Capítulo 5

MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 2)

Noviembre de 1938

Lady Frances me deslumbraba, me fascinaba, me embelesaba, soñaba con ella… me volvía loco. Philby, su novio, lo sabía. No debió de percibir mi súbito flechazo cuando me la presentó en el restaurante de Zaragoza al que le acompañé tras el ataque en el pueblo de Caudé que casi le siega la vida. En ese momento, las heridas abiertas y el vendaje que le momificaba casi toda la cabeza no le permitieron reparar en tonterías cuando lo más importante era contar a su amante el dramático suceso. Estoy seguro de que no tardó mucho tiempo en darse cuenta de mi pasión oculta, aunque como buen caballero inglés simulaba no enterarse. Quizá porque sabía que un pobre teniente de veintitrés años nunca cumpliría las expectativas mínimas de una distinguida aristócrata.

Pero ¿qué malditas expectativas? Philby bebía de gorra —el alcohol en la zona nacional era mucho más caro que en Inglaterra—. Periódicamente le echaban de su habitación del Hotel Condestable de Burgos por impago de cuenta, lo que le obligaba a engatusar a algún compañero bondadoso o inocente para que le acogiera en la suya por caridad. Su apariencia era desaliñada las más de las ocasiones, sin que pareciera importarle lo más mínimo lo que pensaran de él. Se pasaba la mayor parte del día en el Cuartel General adosándose gentil y sibilinamente a cualquier militar que pudiera tener noticias sobre la marcha de la guerra. El resto del tiempo lo gastaba en bares populares con periodistas y amigos agotando las reservas de whisky del territorio nacional. A pesar de todo ello, lady Frances estaba seducida por su atractivo, sinceridad, mente clara y, no me cabía duda, porque la atraían los hombres desastre. Sentía por él una pasión tórrida, aunque discreta, que cualquier sabueso habría olido a cien kilómetros de distancia.

Yo era un joven teniente prudente y discreto con mucho futuro por delante, como me repetía cada día Philby. Pero no pensaba en el futuro, solo me importaba el presente. Vivía en una residencia militar barata, acorde con mi escaso sueldo, lo que me permitía cubrir otros gastos nada suntuosos e incluso ahorrar algo. Trabajaba todo el día rodeado de periodistas ansiosos por saber cuándo atacaríamos Madrid, para calcular cuándo podrían regresar a sus hogares. El único exceso que me permitía era ir a charlar y a tomar copas con los corresponsales extranjeros cuando Philby amenazaba con quemar la sala de prensa si no acudía, lo que cada vez anunciaba con más frecuencia. Con esta depauperada existencia y, sobre todo, sin el atractivo ingenuo, desastrado y misterioso de un caballero como mi amigo inglés, era imposible que lady Frances reparara en mí. Y si por una remota casualidad me hubiera dedicado una simple mirada enigmática, yo nunca habría intentado seducirla. Primero porque era la amante de Philby y segundo —lo que era peor— porque no habría sabido cómo hacerlo.

Lady Frances Doble era para la mayor parte de los ricos, finos e influyentes civiles que frecuentaba y para los altos mandos militares que la cortejaban lady Lindsay-Hogg, apellido al que no había renunciado tras divorciarse de sir Anthony Lindsay-Hogg. Para Philby y algunos íntimos era Bunny, apelativo muy de cabaretera, su profesión durante años, que la había aupado a la posibilidad de rodar cinco películas, imagino que de escasa calidad y éxito. Sus ademanes calculados y exagerados debían de proceder de su época dorada de diva, que rememoraba con anécdotas siempre celebradas por los hombres que la rodeaban. Su cabello corto y castaño, su nariz recogida, sus labios carnosos y su figura larga y espigada llenaban el aire de sensualidad.

Cada vez que coincidíamos en una fiesta a la que me hubiera invitado Philby, como sucedía ese día, mi corazón bombeaba a una velocidad que temía acabara estallando como el coche de los periodistas en Caudé. Yo no solía acudir a celebraciones con militares, porque me sentía un garbanzo en un cocido con mucha sustancia. Pero en esta ocasión era el cumpleaños de otro periodista inglés: no habría nadie de uniforme y podría justificar la presencia ante mis mandos, que aplaudían el trato amigable y la confianza que mantenía con algunos corresponsales extranjeros, a los que no solo ayudaba en su trabajo. También informaba por escrito de sus opiniones respecto a la guerra, el general Franco y sus relaciones con todo tipo de personas. Después de tanto tiempo de despreocupada convivencia, pocos se retraían ante mí por pensar que les podía estar vigilando.

Lady Frances, yo no me permitía llamarla Bunny, había acudido al Hotel Condestable, el centro de la actividad social de Burgos, en uno de cuyos salones se celebraba el cumpleaños. Estaba sentada compartiendo sofá con un larguirucho, fornido y rubísimo alemán. Le había visto muchas veces por el Cuartel General. Se llamaba Otto Bauer, miembro del Abwehr, el servicio secreto de Hitler. A veces habíamos coincidido en fiestas, pero me llamó la atención la pose elegante y seductora que le recubría ese día. Se lo comenté a Philby cuando nos sentamos cerca de ellos en dos sillas antiguas, en la esquina de una mesa de comedor cubierta con un mantel de hilo bordado a mano.

—Es un buen tipo, co-co-como la mayor parte de los alemanes —me contestó relajadamente—. Es buen conversador y aunque algunos me dicen que les cae mal porque es un prepotente, yo les contesto que los alemanes son distintos a los ingleses o norteamericanos. Son más parecidos a los españoles.

—Lo dices por Franco y Hitler.

—También, pero Franco me ca-ca-cae mejor.

—Eso espero.

—Aunque Hitler me parece un gran po-po-político que sabe lo que quiere.

—Por cierto, Kim —dije cambiando de tema—. He estado hablando con un periodista que te conocía, Indro Montanelli.

—Espero que no me haya criticado demasiado.

—Qué va —manifesté en tono cínico—. Nos ha narrado a mí y a unas cuatro o cinco personas más que un día cuando vivíais en Salamanca apareciste en su habitación para pedirle que te acogiera, porque se te había acabado el dinero. Que estabas borracho como una cuba y le diste pena. Pero que le sableaste hasta los calcetines.

—¿Solo ha contado eso? —respondió despreocupado mirando a la gente.

—También ha dicho que no sabía cuándo escribías tus crónicas, porque siempre estabas sobrado de copas.

—¿Yo un borrachín gandul? —se definió cínicamente mientras daba un sorbo a su vaso de whisky y me miraba con gesto de pasotismo.

—Tranquilo, que ha terminado su historia explicando que desapareciste como por arte de magia y que en el fondo eres un tipo simpático.

—Si le hubiera caído mal… Aunque he de decir que se portó muy bien conmigo.

Busqué con la mirada a lady Frances. Seguía charlando animadamente con el espía alemán. Philby no les prestaba atención. Yo debía de ser el único celoso por lo que era un ataque en toda regla de los hombres de Hitler a una de nuestras mujeres, aunque fuera canadiense.

—¿Crees que acabará pronto la guerra? —preguntó el periodista inglés mientras se encendía una pipa de madera estilo Sherlock Holmes, lo que anunciaba una conversación distendida.

—Mis jefes piensan que no durará mucho. —Comencé a liarme pausadamente un pitillo, lo cual también me relajaba bastante.

—Lo que me gustaría saber es lo que piensas tú, Manuel.

—Eso importa poco. Hace meses que pudiste preguntárselo en persona al Generalísimo.

—Es cierto, y lo hice. Fue una entrevista muy interesante, sobre todo después de que me pusiera la medalla. Pero es un político y solo me contó lo que quería que publicase. Así que dime cómo lo ves ahora.

—No durará más allá de medio año. Dentro de poco caerá Barcelona y unos meses después Madrid, que con el desgaste que sufren los rojos será una batalla más fácil de lo que nadie se imagina.

—La ayuda extranjera está contando mucho. —Paró unos segundos para exhalar lentamente una bocanada de humo. Después le dio un sorbo a su vaso de whisky—. Yo creo que los rusos no han ayudado nada a los republicanos en comparación con el esfuerzo que han hecho los italianos y especialmente los alemanes con Franco.

—Claro que los rusos han apoyado a los rojos —respondí encabritado—, lo que pasa es que no tienen un estratega al frente como Franco.

—Eso son las ventajas del mando único y las desventajas de la democracia.

—Llamar demócratas a ese grupo de anarquistas que luchan contra nosotros creo que es una osadía por tu parte.

—Pero reconocerás que al intentar ser demócratas tienen montado un buen lío.

Me di cuenta, y no era la primera vez, de que cuando Philby estaba absorto en una discusión sobre la guerra cesaba su tartamudeo, pero en otras conversaciones menos trascendentes no podía evitarlo. Lo que solo se justificaba porque lo que para mí era importante para él era frívolo. Sin embargo, no tenía sentido.

—Quizá también lo tienen montado porque nuestra gente colabora en ello.

—Golpear duramente al enemigo siempre ayuda.

—No me refiero a la lucha en los frentes —maticé—. Tenemos espías que nos informan de sus movimientos, sus debilidades, incluso de cómo se llevan entre ellos.

—¿Crees que eso desmoraliza? —Esta vez sí miró de reojo al rincón del salón en el que su amante y Otto Bauer prolongaban su animada y cómplice charla.

—Si detectas que el enemigo sabe tus movimientos más secretos y relevantes cuando crees que vas a sorprenderle, y eres incapaz de determinar quién les informa, empiezas a desconfiar hasta de tu madre.

—Eso me parece muy interesante. Debe de ser la Quinta Columna que cuentan que actúa en el interior de las ciudades que están en poder de los rojos.

—Me encantaría ser uno de ellos. Debe de resultar apasionante ser un espía, rodeado de todo tipo de peligros, sabiendo que te pueden pillar en cualquier momento.

—Pues apúntate —alegó, quitándose la pipa de la boca y echándose para adelante, como empujándome en mis sueños.

—Qué más quisiera yo. No es que sea demasiado bisoño, porque esta guerra enseña mucho. Es que he llegado tarde. Los leales a la sublevación, a los que les pilló la guerra en el bando equivocado, se juntaron y formaron los grupos de información.

—Seguro que hay otras unidades del ejército que realizan misiones de información en las que puedes tener un hueco. —Nuevamente torció el cuello para cotillear lo que hacía su amante.

—No sé, nunca había pensado en ello.

—Es lógico que quieras cambiar —dijo mientras apretaba el tabaco depositado en la cazuela de la pipa y daba una nueva calada—. Llevas dos años soportándonos a los periodistas extranjeros y tienes que estar agotado.

—Trabajo mucho, pero sois muy curiosos y divertidos. He hecho buenos amigos como tú y mis mandos me aprecian. Solo que cuando acabe la guerra y os vayáis, preferiría hacer otro trabajo. —Yo también miré a la aristócrata y me molesté con la osadía de Bauer, que debía de ser muy torpe o prepotente al intentar seducir a la amante de Philby, una relación que negaba a todos menos a mí, pero que era la envidia pública.

—Eres muy joven, Manuel. Siempre te he dicho que llegarías lejos y lo mantengo. Cuando te conocí eras un hombre de paso ligero y mente lenta. Pero ahora estás madurando. Hazme caso: en la vida, si uno no ocupa los espacios disponibles, nadie le va a invitar a hacerlo. Te lo dice un amigo que nunca te ha traicionado. Hemos hablado de muchas cosas, me has contado algunos secretos, pero nunca los he publicado, ¿verdad?

Era cierto. Desde que hicimos ese pacto, habíamos hablado sin trabas, a veces me había ido de la lengua, como él, y nunca nos habíamos traicionado. Para mí había sido tarea fácil: era el corresponsal extranjero ideal, siempre escribía a favor de nuestra causa utilizando una prosa que entusiasmaba a los generales y no levantaba la más mínima sospecha. Esa misma protección no la había ejercido con ningún otro informador.

—No lo has hecho y te lo agradezco.

—No me agradezcas nada. Somos amigos y eso está por encima de todo. Hazme caso, cumple tus sueños. No esperes a que acabe la guerra para que otros decidan tu futuro. Por cierto, ¿sabes algo de tu padre?

—Me llegó la noticia de su encarcelamiento y ahí se acaba todo. Temo que lo hayan fusilado. Aunque también me preocupa la soledad y abandono de mi madre.

—Sabes que mi periódico tiene otro corresponsal en la zona republicana. Había estado pensando que si me escribías la dirección de la cárcel en la que está tu padre y la de la casa de tu madre, quizá él podría interesarse por ellos.

—¿Harías eso por mí? —contesté emocionado.

—Claro que sí, aunque no te prometo nada. Este fin de semana voy a San Juan de Luz y coincidiré con él. Es buena gente. Le pediré el favor y si está en su mano lo hará. Le deberé una, pero si conseguimos información sobre tus padres merecerá la pena.

—Gracias, Kim, no sé… —Me aproximé y le cogí el brazo.

—Ya me las darás si conseguimos algo. —Y volvió nuevamente la mirada hacia la esquina de lady Frances.

—Creo que me voy a acercar a retar a duelo al alemán —bromeé.

—¿Crees que me preocupa? —preguntó, no supe si con sarcasmo o con despecho.

—Imagino que sí. Llevas mucho tiempo con ella.

—Como somos amigos, te voy a contar un gran secreto —dijo acercando su silla a la mía de un salto, sin arrastrarla, y aproximando sus labios a mi oreja—. Ese alemán la lleva rondando varias semanas. Ayer, muy solícito y espléndido, me invitó a unas copas y cuando estábamos en la tercera me preguntó si me importaría que intentara seducirla.

—No… me… lo… puedo… creer.

—Pues créetelo.

—Entonces sabe que estáis juntos —alegué perplejo.

—Claro que lo sabe. Si no, se habría acercado a Bunny directamente.

—No lo entiendo. Si te pidió permiso, ¿por qué está ahora con ella?

—Manuel, ¿no lo entiendes? —preguntó sonriendo.

—¿Le abriste la puerta y le dejaste entrar?

—Le abrí la puerta, como tú dices, pero lo de entrar es cosa de Bunny.

—Ya no la quieres —razoné con mi lógica de entonces.

—Claro que la quiero. No sé lo que haría si esta noche no pudiera estar a solas con ella en su cuarto.

—¿Entonces? —pregunté sin entenderle.

—Si ella quiere, no me importaría compartirla.

—La tratas como si fuera una ramera —expresé con claridad.

—No te permito que digas eso. La quiero, pero nuestra relación amorosa no es absorbente. Hay mujeres para casarse y otras para disfrutar de la vida. Bunny es una gran señora, sabes que la respeto, pero si se deja seducir por el alemán, solo espero que no me aparte de su vida.

—No te comprendo, pero allá tú —dije displicente.

—Lo que ocurre es que Bunny te gusta y tienes celos de Bauer. ¿Por qué él y no yo?, te preguntas. Quizá algún día, cuando madures, también intentarás tener una aventura con ella. Le caes fenomenal, me lo ha dicho muchas veces, pero cuando estás cerca de ella te quedas paralizado.

En aquel momento no le entendí. Fue una de esas actuaciones que solo justifiqué con el paso de los años, cuando descubrí que todos sus movimientos en España fueron una pantomima para colmar las arcas informativas de sus amigos del espionaje ruso. Solo entonces interpreté adecuadamente que su disposición a compartir a su amante —lo que no se llevó a cabo simplemente porque a lady Frances no le atraía el alemán— se debió a que veía a Otto como una posibilidad favorable para infiltrarse en el servicio secreto alemán.

Unos meses después, exactamente el 26 de enero de 1939, los miembros de la engrasada maquinaria del Departamento de Prensa nos apuntamos un éxito propagandístico sin igual. Todavía estaban las tropas moras del general Yagüe acabando con la casi inexistente resistencia de los republicanos en Barcelona, cuando a primera hora de la tarde, agregados a ellas, entramos en uno de nuestros vehículos en la capital catalana. Yo iba al volante, a mi lado estaba sentado Kim Philby y detrás Bill Carney, corresponsal del New York Times. Los tres estábamos con un subidón de adrenalina por la trascendencia del momento que estábamos viviendo. Días después pude leer la crónica de mi amigo, en la que presumía de la exclusiva que le facilité: «El coche de este corresponsal fue el primero en recorrer la gran Diagonal y entrar en la plaza de Cataluña. Allí nos vimos rodeados por una multitud enloquecida de entusiasmo que, llevando banderas rojigualdas, se subía a los estribos, guardabarros y capota, gritando y levantando los brazos. Las lágrimas se mezclaban a los gritos y las risas. La gente parecía fluctuar entre la histeria y la incredulidad».

Fue un día sobrecogedor. Hubo pequeños grupúsculos de resistencia que se enfrentaron a nuestras tropas, aunque fue sorprendentemente un paseo victorioso sin apenas obstáculos. Todas las autoridades republicanas habían huido a posicionarse a otras provincias y un gran número de tropas escapó en desbandada hacia el refugio de Francia, donde les esperaban los campos de concentración. Nuestro gran trastorno, por definirlo de alguna forma, fue poder abrirnos paso entre la multitud enfebrecida que nos aclamaba y vitoreaba como a sus grandes libertadores.

En la plaza de Cataluña vimos como la gente engalanaba sus ventanas y balcones para celebrar la liberación. Para que no se perdieran nada, les señalaba a Kim y a Bill todos los detalles que observaba. Nos bajamos del coche y se pusieron a hablar con los barceloneses, que les mostraban su satisfacción por nuestra llegada.

—Esta gente está demacrada —comentó con gesto preocupado el corresponsal del New York Times.

—No han debido de hacer una co-co-comida decente en meses —alegó Philby.

—Es que el ejército rojo debía de racionarla dando prioridad a sus tropas —expliqué yo para resaltar lo malos que eran nuestros enemigos.

Esa noche, los dos se empeñaron en quedarse en el centro de la ciudad. Les avisé que era peligroso andar por Barcelona, pero no pude impedirles dar un largo paseo. La gente seguía dando rienda suelta a una alegría que contrastaba con la triste apariencia de los edificios abandonados. Una mujer se nos acercó.

—Si me das unos pitillos —ofreció a Philby, que como siempre iba fumando— te haré unas cuantas cosas que no te ha hecho nadie.

—Te doy un par de pi-pi-pitillos —respondió amable—, pero ya me las harás otro día.

La situación de la ciudad era lamentable. En las calles había archivos, mesas y sillas tirados, restos deprimentes de una huida desesperada. Aprovechando esos desechos, un grupo de barceloneses había montado una fogata. Nos acercamos a calentarnos. Allí, al calor del fuego, Philby me lo dijo.

—Ayer tu-tu-tuve noticias de mi compañero del Times sobre tus padres. Y son bastante buenas.

—¿Cómo has esperado hasta ahora? —le pregunté ansioso.

—La carta me llegó ayer, pero se me olvidó abrirla. No esperaba que me diera noticias para ti. Tu padre está vivo, sigue preso, pero está vivo.

—¿Dónde está?

—No lo dice. La noticia procede de tu ma-ma-madre, a la que fue a visitar en Madrid. Ella te ha escrito una carta, que mi compañero metió en el sobre.

Me la entregó, reconocí inmediatamente su letra, pero me frené. Llevaba casi tres años sin saber nada de ella. Ya la leería cuando estuviera sin compañía. Fue el único momento de la guerra en el que sentí ganas de llorar.

—Madrid caerá pronto y entonces podré tenerlos de nuevo.

—Eso sucederá siempre que los republicanos no monten una de sus funciones de fusilamientos indiscriminados… —dijo Bill.

—Pero, hombre, ¿qué dices? —le interrumpió Philby—. Los norteamericanos tenéis la sensibilidad en el cu-cu-culo.

—Lo siento, teniente —siguió Bill—, pero falta poco para que acabe la guerra y es mejor que no te hagas demasiadas ilusiones. He visto tantas barbaridades en esta contienda, que la prudencia es lo más aconsejable.

—Déjalo, Kim —intervine para calmar a mi amigo—. Bill tiene razón. Te agradeceré siempre las noticias buenísimas que me has conseguido. Eres un amigo de verdad. Pero hasta que todo esto haya acabado viviré con la misma inquietud.

Philby se agachó para coger del suelo un plástico roto que por algún motivo le había llamado la atención en una ciudad invadida por todo tipo de porquerías.

—¿Vas a guardar un recuerdo? —le preguntó guasón Bill.

—No estaría mal, quedaría muy bien en la pared del salón de la ca-ca-casa de mi madre —explicó simulando en el aire un cuadro colgado de la pared—. Pero no. Me ha llamado la atención esta bolsa de carne con letras en ruso.

—Déjame verla —pidió su colega—. Tienes razón. Los rusos dejaron de mandarles obuses y empezaron a mandarles comida.

—Así les ha ido la guerra —siguió Philby—. Un ejército que pa-pa-pasa hambre nunca puede salir victorioso.

Cada vez que recuerdo aquel día en Barcelona, sigo sin explicarme cómo Philby, que ya era un agente al servido del NKVD ruso, que luchaba convencido por la libertad de todos los pueblos del mundo, que se sentía un defensor incondicional del comunismo, pudo convencernos a todos de que en su vida no había existido un día tan maravilloso como ese. El brazo en alto del fascismo había derrotado al puño cerrado del comunismo. Me engañó, nos engañó a todos.

Recuerdo perfectamente que todo ocurrió el 26 de enero, pues es fácil acordarse de la fecha de la liberación de Barcelona. Pero no sé exactamente cuándo sucedió lo que voy a contar a continuación. Antes me acordaba de todas las fechas, pero entenderás, Ela, que a los noventa y tres años la maquinaria de mi cabeza está poco engrasada. Quizá fue a finales de febrero o primeros de marzo. Me acuerdo que ocurrió en un bar de Burgos de esos populares invadidos de mesas pequeñas y decoración de madera que tanto apreciaba Philby. Puede que lloviera e hiciera frío, pero no estoy seguro. Mis recuerdos de esa ciudad son todos gélidos y mojados y muchos detalles te pasan desapercibidos por carecer de interés cuando eres joven. Ahora me encantaría acordarme de algunos pormenores, haber disfrutado más con los cocidos de mi madre o los paseos con mis amigos. Pero así son las cosas: tienes que cumplir años para valorar los buenos ratos que la vida acelerada no te permitió disfrutar en el momento.

El hecho es que Philby me había citado en un bar varias semanas después de la caída de Cataluña. Dejaba Burgos para irse con nuestras tropas en dirección a Madrid, pues quería estar cerca de la capital cuando cayera e intentar repetir su exclusiva entrada triunfal en Barcelona. El trabajo me retuvo más de lo previsto y llegué media hora tarde. El local estaba atestado de personas e invadido por una ola de humo denso que dificultaba encontrar a nadie. No le vi y me acomodé en la barra. Quizá él también se había retrasado. Pedí un whisky —ya había dejado de trabajar y Kim me había hecho un adicto a ese licor— y esperé. De repente, le descubrí, pero esperé a que me sirvieran la bebida. Estaba de espaldas, no podía verme, charlando con dos ingleses cuyo trabajo me describió un día mi comandante cuando les vimos a lo lejos por la calle. No eran periodistas y me llamó la atención que departiera tan amigablemente con ellos. Pertenecían al servicio secreto inglés.

Me extrañó la situación porque mi amigo siempre hablaba mal en general de las autoridades y funcionarios de su país. Decía que no apoyaban a Franco como debían, que no reconocerían abiertamente al Gobierno nacional hasta que la guerra estuviera prácticamente ganada —como así ocurrió— y que no eran de fiar. Por eso me extrañó esa camaradería. Fui hacia ellos, pero Philby ya se había despedido cuando llegué.

—Hola, Manuel, llegas tarde —dijo estrechándome la mano.

—¿Quiénes eran esos? —pregunté aparentando ingenuidad.

—¿Esos? —se detuvo unos segundos para pensar—. Dos ingleses que me han saludado en plan compatriotas. No les conozco de nada, pero imagino que serán espías.

Me ocultaba algo, pero en ese momento no le di mayor importancia. No sabía que en esos años muchos periodistas del Times eran reclutados por el servicio secreto inglés y que Philby debía de saberlo perfectamente. Nos sentamos en una mesa en la que esperaba otro inglés, al que no conocía.

—Manuel, te voy a presentar a un compatriota que conocí hace unos meses, Mike Tower.

El hombre, de unos treinta años, se levantó de la silla para saludarme y me apretó enérgicamente la mano. Moreno, piel clara y traje gris perfectamente planchado con suéter de pico.

—¿Vives en España? —le pregunté, y noté cómo mi uniforme le amedrentaba.

—Voy y vengo —respondió en un perfecto español sin acento.

—Hablas muy bien mi idioma.

—Nuestro idioma —matizó—, soy hijo de española.

—Mike —intervino Philby—, quiero que sepas que Manuel es muy buen amigo mío y de absoluta confianza. Vamos a pedir unas copas, que hoy invito yo.

Se levantó y se fue a la barra para hablar con el camarero. Tower entonces me contó que de pequeño había vivido en España con sus padres hasta que se trasladaron a Londres para abrir un negocio de antigüedades. Estudió Arte en Londres y después estuvo un año especializándose en Roma, donde se convirtió en un enamorado de Goya y el Greco. En 1930 empezó a trabajar en el negocio familiar, que ahora le absorbía todo su tiempo.

—¿Vienes a comprar? —le pregunté cuando Philby regresó con las bebidas.

—Aquí hay un montón de arte del que mucha gente quiere desprenderse para conseguir dinero. Vengo a comprar muebles antiguos, cuadros y todo tipo de objetos en los que podamos revertir su decadencia.

—¿Te ha contado Mike —interrumpió Kim mirándome— la exposición que organizaron para ayudar a las víctimas de la guerra?

—No fue nada —explicó el hombre de rostro afilado y sonrisa fácil, mientras nos ofrecía tabaco negro de una cajetilla—. Mi padre y yo montamos una exposición con cuadros de nuestra colección personal para recolectar dinero para la Cruz Roja. Fue una forma de concienciar a la sociedad pudiente inglesa del sufrimiento que está acarreando esta guerra.

—Eso acabará pronto —siguió Philby—. En unas semanas los rojos depondrán sus armas, ¿verdad, Manuel?

—Esperemos que así sea.

—Ese día, espero entrar en Madrid con las primeras tropas, como hicimos en Barcelona.

—Seguro que lo conseguirás. No solo te ha condecorado Franco y le has entrevistado, sino que hace un par de meses publicaste una información en el Times defendiendo el derecho de los nacionales a la beligerancia, que fue muy bien recibida y hasta la reprodujo el Abe. Lo que siento es no poder acompañarte, pero en esta ocasión tengo asuntos que me ocupan.

—Me ha contado Kim —añadió Tower— que le has ayudado mucho en su trabajo. Habla de ti maravillas.

—Pero no solo por las veces que me filtró buenas pistas —objetó Philby—, sino por lo buen amigo que es. Espero —dijo burlonamente— que cuando me vaya cuides de Bunny adecuadamente.

—Pensé que se iría contigo a Londres cuando todo esto acabara.

—¿Qué dices? —me espetó sorprendido—. Bunny es una mujer guapa y encantadora, que me ha ayudado a conocer a muchos españoles interesantes. La quiero de una forma especial, pero vienen tiempos complicados y tengo que seguir abriéndome camino en el mundo del periodismo.

—¿A qué te refieres con tiempos complicados? —le inquirió Tower.

—Hitler es un caballo desbocado. Tiene una ideología que expandir por el mundo y no va a permitir que los rusos le ganen la batalla. Europa es un polvorín que no tardará en explotar. Yo quiero estar en medio del incendio. He aprendido mucho en España y lo tengo que aprovechar. Por eso, Manuel, te pido que la cuides.

—No sé si coincidiremos, pero si está en mi mano, dalo por hecho.

—También está Mike. Ahora que somos amigos, seguro que nos veremos en Inglaterra. Además, como viene a España con frecuencia, espero que me lleve noticias tuyas.

—Me encantará ser vuestro correo. Disculpadme —se levantó Tower—, pero tengo que irme. Debo acudir a casa de un marqués para comprarle un cuadro. Si le engaño convenientemente, lo cual espero —sonrió—, este viaje habrá merecido la pena.

—Por favor, no te olvides cuando llegues a Londres de enviar la carta que te he dado para mi madre —le rogó Philby.

—Lo haré. Me alegro de conocerte, Manuel. Espero que no tardemos mucho en volver a vernos.

Tower era un tipo encantador, aunque algo enigmático. Nos volvimos a sentar y mi amigo inglés encendió una pipa.

—Ahora que estamos solos, estoy deseando saber por qué la figura del Departamento de Prensa de Franco no me acompaña en este viaje.

—Todavía es un secreto, pero me han confirmado el destino que solicité. Uno de los comandantes del Cuartel General se iba destinado a una nueva organización llamada SIPM, el Servicio de Información y Policía Militar. Hablé con él y me tramitó los papeles para que le acompañara. Hace dos días me notificaron que había sido aceptado y en dos semanas cambio de destino.

—Fantástico. Eso es lo que querías —manifestó con sincera alegría.

—Pero me preocupa. Desconozco ese tipo de trabajo —no era del todo cierto— y puede que no me guste o lo haga mal.

—Tonterías. No te apetecía seguir en el Departamento de Prensa tras la guerra. Lo que has hecho ha sido pensar en tu futuro.

—Ese es un mundo muy complicado, Kim. Un mundo de conspiraciones, traiciones y engaños. Se trata de vigilar, controlar y perseguir a nuestros enemigos.

—Algo similar —dijo mientras aplastaba el tabaco de la pipa— a lo que haces ahora. Porque los dos sabemos, Manuel, que en el trabajo de prensa durante la guerra no solo colaboras con los periodistas, sino que también los controlas.

—Nunca te he traicionado —respondí ofendido.

—No tengo ni un ápice de duda —siguió hablando con la misma tranquilidad—. Pero eso que has hecho con otros compañeros es lo mismo que vas a hacer ahora.

—¿Me consideras un traidor? —expresé disgustado.

—Nada de eso. Has cumplido maravillosamente tu trabajo y seguro que nadie se ha dado cuenta. Tengo poca más experiencia que tú, pero no bebería contigo si no fueras una persona íntegra. Los trabajos a veces nos exigen hacer cosas que nos disgustan. Pero así es la vida. Espero que tu nuevo puesto y la distancia no nos impidan seguir siendo amigos.

—Por supuesto que no. Deberemos tener más cuidado porque desconozco cómo serán mis jefes, pero nada más.

—Quizá en el futuro podamos ayudarnos —señaló Philby—. Yo espero trabajar en la guerra que se avecina y quizá algunas de las cosas que conozca te puedan ser de interés.

—Fenomenal. Si hace falta, yo también intentaré echarte una mano.

—No lo dudo, Manuel.

Terminamos nuestros vasos de whisky y aún pedimos dos rondas más. Fue como en las despedidas del colegio: promesas de amistad, juramentos de ayuda mutua y garantías de escribirnos y vernos siempre que fuera posible. Al separarnos, por primera vez nos abrazamos como dos grandes amigos. Lo que sin duda éramos.

El 1 de abril un bando de Franco anunció que la guerra había terminado. Un mes después regresé a la ciudad que me había visto nacer, nuevo destino en mi trabajo en el SIPM. Fui a ver a mi madre y juntos visitamos la tumba de mi padre. Fue allí donde se acordó de que un joven con acento inglés había aparecido una tarde por su casa, poco después de la llegada de las tropas nacionales. Le había contado que me había conocido durante la guerra y me llenó de alabanzas. Al despedirse, tras tomar un café, le había entregado una carta para mí, sin remite, que más o menos decía:

«Estimado Manuel: No sé cuándo leerás estas hojas, pero tras hablar con tu madre regreso a Londres. Los del periódico me han ido recortando los gastos y ya no tengo excesivas motivaciones para seguir aquí. Siento lo de tu padre, pero me alegro de que tu madre esté bien y ahora pueda dedicarse a cuidarte. Déjala que te mime, le dará fuerzas para olvidarse de lo vivido estos años.

»Regreso a Londres y me imagino que inicialmente yo también me iré a vivir con mi madre. Te dejo su dirección al pie de esta página. Es el camino más seguro para recibir tus cartas, porque ella siempre me las hará llegar, esté donde esté.

»Si quieres algo urgente, cualquier cosa en la que yo te pueda ayudar, le he dado la dirección de tu madre a Mike Tower, que periódicamente va por España. Es de confianza, créeme, yo nunca me equivoco.

»Bunny ha prometido venir a visitarme a Londres. También ella nos puede servir de enlace para mantenernos en contacto. Ya sabes cómo es de frívola, pero es una buena chica que haría cualquier cosa por mí y más si es algo tuyo, que te conoce y aprecia. (Si la enamoras, al menos cuéntamelo).

»Si en algún momento crees que escribirme te puede producir problemas por tu nuevo trabajo de espía, espera a ver a Mike o a Bunny y les das tus cartas para que las echen al buzón a su regreso a Londres.

»Creo que eres una buena persona y un mejor amigo. No querría perder la relación con alguien como tú. Por precaución, cuando recibas mis cartas y las hayas leído, quémalas (incluida esta). A veces los funcionarios de un Gobierno tras la guerra se vuelven paranoicos y es mejor no darles motivos.

»Que tengas toda la suerte del mundo. Un abrazo. Kim.

»P.D. Tu madre es un encanto».

Leí la carta un par de veces y anoté la dirección de su madre en un pequeño papel que guardé en mi vieja cartera. Después la quemé.