El despacho de Ela Langares estaba situado en el edificio principal de la sede central. Lo llamaban «Estrella» por el nombre de una de las hijas del arquitecto que lo había diseñado. De una especie de plaza central salían tres brazos, levantando cuatro alturas a la vista y dos bajo tierra. Los otros edificios eran el «Carmen» —otra hija—, donde se encontraba la Escuela de Formación de los nuevos agentes, el servicio médico, las salas en que se mantenían las reuniones con los delegados de otros servicios y un gimnasio preparado con todo tipo de aparatos y con un tatami para realizar ejercicios sobre el suelo. El tercero, el «Pilar» —la última hija—, albergaba la División de Acción Operativa y estaba situado junto a uno nuevo, circular, que estaban construyendo en ese momento. Y en el cuarto, al que llamaban «Singular» —ya no tenía más hijas—, se encontraba la enorme cafetería y el salón de actos, en cuya entrada estaba la preciosa silla de montar que el servicio secreto del líder libio Muamar Gadafi regaló a Emilio Alonso Manglano cuando era director del Cesid.
Llamaron a su puerta y sin esperar respuesta entró Pablo Vargas, su número dos en Operaciones. Le invitó a sentarse en una de las dos sillas que estaban colocadas al otro lado de su mesa y le pidió con un gesto de la mano que esperara un segundo, pues debía acabar una conversación telefónica.
Vargas había ingresado unos años antes que ella en el antiguo Cesid y se conocieron un día por casualidad en el bar. Se sintieron atraídos y entablaron una rápida relación, clandestina por supuesto, que no funcionó. Se parecían demasiado: ambiciosos, luchadores, egoístas. Los dos encontraron posteriormente sus medias naranjas, a los que ocultaron su antigua relación, y siguieron manteniendo una amistad especial.
—¿Pasa algo, Pablo? Te veo preocupado —dijo Ela tras colgar el teléfono.
—Me acaba de ocurrir algo muy extraño. He recibido una llamada en mi móvil de un tal Badía. Quería anunciarme que hay una conspiración en marcha para matar a un príncipe inglés y que hay gente metida en el ajo que vive en España.
—¿Te lo ha dicho así, de sopetón?
—Me ha entrado en el móvil una llamada con el número protegido y el tal Badía apenas me ha dejado despegar los labios.
—¿Cómo crees que ha conseguido tu número de móvil?
—Ni idea. Eso sí, no me ha dicho que se llamara Badía, sino que le podía llamar Badía. También me ha sugerido que actuemos con rapidez y con el máximo sigilo.
—¿Sabía sin duda con quién estaba hablando?
—Ni ha intentado confirmarlo —respondió sorprendido—. Puede ser un loco, aunque no lo parecía.
—También puede ser alguna de las decenas de personas que trabajan en esta casa y que están jodidos por nuestros nombramientos. Hemos ascendido con el nuevo director y nada mejor para ellos que hagamos rápidamente el ridículo y nos arrojen al cubo de la basura.
—Puede ser, en esta casa hay mucho cabrón. Entonces, ¿qué crees que debemos hacer?
—¿Quieres repetirme lo que te ha dicho al identificarse? Pero esta vez palabra por palabra.
—Le he preguntado quién era y me ha dicho textualmente que no se iba a identificar, pero que le podía llamar… no, no, que le llamaban Badía.
—Puede que ya haya colaborado alguna vez con la Casa y esté en los archivos de fuentes y colaboradores.
—A ellos solo tiene acceso el director.
—No seas inocente. Se dice eso para que todo el personal crea en la confidencialidad de sus fuentes, pero el secretario general y los directores de Inteligencia y Operaciones podemos consultarlos cuando queramos. Incluso lo hace el círculo próximo al director.
—Entonces lo dejo en tus manos. Ya me jode que gente desconocida tenga el número de mi móvil, pero podríamos estar ante una gran historia.
—Cuando descubramos quién es, veremos cómo lo ha conseguido.
—Hay otra cosa. Surge al mismo tiempo y podría tener alguna relación. Tenemos un equipo en Praga que ha viajado con urgencia para el asunto de Kafka que te mencioné.
—Sí, claro —dijo Ela—. La división de Inteligencia Exterior nos pidió que mandáramos un equipo para proceder a un Control Integral de Relaciones.
—Exactamente. Después de llamar en dos ocasiones y concertar una cita, no se presentó y desapareció. No nos ha quedado más remedio que montar una Operación Sabinas.
Aunque pertenecía al lenguaje de los operativos, Ela sabía que «el rapto de las sabinas» era una forma de hablar de la retención forzada de un objetivo. El origen del término había que buscarlo siglos antes de Jesucristo, en referencia al legendario asalto llevado a cabo por los romanos, que tenían un serio problema de procreación y desfogue sexual y les dio por llevarse a las mujeres de sus vecinos, los sabinos.
—¿Lo han secuestrado ya?
—A la hora de la comida estará en nuestras manos y lo llevarán a una base operativa para interrogarlo.
—No tiene por qué, pero quizá haya alguna relación con tu Badía. Merece la pena investigarlo.
Ela se quedó pensativa un momento y Pablo no supo qué pasaba por su cabeza.
—Creo que ha llegado el momento de demostrarle a tu gente de lo que soy capaz. Al igual que mis antecesores, debo participar de vez en cuando en alguna operación para que sientan que soy uno de ellos y, aunque les fastidie, esta es una buena ocasión.
—Es peligroso. Tenemos un equipo actuando allí sin conocimiento del servicio de inteligencia local y si os pillan acabaréis en la cárcel y entonces el director te cortará el cuello.
—Tengo pasaporte diplomático y si tu gente es tan buena como siempre dices, no hay nada de qué preocuparse.
—Al menos —añadió él esbozando una sonrisa—, no te pongas un perfume intenso, como una antigua directiva de la división, que acudió a una penetración y dejó la casa atufando a colonia.
—Seré discreta. Esta misma tarde salgo para Praga. Voy a avisárselo al director. Pero de momento no le hablaré de Badía.
Para evitar ser detectada por el BIS, el servicio de inteligencia checo, Ela Langares tuvo que renunciar al coche oficial de la embajada y tomar un taxi al llegar al aeropuerto de Ruzyne, situado a 15 kilómetros de Praga, que la dejó en el lujoso Hotel Hoffmeister. Era una alta directiva del CNI y por categoría le correspondía. No por haber ido a uno más barato habrían aumentado las posibilidades de pasar desapercibida. Al llegar a la amplia habitación, colgó en el armario el pantalón gris y las dos camisas claras —pertenecientes a su armario de ropa seria y aburrida— que llevaba en su bolsa de viaje, puso la televisión y se sentó en uno de los sillones a esperar.
Media hora después, sonaron dos golpes en la puerta. Se levantó, preguntó quién era y escuchó la voz de Estanislao Ventura, el jefe de la delegación en la República Checa, acreditado ante el IMS.
—Me alegro de verla —dijo el visitante al mismo tiempo que le estrechaba la mano.
—Pasa, Ventura, y no me trates de usted, que estamos fuera de la sede central —respondió.
—Gracias. ¿Qué quieres que hagamos?
—¿Te han seguido?
—No, el terreno está despejado. Estoy destinado aquí oficialmente, el BIS y el CNI somos servicios amigos y no imaginan que podemos estar desarrollando una misión como esta. Para evitar conflictos, he dejado a la Embajada al margen. Tenemos un coche esperándonos para ir a la base operativa.
—A la cita iré sola, no hace falta que me acompañes.
—Aunque los KA han venido a culminar la operación, he sido yo el contacto de Kafka. Cuando me telefoneó, yo confirmé que había sido colaborador nuestro, yo hablé con él y conozco perfectamente todos los datos de su ficha.
—Lo sé, pero prefiero que no os impliquéis los que tenéis que seguir trabajando en Praga.
—Me ofrezco porque creo que puedo ser de ayuda.
—Quizá puedas ayudar, pero no quiero que vengas —respondió Langares tajante. Sabía que los agentes querían apuntarse los tantos de su trabajo, sobre todo delante de la directora de Operaciones, pero consideraba que Ventura podía ser un estorbo en el interrogatorio.
Salieron del hotel aparentando normalidad, pero fijándose discretamente en la gente del amplísimo hall. Subieron a un coche con chófer que les estaba esperando.
—Este es Millán, mi ayudante en la estación —dijo Ventura refiriéndose al sargento del Ejército, un hombre para todo.
—Me alegro de conocerle —señaló Langares.
—Llévame a la calle Vinohradska y déjame cerca del Museo Nacional. Yo me bajaré y luego acercas a la directora hasta la base. Hemos pensado que es mejor no inmiscuirnos en la operación, pues ellos se van, pero nosotros nos quedamos —ordenó Ventura, dándose importancia, mientras Langares guardaba silencio. Después intentó aprovechar el poco tiempo que iba a tener para hablar con la alta funcionaria del CNI—. Quería comentarte una cosa.
—Tú dirás.
—En unos meses tendré que regresar a España y me preguntaba si sería posible que después de mi estancia aquí me enviaran a alguno de los países cercanos. He hecho un gran trabajo…
—Estoy informada de todo. —No mentía. Durante los años anteriores había sido la responsable máxima de Inteligencia Exterior y él había dependido directamente de ella.
—Va a quedar libre una plaza en Rusia y creo que soy el más idóneo.
—Tomo nota de ello, pero sabes que la propuesta es de la División de Inteligencia Exterior, a la cual ya no pertenezco.
—Pero tú eres amiga de la persona que decide los destinos.
—Vaya, hasta Praga llegan las relaciones de los que trabajamos en Madrid.
—No te diría nada, pero es que su opinión es determinante.
—Está bien, te aseguro que se lo comentaré… a mi amigo.
—Gracias, espero no haberte molestado con mis problemas.
—Si se puede, dalo por hecho.
—¿Se baja aquí, señor? —preguntó el chófer.
—Sí, gracias —y dirigiéndose a Langares, continuó—: Que tengas suerte en el trabajo.
Se apeó y el coche continuó. Millán comenzó a dar vueltas por Praga. Creía que nadie les seguía, pero decidió cumplir a rajatabla el reglamento de seguridad. Tras un rato, se alejó del centro de la ciudad camino de la periferia, en cuyo barrio Letná entró con mucha más decisión de la que había mostrado hasta ese momento. Paró cerca de una librería.
—Aquí la dejo —dijo el sargento—. Cuando entre verá a un hombre, que es español, aunque lleva viviendo en Praga desde hace treinta años. Pregúntele si tiene El Quijote y le indicará por dónde se va al sótano.
Langares le dio las gracias y se bajó del coche. Entró en la librería y tuvo que esperar a que un cliente acabara de adquirir un libro y se fuera. Después, en inglés preguntó al encargado, un hombre maduro con perilla, por un ejemplar de El Quijote, de Cervantes, y sin mediar respuesta él la llevó al interior de la tienda, cerca de una escalera. Le indicó que la bajara y llamara a la puerta que estaba al final de los peldaños. Al llegar, la golpeó tres veces y le abrió Bermúdez, el jefe del equipo KA que se había desplazado hasta Praga.
—Buenas tardes. La estábamos esperando.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó tras ver cómo el agente cerraba una puerta preparada por dentro para evitar que el sonido interior fuera escuchado en la librería.
—Al principio se nos enfrentó chulito y hubo que apaciguarle a golpes. Después se negaba a hablar, pero…
—No me dé más detalles, solo cuénteme si está listo para hablar.
—Eso creo. Es un tipo duro que no se asusta fácilmente. Se dio cuenta enseguida de que pertenecemos al CNI, pero todos nos ponemos pasamontañas para que no pueda identificarnos. Aquí tiene uno.
—Voy a entrar inmediatamente —dijo, y se quitó el abrigo. Fuera hacía un frío insoportable, pero allí dentro parecía la Costa del Sol en pleno mes de agosto.
Kafka estaba sentado en una silla, con las manos atadas a la espalda y un pañuelo tapándole la boca. No presentaba signos de violencia en la cara. Acompañándole, de pie, había dos agentes a los que Ela no pudo identificar porque llevaban puestas capuchas negras. Al entrar ella, se alejaron del hombre al que habían secuestrado hacía unas horas.
—Quítenle el pañuelo —ordenó Langares—. Buenas tardes, Franz. Me gustaría hablar con usted.
—Otro agente del CNI, pero ahora una mujer. Usted debe de ser la jefa de todos.
—Lo soy y puedo hacer que esto acabe inmediatamente.
—Claro, yo hablo y luego usted me mata.
—Lo último que haría si colabora conmigo es quitarle la vida, se lo aseguro. Si me ayuda, le garantizo que le dejaremos irse.
—¿Cómo sé que dice la verdad?
—Porque efectivamente soy el jefe de todos estos agentes que trabajan, como usted ha descubierto, para el CNI. Usted ha sido un buen colaborador durante años y ha cobrado generosamente por su ayuda. Queremos que la situación siga igual. De hecho, en cuanto me diga todo lo que quiero saber, le pagaré su información y regresaremos a España.
—Estos salvajes son los polis malos y usted es el poli bueno. ¿Me equivoco?
—El hecho es que yo tengo la llave para que usted vuelva a su vida habitual y además con más dinero que antes.
—No me fío de usted.
—Pues tendrá que hacerlo. O habla conmigo o intervienen ellos.
—No pienso decirle nada.
Langares aproximó una silla cerca de Kafka y se sentó, momento en el que el checo le escupió a la cara. Uno de los KA se acercó para golpearle; Langares dudó si frenarle, pero dejó que su hombre le diera un puñetazo en el estómago.
—No ha sido muy inteligente por su parte, Franz, me decepciona. Mire: nadie sabe que le tenemos, pero su mujer terminará mosqueándose y puede que en un momento de desesperación telefonee a la policía checa. Por lo que nos queda poco tiempo. O hablamos los dos tranquilamente o tendré que enviar a mi gente a ocuparse de su mujer para que no haga esa llamada.
—No tienen escrúpulos de ningún tipo.
—No somos peores que usted, Franz, que simula ser anticuario cuando se ha pasado toda la vida matando gente por encargo. Y tengo entendido que lo hacía muy bien.
—Ya lo he dejado.
—Hay profesiones que no se abandonan mientras uno vive.
—Le digo que lo he dejado —respondió Kafka subiendo el tono de voz y tratando de ver los ojos de su interlocutora a través de los únicos agujeros del pasamontañas.
—Tranquilo, va a tener tiempo de sobra para sincerarse con su mujer cuando la traigamos aquí. Intente convencerla a ella de que ha matado a decenas de personas que no le habían hecho nada, a cambio de un puñado de dólares, pero que ha decidido no volver a hacerlo más.
—¡Hija de puta!
—Claro que sí. Una hija de puta que va a ordenar a sus hombres que vayan a por su mujer y la traigan aquí para que nos acompañe en esta amistosa charla. Si no colabora, al menos le destrozaré la vida.
Kafka no quería saber nada de su pasado, pero este regresaba una y otra vez para atormentarlo. Su mujer era lo que más quería y no podría soportar no solo que le hicieran daño, sino que se enterara de que la había estado engañando desde el mismo día que se conocieron.
—¿Qué quiere saber? —claudicó.
—Lo quiero saber todo sobre ese ofrecimiento que le hicieron para que volviera a ejercer su trabajo.
—Hace unos días me llegó a casa un sobre con una hoja de La metamorfosis de Kafka, en la que habían escrito un número de teléfono.
—Esa era la clave que utilizábamos nosotros para ponernos en contacto con usted —le interrumpió Langares.
—Ustedes no eran los únicos. Muchos otros me llamaban Kafka y utilizaban la misma forma para contactarme.
—¿Qué otros?
—He trabajado para varios servicios secretos y para muchos clientes particulares.
—Siga con la historia.
—Llamé al teléfono móvil y un hombre con acento inglés me pidió que nos reuniéramos.
—¿No defiende ardientemente que ha abandonado su trabajo de vendedor de antigüedades?
—Lo he dejado, pero se empeñó en que quedáramos. Nos vimos, me ofreció un trabajo, le dije que no y ahí acabó todo.
—¿Quién era el hombre con el que se encontró?
—No lo sé, dijo llamarse Douglas.
—¿Un nombre falso?
—Supongo.
—Descríbamelo.
—Pelo rubio, por encima de los sesenta, piel morena, alto.
—¿De dónde le pareció que era?
—Negó que fuera norteamericano.
—¿Usted qué piensa?
—Que era de Estados Unidos.
—¿Trabajaba para la CIA?
—Dijo que no, que era un encargo privado de gente importante.
—Bien, ya me ha dicho lo que el tal Douglas le dijo, pero no lo que usted piensa.
—No sé, no parecía de la CIA.
—Pero…
—En algún momento de su vida trabajó para el espionaje. Se le notaba una cierta experiencia en citas clandestinas.
—¿Qué más le dijo?
—Nada, ahí se acabó todo.
—¿Qué más le dijo? —por primera vez, la directora de Operaciones subió el volumen de su voz.
—Le he dicho que nada.
—Lo que usted quiera. —Langares se volvió a los dos agentes que contemplaban la escena—: Vayan a por su mujer.
—¿Qué va a hacer?
—O me lo cuenta todo o hago estallar su vida.
—Ya se lo he dicho todo —señaló desesperado.
—Pues entonces se lo volveré a preguntar con su mujer delante.
—Esperen un momento —gritó intentando frenar a uno de los agentes, que se dirigía hacia la puerta.
—¿Qué más le dijo?
—Me pidió el contacto de Van Gogh.
—¿Por qué no quería decírmelo?
—Carece de importancia.
—No me tome por idiota. Ellos no sabían cómo encontrarle, pero usted sí.
—Pero no pude encontrarle.
—¿Seguro?
—Se lo juro por mi mujer, que me muera ahora mismo si la engaño.
—Le creo, hombre, le creo —respondió Langares, consciente de que estaba mintiendo—. Para terminar, cuénteme por qué después de llamar a nuestra delegación en Praga para contarnos la historia a cambio de dinero, salió corriendo y desapareció.
Kafka la miró fijamente, obsesionado por intentar memorizar los rasgos de un rostro que una tela negra tapaba completamente. Langares se cruzó de brazos y siguió hablando:
—Puede contármelo ya o volvemos a la discusión sobre su mujer.
—Douglas y yo quedamos en el cementerio judío y, tras mi negativa, nos despedimos y él salió primero. Yo quería saber quién era y le encargué a un viejo conocido que siguiera a la persona con la que me viera hablar. Douglas adoptó todas las medidas de precaución típicas de un profesional y estuvo dando vueltas por la ciudad. Al final entró en un hotel y le perdió. Al día siguiente, cuando iba en el coche con mi mujer, fallaron los frenos. No me costó mucho reconocer que habían sido manipulados. Después de eso desaparecí.
—¿Seguro que su amigo le perdió en el hotel?
—Seguro.
—Vamos, Franz, las piezas de su historia no encajan.
—Usted es una tipa lista. Si hubiera vivido la guerra fría habría hecho mucho daño a los rusos.
—Los españoles no participamos en la lucha de espías entre Occidente y el Pacto de Varsovia.
—Pues qué pena.
—Conteste a mi pregunta de una vez —dijo impaciente.
—Douglas entró en los cuartos de baño y no salió. Después de media hora mi amigo se dio cuenta de que no le había reconocido cuando se fue.
—Porque había cambiado de apariencia.
—Efectivamente.
—¿No le hizo una foto?
—No estaba preparado para hacer ese trabajo.
—¿Cómo era?
—Cerca de los setenta, con poco pelo, fuerte y con la piel más bien clara.
—Franz, usted mantiene contactos con nosotros, pero también con otras agencias y, sin embargo, intentó vendernos la información a nosotros. Sin embargo, hasta el momento desconozco qué fue lo que le impulsó a pensar que pagaríamos algo por una información que no tiene nada que ver con España. Venga, cuéntemelo de una puta vez.
—Está bien. Mi amigo recordó que el tipo al que inicialmente no reconoció se despidió del portero del hotel con un «adiós».
—Era español —constató asombrada Langares.
—Un español muy mayor para encargar estos trabajos.
Langares se quedó sorprendida. Un jubilado español encargando un asesinato. Decidió que lo mejor era dar por finalizado el asunto. Ya buscaría al viejo en España.
—Muy bien, Franz, ha cumplido con su parte y yo cumpliré con la mía. En este sobre está el dinero que nos pidió por la información; creo que el precio es excesivo, pero justo.
—No quiero nada de ustedes.
—Nada ha cambiado. Sigue siendo un colaborador del CNI y por lo tanto tiene derecho a cobrar por su información. Ahora yo me voy y en un rato mi gente le dejará en libertad. Si necesita algo, ya tiene el número de su oficial de caso en Praga.