MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 3)
Febrero de 1943
«Doña Pilar Franco tiene el placer de invitarle a participar en el acto benéfico que, con la intención benefactora de recaudar fondos para la Junta de Protección a Mujeres Jóvenes y Niños Desamparados, se celebrará, Dios mediante, en el distinguido Hotel Ritz de Madrid…».
Lo primero que pensé fue que había habido un error: era imposible que mi vulgar nombre apareciera en cualquier listado de la hermana del Generalísimo. Tras secarme el sudor provocado por la bajada de tensión, busqué un remitente conocido, pero ni en el sobre ni en la invitación se especificaba la identidad de la persona que tan amablemente había decidido invitarme a una selecta fiesta para ricos. Además, el cartero no me la había llevado a casa, sino al trabajo, lo cual acrecentaba más la intriga. ¿Quién, fuera de mi humilde familia y algunos amigos, sabía la dirección de la Delegación de Recuperación de Documentos, el servicio secreto en el que trabajaba desde hacía dos años? Por suerte o por desgracia, que eso nunca se sabe, nadie que yo conociera celebraba eventos en el Hotel Ritz, el más grandioso de Madrid, un lujoso capricho levantado por impulso del rey Alfonso XIII.
Como en la Guerra Civil había controlado bastante bien el desordenado trabajo de los corresponsales extranjeros y me había gustado la experiencia, opté por seguir trabajando en una línea parecida: vigilar la lealtad al régimen de mis compañeros militares y de los ciudadanos sospechosos de realizar actividades a favor de la causa republicana. Colgué el uniforme de campaña que se había convertido durante años en mi segunda piel y me tuve que comprar camisas de segunda mano, pantalones de pana gastados y jerséis con coderas para mi nueva labor en el Servicio de Información y Policía Militar. Dejé de ejercer veinticuatro horas al día de teniente del Ejército y pasé a simular, la mayor parte de los días, que era un pobre hombre sin trabajo con ansias de montar discretamente la revolución.
Me gustaba aparentar ser quien no era, mezclarme con gente de distintos barrios sin ser extraño en ninguno, entrar en casas de sospechosos sin que después detectaran mi invasión y pillar a los rojos in fraganti cuando conspiraban clandestinamente contra el régimen de Franco. Al poco tiempo ascendí a capitán y decidí evolucionar. Mi pasión por el espionaje me impulsó a buscar un destino con más posibilidades y a aterrizar con mi corta experiencia y mi tercera estrella de seis puntas en la Delegación de Recuperación de Documentos. Era otro servicio secreto, con más medios materiales —aunque también escasos—, que buscaba descubrir en cualquier archivo público o confidencial, e investigando en la calle, todos los datos posibles sobre los mismos enemigos del régimen, no solo en España sino también en el extranjero. Porque miles eran los militares y civiles de las fuerzas republicanas que habían huido a Francia y a otros países y que estaban organizando movimientos para intentar recuperar lo que perdieron en la guerra.
Como estas cintas son para ti, querida Ela, y es posible que se las dejes escuchar a tu padre algún día, tengo que reconocer que uno de los motivos que me impulsaron a cambiar de trabajo fue la necesidad de ganar más dinero. El complemento en el nuevo destino era un poco mayor, aunque insuficiente para desprendernos de las estrecheces que soportábamos la mayor parte de los españoles en aquellos años de la posguerra.
En 1940 había conocido a tu abuela Carmen. Todavía era joven, pero en aquellos tiempos no era decente que un militar serio estuviera soltero. No me casé por eso, sino porque cuando la conocí me pareció que nunca encontraría una mujer tan bella, dulce, afable y luchadora. Era la hija de unos amigos de mi madre, que se sintieron muy felices cuando decidimos unirnos. Y más aún cuando nueve meses y tres semanas después, ya en 1941, nació tu padre, al que, por mantener la tradición, le pusimos el nombre de Manuel. Al casarnos nos quedamos a vivir con mi madre con la intención de ahorrar un poco antes de alquilar nuestra propia casa, pero cuando Carmen se quedó embarazada decidimos prolongar nuestra estancia para que tuviera a alguien para ayudarla.
Tu abuela sabía que no podía contarle a nadie dónde trabajaba su marido. Muy pocos eran los que conocían la existencia de la Delegación fuera de los organismos encargados por Franco de hacer frente a los enemigos de España. De hecho, las cartas que nos llegaban iban habitualmente en sobres con membrete de algún organismo oficial, para solicitarnos información o convocarnos a reuniones. Por eso, recibir allí una invitación a mi nombre procedente de la Junta de Protección a Mujeres Jóvenes y Niños Desamparados me pareció algo inaudito. La curiosidad me carcomía, me encantaban los jeroglíficos y decidí acudir.
Me vestí con mi mejor traje gris marengo con rayas claras y chaleco —el único decente que tenía, pues me había casado de uniforme— y una corbata del mismo color aunque de tono un poco más apagado. Lo había heredado tras la muerte de mi padre. Tu bisabuela se había empeñado en guardármelo en el armario por si algún día acudía a una fiesta elegante. El día había llegado.
Nunca había estado en el Hotel Ritz. Estaba situado en el centro de Madrid y ya por fuera impresionaba por su majestuosidad. Traspasé la puerta aparentando normalidad —algo en lo que me había convertido en un especialista— y me dirigí al amplísimo salón de la fiesta. Un entarimado reluciente, amplios ventanales con visillos casi transparentes y cortinas señoriales, y un enorme espejo al fondo, impregnaban de una pátina de antigüedad todo el recinto. Como si fuera un decorado habitual en sus vidas, mujeres embutidas en vestidos largos y joyas exageradas tomaban el té sentadas en sillones de cuero y sofás mullidos. Los hombres, la mayor parte de ellos de pie, algunos con pajarita, departían seguramente sobre lo bien que les iba la vida. Cuando un camarero se me acercó con una bandeja con sándwiches recién preparados y delicadas pastas, ya me había percatado de que mi traje elegante era una vulgaridad en aquella reunión.
Paseé a lo largo del salón buscando una cara amiga, pero no encontré ni una sola persona conocida. Reconocí a coroneles y generales, miembros del Gobierno y ricos famosos por ser ricos. Continué caminando en sentido contrario y entonces la vi. Estaba allí, sentada en un sofá azul con flores, departiendo con otras señoras igual de distinguidas. Dudé si acercarme, pero no me pareció apropiado. Seguro que ella no me había invitado. ¿O quizá sí? Esperé y finalmente me aproximé.
—¡Lady Frances, cuánto tiempo sin verla! —dije ceremoniosamente, poniéndome firme e inclinando el tronco hacia delante.
—¡Manuel, qué alegría verte! —respondió mostrándome su media sonrisa cautivadora, y después se dirigió a las dos damas que la acompañaban—: Queridas, os presento a Manuel Langares, un militar a quien conocí durante la guerra.
Besé casi sin tocar la mano de las dos señoras —como pensé que lo debía hacer un caballero—, pronuncié un «encantado» sincero y me quedé de pie.
—Si me disculpáis —añadió lady Frances—, me gustaría rememorar viejos tiempos con el señor.
Se levantó, me agarró decidida por el brazo y me acompañó hasta un sofá cercano.
—No sabía si vendrías —me dijo nada más sentarnos.
—No pusiste ninguna indicación en la invitación.
—Soy miembro de la directiva y te incluí en la lista de invitados. Es la Junta la que se encarga de enviarlas.
—Me alegro de que lo hicieras —dije sin mirarla a la cara.
—Cuéntame qué tal te va. Te veo muy bien y guapísimo.
—No hagas halagos falsos. Tú sí que estás igual de espléndida que siempre.
—Gracias. Una no siempre es piropeada por un teniente tan joven.
—Ya soy capitán y he cumplido los veintisiete —repliqué intentando acortar la distancia que nos separaba.
—¡Capitán! —exclamó sorprendida—. Kim siempre dijo que llegarías lejos.
—Como yo hay miles, no es para tanto. Además, tú siempre estás acompañada por la flor y nata de nuestro ejército.
—Deja —movió la mano frenándome—, que la mayor parte son unos pesados. Pero me divierten, lo reconozco.
—Te agradezco que me invitaras, pero ya sabes que este no es mi ambiente preferido. Estar contigo siempre es un placer, pero no hay que ser un lince para deducir que no me has invitado únicamente para volver a vernos —aunque me gustaría creerlo, pensé.
—Me gusta verte, Manuel. Y espero volver a hacerlo en otro ambiente menos bullicioso, ahora que tengo tus señas.
—Señas que te ha dado…
—Kim, por supuesto.
Me quedé helado. Era difícil que alguien supiera viviendo en España dónde trabajaba, pero descubrirlo en una Inglaterra inmersa en la Segunda Guerra Mundial me pareció una misión imposible.
—¿Está en España? —pregunté buscando información.
—No, sigue en Londres. Hace unas semanas estuve allí haciendo unas gestiones y pude verle. Está como siempre. Parlanchín, encantador, adulador…
—¿Seguís juntos? —la interrumpí con delicadeza.
—Kim y yo siempre estaremos juntos. Ahora tiene una novia o algo así, pero no se pueden casar porque todavía no han conseguido el divorcio.
—¿Su novia o Kim? —pregunté sorprendido.
—Ninguno de los dos.
—¿Kim estaba casado?
—Claro, ¿no te lo había contado? —se extrañó—. Seguro que se le olvidaría. Este hombre es un caos. Se casó antes de venir a España y al poco tiempo se dio cuenta de que había elegido a la mujer equivocada. Cuando le conocí tenía el corazón destrozado. Siempre me alaba por lo mucho que le ayudé.
Recapacité unos segundos y aparenté despreocupación. Tardaría decenas de años en descubrir que antes de venir a España se había casado con una comunista vienesa llamada Litze Kohlman, que se llevó a Gran Bretaña para evitar que la detuvieran y de la que no tardó en distanciarse sentimentalmente.
—Hablamos muchas veces de nuestras familias, de tantas cosas, pero no me dijo nada. Seguro que se le pasó.
—Como te iba contando, estuve con él un par de veces —su mirada se perdió en el vacío e imaginé que rememoraba detalles amorosos de alguno de sus encuentros, lo cual me molestó—. La segunda vez me pidió que me reuniera contigo y te diera una carta. También me rogó que no te llamara directamente, sino que nos viéramos con algún pretexto en un sitio con mucha gente. Pero ¿cómo íbamos a reunimos en un lugar público sin telefonearte? Se lo dije y me dio tu dirección, aunque no me dejó escribirla y me obligó a memorizarla. No me gustan estos juegos, le dije, pero él me puso carita y yo a jugar, aunque no quisiera. También me recomendó que te invitara a alguna de mis fiestas. No va a venir, que a él no le gustan mis reuniones, le dije. Pero se empeñó: ya verás como acude. Y tenía razón: has venido.
Kim siempre había sido misterioso. Empecé a notarlo cuando faltaba poco para el fin de la guerra y lo siguió siendo desde entonces. Periódicamente, recibí cartas dirigidas a mi madre y que al abrirlas aparecía otro sobre con mi nombre escrito a máquina. Las primeras las envió desde el cuartel general del ejército británico en Arras, Francia, donde The Times le había enviado a cubrir la guerra. El resto me llegaron desde Londres. Al principio estaba preocupado porque no encontraba un trabajo a su gusto y después me anunció que se iba a las afueras de Londres a trabajar en lo que «siempre me ha gustado y a ti también». Y se acabó, hasta ahora.
—Kim tiene el don de calar a las personas —dije dándole la razón sobre cómo actuaría.
—Llevo la carta en el bolso, te la voy a entregar —dijo dirigiendo la mano hada su pequeño objetivo blanco, en el que además del sobre cabrían pocos objetos más.
—Espera —le pedí rozándole el brazo y retirando la mano inmediatamente al sentir su suave piel—. Ahora nos levantamos y me la das cuando te bese la mano. Me imagino que eso es lo que establece el juego secreto de Kim.
—Tienes razón. Pero antes, dime que volveremos a vernos. No siempre una tiene la oportunidad de estar con un hombre tan atractivo.
—Gracias, me encantaría. Pero dada nuestra diferencia social y para no despertar habladurías que te perjudiquen, yo me pondré en contacto contigo.
—Siempre has sido muy mirado para esas cosas, Manuel.
Sacó de su bolso la carta, la dobló y la cogió en la mano que me dio para besar. Al inclinarme la tomé en mi poder y la guardé en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta. Se empeñó en que no la acompañara y me retiré a una esquina para dejar pasar unos minutos antes de irme.
No sabía muy bien por qué había actuado como si fuera el agente infiltrado en una de mis reuniones clandestinas. Bunny, en mis pensamientos siempre la llamaba así, no era la típica agente, aunque por entonces no era famosa Mata Hari. Quizá sus nervios y el misterio que había envuelto mi correspondencia con Philby me animaron a guardar una precaución que me parecía a todas luces excesiva.
Seguía latente la incógnita de cómo había descubierto Philby dónde trabajaba. En las cartas que le había enviado, siempre como contestación a las suyas, nunca le había mencionado que trabajaba para una rama distinta del espionaje. Mis cartas se las había hecho llegar utilizando de correo a Mike Tower, el anticuario que periódicamente venía a Madrid y del que me había hecho amigo. Llegaba a la capital, me llamaba a casa y nos veíamos en algún bar a charlar. No tenía amigos en la ciudad y conmigo podía tomarse unos whiskies. Pero hacía mucho tiempo que tampoco sabía nada de él. Imaginé que la guerra le habría retenido en Londres y que quizá le había tocado pegar tiros en cualquier país de Europa.
Esperé a llegar a casa para leer la carta, que como siempre al final quemé. En esta ocasión, de una forma absolutamente justificada:
«Querido Manuel:
»Espero que ver a tu “admirada” Bunny te haya resarcido de la extraña manera que he utilizado para hacerte llegar esta carta. Cuando la leas entenderás los motivos que me han llevado a extremar la prudencia.
»Somos amigos desde hace tiempo. Compartimos muchos y buenos momentos en España durante la Guerra Civil y establecimos una confianza que solo he tenido contigo y con algunos amigos muy especiales. En virtud de esa amistad, de esa confianza y del pacto casi de sangre que establecimos de guardar en secreto todo lo que nos contáramos, y que siempre hemos cumplido, quiero desvelarte algunas cosas.
»Tras mi experiencia periodística en España y Francia, regresé a Inglaterra para buscar un trabajo que me gustara y en el que fuera útil a mi país. Sé que nunca admiraste a los alemanes. Yo les apreciaba, tanto como apreciaba a tu general Franco. Pero ahora, con la guerra mundial, he tomado partido por el único bando por el que puede hacerlo un inglés: su patria.
»Desde hace muchos meses, hago trabajos de información, similares a los que tú realizas. Te lo digo, con el riesgo que comporta ponerlo por escrito, porque no quiero ocultártelo y porque sé que me guardarás el secreto. Nunca se lo contaría a nadie más.
»Desconozco cuándo leerás esta carta, pero en marzo iré por España para otros asuntos y después de tantos años me gustaría verte. No quería que nos citáramos sin que supieras a qué me dedico, por si prefieres cortar nuestra amistad, lo que espero que no suceda. Si es así, simplemente no hagas caso del resto de la carta. Lo comprenderé, no te preocupes.
»Pero si quieres verme, cabría la posibilidad de que agentes alemanes o miembros de alguno de los servicios secretos de tu país me estén siguiendo. Por ello, te aconsejo que actuemos de esta forma…».
La siguiente carta de Philby llegó de una manera simple y vulgar, que no me permitió recuperar mi relación imposible con Bunny. Un día del mes de marzo, como había prometido, el cartero la trajo a casa de mi madre. Carecía de remite y estaba escrita con una máquina de escribir. Supe que era de él. Al abrirla con sumo cuidado vi que solo incluía un trozo de una hoja de papel: «La Cibeles, 12 a las veinte. Plaza de España, 13 a las veinte treinta».
La quemé inmediatamente. Estaba claro que la cita inicial era el día 12 a las ocho de la noche en la fuente de la Cibeles. Y si había que cancelarla por cualquier motivo, sería al día siguiente en la plaza de España. Lo que no estaba nada claro es que nos encontráramos en lugares tan abiertos, rodeados de tantas calles. Según me explicó en la carta que me permitió rozar el brazo de la encantadora Bunny —¡cómo me gustaba!—, lo mejor para evitar ser detectados era no establecer un lugar fijo para la reunión y buscarnos tranquilamente en un espacio abierto. En mi servicio nunca hacíamos eso y dudo de que los ingleses lo ejecutaran habitualmente. Citábamos a nuestros contactos a una hora concreta en un lugar poco frecuentado, normalmente un parque o una calle apartada y poco iluminada, confirmando cada uno durante el trayecto que nadie nos seguía. Pero en esta ocasión él había impuesto la norma y no había podido rechistar. Estaba seguro de que no sería una trampa. Era mi amigo, lo había demostrado siempre y ahora no tenía sentido cambiar. Eso sí, Philby ya no era el periodista soñador, peleón y defensor de nuestra causa. Se había convertido en un agente de alguna de las ramas del servicio secreto inglés. No me había dicho de cuál, pero ya me lo contaría. Él sabía sin duda que yo trabajaba para la Delegación de Recuperación de Documentos, puesto que le había dado a Bunny nuestra dirección clandestina.
Verle me podía perjudicar. No les había comentado a mis jefes que era amigo de un agente inglés que conocí en la guerra. Si se enteraban, podrían llegar a fusilarme por traidor. Pero eso no tenía por qué pasar. Era una reunión entre dos viejos amigos, que llevaban varios años separados. Dos amigos que ahora trabajaban para los espionajes de dos países que mantenían relaciones diplomáticas, pero que en materia de información carecían de acuerdos. Nuestros principales aliados eran los alemanes del Abwehr, a los que ayudábamos de una forma discreta a realizar sus misiones en territorio español. Y esas misiones iban dirigidas principalmente contra sus enemigos de Gran Bretaña, sobre todo por la cercana presencia de Gibraltar.
Dada la extraña manera de establecer contacto, no tuve prisa por llegar a las proximidades de la fuente de la Cibeles, uno de los iconos de Madrid, que apenas había sufrido daños durante los bombardeos de la guerra. Siempre me había encantado ver a la diosa subida a un carro tirado por leones. Era el símbolo de la tierra, la agricultura y la fertilidad, pero para mí representaba la lucha, las ganas de vencer y el deseo de hacer frente a cualquier enemigo. Decidí dar una larga vuelta a la plaza, en la que confluían importantes calles, y luego esperar lejos del palacio de Buenavista, donde estaba ubicado el Ministerio del Ejército. Era improbable un encuentro fortuito con algún compañero militar, pero preferí evitarlo. Media hora después, vi la figura de Philby cerca de la acera del palacio de Linares. Vestía una gabardina clara y un inusual sombrero de alas, la típica figura que años después, durante la guerra fría, popularizó el cine de espías. Como habíamos convenido —bueno, como él había dictado en su carta— tras verme comenzó a seguirme a una prudencial distancia. Subí por la calle de Alcalá sin mirar atrás, ahora paseando, más tarde con el paso acelerado. Me metí por las calles que cruzaban, me paré frente a escaparates e incluso entré en los servicios de un bar para luego reemprender la marcha. Imaginé que me seguía, pero no lo supe a ciencia cierta hasta que me adelantó. A los pocos minutos, cambió de acera y varió el sentido de la marcha. Caminó hacia la plaza de Cibeles pero giró por la avenida de José Antonio, que mi madre siempre llamó con su primigenio nombre de Gran Vía. Él iba por una acera y yo por la contraria. Si la contravigilancia que hizo Philby no había dado resultado —como lo demostraba el hecho de que no había desaparecido—, el encuentro iba a ser posible, pues yo no había detectado a nadie que le siguiera.
A las nueve y cuarto de la noche, entró en el edificio Capitol, en la esquina de la avenida de José Antonio con la calle Jacometrezo. Una construcción de hacía unos diez años, de catorce plantas dedicadas en su gran mayoría a apartamentos y a un hotel. En su planta baja había una cafetería en la que entró. Cuando le seguí, vi que se sentaba en un taburete alto junto a la barra. A su lado había otro vacío que ocupé. Pedimos por separado al camarero.
Philby se quitó la gabardina y el sombrero. Llevaba una chaqueta a cuadros y un pantalón de franela. Por lo demás, estaba igual que siempre, aunque sus facciones juveniles se habían endurecido.
—Te veo fe-fe-fenomenal, Manuel —inició la conversación sin mirarme—. No sabes lo que me encanta volver a encontrarte. Te he echado mucho de menos.
—Yo también me alegro —le dije—, aunque nunca pensé que para juntarnos tendríamos que montar todo este numerito, como si fuéramos dos delincuentes o estuviéramos en un país enemigo.
—Quizá haya si-si-sido exagerado —asintió—, pero es preferible pasarse que quedarse corto. Trabajamos en dos lugares especiales y convendrás conmigo que nuestra amistad debe perdurar a pesar de cualquier circunstancia.
—Por supuesto que sí. Pero dime, ¿cómo te ha ido?
—Fe-fe-fenomenal. —Se golpeó varias veces el muslo, lo que le liberó de la tartamudez—. Estuve trabajando para el Times en Francia al comienzo de la guerra, pero a nuestro ejército le fue tan mal que con la invasión alemana tuve que regresar a Inglaterra. Después estuve ocupado en varias cosas que no me gustaron y finalmente me ofrecieron un puesto en la seguridad de mi país y aquí estoy. Por cierto, ¿qué tal viste a Bunny?
—Está tan… atenta como siempre —contesté tímidamente.
—Querrás decir tan… tan —nuevo golpe al muslo— guapa. Venga, que ya han pasado varios años para que me sigas ocultando lo que te gusta. Además, yo ya vivo con otras mujeres.
—Enhorabuena, te has hecho polígamo.
—No, hombre, está mi mujer Aileen y mi hija Josephine, que ya tiene un año.
—Esas novedades deberías habérmelas contado en tus cartas. —Me reprimí de abrazarle, pues estábamos en un bar muy concurrido y habríamos dejado claro que estábamos juntos, algo que por nuestro tono de voz bajo y la falta de gestos intentábamos evitar a toda costa.
—Lo prometo. A partir de ahora te informaré de cada nuevo nacimiento. Háblame de ti, ¿tienes ya al menos una novia? —me dijo, pero pareció que se lo preguntaba al camarero, al que miró en el momento de hablar.
—Novia no tengo, pero esposa sí. Y un niño, que se llama Manuel como yo.
—Enhorabuena, tú tampoco me habías dicho nada. Seguro que es una chica estupenda.
—Lo es. Soy muy feliz con ella.
—Cuéntame más cosas, hombre. ¿Cómo os conocisteis?
—Hablaremos más despacio de eso en otra ocasión —respondí gesticulando con el brazo, pero como no le miraba, fue el camarero el receptor de mi gesto y me miró sin entender lo que le decía.
—Siento que nos veamos así —siguió Philby—. Madrid es uno de los centros de espías más importantes de Europa y si nos vieran juntos sin duda podrías justificarlo por nuestra vieja amistad, pero es preferible que no te pongan etiquetas. Tu expediente debe estar limpio.
—¿Has informado a tu servicio de que te reunías conmigo? —le pregunté directamente ante su preocupación por mí.
—No quiero que lo sepan. Eres mi amigo y prefiero dejarte al margen.
—Yo también a ti —me mostré conforme—, pero en ese caso será mejor que no volvamos a vernos en España mientras el SIS inglés, en el que me imagino que trabajas, y el Abwehr alemán mantengan una competencia tan encarnizada. En mitad de esa lucha estamos los variados servicios secretos españoles, en uno de los cuales trabajo yo.
—Eso sería lo más acertado —dijo volviéndose hada mí y hablándome directamente sin preocuparse por primera vez de que nos vieran— si fuéramos dos personas normales. Pero los dos queremos ser triunfadores. —De repente me di cuenta de que llevaba un rato sin golpearse la pierna y por lo tanto sin tartamudear.
—No te entiendo, Kim —respondí devolviéndole la mirada y relajando las medidas de precaución que tan estrictamente habíamos ejecutado hasta el momento de entrar en el bar atestado de gente.
—Somos amigos, nunca nos hemos traicionado. Hemos compartido juergas e incluso a Bunny.
—Eso no es cierto —salté como un resorte para negarlo.
—No la hemos compartido porque tú no quisiste. Pero te dejé la puerta abierta… —vio mi gesto de «lo que tengo que aguantar» y retomó el tema anterior—. Lo que te decía. Si nos llevamos tan bien, ¿por qué no nos vamos a ayudar en los momentos difíciles, si nos puede beneficiar en el trabajo?
—¿Me estás diciendo —señalé sin creerme lo que había escuchado— que colabore con el servido secreto inglés en su lucha contra los alemanes, que nos ayudaron a ganar la guerra?
—Yo no-no-no —respondió Kim, se golpeó la pierna y siguió— he dicho eso. Jamás te pediría que actuaras contra tus intereses ni contra los de tu país. No sé cómo has podido pensar eso.
—Entonces, ¿cómo nos vamos a ayudar? Porque si has venido a España es que has pensado en algo. Algo que le habrás comentado a tu jefe antes de salir de Londres.
—Déjalo, Ma-Ma-Manuel —nuevo batacazo a la pierna—. Si no confías en mí es mejor que hablemos de otra cosa.
—No. Quiero que me cuentes tus planes —respondí con una pequeña dosis de agresividad.
—Te repito que nadie sabe que nos estamos viendo y nunca lo sabrán. Como todo el mundo, tengo unos cuantos jefes, pero en lo que respecta a España yo, y solo yo, soy el jefe. —Adiós al tartamudeo—. Los agentes que trabajan en Madrid y en otras ciudades españolas lo hacen para mí. Cuando viajo no tengo que dar informe a nadie y hago lo que me da la gana sin dar explicaciones porque todos saben que conozco España mejor que ellos. Y sí, tienes razón, tengo algo pensado. Pero eso tú ya lo sabías. En caso contrario, no te habría pedido que adoptáramos tantas medidas de precaución que, por cierto, en este rato nos hemos cargado.
—Nunca he dudado de ti, Kim. Pero una cosa es que me guste el riesgo y la aventura —«excepto con Bunny, que me inmoviliza», pensé— y otra cosa es la necesidad de transparencia. No me gusta que me manipulen. Perseguir células de rojos que intentan acabar con el régimen es muy jodido. La gente miente incluso después de que les has puesto la evidencia delante de la cara. Para conseguir pruebas muchas veces me he tenido que pasar semanas siendo uno de ellos, insultando a Franco y sus generales, imprimiendo pasquines que incitaban a la revolución e incluso corriendo delante de unos policías salvajes que no sabían quién era yo y a los que no podía mostrar mi carné militar. En todos esos momentos solo me salvaba saber, sin ningún género de dudas, quién soy, qué quiero en la vida y para quién trabajo. Ahora tengo una mujer y un hijo y no pienso hacerles correr ningún riesgo.
Philby me observó atento y serio mientras le abría espontáneamente mi corazón. Era la primera persona fuera de la Delegación de Recuperación de Documentos con la que hablaba de mi trabajo, de su dureza y de mis pesares.
—Siempre he sido claro, los dos siempre hemos sido claros. Estaba en Inglaterra hace unos meses, sentado en mi mesa del servicio —nunca mencionó explícitamente que era el jefe de la Subsección Ibérica, perteneciente a la Sección V del SIS—, y de repente pensé: «¿Por qué dos amigos como Manuel y yo no vamos a beneficiarnos mutuamente de nuestra amistad?». ¿Es que eso es malo?
—Te escucho, Kim —dije mostrándole abiertas las palmas de las manos y separando los brazos.
—Plantéate —dijo sin tartamudear— que yo pudiera conseguirte información que necesitaras en una operación, a la que tu servicio no llega porque no dispone de los medios o porque es algo que ocurre en otro país. Tú me lo pedirías sin decírselo a nadie y yo te la conseguiría de igual forma.
—Nadie se creería que informaciones de ese tipo aterrizaran en mi saco caídas del cielo —dije, poniendo pegas a su plan.
—A partir de ahí, cada uno debería actuar como creyera más conveniente, teniendo como prioridad la salvaguarda de la fuente.
—Tendríamos que inventarnos un confidente imaginario, con acceso a ese tipo de información extraña.
—Esa es una buena idea —asintió Kim.
—Pero para darle credibilidad habría que dotarle de personalidad, empezando por ponerle un alias y exigiendo que le pagaran un sueldo.
—Bien pensado —dijo sorprendiéndose, casi tanto como yo ahora al recordar esta conversación ocurrida hace tantas décadas y darme cuenta de que iba veinte pueblos por delante de mí.
—¿Qué nombre en clave te gustaría llevar, Kim?
—No lo sé. Quizá es mejor que me pongas uno típicamente español.
—Ya sé. Te pega que ni hecho a medida. Te llamaré Badía, en honor al gran espía catalán al que le encantaba todo lo árabe y musulmán, que sirvió como espía a España y luego a Francia.
—¿Qué tal acabó su vida?
—Estaba en Damasco trabajando para el espionaje francés cuando los ingleses le descubrieron y parece que lo envenenaron.
—Pues vaya final.
—Y tú, ¿cómo me llamarás a mí?
—Creo que no te abriré ninguna carpeta. Dado mi puesto, buscaré otras vías. Pero a mí me encantará ser Badía. Aunque espero no acabar envenenado por los ingleses.
—Seguro que no.
—Dime, Manuel —preguntó Kim abiertamente—: ¿En qué operación importante que tengas en marcha puedo ayudarte?
El Bar Chicote se mudó tras el fin de la Guerra Civil de la Gran Vía a la avenida de José Antonio sin tener que embalar objetos en una sola caja. Los vencedores quisieron dejar su huella en los nombres de las calles y arrasar con los del enemigo. Cambio de denominaciones aparte, el local estaba en el centro de Madrid, la zona más concurrida y en la que más fácilmente se podía pasar desapercibido. El día de mi cita con Philby, habíamos acordado que iría allí a tomarme un combinado al menos dos veces por semana: el martes o miércoles y el sábado o el domingo. Daba igual la hora.
Era sábado y había aprovechado lo terca que se había puesto mi madre para que saliera a pasear con mi mujer, mientras ella se quedaba a cuidar de nuestro hijo. Nunca la había llevado a Chicote, uno de los bares más castizos de Madrid, a pesar de que era más americano que ninguno. Tu abuela tenía un pelo moreno claro que me encantaba cuando lo llevaba suelto y no como en ese momento, recogido en un discreto moño. No recuerdo el vestido que llevaba, pero seguro que era por debajo de la rodilla y con un cuello redondo, el estilo recatado de las señoras decentes de la época. Guapa era un rato. Y era real, no como Bunny, que no pasaba de ser una fantasía.
Era media tarde y tuvimos la suerte de encontrar una mesa vacía. Pedí un combinado —carísimo, por cierto, nada más y nada menos que tres pesetas— y ella un «Oro y pierrot» sin alcohol. Hablamos un rato sobre la vida —«me encantaría tener en mi casa una mesa enorme llena de hijos»—, sobre la guerra —«parece que tu madre ha superado la muerte de tu padre»— y sobre la gente que nos rodeaba —«esas que están sentadas ahí seguro que son mujeres de alterne»—. Pasada media hora, le pedí disculpas y me acerqué al servicio.
Entré, cerré la puerta con pestillo y me dirigí hacia la cisterna del váter colocada en lo alto de la pared. Observé que tenía pintado con rotulador en la esquina superior un pequeño círculo, que me invitaba a abrirla. Quité la tapa intentando no hacer ruido. Dentro, prendida al flotador, había una bolsa de plástico instalada por el propio Philby antes de regresar a Inglaterra. Era el buzón muerto que nos permitía comunicarnos, evitando las cartas que me enviaba a casa de mi madre, que en la nueva coyuntura había pasado a ser terreno minado. En su interior había un sobre. Lo saqué tratando de mojarme lo menos posible y me lo guardé en el bolsillo interior de la chaqueta nueva, que me había comprado para los fines de semana. Coloqué la tapa de la cisterna en su sitio y con un lápiz marqué una cruz dentro del círculo, la señal de vaciado dirigida a la persona —«de máxima confianza», me aseguró Philby para tranquilizarme— que debería seguir los avatares del buzón muerto. Llamaron a la puerta, me lavé las manos y salí tan tranquilo.
Seguí un rato largo conversando con Carmen en el rectangular bar escuchando el bufido de los sifones y después salimos por la puerta giratoria para dar un paseo hasta casa. Carmen me gustaba, yo le gustaba. Ella me quería, yo la quería.
Al regresar a casa, leí la carta de Philby. Había cumplido con el favor que le había pedido, que me haría ganar cuantiosos puntos con mi jefe en la Delegación de Recuperación de Documentos. Por primera vez, el texto carecía de nombres y referencias personales. Había que salvaguardar identidades por si el documento caía en manos inapropiadas:
«El asunto ha sido resuelto satisfactoriamente. Partiendo de la información facilitada, controlamos el estanque y no tardamos en descubrir que efectivamente, como sospechabais, había dos calamares que discretamente estaban relacionándose con las merluzas. En los próximos días procederemos a una limpieza en profundidad. Sacaremos los calamares del agua y los limpiaremos adecuadamente. El bacalao seguirá en su sitio porque, aunque creemos que sabía algo, no nos conviene pescarlo porque en el fondo es amigo. En unos días recibirás una pluma».
Quemé el papel, aunque dudaba de que alguien pudiera descifrar el mensaje. Cuando Philby me ofreció su ayuda dentro del pacto que habíamos establecido, recordé que mi jefe, el comandante Estévez, estaba harto de un periodista y un agente que vivían en Londres. Se dedicaban a buscar información para nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores y luego les enviaban esos datos a los nazis. Decía continuamente que ese tipo de actitudes nos podían costar caras, porque ponían en peligro nuestra neutralidad en la guerra mundial. Una cosa era que en España ayudáramos abiertamente a los alemanes y otra que en territorio aliado apoyáramos a los hombres de Hitler. Tras nuestra guerra, había un montón de servicios de información, cada uno de los cuales servía como mejor creía y podía al Caudillo. Muchos altos mandatarios del régimen querían entrar en la guerra para devolver a los alemanes el apoyo que nos habían prestado. Pero el Caudillo había dejado clara nuestra no beligerancia —al menos aparentemente— y todo lo que la pusiera en riesgo, al menos eso pensaba mi jefe, había que desecharlo inmediatamente. Por eso estaba tan quejoso de esos dos españoles que en Londres, amparándose en nuestra Embajada, pasaban información a los nazis, seguro que de muy baja calidad. Le preocupaba que el duque de Alba, nuestro embajador allí —«el bacalao» en la carta de Philby—, terminara viéndose arrastrado por ellos y perdiera el respeto de las autoridades inglesas.
Le propuse una operación, tras hablar con Philby, que consistía en entregárselos a los ingleses sin que nadie supiera quién había sido el delator. Puso un montón de pegas. Me preguntó cómo un capitán sería capaz de hacer eso sin que nos descubrieran y sin que el régimen se viera perjudicado. Le pedí que confiara en mí, que podría llevarlo a cabo. Lo dudó, me amenazó con pegarme personalmente dos tiros si salía mal y me aclaró que negaría saber el plan si alguien delataba la acción. Puse mi trabajo y mi vida en manos de Philby.
No me había equivocado confiando en él. Al día siguiente, acudiría al despacho del comandante Estévez y le diría que todo había salido según lo previsto. Por prudencia no me pediría ningún detalle y yo no se los daría. Ya habría descubierto de lo que yo era capaz.
Dos semanas después, encontré un nuevo mensaje en el buzón muerto escondido en la cisterna del Bar Chicote. El texto, escrito a máquina, era breve: «Restaurante Oliveros, 10 a las catorce». Si salía mal, no había cita alternativa. No me gustaba absolutamente nada. Si nos veíamos en lugares tan frecuentados, antes o después aparecería alguien que me conociera y tendría que dar explicaciones. Seguramente Philby acudiría, pero si no lo hacía en persona podría darme aún más problemas. ¿Qué haría yo comiendo con un inglés del servido de inteligencia, cuyo acento sin duda le delataría, que quizá incluso trabajaba en la propia Embajada inglesa, por lo que, sin avisárselo previamente a mi jefe, me colocaría en mala posición?
Me dirigí andando aparentemente hacia la catedral de San Isidro, preocupándome durante la más de media hora de trayecto de que nadie me siguiera. No detecté ninguna sombra y en el último momento cambié de rumbo hasta llegar al local, una antigua taberna de Madrid de finales del XIX que en su portada alertaba a los viandantes de que «Para comer bien y barato, San Millán 4». Decidí esperar dentro. El ladrillo visto en las paredes le daba al local una apariencia popular, en la que destacaba al fondo una reja negra que separaba el comedor de la bodega. Junto a ella, en una de las mesas apartadas, vi al inglés que me estaba esperando. En realidad, medio inglés y medio español: Mike Tower.
—Esperaba a Kim… esperaba a cualquiera —dije, dándole efusivamente la mano—, pero no te esperaba a ti.
—Tenía que venir a Madrid por unos negocios y Kim me pidió que me pasara a comer contigo. Ya sabes cómo es de persuasivo.
Llevaba un traje mucho más elegante que las últimas veces que le había visto, una pajarita de color azul y unos llamativos zapatos blancos por dentro y negros por fuera. Me pareció por primera vez un lord inglés, alguien con dinero y prestancia. La imagen, sin duda, que correspondía a su auténtica vida.
—¿Trabajas con Kim? —le pregunté antes de ponernos al día sobre nuestras vidas.
—No —mintió, pero yo no lo sabría hasta pasados muchos años—. Sé que él trabaja en los mismos asuntos misteriosos que tú, pero sigo dedicándome a las antigüedades. Ahora compramos mucho más que vendemos, pero cuando acabe la guerra recuperaremos nuestras inversiones. Mi padre tiene bastante dinero y podemos aguantar unos años.
El camarero se acercó y, sin darle tiempo a pronunciar palabra, Mike le contó que le habían hablado de su vermú de barril. Sin preguntarme pidió dos. Era impulsivo, amable y buena persona. Siempre lo fue.
—Cuéntame, Manuel, ¿qué tal te va la vida?
—Bien, estoy en un destino que me gusta.
—Creía que los militares siempre ibais de uniforme —inquirió, sorprendido de verme vestido con traje y corbata.
—Nosotros no tenemos que usarlo excepto para los actos oficiales. Nadie debe conocer nuestras ocupaciones. Los que peor lo llevan son mis compañeros del ejército, que consideran que por dedicarnos a labores de información ya no somos militares. Para ellos el verdadero profesional es el que está en misiones en el campo y cosas así.
—Acabáis de tener una guerra y eso es normal, el mundo es de los guerreros —dijo, intentando quitar hierro al asunto.
El camarero apareció con los vermuts y Mike le pidió que nos diera un tiempo antes de pedir la comida.
—Si te parece hablamos ahora de lo que me ha pedido Kim y luego con la comida nos ponemos al día de nuestras vidas. Aunque lo primero que me dijo es que te preguntara por tu mujer. No sabía que te habías casado.
—Es guapa, me cuida mucho y es muy buena madre —dije de carrerilla—. He acertado casándome con ella.
—Me alegro por ti y lo siento por Bunny. —Risas—. Bueno, pasemos al asunto —añadió, pero en esta ocasión no sacó ningún sobre—. Kim ha decidido que las cartas no son seguras y es preferible que yo sea un correo activo, aunque tonto. Se fía de mí, tanto como de ti.
—¿Cargaste tú el buzón de la cisterna? —le corté.
—Me dijo que era un secreto entre los dos, pero que como era preferible que ni te llamara ni te escribiera, debía adoptar vuestro medio de comunicación.
No me pareció un acierto. Cuanta más gente conozca los secretos más fácil es que alguien meta la pata. Aunque teniendo en cuenta que Mike solo venía a España de vez en vez y que era un conocido anticuario hijo de española, el riesgo parecía menor. Nuevamente Philby había actuado dándome la situación resuelta.
—El hecho —prosiguió sonriendo— es que esos asuntos de espías me divierten, para qué voy a negártelo. Aunque me temo que yo no sirvo para eso. Espero que no me detengan por abrir la cisterna de un bar.
—Seguro que no, pero por si acaso cierra antes bien la puerta.
—Lo haré, no te preocupes. Kim necesita que le hagas un favor.
—Te escucho —respondí secamente, pues sabía que el éxito de las detenciones en Londres iba a tener un precio.
—Necesita que le facilites los datos de la visita que realizará la semana que viene a España un tal Canarias.
Si pudiera ser cierto físicamente, en ese momento se me habría paralizado la circulación de la sangre por todo el cuerpo. El almirante Wilhelm Canaris era el jefe del Abwehr, el servicio secreto del Reich. Uno de los más destacados representantes del Gobierno que más nos había ayudado a ganar la Guerra Civil, y por encima de cualquier otra cosa un amigo siempre cuidado y mimado por Franco.
—Canaris, no Canarias —le corregí.
—Perdona, Canaris. Me dice que necesita esa información urgentemente y que está seguro de que puedes conseguírsela.
—¿Cómo sabe que viene en unos días? Porque yo no tengo ni idea.
—Solo soy el mensajero —dijo con ingenuidad.
En ese momento Mike mentía. Trabajaba para la misma sección Ibérica del SIS que Philby, pero se habría dejado matar antes de contar que los especialistas en criptografía hacía tiempo que le habían abierto las tripas a Enigma, la máquina de mensajes cifrados que los alemanes tontamente creyeron siempre invulnerable y algunos de cuyos modelos Hitler regaló a Franco como su bien más preciado.
—¿Cómo voy a hacer eso? —argüí enfadado, y me puse a hablar como si estuviera vomitando—. No puedo llegar al trabajo y pedir los detalles de esa visita. Ni siquiera puedo entrar en la correspondencia privada de mi jefe, porque seguro que ese viaje no se lo comunican a él. Pero, sobre todo, ¿cómo le voy a dar al servicio secreto inglés una información que perjudica a los intereses de mi país? ¿Se ha vuelto loco Kim?
—Tranquilo, Manuel. Si no puedes hacerlo, seguro que Kim lo entenderá. Es cierto que él me pidió que te transmitiera su ruego convencido de que algo podrías hacer, pero yo le cuento lo que tú quieras.
—¿Para qué quiere esa información?
—No lo sé —respondió tímidamente.
—Sé la respuesta. Quiere saber sus movimientos en España para matarle.
—¡Anda ya! —exclamó sorprendido mientras se encendía un pitillo negro y me ofrecía otro a mí—. Kim no mataría ni a una mosca.
—Kim no, pero los agentes especiales ingleses se apuntarían un gran éxito si liquidaran al jefe del servicio secreto alemán. Lo siento, Mike, pero vas a tener que decirle…
Me frené. ¿Cómo iba a decirle que no a mi amigo Kim, especialmente después de que me había convertido en el funcionario estrella del departamento con su operación en Londres? Es verdad que a ellos también les beneficiaba quitarse de en medio a dos espías españoles al servido de Alemania, mientras que yo no ganaba nada con la muerte de Canaris. Seguro que ya tenía en mente esta petición cuando me ofreció su ayuda para lo que necesitara. Pero también era cierto que yo aproveché la oportunidad para crecer en mi trabajo. No le podía fallar ahora. Si lo hacía no solo se estropearía nuestra relación, sino que se acabaría esa fuente secreta que tanto me podía ayudar en el futuro. Algo tenía que hacer. Ya lo pensaría más adelante.
—Mike, vas a tener que decirle —retomé el hilo de la frase— que lo intentaré, pero que no le prometo nada. Es un tema que no pasa por mis manos, que lo lleva directamente el Estado Mayor del Generalísimo. Si puedo enterarme de algo, de lo que sea, se lo comunicaré en el buzón muerto en dos o tres días.
—Yo lo recogeré, porque tres son exactamente los días que debo permanecer en Madrid antes de regresar a Londres. Y ahora, a comer. Mientras pedimos y antes de que me cuentes cosas de tu mujer y tu hijo… háblame de Bunny, pues la conocí en Londres…
Seguí al alemán discretamente hasta la puerta de Edelweiss, el restaurante favorito de los diplomáticos de su país y de los españoles pronazis, en pleno centro de Madrid. Esperé cerca de allí a que comiera tranquilamente y saliera. Era de mediana estatura, moreno y algo grueso. Le abordé cuando estaba solo.
—Pertenezco a un servicio de información del Ejército y me gustaría hablar un momento con usted —le espeté mientras le enseñaba mi credencial militar sin darle tiempo a verla.
—Ahora no puedo —respondió despectivo, arrastrando las erres—. Pero llame a la Embajada y pida hora.
—Tiene que ser ahora —seguí mientras le cogía por el brazo y evitaba que se parara—. Andemos, por favor.
—¿Qué se ha creído? Suélteme inmediatamente —señaló exaltado—. Soy un miembro destacado de la Embajada alemana.
—Por eso he venido a hablar con usted, Raymond Fischer.
—Le digo que ahora no puedo hablar —afirmó enérgico— y además no quiero hablar.
—Hace dos semanas —fui al grano intentando despertar su interés— estuvo en una casa de citas en una calle cercana a la avenida de José Antonio.
—¿Es delito irse de rameras en España? —respondió altivo.
—De eso habría mucho que hablar —repliqué chulito—, pero lo que ni usted ni nadie puede hacer es matar a una mujer.
—¿Me está acusando de asesinato?
—Lo estoy haciendo directamente. Creyó que nadie le acusaría porque le dio unas buenas pesetas a la encargada del burdel para que guardara silencio. Pero en España mandamos los españoles y la señora ha preferido no ocultarnos lo que hizo. Usted verá: o habla conmigo o hago que lo detengan. —Le lancé el farol con convencimiento, pero inseguro de que colara.
El parte de la policía no le mencionaba, pero un militar que estaba allí desahogando sus impulsos y que también evitó que le reconocieran había informado confidencialmente a mi servicio de los detalles escabrosos del suceso. Mi jefe no lo consideró un hecho relevante, pues con el mundo en guerra una fulana más o menos no debía llevarnos a un enfrentamiento con Alemania, aunque guardó una ficha del caso por si nos podía ser de utilidad en el futuro. Eso Raymond Fischer no lo sabía.
—Le escucho —dijo algo más manso.
—Usted sabe que lo grave no es que pase esta noche en un calabozo. —Me detuve para generarle suspense—. Lo grave será que tendrá que abandonar su cómodo puesto diplomático en España y regresar a Alemania. Seguro que allí le meterían en el fondo de un pozo o, más probablemente, le manden al frente a pegar tiros sin tener en cuenta su delicada barriga.
—He dicho que le escucho —reiteró volviendo a andar, alejándose del restaurante, ahora por propia voluntad.
—No le vamos a pedir nada que vaya contra su posición, pero necesitamos que nos haga un favor. Después me iré y nos olvidaremos de usted para siempre.
—Eso espero —respondió comenzando a limpiar sus gafas de cristales circulares, como si necesitara ver con claridad lo que iba a pasar.
—Mi servido ha sido informado de que el almirante Canaris visitará nuestro país la próxima semana. Como es habitual, su agenda es tan secreta que solo una pequeña escolta le acompañará para no llamar la atención, como medida más segura para que ninguno de sus enemigos se entere. Pero nosotros tenemos que garantizar su seguridad de la mejor forma posible.
—De eso ya se encarga personalmente el general Franco.
—Ya quisiera yo que el Caudillo pudiera ocuparse de ello.
—¿Quiere enseñarme su documentación? —preguntó por sorpresa, movido lógicamente por la endeble historia que le estaba contando. No me quedaba otra posibilidad que arriesgar y saqué mi tarjeta identificativa de la Delegación de Recuperación de Documentos.
—Yo creía que ustedes solo se ocupaban de perseguir a los rojos.
—También tenemos otras misiones. Entre ellas —volví a la amenaza para hacer frente a su acertado comentario— la de vigilar a los extranjeros que matan a nuestras mujeres.
—Fue culpa de ella, yo…
—No me cabe duda de que será como me cuenta —respondí calmado ante su irritación—, siempre y cuando me dé la información que le he pedido.
—Tendría que mirar en la Embajada…
—Lo necesito ahora —dije, preocupado por que si le daba tiempo para pensar cambiara de opinión, lo que supondría el final de mi carrera.
—No me acuerdo con detalle. Irá al Parador de Manzanares, que le gusta mucho; creo que visitará el Museo Arqueológico Nacional y, claro, se reunirá con Franco. No me acuerdo de más.
—Nosotros le protegeremos silenciosamente y, si usted no abre la boca, nos olvidaremos del informe de su asesinato.
—¿No es esto muy raro? —dijo limpiándose nuevamente las gafas, lo que me invitó a salir corriendo de allí, por si finalmente descubría mis intenciones reales.
—Más raro será que sea detenido por asesinato —respondí mientras me alejaba de él y nuevamente le amenazaba—. Acuérdese, Raymond Fischer: si no olvida esta conversación, dirá adiós a su vida de lujo en Madrid para irse a pegar barrigazos al frente.
Al día siguiente, cargué el buzón muerto colocado en la cisterna del servicio del Bar Chicote. Lo de Fischer había sido una coincidencia llovida del cielo, aunque en materia de información, como sabes, Ela, la suerte hay que buscarla. Fuera del diplomático alemán, carecía de cualquier otra vía segura para conseguir información. Eso sí, telefoneé al Parador de Manzanares simulando ser policía —lo que hacía frecuentemente y era muy útil, pues ellos inspiraban mucho más miedo que los militares— y les pedí datos de la reserva para una comitiva alemana.
Después hice un informe un poco historiado para Philby con todos los detalles obtenidos sobre la noche de estancia de Canaris cerca del pueblo de Manzanares, especificándole que el lugar estaba rodeado de naturaleza y bastante aislado. Le mencioné su intención de visitar el Museo Arqueológico, pero no tenía la más remota idea de la razón. Imaginé que le gustarían los objetos antiguos, pero no sabía siquiera en qué día o momento estaría allí. Si pretendían matarle, como sospechaba, el recóndito Parador de Manzanares era el lugar idóneo.
Elaboré y escondí el informe en la fecha pactada, para que Tower se lo pudiera entregar a Philby en Londres con tiempo suficiente para que adoptaran las medidas pertinentes. Del chantaje al diplomático alemán no le desvelé nada. Seguro que Fischer analizaría posteriormente nuestra conversación y se quedaría sorprendido. Confiaba en que el miedo a ser delatado por el crimen de una mujer le impidiera sincerarse con nadie. Al menos supo al ver mi carné que realmente había estado hablando con un agente de información español. Pero también supo que, cada vez que necesitara algo, volvería a chantajearle.
La semana siguiente transcurrió sin novedad. Si, como estaba previsto, el almirante Canaris visitó España, no nos enteramos. Al menos, yo no me enteré. Lunes, martes, miércoles… cada día fue un suplicio. Me sentía preocupado por el extraño juego que había llevado a cabo. Pasaron varias semanas sin que nadie volviera a mencionar el asunto. Finalmente, me relajé. Gracias a Philby mi trabajo profesional había adquirido una pasión y un nervio de los que carecía el de mis compañeros.
No volví a hablar del tema hasta pasado mucho tiempo, cuando me reuní con Philby. Le pregunté por el asunto y se sinceró: él personalmente había propuesto la eliminación de Canaris, por ser un claro objetivo militar. Gracias a mi información, descubrió que un comando de acción del SOE —Special Operation Executive— podía perfectamente matarle y huir sin ser descubierto. Lo propuso a sus mandos ofreciendo todos los detalles —solo les faltaba el número de la habitación del almirante en el Parador—, pero en el último momento el director del SIS frenó la operación. Según me dijo, alguien del servicio se lo había contado y prohibió su ejecución. Parece que Canaris mantenía desde hacía tiempo relaciones secretas con norteamericanos e ingleses para acabar con Hitler. Lo que nunca supo Philby, porque no se lo dije, es que yo, desconocedor de la traición de Canaris, había escrito una carta anónima a su embajador en Madrid, Samuel Hoare, alertándole de los problemas personales y familiares que le acarrearía si el SIS mataba a Canaris en España.