Manuel Langares y Roberto Montiel se bajaron del mercedes gris metalizado que habían aparcado cerca de la iglesia del barrio de Mirasierra. Hacía diez días que, rodeados de esculturas de santos, Semyon Smirnov les había transmitido el encargo del SVR de matar al príncipe inglés. Pasaban unos minutos de las doce de la noche y los dos se anudaron al cuello sendas bufandas para intentar evitar que el intenso frío les atacara la garganta. Sin nada que llevar en las manos enguantadas, caminaron sin prisa hasta el chalé del mafioso ruso. Fueron fijándose en las escasas luces encendidas de las casas de lujo que rodeaban la de Smirnov, aunque lo hicieron con cierta tranquilidad: sabían que nadie le controlaba.
Tras el primer encuentro, los directivos de Lamon encargaron a su gente el control y vigilancia de cualquier persona que merodeara por la zona y de las matrículas de todos los vehículos sospechosos. También buscaron información sobre los propietarios de las casas cercanas e incluso del matrimonio hondureño encargado de las labores del hogar. La investigación había resultado negativa: ni cuerpos policiales ni grupos mafiosos mostraban interés por la vida del empresario, al menos no lo hacían en los alrededores de su casa.
Ahora tocaba buscar dispositivos de escucha en el interior de la vivienda. Los equipos que necesitaban para efectuar el trabajo los había llevado por la mañana uno de sus colaboradores, simulando el envío de paquetes de una tienda de regalos. La sorpresa era un factor trascendental, por eso realizaban el barrido durante la madrugada. Las empresas privadas de contraespionaje solo podían tener éxito si las personas que habían colocado los sistemas de escucha ignoraban la operación de búsqueda y no podían inutilizar los mecanismos. Todos recordaban lo que le había pasado a un abogado cercano a ETA en los años ochenta. Un amigo le llamó para anunciarle que el Cesid le había colocado un micrófono en su despacho y a él no se le ocurrió otra cosa que llamar desde su teléfono para encargar a una compañía de barridos que fuera al día siguiente a buscar el aparatito de marras. Esa misma noche, un equipo de agentes operativos entró en el despacho y por la premura de tiempo optaron por llevarse directamente el teléfono, donde estaba escondido el micro.
Los dos jefes de Lamon iban a realizar personalmente el trabajo de «limpieza», más por su propia seguridad y discreción que por la del mafioso. En cuanto entraron en la casa, desempaquetaron los equipos, se distribuyeron las plantas y comenzaron a buscar vulnerabilidades en las líneas telefónicas y a intentar detectar micrófonos ambientales. La labor era más complicada de lo que a primera vista podía parecer. El cable de la línea telefónica podía ser intervenido en cualquier punto dentro de la casa, pero también fuera de la misma e incluso por el invisible Sistema de Interceptación Legal de Comunicaciones, conocido como Sitel, al que tenían acceso la Guardia Civil, la policía y el CNI. Los micrófonos de ambiente podían estar instalados en cualquier lugar donde los agresores consideraran que se podían celebrar conversaciones que fueran de su interés, por lo que el esfuerzo preferente estaría en el dormitorio principal, el despacho y el salón. Para ello tendrían que hacer barridos alámbricos e inalámbricos que marcaran dónde podía estar instalado el objeto invasor.
Los dos hombres acumulaban una larga experiencia en los servicios secretos, pero nadie conocía el tema más que Roberto Montiel. Sabía que cualquier sitio era bueno para colocar un micrófono, aunque lo más importante era la originalidad. Se podían instalar bajo el suelo, con un cable conectado a la luz para que tuviera una alimentación permanente, como se los habían colocado a un preso de ETA en su casa tras salir de prisión. Se podían esconder a la vez en varios puntos de la línea telefónica, como habían hecho en la vivienda de un narcotraficante. Se podía meter en una grabadora, como la que le coló la Ertzaintza a la familia de José María Aldaya cuando fue secuestrado por la banda terrorista. O en cualquier regalo diplomático o empresarial, que suele terminar colocado encima de la mesa del despacho del receptor.
Cuando acabaran el trabajo, instalarían equipos de vídeo en varios puntos estratégicos de la casa, para detectar futuras penetraciones clandestinas. Así, tras dejar limpia la casa, sellarían todos los puntos débiles y tendrían la garantía de que ese espacio sería cien por cien seguro.
Pasadas las cinco de la madrugada, avisaron a Smirnov, que había permanecido en la cocina estudiando papeles acompañado de Misha, su lugarteniente.
—Esta casa era un coladero —explicó Roberto—. Existen dispositivos de escucha en todos los lugares donde es lógico mantener conversaciones interesantes. Todos los micrófonos estaban instalados en el mismo sitio, aprovechando que la casa está construida a prueba de incendios.
—No entiendo —respondió Smirnov desanudándose la excéntrica corbata de flores.
—Los detectores de humos del salón, su dormitorio y hasta el cuarto de baño tenían escondidos micrófonos de ambiente que grababan con bastante nitidez las conversaciones.
—¡Madre mía! —exclamó el dueño de locales de prostitución.
—Usted nos dijo que le habían hecho un barrido hace dos meses —espetó Manuel.
—Me lo hicieron. Carlota, mi escolta personal, conoce a los de una empresa especializada. Vinieron, estuvieron una mañana, pero no encontraron nada.
—Es posible que todavía no los hubieran colocado, pero también que ya lo estuvieran y no dijeran nada e incluso que ellos mismos los escondieran.
—Seguro que se equivocan, Carlota es de la máxima confianza.
—¿Por qué se lo encargó a ella y no a Misha?
—Aseguró que conocía una empresa de seguridad —intervino el lugarteniente—. Eran amigos suyos.
—¿Tiene confianza en ella? —preguntó Manuel a Smirnov.
—La máxima.
—Pues ahora su credibilidad está en cuestión y no debe seguir en su puesto.
—Lleva mucho tiempo conmigo…
—No hay alternativa. Debe inventarse un pretexto y deshacerse de ella. Nadie sospechoso debe seguir en su puesto mientras dure esta operación.
Smirnov aceptó frente a la evidencia de los micros que Roberto sostenía en las manos. Carlota era una amante cómoda, que respetaba su vida privada, pero que siempre estaba dispuesta cuando necesitaba de sus servicios no profesionales. Muchas noches le resultaba más cómodo ir a verla a su casa, aunque fueran las cuatro de la madrugada, que tener que dedicar todos sus esfuerzos a ligar con chicas más ansiosas de su cartera que de su sexo. Según habían ido pasando los años, había crecido dentro de él un convencimiento: tener que dedicar horas y horas a una mujer para que se fuera a la cama con él era muy cansado. Carlota era la solución intermedia.
—La echaré, aunque a mi manera. Le buscaré otro trabajo sin que se entere y la animaré a que se vaya.
—Eso es cosa suya —continuó Manuel—, pero no debe volver a pisar ni sus empresas ni su casa. Busque otro escolta y mientras tanto que Misha le ponga algún vigilante de los que tiene en su empresa. Con los micros al descubierto, solo nos debe preocupar Sitel.
—¿Qué es eso?
—Un sistema de interceptación del que dispone la policía y que escucha las conversaciones telefónicas, incluidas las de los móviles, y que no hay forma de detectar. Para contrarrestarlo, evite mantener conversaciones comprometidas por teléfono.
—Muy bien. Pero me preocupa saber quién ha podido instalar los micrófonos en casa.
—No tenemos ni idea —intervino Roberto, el más experto—, pero sí le aseguro que han sido comprados en España. Los comercializa una empresa de Barcelona. No son como los que utiliza la policía, más bien parecen de algún grupo privado. Yo apuntaría a alguna empresa de la competencia.
—Da igual —mintió el empresario—, lo importante es que la casa esté ahora limpia.
—Nos falta poner los medios adecuados para que no vuelvan a trufarla de micros.
—¿Qué quieren hacer?
—Vamos a instalarle —dijo Manuel— una serie de cámaras ocultas en lugares estratégicos para captar a cualquier asaltante que intente entrar, además de algunos mecanismos que perturbarán la grabación de las conversaciones que tengan lugar en algunas habitaciones.
—Pues adelante.
—Antes le queríamos informar de que ya hemos conseguido contratar a la persona que hará el trabajo —dijo Manuel.
—¿Quién es?
—Transmita que su nombre en clave es Van Gogh, ellos seguro que le conocen. Y adviértales que la primera opción, Kafka, ha dicho que no.
—¿Van Gogh será tan bueno como ese Kafka?
—Uno de los mejores, nos garantiza el éxito. Saldrá un poco más caro de lo previsto, pero hará bien su trabajo y desaparecerá sin dejar huella. Va a venir a Madrid para recibir las últimas instrucciones. No será fácil acabar con uno de los nietos de la reina de Inglaterra, pero lo conseguiremos.
—¿Necesitan ya el dinero para los gastos?
—Van Gogh cobrará por transferencia y es preferible que no se haga desde España para evitar que puedan seguir las huellas. Le pasaremos a usted una cuenta con IVA, para que no haya dudas de que nuestra relación ha sido meramente profesional y puntual. A partir de ahora, utilizaremos correos o frases en clave para comunicarnos. Nadie debe relacionarnos nunca. Espero que no lo olvide.
Al día siguiente, Semyon Smirnov salió por la noche de casa al volante de su BMW 320, seguido a cierta distancia por un Renault Laguna en el que viajaba Misha. Se alejó del barrio de Mirasierra y se metió en el centro de Madrid. Aparcó en un garaje cercano a la Puerta del Sol, se ajustó la corbata esmeralda con letras en blanco, comprobó que sus zapatos negros resplandecían como recién salidos de las manos de un limpiabotas y se dirigió a una cabina telefónica, seguido de cerca por su lugarteniente. En una carta que había recibido hacía dos días estaba escrito un número de París al que debía llamar. Una voz de anciana le contestó en francés.
—Operación Lord en marcha. Kafka no quiere, Van Gogh contratado, viene aquí en los próximos días.
—No hay mensajes para usted —dijo la señora cambiando al idioma ruso con el que le habían hablado.
Smirnov colgó inmediatamente el teléfono. No le gustaba esa operación al servicio del KGB, pero no le quedaba más remedio que cumplir las órdenes que le habían dado. El pelo blanco que había comenzado a invadirle las patillas con discreción, incluso con coquetería, cuando entró en los cuarenta, con los acontecimientos recientes estaba acabando con los últimos vestigios del pelo negro que tanta personalidad y carácter le habían dado en su juventud. Una juventud pobre en Moscú en la que se pasaba la vida entre los camiones que descargaba y las chicas que se ligaba sin ningún esfuerzo gracias a un cuerpo corpulento y su personalidad embaucadora. Siempre supo que las mujeres fáciles y los camiones eran una etapa de su vida que abandonaría en cuanto pudiera dedicarse a su único sueño: ser rico.
Tras la caída de la Unión Soviética y la llegada al poder de Boris Yeltsin, detectó la oportunidad y se lanzó a por ella como un caballo desbocado. Con unos brazos tan musculosos que parecían piernas y sin el más mínimo respeto por la vida ajena, entró en una de las numerosas bandas mafiosas que nacieron en aquellos años en Moscú. Se trataba de hacer dinero rápido aprovechando que el país había entrado en una economía de mercado que lo había sumido en el más absoluto caos. Las drogas, la prostitución, el tráfico de armas y el blanqueo de dinero ofrecían oportunidades a los que estuvieran dispuestos a brindar temor y violencia. Y Semyon era muy bueno en ambas cosas.
El tiempo que antes dedicaba a buscar chicas chicle —desenvolver, mascar, sacar el jugo y tirar antes de perder el sabor—, ahora se lo ahorraba utilizando prostitutas. Eran las chicas que se ganaban la vida en el primer local en el que trabajó en labores de seguridad y más tarde como encargado. Nunca se enamoró de ninguna de ellas, ni siquiera lo hizo de la hija del jefe, a la que tuvo la suerte de conocer cuando había ascendido varios peldaños en el organigrama de la banda. Sedujo a aquella chica tímida, carente de encanto, sin tocarle un pelo durante meses —tampoco le hacía falta—, y la llevó al altar con la aprobación del Vor z konen, el capo de la banda. Por suerte, el trabajo le sirvió como coartada para no pasar mucho tiempo con aquella mujer escuálida a la que su padre nunca le había contado que su discoteca era en realidad un garito de putas. Imaginando que estaba con carnosas chicas de su antro, consiguió que se quedara embarazada. Su padre estuvo encantado y él aprovechó los vínculos familiares para convencerle de la necesidad de introducir cambios en el negocio. En los siguientes meses, mientras crecía la tripa de su mujer, amplió el número de locales de alterne y viajó personalmente a Colombia para cerrar un trato con el cártel de Medellín para comprarles cargamentos de cocaína. Todos conocían su faceta de matón, pero se quedaron sorprendidos de su destreza y visión para los negocios. La banda adquirió en dos años un poder insospechado, que hizo que su suegro empezara a codearse con la alta sociedad rusa.
Semyon no se sentía contento. El negocio debía ser suyo, pues era él quien lo había levantado. Un día, tapado por Mijaíl Bogdanov, Misha, que ya se había convertido en su lugarteniente, pagó a un matón de una banda rival para que asesinara a su suegro, en lo que simuló ser el inicio de una guerra entre bandas. Se convirtió en el capo y pasó a dirigir los negocios con mucha más discreción.
Un día, un diputado de la Duma, el Parlamento ruso, a quien había financiado para llegar al cargo, se hartó del chantaje al que permanentemente le tenía sometido y consiguió que la policía le detuviera como sospechoso de encargar el asesinato de su suegro. Solo estuvo veinticuatro horas entre rejas y en la única foto que apareció en los periódicos estaba tapándose la cara con una gabardina. Su mujer le abandonó, pero no le importó. Como daño colateral, hubo de dejar el país para evitar la persecución. Había llegado a un acuerdo con la policía: harían desaparecer su expediente criminal si les pagaba una considerable suma de rublos.
Emigró a España, donde había blanqueado una parte de sus beneficios en tres locales de prostitución de carretera. Era poco, pero era el comienzo de una nueva vida. Tuvo la precaución de no instalarse en ciudades como Marbella, donde muchos de sus colegas se refugiaban. Prefirió comprar una casa en un discreto pero lujoso barrio de Madrid, seguir con sus negocios y no hacer ruido.
Su vida apacible se había visto truncada con la llegada del agente del SVR. O impulsaba el magnicidio o harían que la policía rusa pidiera la extradición. Eso si antes no le mataban. No le quedaba más remedio que cumplir con su papel. Le pagarían bien y luego le dejarían en paz.