquellos asuntos.
—No creas. Estoy montando una serie de planes en los que podrían encajar dos o tres topos españoles. No tendría que hacer constar nuestro acuerdo en mi servicio, para algo soy el jefe, y podríais llegar al corazón de Moscú.
—Yo no podría proponerlo sin implicarte.
—Solo bastaría con que activaras a… ¿cómo me bautizaste? A Badía. Una fuente en el SIS te ayuda, nadie sabe quién soy y te ganas un ascenso o lo que sea.
—No sé si en mi servicio aceptarían. No están acostumbrados a estos asuntos. Hay mucho mediocre, que cree que por ser fascista ya lo tiene todo resuelto.
—Plantéalo. No pierdes nada y puede ayudarte en tu carrera. Háblame de Carmen, de tu hijo, de tu madre…
Durante dos días seguí a Marisol Carrasco por Londres. La esperaba cerca de su casa, la acompañaba discretamente hasta la Embajada y vuelta a empezar, pero al revés. Me pareció una chica monótona y aburrida, con buena facha y aparente discreción. Al tercer día, a la salida de su puesto de trabajo, cambió el rumbo. Cogió un autobús —al que pude subirme por los pelos— y se dirigió a un lugar del extrarradio de Londres que yo desconocía por completo, cerca de Regent’s Canal. Me sentí perdido, aunque muchos años después, cuando visité tranquilamente Londres, la zona se había convertido en el más famoso rastro de la ciudad, el mercado de Camden. Marisol no llevaba ningún sobre en las manos, únicamente un pequeño bolso. Llamó a la puerta de una casa pequeña pegada a otras similares y entró rápidamente, no sin que el hombre que la abrió mirara a ambos lados de la calle antes de cerrar. Algo estaba pasando.
Apenas media hora después, salió como si hubiera hecho una visita obligada a una tía abuela solitaria. La seguí de regreso a su casa, entre otras cosas para observar detenidamente su cuerpo, embutido en tal cantidad de ropa que apenas dejaba traslucir sus curvas. Dentro del autobús, me coloqué muy cerca de ella y en una curva simulé perder el equilibrio, me abalancé y la toqué debajo del pecho. Le pedí mil disculpas en inglés, las aceptó y miró con vergüenza para otro lado. Cuando bajamos del autobús, tomé el camino contrario al suyo hasta que estuvo lo suficientemente lejos como para que pudiera retomar el seguimiento.
Al día siguiente celebré una breve reunión con el personal encargado de la seguridad de la Embajada y les ordené que a partir de ese momento el embajador guardara con discreción los papeles que considerara secretos en la caja fuerte de su despacho. Era una medida preventiva, les conté, porque hasta el momento no había podido probar nada. Quería tener la pieza en mi poder y que nadie la tocara. Como había comprobado en el autobús, la secretaria había sacado de la Embajada el documento supuestamente secreto escondido dentro de su vestido. Estaba convencida de que nadie osaría registrar íntimamente a una mujer.
Tenía planes para ella. Planes relacionados con la Unión Soviética.
La sede de la Delegación de Recuperación de Documentos estaba cerca del centro de Madrid, en un edificio de oficinas que pertenecía al Ministerio del Ejército. Ningún rótulo en su exterior especificaba a qué nos dedicábamos y todos acudíamos a trabajar vestidos de paisano. En el sótano y en varios pisos estaban almacenados diversos archivos pertenecientes al Gobierno republicano y al ejército rojo confiscados tras la guerra. Los habíamos purgado para poder utilizarlos en nuestra lucha contra los movimientos de resistencia al Caudillo.
Yo trabajaba en la cuarta planta, la de los operativos. Nuestra labor era realizar en la calle las investigaciones sobre sospechosos que nuestra gente detectaba o las que nos marcaban organismos dependientes de otros ministerios.
Aunque en apariencia éramos civiles, en las oficinas actuábamos con los protocolos militares. Mi antiguo jefe, el comandante Dionisio Estévez, había ascendido a coronel y le habían puesto al mando de toda la Delegación, aunque dependiendo de un general procedente de la Legión que no se enteraba de nada —lo suyo era pegar tiros en el campo— e intentaba meter las narices en todo. En su lugar habían colocado a otro teniente coronel, Jaime Escobedo, que tampoco sabía de espionaje, pero que al ascender pidió y ganó el destino para no tener que irse fuera de Madrid.
Al regresar de mi viaje a Londres informé directamente a Estévez de mis gestiones y le anuncié el plan de Philby, pero me dijo que siguiera el conducto reglamentario, es decir, que se lo comentara primero a mi jefe directo. Desde su aterrizaje en la Delegación, Escobedo estaba celoso de mi relación con Estévez y este prefería evitar problemas en la medida de lo posible.
Hablé con mi superior en su pequeño despacho y la operación le pareció una barbaridad.
—Esa idea es una locura, capitán Langares —me espetó desde la atalaya que le otorgaban sus dos estrellas de ocho puntas, frente a las tres mías de seis—. Si colaboramos con ese confidente suyo… ¿cómo le ha llamado?
—Badía, señor.
—Pues con Badía, sin saber quién es y a qué se dedica, nos podemos meter en una bien gorda que acabe con todos nosotros en una cárcel militar.
—Es una operación ambiciosa —repuse respetuosamente—, pero nos permitiría disponer de informantes entre los republicanos exiliados. Saber lo que están tramando mucho antes de que lo ejecuten. Conocer sus nombres, establecer un organigrama…
—Mire, capitán, lo primero es que deje de llamarle Badía y me diga quién es ese tipo que le propone una operación así.
—Con el debido respeto, mi teniente coronel, no se lo puedo decir.
—¿Cómo que no me lo puede decir? —vociferó ofendido—. Soy su superior y tiene la obligación de contármelo todo. Más aún, de rellenar una ficha con todos los datos.
—Lo siento, mi teniente coronel. No voy a traicionar a un confidente.
—Este es su trabajo —señaló apoyando su cuerpo atlético sobre la mesa de despacho y tocándose el fino bigote— y si no sabe cumplirlo, tendrá que buscarse otro. Además, si desobedece mi orden, se irá directo a una jaula y tiraré la llave al Manzanares.
No le respondí como me apetecía. Me contuve apretando las mandíbulas todo lo que pude.
—Esas decisiones son suyas, pero no identificaré a mi confidente. Suya será la responsabilidad de que no accedamos a la información de los republicanos fuera de España.
—Republicanos, republicanos… rojos de mierda. ¿Es que usted es uno de ellos, capitán? —dijo escupiendo las palabras.
—No, señor. Ni lo he sido ni lo seré —respondí mansamente, sabiendo que eso le excitaría aún más.
—Pues lo parece. Aquí mando yo, y a los republicanos se les llama rojos, que es lo que son. Y los datos de los informantes se ponen por escrito. —No paraba de mirarme a los ojos—. Usted está muy mal acostumbrado, Langares.
—No lo voy a hacer —respondí devolviéndole desafiante la mirada, ya no aguantaba más—, mi teniente coronel.
—Esta conversación ha concluido. Está usted arrestado. Siéntese en su mesa hasta que haga el escrito y lo rubrique el coronel. Después vendrá un capitán para acompañarle a un calabozo donde se pudrirá una temporada. Recomendaré que le envíen a la Legión, para intentar convertirle, aunque sea tarde, en un buen soldado.
—¿Desea alguna cosa más, mi teniente coronel? —respondí ceremoniosamente.
—Puede retirarse.
Me había caído una buena. Lo de menos era que ese miserable no supiera aprovechar las ventajas de una operación de infiltración. Lo peor era que por primera vez estaba en riesgo mi amistad con Philby. Le había dado mi promesa de no delatarle y la iba a cumplir. Nada podían hacer contra un destacado jefe del SIS británico, pero no mancharía su carrera con un asunto como este.
Durante el resto de la mañana y buena parte de la tarde estuve pegado a mi silla, sin ir siquiera al baño. Gracias, evidentemente, a que tenía treinta años y todavía no me habían atacado los problemas de próstata, que ahora me tienen visitando el baño cada hora. Vi como Escobedo salía varias veces del despacho. Al principio me miraba chulesco, aunque luego empezó a ignorarme. Llamé a Carmen para contarle que había tenido un enfrentamiento con el jefe y que quizá estaría un tiempo fuera, pero que no se preocupara porque estaría bien. Evidentemente se preocupó, estalló a llorar y le pasó el teléfono a mi madre, que me preguntó qué había hecho. Intenté calmarlas como pude, aunque no lo conseguí.
Finalmente, Escobedo me llamó a su despacho. La policía militar no había aparecido por nuestra planta. Entré y permanecí de pie, firme como una bandera.
—Capitán, la mamita que tanto le protege en este trabajo ha intercedido por usted y ha ordenado que no le arreste, que rellene una ficha para ese Badía, pero sin datos concretos, y que ponga en marcha la operación.
—Lo que usted diga, señor —respondí, y aguanté las ganas de reírme en su cara y escupirle en el bigote.
—Esto no acaba aquí. —Se levantó para lanzar las amenazas del perdedor—. Le estaré vigilando cada minuto y si la operación no sale bien o la caga en cualquier otro trabajo, acabaré con usted. No olvide que yo he hecho la guerra y la he ganado, mientras usted estaba hablando inglés con esa morralla de periodistas extranjeros. ¿Ha entendido, capitán?
—Sí, señor, perfectamente. —Jódete, cabrón, pensé, pero no separé los labios.
Un mes después todavía mantenía activado y a pleno rendimiento mi radar mental para detectar seguimientos. Escobedo no amenazaba nunca en balde. Estaba dispuesto a desacreditarme ante el coronel Estévez y no repararía en medios para conseguirlo. Lo primero sería hacerme vigilar por gente desconocida, posiblemente de la temida policía secreta, controlada por sus viejos amigos fascistas de la guerra.
Era domingo —de este dato sí me acuerdo perfectamente—. Llevé a comer a toda la familia al restaurante El Mesón, situado en las afueras de Madrid, en mitad de un descampado. Me fascinaban sus migas con chorizo, igual que a mi amigo Luis Montiel, a quien invité a sumarse con su mujer e hijo.
No he mencionado hasta ahora a Luis porque su participación había sido nula en el entramado que estaba montando casi inconscientemente —ya sé que eso no me justifica, pero tampoco pretendo disculparme ahora por los muchos errores que acarrearon sufrimientos a tantas personas y que costaron la vida a algunas otras—. No se entenderían los acontecimientos acaecidos posteriormente sin el papel protagonista que empezó a jugar en ese preciso momento. Nunca he tenido un amigo más fiel ni he contado con un apoyo más incondicional en momentos tan duros y terriblemente peligrosos como los que se nos avecinaban.
Conocí a Luis en la academia militar, donde rápidamente nos hicimos amigos. Juntos pasamos por las incontables penalidades que deben superar los cadetes para llegar a tenientes. Luego vino la guerra. Fui cola de promoción, pero mi dominio del inglés me llevó al Departamento de Prensa del Estado Mayor. A Luis, cabeza de promoción, le tocó pasarse tres años combatiendo valerosamente a los republicanos por toda España. Cuando acabó el conflicto, le convencí de lo apasionante que era el espionaje y en 1943, cuando ascendió a capitán, su buena hoja de servidos le facilitó ir destinado al Alto Estado Mayor. Experto en lucha de guerrillas y con experiencia ampliamente demostrada, le enviaron a la Tercera Sección, cuya misión era realizar tareas de contrainteligencia y buscar información de todo tipo para que el mando conociera las potencialidades de otros países. Allí había una Comisión de Estadística, nombre vacío de contenido que daba cobertura al personal operativo. Nuestros trabajos tenían bastantes similitudes en los contenidos, aunque desde perspectivas diferentes. Perspectivas que fueron modificándose con el paso del tiempo, cuando los altos mandos del país se dieron cuenta de la escasez general de resultados de los servicios de información y de los problemas crónicos para llevar a cabo nuestro trabajo.
Luis tenía un hijo de cinco años, como mi pequeño Manuel, y su mujer era bastante más suelta en la vida que tu abuela Carmen, pero por suerte las dos no paraban de hablar en cuanto se encontraban. Ese día le pedí que vinieran los tres a comer al Mesón porque necesitaba su apoyo para dar cobertura a una entrevista secreta. Se opuso inicialmente. No le parecía adecuado mezclar a nuestras familias, pero le convencí garantizándole que nadie correría peligro y describiéndole casi todo el enfrentamiento con el cafre de mi teniente coronel. Digo casi, porque no le dije, y él no me preguntó, la identidad que se escondía detrás de Badía. Le expliqué que cuando estuviéramos comiendo aparecería un amigo mío, el intermediario con mi confidente secreto.
Llegamos al Mesón sobre las dos y nos sentamos en la mesa que habíamos reservado. Los niños se pelearon, las esposas y mi madre charlotearon distendidas y nosotros hablamos del Ejército, como siempre solíamos hacer. En los postres apareció Mike Tower y se hizo el encontradizo.
Le había avisado previamente de mis problemas laborales y había aceptado encantado integrarse en mi mundo familiar para facilitarme una vía más fácil para enviar mensajes a Philby. Mike era un reconocido anticuario fuera de toda sospecha que llevaba años viniendo a España.
Le invité a sentarse con nosotros a tomar un café. Mike desplegó su simpatía, sus conocimientos sobre la alta sociedad inglesa y su generosidad más allá de cualquier límite. En menos de una hora se los había ganado a todos: les prometió a las mujeres traerles en su próximo viaje a España unas pequeñas antigüedades inglesas que les iban a encantar y a los niños les llenó de bombones con menta típicos de su tierra.
Ya comenzaba a impacientarme cuando Carmen propuso ir a dar un paseo, momento que aprovechamos los tres hombres para quedarnos a charlar en un rincón de la mesa invadida por migas de pan y manchas de vino. Luis propuso retirarse para que habláramos de nuestras cosas.
—Preferiría que se quedara, si no te importa, Mike. Tú eres un intermediario entre Badía y yo —Tower entendió la nueva denominación de Philby—, pero me gustaría, pensando en el futuro, por si sigo con problemas de seguridad de este tipo o surgen otros distintos, que Luis intervenga también. Es mi mejor amigo en España, fiel y desinteresado como tú.
—No es problema —intervino sonriendo el anticuario—. Tus amigos son mis amigos.
—Yo también me alegro de conocerte, Mike —dijo Luis.
—Si estamos de acuerdo vamos al grano —proseguí—, que las mujeres no tardarán mucho en regresar. Quiero que los dos sepáis algo de la información que te voy a entregar, Mike.
—Ya sabes que no hace falta —respondió el inglés.
—A partir de ahora, lo prefiero. Este sobre —lo saqué del bolso enorme de mi mujer y se lo entregué— lleva los nombres y los datos de dos personas que encajan perfectamente para la Operación Reencarnación, que es el nombre con el que la hemos bautizado. Mi servicio está de acuerdo en llevarla a cabo bajo mis condiciones, pero si sale mal me cortarán la cabeza. Díselo a Badía cuanto antes. Me gustaría que cuando nos vayamos abras la carta, la leas, memorices los datos y luego te deshagas de ella. Bajo ningún concepto la saques de este restaurante. Tengo enemigos peligrosos, capaces de todo, a los que quizá no hayamos engañado con un encuentro familiar como este o los que podamos tener en el futuro. Mira, ya vienen las chicas.
Sabía que cuanta más gente conoce un secreto más fácil es que se divulgue, pero hay cierta inestabilidad en la vida clandestina que te hace seleccionar a tus confidentes con un cuidado especial. Podía haberle enviado una carta a Philby con tinta invisible, pero temí que el odio de Escobedo llevara a quienes me estuvieran vigilando a contar con esa probabilidad. Por eso le encargué a Mike que la memorizara y lo hice delante de mi amigo Luis, a quien había convertido en mi socio en el proyecto. Sabía que antes o después le terminaría contando mi relación con Philby.
En la carta había dos nombres para memorizar: Joan Cadaval y Marisol Carrasco. Cadaval era un maestro muy culto de Lérida al que alistaron los republicanos en su ejército, más o menos a la fuerza, separándole de su mujer e hija. En una de sus primeras acciones de combate, la mala suerte le visitó y fue hecho prisionero. Tipo listo, parlanchín y descreído, convenció al capitán de la prisión a la que fue enviado para que le dejara huir a cambio de convertirse en informador. Estaba tan decidido a cumplir lo que prometía, que le facilitó al capitán los datos para localizar a su familia. Puesto a prueba como soplón dentro de la prisión, hizo un informe detallado de todos los cabecillas peligrosos y anunció una revuelta que estaban preparando. El capitán pasó informes de él a sus superiores, que le autorizaron a dejarle escapar con otros dos presos, aunque estaban seguros de que una vez libre olvidaría sus promesas. No fue así. Regresó a Lérida, abandonó el ejército amparándose en la pérdida del dedo meñique por torturas del enemigo —se lo cortó él mismo— y buscó a los grupos de apoyo a los nacionales para prestarles una discreta ayuda y facilitarles la información a la que tenía acceso. Pocos meses después, se organizó un viaje con niños que fueron enviados a Moscú y se pidieron voluntarios para acompañarlos. Joan se presentó casi el primero. Sabía que como profesor seguro que aceptaban su gesto tan desinteresado, aunque todos sabían que aprovechaba la ocasión para sacar del país a su mujer y a su hija. Pero no huyó de nosotros. Informó a sus contactos de lo que iba a hacer y les dio una clave para que en cualquier momento se pusieran en contacto con él si necesitaban algo: «Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega». Lo había sacado de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. El profesor sabía que sería imposible que alguien le recitara esas palabras en Rusia si no era uno de nuestros enviados. Tras la conclusión de la guerra, nos habría encantado disponer de sus informes sobre los exiliados españoles, pero carecíamos de los medios para contactarle. Podría ser un topo perfecto, pero era un topo absolutamente inútil. Ahora, le proponía a Philby que su gente le buscara y le activara.
Este caso lo había encontrado buceando en nuestros archivos. Ya nadie se acordaba de él, menos el capitán que le reclutó, al que encontré fácilmente y me relató los detalles del suceso, sorprendido de que alguien se acordara del profesor. El otro caso que le propuse a Philby tenía que ver con Marisol Carrasco, la secretaria de nuestro embajador en Londres. Le conté pequeños detalles y le adelanté que en las siguientes semanas partiría a Moscú, por lo que le avisaría para que la sometieran a control, con el ruego de que la dejaran escapar.
Una semana después volví a Londres sin alertar al personal de seguridad de la Embajada ni al propio Philby a través de Tower. Cambié de residencia en Chelsea —la zona en la que me movía con mayor libertad—, aunque la habitación fue igual de triste y vacía.
Durante los dos primeros días comprobé nuevamente la rutina de Marisol Carrasco, que seguía viviendo sola, y los horarios de sus vecinos. El tercero la seguí hasta la Embajada y regresé paseando hasta su casa. Con una simple ganzúa que siempre llevaba encima abrí la frágil puerta y entré sin que nadie me viera. La chica tardaría seis horas en regresar, así que me lo tomé con calma. Revisé cada rincón de la casa: un pequeño cuarto de estar mediano, un dormitorio pequeño y un baño enano. Solo despertaron mi interés las cartas de su padre guardadas en un cajón, en las que le hablaba de la querida Rusia, del gran trabajo que estaba haciendo para la revolución y de sus deseos de verse pronto. Le preguntaba por su madre, que como yo ya sabía residía en un pequeño pueblo cerca de Bilbao, y le daba las gracias por enviarle dinero para que sobreviviera. Después me senté a esperar.
Al oír sus pasos y la llave introduciéndose en la cerradura, me escondí debajo de la cama. Se dirigió directamente al dormitorio, tiró lo que supuse un abrigo y un bolso encima de la cama y salió del cuarto. Al ver sus piernas desaparecer y escuchar el sonido del grifo del lavabo, salí cuidadosamente, me escondí detrás de la puerta y esperé a que regresara. No tardó en hacerlo. Me abalancé sobre ella, le tapé la boca mientras le inmovilizaba los brazos y le susurré suavemente al oído en español que no se asustara, que trabajaba en la Embajada. Siguió oponiendo resistencia unos segundos más, hasta que finalmente se quedó inmóvil.
—Vengo a hablar contigo. Si prometes que no vas a gritar, te soltaré —dije cuando estuve seguro de que se había percatado de que era más fuerte que ella y que por las malas tenía mucho que perder.
Hizo un gesto con la cabeza abajo y arriba. Lentamente le quité la mano de la boca y cerré la puerta. Las cortinas de la ventana estaban corridas y no se veía nada. Encendí la luz.
—Me llamo Manuel Soto —no quería que pudiera identificarme— y pertenezco a un organismo de información del Gobierno del Caudillo.
—¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Qué quiere de mí?
—Simplemente hablar contigo.
—Podría haberlo hecho en la Embajada. Me ha mentido, usted no trabaja allí.
Teníamos una edad parecida, pero yo la llamaba de tú y ella de usted. Era bueno para mis fines. Estaba asustada, con las manos juntas en el pecho y el carmín de los labios corrido.
—He preferido verte aquí para que en la Embajada no se enteren de mi visita. Estuve en Londres hace un mes, porque tus jefes sospechaban que estabas pasando información secreta a células comunistas.
—Eso es mentira, se lo está inventando —dijo molesta, sin mover ni un músculo de su cuerpo—. Nunca traicionaría al embajador.
—No te molestes en negarlo. Te pusimos un cebo y picaste. En Madrid elaboramos un documento auténticamente falso que el embajador te entregó para guardar y días después se lo enseñaste a tu contacto.
—Mentira —respondió con rabia—. Mentira y mentira.
—Te seguí todo el camino. Sabía que llevabas el documento encima, pero no descubrí el escondite hasta que en el autobús me eché sobre ti y noté que lo guardabas debajo de tu vestido.
No seguí hablando. Esperé a que asimilara el golpe. Uno o dos minutos después se sentó en la cama con gesto de abatimiento.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó mirando al suelo.
—Todavía no lo tengo claro. A los de la Embajada no les dije que te pillé, pero debería llevarte conmigo a España, meterte en una cárcel de mala muerte y que pasaras allí el resto de tu vida. Claro que si hago eso, tu madre, que vive en Erandio, se moriría de hambre al no poder recibir el dinero que le mandas mensualmente. ¿Sabes? Bueno, seguro que lo sabes: como le mandas más de lo que necesita, ayuda a otras vecinas.
—Deje a mi madre en paz —dijo irguiendo la cabeza y amenazándome con el puño cerrado.
—Marisol —dije en el mismo tono entre suave y amenazante—, tranquilízate. Hemos pensado una solución para que tu madre siga tranquila. Porque algunos de mis compañeros, los hay muy brutos, quieren meterla a ella también en la cárcel.
Fue a pronunciar alguna blasfemia, pero la frené con un gesto de la mano.
—Quiero que te escapes a Rusia. Que te vayas con tu padre y tu hermano. Que trabajes con ellos en el movimiento comunista. Y que seas feliz.
—¿Se cree que soy tonta? —respondió en el momento en el que le caía una lágrima—. Quiere que traicione a mi familia, a sus ideales.
—Tienes que elegir. Si te vas a Rusia y trabajas para nosotros, tu madre seguirá recibiendo el mismo dinero que ahora le mandas y tendrá a su hija libre y viviendo con su marido y su hijo. Si no aceptas mi proposición, te llevaré ahora mismo a la Embajada y en unos días te estarás pudriendo en la prisión. Tu madre no solo pasará hambre, sino que quizá dejaré que mis amigos la encierren también a ella.
—¿Por qué la iban a encerrar? —gritó mientras comenzaba a llorar desconsoladamente.
—Ha colaborado en tu delito. Eso en España puede suponer incluso la pena de muerte.
Cuando salí del piso dos horas después, Marisol Carrasco se había convertido en un topo al servicio de la Delegación de Recuperación de Documentos. Hablaría con sus contactos, les diría que la habían descubierto y era cuestión de días que la detuvieran. La sacarían del país y viajaría a Rusia, donde se reuniría con su familia. Allí alguien del SIS se pondría en contacto con ella y tendría que pasarle toda la información que pudiera obtener. Mientras atendiera las demandas de su controlador, nosotros dejaríamos en paz a su madre. Además, al día siguiente le haríamos llegar a Erandio una ingente cantidad de dinero que le serviría para poner la tienda de ultramarinos con la que había soñado toda su vida. Para que nadie sospechara, la Embajada pondría una denuncia por robo contra Marisol en una comisaría londinense.
Al día siguiente telefoneé a Tower y le dije que la paloma volaría en un par de días, que controlaran su vuelo y garantizaran que fuera feliz en su destino.
—Gracias por llamar —se limitó a contestar.
Unos seis meses después, cambié mis económicas residencias habituales en Londres por una habitación llena de lujo en una vivienda en Logan Place, un barrio de Londres en el que vivía gente de mucho dinero. Cuando Mike Tower supo que volvería a su ciudad se empeñó en que dejara de ocultarme en habitaciones cutres y pasara unos días con ellos en su casa.
Los tiempos del racionamiento no solo no habían pasado, sino que en muchos productos se habían agudizado. Pasaba en Gran Bretaña y en el mundo entero. Por unos días iba a conocer la opulencia y el lujo del país.
En cuanto apreté el timbre de la puerta, situada en una calle residencial, supe que iba a acceder a un mundo absolutamente desconocido para mí y para la mayor parte de mis compatriotas. Cierto que mi admirada Bunny —¿cuánto hacía que no la veía?— y sus amigos vivían con un nivel parecido, pero yo nunca lo había catado.
Me abrió Susan, la esposa de Mike, una mujer que resultó ser especialmente divertida y una gran cocinera. La casa estaba decorada con muebles antiguos que imagino no habrían desmerecido en el Museo Británico. Cuando les comenté lo que me gustaba el armario de mi cuarto, me contaron que era de origen español del siglo XVII. En fin, con un matrimonio apasionado por España y rodeado de muebles españoles, me sentí como en casa.
La segunda noche, cuando estábamos terminando de cenar, apareció Philby por sorpresa. O por sorpresa para mí. Nos abrazamos libremente y se sentó a la mesa a tomar un café, un pitillo y varios whiskies.
Nos pusimos al día de nuestras familias —Susan comentó que en su siguiente visita a Madrid le apetecería conocer a Carmen y Philby se rellenó la copa—, recordamos los tiempos de la Guerra Civil —más hielo y más whisky para Philby, que colocó a su lado la botella— y comentamos lo que a los Tower les encantaría trasladarse a vivir a España —segunda botella, que Philby estrenó.
Tras una hora de entretenida conversación, Susan anunció que se retiraba y Mike alegó que había tenido un día muy duro y la acompañó. Philby y yo nos levantamos de la mesa de madera de no sé qué siglo y nos sentamos en unos confortables sillones. Coloqué un cenicero sobre una mesita baja de cristal para seguir fumando y Philby se llevó su vaso y la botella de whisky.
—Confío en que te llegaran puntualmente todos los datos sobre nuestros agentes en Rusia, bueno, los agentes tuyos que compartimos —dijo sin tartamudear, como cada vez que hablábamos de trabajo.
—Querrás decir sobre los que compartíamos —especifiqué poniéndome serio.
—Perdona, tienes razón. No he podido decirte personalmente lo que siento lo del profesor Cadaval.
—Yo también lo siento, pero ya no se puede hacer nada —dije con tristeza—. También siento lo del agente que perdisteis.
—Creemos que hacía tiempo que le controlaban y le debieron de pillar cuando se acercó a tu hombre. —Paró para dar un sorbo de whisky—. Llegó a informarnos de varios contactos, pero sin resultado informativo. Los rusos los detuvieron, debieron de torturarlos y finalmente los mataron. Tus jefes debieron de llevarse un gran disgusto.
—¿Mis jefes? —repliqué sin esperar respuesta—. A mis jefes les afecta menos que un día sin sol.
—¿Cómo dices?
—Que les da igual, vamos. Mi jefe directo intenta acabar conmigo como sea. A él le pareció genial que muriera un rojo de mierda.
—La chica parece que está dando resultados.
—Eso ha evitado que me cortaran la cabeza. Como no sabemos nada de lo que hacen los exiliados en Rusia, valoramos mucho las noticias. Lo cual le sienta fatal a mi jefe, que daría su mano derecha por saber tu nombre y para quién trabajas.
—Pero eso nunca lo sabrá, ¿verdad? —inquirió mientras se acercaba a la mesa para rellenarse nuevamente el vaso con la botella semivacía.
—Ya sabes que no. ¿Cómo van tus operaciones en Rusia?
—Con éxitos y fracasos. Son unos enemigos muy peligrosos, que no respetan la vida humana y utilizan cualquier medio para conseguir sus fines.
¡Qué inocente! Fui un maldito inocente. Esta parte de mi relación con Philby, de sus engaños y mentiras, es la que con el paso de los años no he podido asimilar, aunque a veces hay que aparentar que todo se perdona y olvida. Él era un agente destacado del SIS, con una carrera prometedora que le podía aupar a lo más alto dentro del servicio, pero también era un agente del servicio secreto ruso.
Puedo aceptar que me utilizara. Me da igual. Cuando muchos años después me enteré, no dije nada sobre la perfecta campaña de intoxicación que montaron sus amigos soviéticos con su agente Marisol Carrasco, facilitándonos información falsa y manipulada sobre la presencia de españoles en Rusia. El único daño destacable fue el dinero entregado a su madre para montar una tienda en Erandio y los miles de horas perdidas controlando unos movimientos inexistentes de los comunistas españoles.
Pero la pérdida por mi ignorante e injustificable culpa de la vida del profesor Joan Cadaval me dejó tocado cuando años después supe que la información que le había entregado a Philby fue la causante de que le mataran. Nunca he llegado a superarlo. Lo oculté porque los acontecimientos posteriores dieron un giro a la situación y contarlo nos habría perjudicado. Siempre recordaré que la operación que bauticé como «Reencarnación» en realidad fue la «Operación Muerte».