Capítulo 9

Franz Hansen era un poco murciélago. Desde sus primeros trabajos como asesino a sueldo, se notaba más amparado cuando el sol desaparecía para seguir iluminando lugares lejanos y le envolvían ásperas sensaciones de frío y silencio. Tras abandonar una profesión bien remunerada por la que había segado la vida de diecinueve personas, si necesitaba estar solo con sus pensamientos daba largos paseos nocturnos por el centro de Praga. Caminar embutido en su zamarra campestre, con un gorro negro de lana que le tapaba hasta las orejas y una bufanda deshilachada, le producía una profunda sensación de clandestinidad que le llenaba de felicidad. Igual a la que sentía tras ejecutar limpiamente a sus víctimas y mientras escapaba aceleradamente por calles desconocidas sabiendo que estarían ingresándole un buen fajo de billetes en su cuenta corriente. Un dinero que le había permitido vivir desahogadamente sin tener que vender suvenires, el aburrido trabajo de su juventud.

Eran más de las doce de la noche cuando comenzó su habitual paseo hacia el Puente de Carlos. Una rutina que no rompió ni siquiera dos días antes, tras ser secuestrado por agentes del CNI. Para que se convirtiera en soplón le amenazaron con la peor de las torturas: desvelar el secreto de su doble vida a su mujer.

Antes y después de cada uno de sus asesinatos, le angustiaba la idea de cometer algún pequeño fallo en la huida y que los servicios de seguridad le pillaran y le sometieran a todo tipo de martirios para obligarle a delatar a la persona que le había contratado. A veces pensaba que era una tontería intentar convertirse en un héroe: una persona capaz de gastarse el dinero en encargar un asesinato, sin la habilidad para ejecutarlo él mismo, no merecía su silencio a cualquier precio. Kafka era plenamente consciente de lo que le podía pasar si no aguantaba en silencio, sin dar un solo nombre, mientras le sumergían la cabeza en el agua hasta el momento anterior a la asfixia o le arrancaban una a una todas las uñas de los diez dedos: cuando quedara libre le matarían. Daba igual lo que tardaran en encontrarle: los chivatos siempre acababan perdiendo la vida.

Pasear por las viejas piedras del Puente de Carlos le tranquilizaba, aunque había mucha gente que prefería evitarlo de noche. Las estatuas de santos ricamente vestidos y el crucifijo que adornaban el monumento a lo largo de sus quinientos metros atraían de día a numerosos turistas, que se detenían para tocar con fervor la estatua de Nepomuceno por la promesa de cumplir el deseo que le pidieran. Pero tantos recodos bellos en el puente se convertían con la llegada de la luna en guaridas de lo tenebroso. Las farolas, bastante separadas unas de otras, creaban una iluminación desigual propicia para que alguien se ocultara sin ser visto.

Franz no era supersticioso y los rincones oscuros no le daban miedo. Le encantaba atravesar el puente del siglo XIV porque al otro lado estaban los puestos de venta de suvenires en los que él había trabajado de joven. En aquella época, lo había cruzado miles de veces corriendo para no llegar tarde a trabajar, siempre con un libro de su admirado Kafka bajo el brazo. Su novela preferida siempre había sido La metamorfosis, en la que su protagonista se convertía de la noche a la mañana en un bicho raro. Siempre pensó que si no se hubiera dedicado a los ajustes de cuentas, la depresión de un trabajo aburrido y una familia judía estricta le habrían transformado en un animal similar al del libro. Se equivocó: convertirse en un killer le obligó a matar a personas que no sabía si habían hecho algo malo o no, a estar huyendo permanentemente y a aliarse con servicios secretos que le protegían a cambio de que aceptara nuevos servicios a la carta. Cuando encontró a su mujer descubrió que había una vida mejor y que su trabajo era lo que le había convertido en el asqueroso monstruo de La metamorfosis.

Toda esa pesadilla había finalizado. El secuestro a manos del CNI había marcado el punto y final. A esa mujer dura y sin escrúpulos que le interrogó apenas le había dado unos rasgos de Douglas, insuficientes para cazarle. Les había facilitado también el nombre de Van Gogh, un viejo amigo de correrías, pero era tan listo que no le pillarían. Ahora podría dedicarse a su familia y no necesitaría volver a trabajar, aunque simulara lo contrario para evitar suspicacias. En un banco de Suiza tenía más dinero del que nunca podría gastar.

Pasó por delante de la estatua de Nepomuceno, se paró y decidió pedir un deseo, como hacía de joven todos los días. En aquella época se lo concedió: abandonó la vida tediosa y conoció mundo. Ahora le pediría poder disfrutar en paz de su familia. Acercó su mano a la estatua y, por sorpresa, de una de las sombras salió un enorme cuchillo que se la cortó. Intentó gritar de dolor, pero otra mano le tapó la boca y le rajó el cuello. Una vez muerto, el agresor le tumbó en el suelo, le abrió la boca, le sacó la lengua y se la seccionó.

Pablo Vargas, subdirector de Operaciones, estaba tomándose un café con otros jefes en una reunión en la sala de estar de KA cuando sintió vibrar el móvil que tenía guardado en uno de los bolsillos del pantalón. Lo sacó, miró que la procedencia de la llamada era desconocida y decidió descolgarlo tras apretar una tecla del teléfono para grabar la conversación.

—Soy Badía, escúcheme bien, porque no voy a repetírselo.

—Dígame, le escucho —respondió mientras pedía silencio a los presentes.

—Ha llegado a Madrid la persona encargada de asesinar al príncipe inglés. Está en el Hotel Wellington. Le conocen como Van Gogh.

—¿Qué pretende? —respondió Vargas intentando prolongar la llamada para después tratar de localizar su origen.

—Está en sus manos resolver el caso. —Y colgó sin esperar respuesta.

Vargas apagó su teléfono y se dirigió a uno de los miembros de su equipo.

—Quiero que localicéis quién y desde dónde me ha llamado. Tengo que hablar con la directora de Operaciones.

Al día siguiente celebraron una reunión de urgencia en la sala de juntas del edificio Estrella, presidida por Ricardo Cámara. Cerca de allí, en la primera planta, estaba su despacho, que no tenía las mejores vistas exteriores, pero a cambio disponía de la máxima seguridad.

El director del CNI estaba situado en la cabecera de la mesa ovalada de raíz de olivo, ribeteada en cuero negro, sentado en una moderna silla con los posabrazos niquelados, con las manos apoyadas en los cartapacios individuales de piel negra. Llevaba pocos meses en el cargo, pero mantenía la ilusión de un chico con zapatos nuevos. A sus cuarenta y ocho años, se había pasado los últimos veinte subiendo peldaños en política. Estudió Derecho y se adosó a un catedrático que durante varios cursos le tuvo impartiendo sus clases y corrigiendo los exámenes, hasta que descubrió sus dotes para la conspiración. Le introdujo en su círculo de influencias, le presentó a sus amigos políticos y a partir de ahí Cámara desplegó sus propios encantamientos para hacerse un hueco en la Administración, pero no de mísero funcionario, sino de alto cargo. Empezó con varios puestos en las autonomías, para llegar después a la Subsecretaría del Ministerio de Defensa, desde donde el presidente le designó secretario de Estado-director del CNI.

No sabía nada de inteligencia, pero ni falta que le hacía. Tenía tiempo para aprender lo necesario. Siguiendo los consejos de su antecesor y de otros exjefes que simpatizaban con su partido político, había cesado poco a poco a todos los cargos relevantes del pasado y había colocado a gente nueva, que si bien no conocía personalmente con anterioridad, al menos le debían el ascenso. Su cometido era complicado y conflictivo, pero la maquinaria de la Casa estaba lo suficientemente engrasada como para funcionar bien con el mínimo impulso. El primer día de trabajo percibió el poder del CNI cuando comprobó que los complejos de edificios más cercanos —a diez minutos en coche— eran el palacio de la Zarzuela, residencia del rey, y el palacio de la Moncloa, donde trabajaba el presidente del Gobierno. Le pareció que Emilio Alonso Manglano, el exdirector que ordenó levantar la sede en 1988, uniendo a todos los funcionarios diseminados por numerosos pisos en Madrid, fue un tipo listo.

Cámara miró la hora en uno de los dos horribles relojes, colocados sobre una cómoda de anticuario, que nadie se había atrevido a jubilar porque eran regalo del KGB soviético, y comenzó la reunión.

—He convocado este encuentro precipitadamente porque Langares nos informó a Borja y a mí de la existencia de un grupo, entre los que hay al menos un español, que está preparando el asesinato de un príncipe inglés.

Ninguno de los presentes hizo el más mínimo gesto de sorpresa porque la directora de Operaciones lo había comentado con ellos previamente. Tampoco se extrañaron por el hecho de que Cámara citara a Langares por su apellido y al secretario general, su hombre de máxima confianza, por su nombre: siempre marcaba en público las diferencias.

—Para empezar, me gustaría que Langares hiciera un resumen de lo que conocemos hasta el momento.

Los presentes dirigieron su mirada a la directora de Operaciones, que estaba sentada a la izquierda del director y era la única mujer de la reunión. Enfrente tenía al secretario general Borja Romero, el bastión sobre el que se asentaba el poder del director y cuya amistad la había llevado a lo más alto de su carrera.

Junto a ella estaba Pablo Vargas, su hombre de confianza, presente por su implicación directa en el caso. Valle sabía perfectamente que el director podía aparentar todo el poder que quisiera, pero que no sería capaz de sobrevivir en aquel edificio sin la ayuda de Borja y Ela. Además, él era el único de los presentes que dominaba el complicado mundo de las operaciones especiales.

Junto a Romero estaba Iván Santana, el director general de Inteligencia y teórico número tres de la Casa. Estaba molesto porque Langares había informado directamente al director y al secretario general de lo que habían descubierto, cuando los operativos solo debían trabajar por iniciativa de las divisiones de Inteligencia, que les encargaban los trabajos y eran los receptores de sus conclusiones. No se fiaba de ella y en cuanto pudiera intentaría segar la hierba bajo sus pies.

—Contaré cronológicamente las piezas que tenemos —comenzó Langares—. Hace una semana, Vargas recibió una llamada en su móvil de un sujeto que se identificó como Badía y que le aseguró que un grupo internacional con presencia española estaba preparando el asesinato de un mandatario extranjero. Ayer, el confidente volvió a ponerse en contacto con él para anunciarle que la víctima de la conspiración era un príncipe inglés y que uno de los sospechosos, un killer conocido como Van Gogh, está alojado en el Hotel Wellington.

—¿Por qué crees que ese tal Badía llama a Vargas y no a mí, que soy el director? —le interrumpió Cámara, cuyo nombre en clave antiguamente era «RA» y ahora «IB».

—Lo desconozco, pero por algún motivo ha tenido acceso al número del móvil de Pablo, bueno, de Vargas, y prefiere tratar con él.

—¿Habéis podido mirar si existe algún dato en nuestros archivos sobre ese tal Badía? —preguntó Romero.

—Todavía no. En cuanto pueda iré personalmente a mirar el archivo de fuentes y colaboradores, porque prefiero que inicialmente seamos los menos posibles los que tengamos conocimiento del caso, que hemos llamado «Operación Gentleman-Palacios-Juergas».

—Un caso —intervino Santana— que debería estar bajo mi control. Entiendo —matizó mirando al director— que los primeros datos han llegado por Vargas, pero el normal funcionamiento exige que sea una división la que abra un expediente, la que lo lleve adelante y cuando necesite ayuda de los operativos que se lo solicite.

Langares estaba dispuesta a tener su primera trifulca directa con Santana, un tipo hábil y escurridizo que siempre iba vestido con trajes hechos a medida, acompañados de un pañuelo chillón en el bolsillo delantero de la chaqueta a juego con la corbata.

—Este es un caso excepcional. La única información solvente que tenemos la recibe Vargas y nadie de Inteligencia sabe nada del caso.

—Eso no es pretexto —le cortó Santana—. Él puede recibir la información, pero el oficial del caso debe pertenecer a Inteligencia y ser un experto en análisis de información, no un hombre de calle.

—O sea —intervino molesto Vargas—, nosotros somos las putas y vosotros los clientes.

El director de Inteligencia ni se inmutó por el dardo lanzado sobre su cuerpo y se limitó a mirar al director, que intervino en su papel moderador.

—Eso ha estado fuera de lugar, Vargas. Aquí buscamos soluciones, no enfrentamientos.

—Tiene razón, señor —dijo Santana—. Creo que sería conveniente que para dejar las cosas claras, de entrada Langares siguiera con su explicación y contara lo que pasó en Praga el otro día.

—Ya llegaba a ese punto, tranquilo. Espero que hayas recibido el informe —dijo Langares mirándole a los ojos— y no estés molesto porque les enviara los dos primeros ejemplares al director y al secretario general, pues consideré que debían ser los primeros en conocerlo.

Santana se mordió la lengua. Se lo iba a recriminar, pero con aquella defensa del papel del director, necesitado de sentir que controlaba la información, supo que Langares se le había adelantado.

—He leído el informe y me parece que a la vista de que Kafka te facilitó el nombre de Van Gogh y de que acaba de ser asesinado en Praga, la historia adquiere una trascendencia que exige que trabajemos coordinadamente.

Langares detectó que Santana había bajado el listón de sus peticiones, pero se negaba a quedarse fuera de juego.

—Así lo hemos hecho y lo haremos siempre —remarcó Langares dirigiéndose alternativamente a Cámara y a Borja—. De hecho, atendiendo a la solicitud de la división de Inteligencia Exterior, hemos mandado un equipo a Praga para investigar el asesinato de Kafka.

Paró un segundo y, al ver que Santana hacía el ademán de intervenir en su contra, siguió hablando.

—Lo encontraron con la lengua cortada atada al cuello, lo que sin duda significa que alguien le detectó cuando llamó a nuestro jefe de estación en Praga o que habló más de la cuenta en otros sitios. Lo seguro es que el equipo que enviamos para llevarle —evitó la palabra «secuestro»— a una base operativa no fue descubierto en ningún momento.

Santana guardó silencio. Pensaba desperdigar sospechas sobre el trabajo de los operativos, pero de haberlo hecho tras la explicación de Langares habría demostrado que tenía ganas de pelea, lo cual era absolutamente cierto.

—En definitiva —dijo Romero—, lo único que tenemos después de leer los informes es que un español sin identificar, de unos setenta años, encargó el asesinato del príncipe inglés a Kafka, que se negó a realizarlo, pero a cambio accedió a ponerle en contacto con ese tal Van Gogh. Después, mataron a Kafka —evitó entrar en detalles para no abrir un debate sobre la actuación de su amiga— y ahora tenemos a Van Gogh en Madrid. Por cierto, Vargas, ¿has grabado las conversaciones con Badía?

—Me llama al móvil utilizando un distorsionador de voz, lo que hace casi imposible identificarle. Utiliza un móvil con tarjeta de prepago, lo que impide su localización hasta que entre en vigor la obligación legal de identificarlas.

—¿Su voz te dice algo?

—Nada. La cinta la tienen nuestros especialistas y si descubren algo más lo contaremos inmediatamente.

—¿Qué hay del tal Van Gogh? —intervino el director.

—Estamos investigando los datos que hay sobre él —respondió Langares—. Anoche usted autorizó un Control Integral de Relaciones, que comenzó inmediatamente, en el Hotel Wellington. Es pronto para saber nada, aunque ya sabemos cuál es su habitación y ahora por la mañana le están siguiendo.

—Director —intervino Santana—, me gustaría que no saliéramos de esta reunión sin nombrar un oficial del caso que podría ser, dada la magnitud de lo que está ocurriendo, alguien de cierto rango como el jefe de la división de Antiterrorismo.

—Estoy de acuerdo con Santana —dijo Langares sorprendiendo a todos—, aunque dado que las pistas se han generado en Operaciones y dada la importancia del papel del director en un caso que va a tener repercusiones internacionales graves, solicito hacerme responsable por el momento de la investigación. Eso sí, informando al minuto de las novedades a todos los presentes.

Santana iba a intervenir, pero se le adelantó Romero.

—Estoy de acuerdo, director. Creo que de momento eso es lo mejor.

Cámara miró a Santana, que dada la coyuntura asintió con la cabeza. En cuanto viera una pequeña rendija, entraría a saco en el caso y exigiría su control.

—Que así se haga. Mi duda es si le debo contar al presidente inmediatamente que hay una conspiración para matar al príncipe inglés o es mejor esperar —inquirió Cámara, siempre preocupado por las repercusiones políticas.

Langares miró a Romero y el secretario general entendió su gesto. Se conocían desde hacía muchos años.

—Yo creo, director, que es preferible esperar —recomendó—. Es probable que estemos ante una conspiración internacional, pero también puede ser un tema de ajuste de cuentas y que Badía quiera manipularnos. Es preferible obtener más datos y cuando tengamos una historia armada, que vaya a contársela al presidente. Somos pocos los que conocemos el tema y mientras siga así no hay peligro de una filtración.

—Creo que tienes razón.

—No obstante —señaló la directora de Operaciones—, eso no impide que informemos a nuestro contacto en el MI5 de las sospechas que tenemos.

—Ni hablar —la cortó tajantemente el director—. Eso es una barbaridad. No quiero que la reina de Inglaterra llame al presidente o al propio rey para preguntar sobre el intento de asesinato de su nieto.

—Entre servicios solemos hacer estas cosas y nunca pasa nada —replicó Langares.

—He dicho que no. Los ingleses son poco de fiar. Esta noche he terminado de leer un libro sobre «el quinteto de Cambridge» y me he quedado espantado —dijo como si los presentes no conocieran la historia—. Cinco estudiantes de una universidad y otros muchos que seguro no pudieron detener por falta de pruebas se dedicaron a espiar a su propio país para defender sus ideales comunistas. A Philby, el cabecilla del grupo, tardaron en descubrirle treinta años, en los que estuvo engañando a diestro y siniestro sin que nadie sospechara de él.

—Lo que usted diga. Pero tengo un buen contacto en el MI5 que podría ayudarnos en la investigación…

—Lo que me faltaba por oír —interrumpió Santana—. Si alguien tiene que hablar con el MI5 seré yo.

—Está bien —dijo el director—, se acabó la discusión. Langares, ya he dicho mi última palabra. En cuanto tenga novedades volveremos a reunimos. Entonces, si tenemos la certeza de que la trama existe realmente, informaré personalmente al presidente. Y después será Santana quien se lo comunique oficialmente al MI5.

—Como usted ordene, director —asintió cabizbaja Langares.

—Será lo que usted diga —intervino feliz Santana, que al menos se llevaba una pequeña victoria de aquella reunión.

Langares se despidió rápidamente de Cámara y de Romero, que se iban a una comida con el embajador de Estados Unidos para preparar una visita a la sede central de la CIA, en Langley. Después estrechó la mano con desgana a su rival Santana y se fue a su despacho con Vargas. Le pidió que le informara inmediatamente de cualquier novedad sobre Van Gogh y le anunció que en cuanto pudiera iría a visitar el archivo de fuentes para saber si había algún dato de Badía.

Después pidió a su secretaria que avisara a su chófer y le notificara la dirección del restaurante al que iba a comer. El coche no tardó en recogerla en la puerta del edificio Estrella y al subirse se limitó a pronunciar un «hola, vámonos». Como siempre, cogieron las calles interiores del complejo para salir por la puerta de atrás, que era la que utilizaba todo el personal, pues la principal, que daba a la carretera de A Coruña, únicamente la abrían para las visitas importantes. Al llegar al control, el chófer metió su tarjeta identificativa y la valla se subió. Ela se percató de que una Chrysler Voyager estaba parada cerca de la puerta. Su ocupante, un agente de poco más de treinta años, estaba fuera de su monovolumen contemplando cómo dos agentes de seguridad la registraban centímetro a centímetro. Desde que había sido nombrada directora de Operaciones había conseguido librarse del engorroso trámite del control aleatorio de salidas.

Instaurado poco después de la creación de la sede central y reforzado tras el «caso Perote», en el que desaparecieron cientos de microfichas con información de casos muy sensibles, pretendía evitar que cualquier agente sacara documentos sin autorización. Para ello, cada día el ordenador seleccionaba al azar los nombres de unos cuantos; al meter su tarjeta identificativa al salir del trabajo se bloqueaba la valla y se encendía una alarma en la sala de guardia de los agentes de seguridad. Dos hombres revisaban el coche y en las oficinas se inspeccionaba el maletín del agente y se le cacheaba concienzudamente para comprobar su lealtad a la Casa. Ela sabía que la selección que hacía el ordenador no era todo lo aleatoria que se anunciaba, pues periódicamente introducían los nombres de agentes a los que se quería vigilar especialmente por su comportamiento extraño o por cualquier otra razón.

Ya en la carretera, camino del centro de Madrid, llamó por el móvil a Daniel, su marido, y le avisó de que esa noche llegaría temprano a casa, pues necesitaba recuperar sueño tras su viaje a Praga. Bajando la voz, le dio las gracias cuando escuchó como le decía que cada día estaba más guapa y que tenía ganas de ella.

Al llegar a la puerta del restaurante, se despidió lacónicamente de su chófer y traspasó la puerta. Informó al encargado de que había reservado una mesa a su nombre y le pidió que le indicara dónde estaban los servicios. Entró en el lavabo, comprobó que no había nadie y de espaldas a la puerta cambió la tarjeta de su móvil. Marcó el número, con el prefijo de Inglaterra, de su amigo Nigel Brown, el jefe de Antiterrorismo del MI5.

—Hola, soy Ela. Te voy a contar algo que no debería y además me lo han prohibido expresamente. Es imprescindible que mantengas la máxima discreción. Nadie debe saber que te he avisado de lo que está ocurriendo…