Capítulo 10

Ela Langares conoció a Belén Martín en uno de los momentos más emocionantes de su vida: las dos se habían presentado a las tortuosas pruebas de ingreso en el Cesid. A la salida del primer examen teórico sintieron la misma necesidad de compartir con alguien la tensión padecida y terminaron sentadas en un banco del parque del Retiro comiéndose un bocadillo de calamares.

Una vez admitidas en la Casa, quedaban con frecuencia, compartían confidencias y a veces salían con sus chicos. Así conoció Ela a Borja Romero, el entonces novio de Belén. Trabajaba también en la División de Inteligencia Exterior y a su amiga le extrañó que ni siquiera se conocieran de vista. Los dos manifestaron la misma extrañeza, pero interiormente sabían que aunque se hubieran cruzado mil veces por los pasillos de la sede nunca se habrían molestado en intercambiarse una simple mirada. Ela era de belleza mediterránea, alta incluso cuando no llevaba los taconazos que tanto le gustaban, y su cuerpo curvilíneo no pasaba desapercibido ni siquiera si se ponía sus grises y discretos uniformes de trabajo. Borja, por el contrario, era el perfecto agente secreto de manual: ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni fuerte ni débil… era un español como había miles. Sin embargo, el día que Belén los presentó, los dos polos opuestos, sin aparentemente nada en común, conectaron a las mil maravillas. Cuando años después Borja ascendió a jefe del Área de África del Norte, le propuso que regresara de Rabat y se fuera a trabajar con él, lo que supuso el inicio de una fructífera relación profesional.

Borja siguió ascendiendo gracias a sus buenas dotes para el espionaje y a sus capacidades organizativas, y Ela lo hizo a su vera, como su imprescindible mano derecha. El último peldaño lo acababan de subir juntos hacía unas semanas. El nuevo director le había nombrado secretario general, y él había conseguido para Ela la dirección general de Operaciones, favorecida por la necesidad de aumentar la cuota femenina en los puestos de mando.

Ahora los dos estaban charlando en el despacho de Borja, como lo habían hecho centenares de veces durante los últimos años. Más grande que el suyo, los muebles eran igual de funcionales, aunque parecían de mejor calidad. Por lo demás, idéntico teléfono y ordenador y un gran ventanal por el que ese día de finales de marzo no entraba excesiva luz.

—El director está muy preocupado con el asunto del mercenario que quiere matar al príncipe inglés —dijo el número dos del CNI.

—Esta tarde pasaremos el primer informe, pero antes quería comentártelo personalmente. Hemos identificado a Van Gogh, el mercenario holandés que trabaja en solitario como killer. Ha entrado en el país con un pasaporte a nombre de Marco De Boer, pero en realidad se llama Pieter Gomarus.

—Entonces, la pista de Badía es buena.

—De momento acierta. Ayer fotografiamos a Van Gogh y por la noche conseguimos sus huellas digitales del vaso que utilizó en el restaurante en el que cenó en solitario. La base de datos de Interpol nos lo ha confirmado, no hay dudas sobre su identidad. Hemos echado un vistazo en la habitación de su hotel mientras estaba fuera, pero no hemos encontrado nada interesante: poco equipaje y sensación de que está de paso.

—¿Habéis hecho algo más?

—Cuando penetramos en su habitación del hotel le dejamos un regalito, aunque me extrañaría que un profesional como él cometiera el error de hablar desde el cuarto. Lo del «canario» no se lo cuentes al director hasta que pasemos la petición de colocarlo, no sea que se cabree.

—No se opondrá.

—Pero es preferible preguntárselo primero y que lo apruebe. No debe pensar que actuamos por nuestra cuenta. Entenderás que no íbamos a perder la oportunidad de colocárselo una vez que vimos la posibilidad de hacer la penetración.

Sonó el teléfono del secretario general, que pidió disculpas y lo atendió. Habló un rato malhumorado y luego colgó.

—No te lo vas a creer. Arturo, ya le conoces, mi hijo pequeño de doce años, está convencido de que se va a quedar bajito toda su vida si no lo remedia personalmente. Ayer se puso enfermo, pero solo con unas décimas, y hoy no ha ido al colegio. La chica del servicio se lo ha encontrado frente a la ventana de su cuarto, abierta de par en par, totalmente desnudo. Dice que estaba así para que le subiera la fiebre y poder crecer.

—Es un niño —dijo quitándole importancia.

—Sí, un niño… en cuanto llegue a casa se va a enterar. Pero perdona, volvamos a nuestro asunto. Tienes razón en lo de ocultárselo por el momento al director. Debemos saber con quién se reúne Van Gogh.

—Si exceptuamos a la prostituta china que se subió a la habitación, no ha visto a nadie más, pero nosotros sí hemos visto a alguien que también le controlaba.

—¿Le están siguiendo? —preguntó sorprendido.

—Efectivamente. Y tampoco nos ha sido muy difícil identificarle.

—¿No pertenecerá a la policía o la Guardia Civil? —inquirió, enfureciéndose por si se inmiscuían en el caso.

—Es un ruso llamado Mijaíl Bogdanov.

—¿El KGB está de por medio? —preguntó desconcertado el secretario general.

—Esperemos que no —dijo Ela soltando una sonrisa por la ocurrencia—. Le estamos controlando, pero con lo que tenemos no es posible pedir una autorización judicial para escuchar sus conversaciones a través del sistema de interceptación Sitel. Así que queremos colocarle una baliza de seguimiento y un programa troyano en el móvil.

—El director firmará la autorización. Empezad a preparar la operación y llevadla a cabo cuanto antes. Lo único que nos falta es tiempo.

—Es un poco arriesgado, pero Vargas me ha comentado que si te parecía bien mañana mismo podemos montar algo.

Al salir del despacho del secretario general, Langares se dirigió al suyo. En el pasillo se encontró con Vargas, que llevaba un aparatoso sobre acolchado en la mano.

—Ela, tenemos que hablar urgentemente.

—Pasa a mi despacho.

Entraron, la directora de Operaciones se sentó en su sillón e invitó a Vargas a hacerlo al otro lado de la mesa.

—Nuestro jefe de delegación en Praga me ha enviado un sobre con el ruego de que te lo entregue personalmente. Dice que es muy importante para la Operación Gentleman.

—¿Por qué no me lo ha enviado directamente? —preguntó extrañada.

—Dice que le parecía que se saltaba el escalafón haciendo eso. Me pidió consejo, le dije que me lo enviara a mí por valija diplomática y que yo te lo haría llegar. Pero me solicitó que cuando te lo diera te recordara lo que habíais hablado.

—Quiere una vacante que va a quedar en Rusia y se muestra diligente para que le apoye. Pásame el sobre.

Era marrón, acolchado, de treinta centímetros de ancho, envuelto con cinta de embalar y firmado en dos sitios estratégicos para que si era forzado la manipulación dejara marcas. Langares lo abrió. Había una carta en la que Ventura, el jefe de la delegación, le notificaba que había recibido un sobre anónimo en la Embajada con una escueta nota de alguien que decía ser amigo de Kafka, en la que le pedía que le enviara el sobre adjunto a la mujer que le había interrogado en Praga, que ella entendería su significado.

—Dime algo, Ela —rogó Vargas.

—Espera primero que me entere —respondió con precaución.

Abrió el otro sobre, que permanecía con el cierre original, y sacó un folio en blanco en el cual habían dibujado a lápiz el retrato robot de un hombre. Lo guardó, simuló releer la nota y reaccionó inmediatamente.

—Es un informe de Ventura sobre lo que le ha podido pasar a Kafka. Son una sarta de tonterías. Haremos como si no hubiéramos recibido nada. La gente se mete en berenjenales que no les corresponden para conseguir un destino y lo que hacen es cavar su propia tumba.

—No me puedo creer que sea tan tonto. Déjame echar un vistazo —dijo acercando la mano.

—Mejor que no. Voy a romperlo inmediatamente.

—Pero déjame ver sus conclusiones.

Ela no le escuchó. Giró su sillón hacia la izquierda y metió el sobre con todo lo que contenía en la trituradora de papel.

—Ahora, Pablo —siguió la directora de Operaciones como si nada—, vamos a trabajar en asuntos importantes.

Vargas salió del despacho sin comprender bien lo que había pasado, pero con el convencimiento de que el fuerte carácter de Ela no le habría permitido seguir hurgando en el asunto. La directora de Operaciones esperó a que se fuera y luego se recostó en el sillón. El silencio le permitió escuchar las pulsaciones de su corazón acelerado. Intentó respirar hondo, pero no notó la bocanada de aire en sus pulmones. Lo que había visto en la hoja era lo último que se podía imaginar. Por suerte estuvo rápida destruyéndola y, aunque no hubiera sido todo lo convincente que la situación requería, Pablo estaba a sus órdenes y dejaría el tema. Desconocía lo que contenía el sobre y así debería seguir siendo. No obstante, por si se le ocurría llamar a Ventura para preguntárselo, lo que no intentaría en un 99 por ciento de probabilidades, ella se adelantaría y le pediría al jefe de estación en Praga que no hablara con nadie de la carta del amigo de Kafka. Sibilinamente, le prometería que en unos meses estaría trabajando rodeado de rusos.

Reflexionó tranquilamente sobre el retrato robot que solo ella había visto. Sin duda lo había dibujado el socio de Kafka encargado de seguir al hombre con el que se había reunido en el cementerio judío. Estaba claro que el asesino checo había contado a su amigo su secuestro por agentes del CNI comandados por una mujer, y quizá le había pedido que si le pasaba algo le enviara a ella un testamento especial, ofreciéndole la única carta que le había escondido en el interrogatorio: un dibujo que hablaba de la capacidad de retentiva del hombre que siguió al falso Douglas. Porque, al verlo, no tuvo la menor duda en identificarle: Roberto Montiel.

Al día siguiente, a la hora de la comida, los agentes operativos del CNI Cristóbal Cabanas, alias Carballo, y David Osorio, alias Ostos, pertenecientes al Equipo 1, del Grupo 2, de la División de Acción Operativa, esperaban dentro de un ford Mondeo a que Mijaíl Bogdanov abandonara su oficina por el garaje, como había hecho los dos días que habían estado controlando sus movimientos. La operación era precipitada. En la inmensa mayoría de los casos, antes de actuar estudiaban con minuciosidad durante semanas al objetivo y su entorno, pero en esta ocasión la urgencia era prioritaria sobre la seguridad. Algo que establecían sus jefes, porque ellos se limitaban a cumplir órdenes.

En los briefings de antes y después de llevar a cabo una misión, comentaban y criticaban abiertamente lo sucedido o por suceder, era su derecho y su deber, pero en el momento de actuar debían limitarse a cumplir escrupulosamente el plan trazado. No se permitía ni la más mínima variación. La seguridad del grupo y el éxito del trabajo estribaban en que cada uno desarrollara su labor y, llegado el caso, tuvieran la capacidad necesaria para improvisar lo mejor y más rápidamente posible, pero dentro del plan.

Los dos se habían introducido en la oreja un minirreceptor difícilmente detectable, similar al que utilizaban los presentadores de televisión, que permitía a los miembros del equipo estar permanentemente conectados, y llevaban escondido un micrófono casi igual de enano en un botón de la cazadora. En ese momento, tenían tapado el audio y podían hablar sin que el resto del equipo les escuchara.

—¿Has visto cómo está Echauz de buena con ese traje de motera que le han puesto los de vestuario? —dijo Carballo.

—A mí me encanta Salas —se entusiasmó Ostos—. Ese aspecto frágil de no haber roto un plato en su vida y esas camisas que se pone, siempre con varios botones desabrochados…

—No te me calientes ahora, eh. Mucha fragilidad, pero si no fuera por lo bien que abre las piernas no la mimarían tanto.

—¿Tú crees que se acostó con Muro?

—Eso lo sabe todo el mundo. El cabrón del jefe la puteaba, como hace con todas las nuevas, y la tía descubrió el modo de quitarse de encima la presión. Luego se ha debido de tirar a algunos más, porque siempre le dan las misiones más importantes —se quejó Carballo.

—Lo que pasa es que te jode que no te haga ni caso.

—No digas chorradas —dijo Carballo pensando en la última noche que había compartido con Ela en su apartamento—, ni falta que me hace. Cuando entré en KA había estado en la academia de la Guardia Civil, donde como sabes la vida es bastante dura. Después fui al País Vasco, al cuartel de Intxaurrondo, a perseguir a los de ETA. Mi mujer aborrecía esa vida y se largó a su maldito pueblo con nuestros dos hijos. Pero yo seguí allí, persiguiendo a los terroristas, como si no hubiera pasado nada. Cuando me ofrecieron una plaza en la Casa fue porque ya había demostrado que era capaz de cualquier cosa. Pero dime, Ostos, ¿qué ha hecho ella para poder estar en primera línea como nosotros? Te lo voy a decir: pasarse por la Torre Eiffel todos los problemas que ha encontrado en el camino.

—Eres injusto. Cuando Muro estuvo de jefe fue especialmente cabrón con ella. Todo lo jodido se lo adjudicaba. Es verdad que no tenía nuestra experiencia, pero Muro no le pasaba una.

—Y dijo adiós a sus problemas metiéndose debajo de la mesa de su despacho.

—Déjate de chorradas. Te caen fatal todas las tías del departamento.

—Eso no es verdad. Una cosa es que nosotros hagamos el trabajo bastante mejor que ellas, pero Echauz, por ejemplo, me cae bien.

—Porque es igual de bruta que tú, pero la desprecias en el trabajo como a todas las tías.

Salas, Estela Sanz, y Gámez, Álvaro García, estaban cien metros más adelante, en un Renault Clío de cinco puertas, un coche tan corriente como todos los que utilizaban. Les permitía no llamar la atención, pero si necesitaban correr podían hacerlo sin problema: el coche, como todos los demás, al ser comprado había pasado por un taller de reparación que poseía el CNI, a nombre de una empresa tapadera, en el que le introducían todas las modificaciones técnicas pertinentes.

Salas y Gámez, que esperaban en una de las calles por donde el coche de Bogdanov debería pasar al salir de la oficina, camino del restaurante donde solía comer, tenían a la vista a Echauz, que estaba haciendo tiempo junto a su moto.

La voz de Trías, el jefe del equipo, que estaba en un vehículo aparcado en una de las calles adyacentes al domicilio de Bogdanov, puso en alerta a sus agentes. Tenía una pequeña pantalla instalada en el coche en la que podía ver las imágenes que captaban las cámaras que llevaban escondidas todos los vehículos operativos.

—Atentos todos. Pepe —el objetivo— acaba de salir de la madriguera.

Carballo y Ostos dejaron la conversación y se prepararon. Durante la operación, todo lo que hablaran debía ser en lenguaje codificado, para evitar que cualquier persona que pudiera entrar en su frecuencia de onda fuera capaz de entenderlo.

En otro coche, Gámez y Salas, y en la moto Echauz, escucharon la misma orden. Todos los días realizaban ese tipo de misiones, pero difícilmente un agente operativo podía evitar la sensación de cosquilleo en el estómago cada vez que oían la voz de alerta de Trías. El objetivo siempre se llamaba Pepe, pero nunca había dos iguales. El de ese día les obligaba a ser especialmente cautos. En el briefing de la mañana, les habían presentado a Mijaíl Bogdanov. Su aspecto de tipo duro alertaba de su personalidad: traje negro y camisa marrón, sin corbata, una marca junto al labio, pelo engominado y hombros anchos en correspondencia con su peso de jugador de rugby. Trías les comunicó que solo sabían que era ruso —algo evidente—, conducía un renault Laguna verde metalizado y parecía un tipo muy peligroso.

—Pepe entra en el camino —siguió la voz de Trías—. Cada uno a sus bártulos.

El coche de Bogdanov salió del garaje y se incorporó a la calzada aprovechando que estaba despejada. Carballo esperó todavía unos segundos. Si la operación salía bien y no era cancelada, Pepe debía seguir la misma ruta que en días anteriores. Únicamente en el último momento debían pegarse a él.

—Veo a Pepe —dijo Ostos—. No coloca el intermitente para girar a la derecha, pero gira. Las normas no deben ir con él. Parece que toma el camino del alpiste.

—Todo según lo planeado —intervino Trías, decidiendo activar el meollo de la operación—. Vamos a meter al pájaro en su jaula.

Cada miembro del equipo sabía perfectamente lo que tenía que hacer. No había en España ninguna unidad de la policía o la Guardia Civil más preparada, pero nunca sabían qué era lo que podía suceder, qué anciana podía cruzar por la calle o cuál iba a ser la reacción del Pepe en el momento clave.

Diez minutos después, el automóvil conducido por Carballo se colocó detrás del de Bogdanov. En unos segundos llegarían a la intersección de dos calles en la que tenía que ocurrir todo. En la línea de comunicación no hablaba nadie. De repente, y por sorpresa para el Pepe, que no para Carballo, surgió una motorista que se chocó con el vehículo del objetivo y salió disparada volando hasta estamparse contra la acera. El ruso pisó a fondo el freno, pero no pudo impedir la colisión. Una señora gritó y en unos segundos la gente empezó a arremolinarse para ver las consecuencias del accidente. Gámez, que se había bajado aceleradamente del coche en el que estaba con Salas, fue el primero en acercarse a la motorista.

—¿Estás bien? —le preguntó muy bajito.

—Algo magullada, pero no es nada —susurró Echauz.

—Está mal —gritó Gámez—, no se acerquen y déjenla, yo soy médico.

Bogdanov salió del coche enfurecido.

—Valiente hija de puta, se me ha echado encima —gritó a todos los presentes.

—Pobrecita —dijo una espontánea—, usted tenía un ceda el paso.

—No diga tonterías —replicó el ruso—. Venía a una velocidad de la leche y se ha estrellado contra mí.

—Ayúdenme a moverla —dijo el supuesto médico—, pero no la quiten el casco, no sea que tenga alguna fractura en la cabeza.

Varios transeúntes y Ostos, que se había unido al grupo, la alejaron de la escena del golpe. Como habían previsto, Bogdanov les siguió, pero en el último momento dio media vuelta, sacó el mando a distancia y bloqueó las puertas del vehículo. Algo con lo que no habían contado. Creían que el caos le llevaría a olvidarse de sus pertenencias por unos momentos, pero tenía un sentido de la seguridad muy arraigado. Carballo dio la voz de alarma.

—Pepe ha cerrado el avión.

—Maldito cabrón —escupió Trías, que, desde una calle cercana, lo seguía todo gracias a las cámaras operativas—. E. S. —dijo refiriéndose por las iniciales de su nombre y apellido a Salas—, sal y mira si puedes hacerte con el tesoro. D. O. —Ostos—, ayúdala y haz de gancho. C. C. —Carballo—, espera, que no te vea Pepe.

La chica de apariencia frágil no se lo pensó dos veces. No había robado ni un caramelo en su vida, pero en cuanto hizo el curso de agente operativo no tardó en descubrir que era un as como carterista. Sus compañeros alucinaron cuando al poco tiempo de comenzar a practicar metía la mano en las posesiones ajenas con una maestría innata.

La agente salió del coche y miró a Carballo, que le señaló con un gesto que el ruso se había guardado el mando a distancia en el bolsillo exterior derecho de la chaqueta. Se metió por detrás en el tumulto que había en la acera en torno a Echauz. Ostos estaba colocado en el lado izquierdo de Bogdanov y volvió la cabeza para mirar a su compañera, que le hizo un gesto con los cinco dedos. Ostos contó mentalmente hasta ese número y empujó disimuladamente al ruso, que perdió el equilibrio, pero fue sujetado por una mujer que llegaba en ese momento.

—¡Qué coño hace! —le dijo Bogdanov a Ostos en mitad del alboroto que se había producido en la calle.

—Lo siento, me he tropezado.

Salas esperó unos segundos y después volvió a desandar el camino hasta cruzarse con Carballo.

—Tengo el muñeco —dijo el guardia civil—, voy a la manteca.

—Los que están en el escenario, que bajen el telón —ordenó Trías.

Cuatro agentes más, que estaban dispersos por la calle con diversas caracterizaciones, se colocaron entre Bogdanov y su vehículo para que no pudiera ver lo que había empezado a ocurrir. Carballo abrió cómodamente la puerta, se sentó como si fuera el conductor, forzó el maletín que estaba en el asiento del copiloto, extrajo todos los papeles, los bolígrafos y las gafas que había dentro y los colocó en la misma posición en otro maletín idéntico, pero con una baliza de seguimiento empotrada en el fondo. Después, cogió el móvil que el ruso había dejado en el compartimento entre los dos asientos y confirmó la recepción de un SMS que contenía el programa troyano que ya había empezado a modificar las características del aparato para convertirlo en un teléfono espía. Después, borró la alerta.

—Trabajo concluido —avisó.

—Vete ya al parque —respondió el jefe.

Salió del coche, vio que Salas iba hacia él, le pasó el mando a distancia y desapareció con el viejo maletín.

—Voy a devolver el muñeco —avisó la agente.

—Esto se acaba, chicos —dijo Trías—. En cuanto acabemos, Zamarramala —la palabra clave para que todos abandonaran sus posiciones.

—Creo que la chica mejora —dijo el falso médico—. Vamos a ver si se puede levantar.

Lentamente Echauz se incorporó. Primero se sentó y luego se puso de pie. Siete curiosos seguían cotilleando la escena.

—¿Quién ha sido el capullo? —dijo mirando alrededor, sin quitarse en ningún momento el casco.

—De capullo nada, monada. Que la culpa ha sido tuya exclusivamente.

—¿Mía? —dijo la chica, y se lanzó a por Bogdanov, momento que aprovechó Salas para sujetar al ruso y meterle el mando a distancia en el bolsillo.

—Vale, vale —se interpuso el falso médico—. Ahora toca tomar los datos y que los seguros arreglen el desaguisado.

La gente empezó a retirarse, incluidos Ostos y Salas. Echauz se dirigió hacia su moto.

—¿Dónde está mi moto? Me la han robado —gritó aparentemente histérica.

—Yo he visto a un señor que la arrastraba —dijo una de las espontáneas—, pero llevaba un mono de esos del Ayuntamiento. Creí que…

—¿Que creyó qué, señora? Me han robado ante sus ojos —gritó fuera de sí Echauz.

—No se preocupe —dijo el falso médico—, acompáñeme al hospital a que le hagan una revisión y después la llevo a comisaría para que presente una denuncia.

—Antes me tiene que dar sus datos —intervino Bogdanov.

—Yo a usted no le doy ni los buenos días… asesino.

—Hagamos algo —dijo el falso médico dirigiéndose al ruso—, dele usted su teléfono y el número de la matrícula de su coche y que ella se lo dé a su compañía de seguros para que le arreglen el golpe.

—Está bien —dijo harto el ruso tras dudar unos momentos.

Cuando acabaron con el escaso papeleo, Bogdanov se subió a su coche, cerró las puertas, abrió el maletín para sacar las gafas de sol y realizó una llamada por el móvil.

—Semyon, soy Misha. He tenido un pequeño percance con el coche. Voy a comer algo y llegaré media hora tarde a la reunión para buscarte un nuevo escolta.

El programa troyano introducido en su móvil ya estaba operativo.