Capítulo 4

En los veintidós años que llevaba trabajando en el servicio de inteligencia, Ela Langares había estado al margen de los secretos mejor guardados de KA, como se conocía en clave a la unidad de los James Bond españoles, en la que nunca había trabajado, pero que en ese momento dirigía. Aquel día, 19 de marzo, accedió por primera vez a uno de esos secretos: estaba visitando sus instalaciones, un edificio al que llamaban «Pilar», aislado dentro del complejo del CNI, junto a tres aparcamientos subterráneos.

La unidad había sido creada en la transición democrática —entonces se llamaba Agrupación Operativa de Misiones Especiales (AOME)— y originalmente estaba desplegada en varios discretos chalés, diseminados en las afueras de la capital. Al inaugurar en 1988 la nueva sede central, se trasladaron a ella para ampararse dentro de su impresionante burbuja de seguridad. Una seguridad en parte detectable por la presencia de cámaras infrarrojas que rodeaban todo su perímetro, pero también invisible gracias a la creación de un espacio radioeléctrico totalmente opaco que imposibilitaba cualquier tipo de escucha.

La nueva directora general de Operaciones mandaba sobre los más de cuatrocientos agentes que integraban la División de Acción Operativa, la mayor parte de los cuales estaban en un edificio fuera de la central. Sin embargo, sabía muy poco de ellos. Su carrera profesional había ido por otros derroteros, los de un oficial de inteligencia dedicado a temas del norte de África y Oriente Medio, primero como analista en Madrid y luego como agente en Israel y Marruecos. A su regreso a España, fue subiendo peldaño a peldaño en la jerarquía de la División de Inteligencia Exterior. Cada ascenso era una conquista para las mujeres de la Casa, poco valoradas históricamente por sus compañeros varones. Al principio le costaba entender comentarios maledicentes como «si no fuera una Langares…» o «¿con quién se estará acostando?». Luego pasó estoicamente de los machistas y finalmente se enfrentó abiertamente a ellos. Hacía cuatro años que el primer director civil la había designado subdirectora de Inteligencia Exterior, un nuevo hito para las mujeres. No hacía muchos días que el nuevo director, Ricardo Cámara, la había promocionado a su actual puesto. Una de las mejores carreras de una mujer, todavía joven, en el CNI.

Los agentes con ese tipo de trayectoria, dedicados a elaborar la información, nunca visitaban las bases de los operativos. Todas las comunicaciones entre las divisiones de inteligencia que encargaban los trabajos y la operativa que los realizaba necesariamente tenían que ser enviadas por escrito. Porque, aunque pareciera increíble, cada entrada en un domicilio, cada micrófono escondido, cada seguimiento a un objetivo, cada interrogatorio… debía figurar en un documento. Si había dudas sobre el contenido de una operación o alguien necesitaba ampliar la información previa o posterior, se producían reuniones, pero nunca en el territorio vedado de los agentes operativos.

Ela había entrado en la sede de la KA vestida con blazer y pantalón negro, haciendo contraste con una camisa blanca plisada, uno de sus muchos uniformes de trabajo, comprado en las tiendas de marca de la planta de señoras de El Corte Inglés. La sala de estar estaba distribuida en diversos ambientes, con mesitas bajas y butacones cómodos para el relajamiento y la conversación. Pegadas a la pared había varias vitrinas de cristal traslúcido que escondían algunos de los recuerdos históricos de la unidad, su museo particular. El truco estaba en que para ver lo que contenían había que encender las luces interiores. Ela lo sabía y también que entre los objetos de veneración estaba uno de los más de diez micrófonos que los especialistas en barridos electrónicos habían descubierto, en los años ochenta, empotrados ilegalmente en las paredes de la Embajada española en Polonia. Se lo había contado Roberto Montiel, el íntimo amigo de su padre, que fue quien agujereó las paredes hasta encontrarlos.

Pablo Vargas, alias Valle, subdirector de Apoyo Operativo, le había pedido el día anterior que cuando encendieran la luz del museo se sorprendiera, porque a sus agentes les encantaba pensar que sus dependencias eran el secreto mejor guardado del CM. Así que cuando las luces de las vitrinas se encendieron, Ela mostró perplejidad. Pero a cambio, cuando estaba terminando el recorrido por los trofeos, les espetó a los integrantes de la unidad que la acompañaban:

—Espero que ahora no me hagáis el numerito ese de duplicarme el carné de identidad. Ni que grabéis lo que diga con una cámara oculta, como hicieron vuestros antecesores cuando el presidente Adolfo Suárez fue de visita a la antigua sede del paseo de la Castellana.

Todos rieron a coro, pero uno de ellos ordenó discretamente a un agente que avisara a los del Departamento de Falsificación que pararan el trabajo en el que aceleradamente llevaban quince minutos.

Vargas cogió del brazo a su jefa y la separó del grupo para enseñarle otras dependencias. Había pasado veinticinco años —toda su carrera— en Apoyo Operativo y su fortaleza física, su mezcla de amabilidad y rudeza y su amor por la aventura le habían permitido salir a flote en las peores circunstancias de una unidad tan conflictiva, siempre dos palmos más allá del filo de la legalidad. Ahora, la vida profesional le sonreía.

—Eres una cabrona, nos has jodido la gracia.

—Soy la jefa de Operaciones y a tu gente le hace falta aprender a respetarme. Apenas llevo una semana en el cargo, por cierto casi el mismo tiempo que tú. Y ya sabes que cuando yo caiga —y recorrió con el dedo pulgar su cuello de un lado a otro—, tú serás el siguiente.

—Qué directa eres —dijo esbozando una sonrisa—. Eso tardará, no seas gafe. ¿Borja sabe lo que pasó con Huertas?

—El secretario general no lo sabe ni se enterará nunca. Huertas era un mal director de Operaciones, todo el mundo sabía que con él no teníamos información de nada. Incluso frenaba las investigaciones por miedo a que os pillaran haciendo algo ilegal.

—Todavía estaba afectado por el síndrome de los años ochenta, en los que esto parecía una agencia de detectives al servicio del Gobierno. Cualquier cosa, por ilegal que fuera, se hacía sin rechistar y al final todo se descubrió y la caza de brujas fue impresionante.

—Pero es que Huertas, para colmo, compraba material a la empresa de su primo.

—Sacó tajada del puesto, pero tampoco se llevó tanto…

—Eso no quita que haya recibido el merecido castigo a sus excesos.

—Gracias a mis copias de los archivos —matizó Vargas.

—Y gracias a que yo se las envié, en un sobre sin remite, a aquel periodista que escribe al dictado del Gobierno y que lo primero que hizo fue llamar a nuestro gabinete de prensa pidiendo confirmación de la noticia.

—Otro más listo —dijo Vargas con desprecio— lo habría publicado sin llamar antes a los del Departamento de Prensa, que nunca cuentan nada. Tiene bemoles que alguien se crea que un servicio secreto puede confirmar esas noticias. ¿Cómo reaccionó el director cuando se enteró?

—Empezó cagándose en los muertos de Huertas y terminó dando gracias a Dios por no haberlo ratificado en el puesto, cuando el muy cínico era lo que pretendía.

—Luego Borja le propuso tu nombre.

—De eso nada. Lo había puesto sobre la mesa varias veces, pero cuando Borja habló con el director del periódico e hicieron el trueque de la información sobre Huertas a cambio de unos papeles sobre actuaciones terroristas en Irak, fue Cámara quien me propuso para el cargo, como si fuera idea suya.

—¿Qué va a pasar con Huertas?

—Borja siguió la costumbre y le propuso que eligiera la delegación en el extranjero que quisiera. Cámara no quería, pero le convenció de que era mejor tenerle contento lo más lejos posible de España que cabreado en un despacho en Madrid. Se va a Estados Unidos.

—¿Borja sospecha algo?

—Sabe que jamás haré nada contra él, ni ninguno de mis amigos tampoco —dijo Ela mirando seriamente a Vargas—. No va a encontrar a nadie más fiel que yo.

—¿Y mi nombramiento?

—Eso ha sido mérito exclusivamente mío. Cámara sabe lo conflictiva que es esta unidad y quería poner a alguien leal. Así si os pasáis, que espero que no ocurra nunca, al menos que sea cumpliendo sus órdenes.

—No me digas más: tenía otro candidato.

—Unos cuantos —asintió Ela.

—Y Borja les apoyaba a ellos.

—Al principio sí, pero luego cambió de idea. Me pidieron que presentara una terna y luego ellos elegirían.

—No metiste a Mendoza, el amigo de Borja.

—Tener a un secretario general casado con una oficial de inteligencia que no ha ascendido en años tiene una ventaja: es influenciable por las filias y fobias de su esposa.

—Yo me llevo muy bien con su esposa Belén, pero él se entiende mejor con Mendoza.

—Por eso en la terna os metí a los dos. El día anterior a presentarla, coincidí por casualidad —dijo Ela mientras arqueaba las cejas— con Belén y le conté confidencialmente lo que pasaba. No me puse de tu lado, pero apunté los problemas que nos podía generar el conflictivo Mendoza, sobre todo por ser amigo de Borja.

—Qué bien montas las coincidencias —señaló Vargas sonriendo, mirando hacia atrás para confirmar que les seguía la comitiva, pero a cierta distancia.

—El hecho es que cuando en la reunión para nombrar al subdirector de Apoyo Operativo expliqué las cualidades de los tres candidatos, remarqué en tu caso las que sabía que le podían encantar a Cámara: leal, obediente, que siempre cumples órdenes y tal y tal. Después hablé de Mendoza, alabando sus cualidades operativas, su gran experiencia en los grandes asuntos que había investigado la unidad, sin especificar nada de corruptelas que él imaginó sin mi ayuda, y concluí señalando que Borja le conocía mejor que yo.

—No me puedo creer que hicieras eso. Si él le apoyaba, asumía la corresponsabilidad de lo que pudiera pasar en el futuro.

—Pues lo hice y ahora estás aquí con tus nuevos galones de subdirector.

—Bueno, cambiemos de tema —dijo parándose delante de una puerta—. Vamos a visitar las dependencias para que te hagas una idea del trabajo que realizamos.

Los miembros de la comitiva, integrada por los jefes de las distintas secciones de Apoyo Operativo, se colocaron delante de la puerta de madera pintada del color blanco roto que impregnaba todas las estancias. Todos eran, sin excepción, oficiales del Ejército, que habían cambiado su carrera militar por la del espionaje. No representaban proporcionalmente a los hombres y mujeres que mandaban, mayoritariamente guardias civiles y técnicos sin estudios superiores. Ninguno de ellos, salvo excepciones, era capaz de realizar el trabajo de sus agentes, los mejores con mucha diferencia en las extrañas técnicas que manejaban.

Todos sabían que en el curso en Técnicas Operativas de Inteligencia, de preparación previa para todos los nuevos agentes, o en el de Agente Secreto, para trabajar en entornos de riesgo especial, las clases teóricas, las más aburridas, las daban jefes militares, y las prácticas, las más apasionantes, las impartían cerrajeros que abrían cualquier tipo de puerta, guardias civiles que eran capaces de secuestrar al rey sin que su escolta pudiera impedirlo o falsificadores de documentos expertos en fabricar un pasaporte auténticamente falso, pero casi imposible de detectar.

Primero recorrieron los talleres, lo más sorprendente para cualquier visitante. En el laboratorio de fotografía le demostraron cómo restituían digitalmente las imágenes de fotos y vídeos, que pasaban de una calidad pésima a permitir ver con todo lujo de detalles lo que ocultaban las sombras o los rasgos de una cara que anteriormente estaba borrosa.

Después visitaron otros talleres, como el de química, en el que comprobó que los avances presentados en series de televisión de forenses se quedaban cortos con sus sistemas a la hora de analizar un tejido o investigar las tripas de un microchip.

Lo que más la impresionó fue la nave de cerrajería. Acompañando a equipos de rayos X de última generación, estaba la colección más exhaustiva que nadie pudiera imaginar de modelos de cerraduras, alarmas y cajas fuertes de todo el mundo.

—La siguiente dependencia que vamos a visitar —dijo en alto Vargas cuando acabaron de recorrer los talleres— es la de los agentes operativos del Grupo 2. Una vez sentados en su sala de reuniones, Salgado, su jefe, nos contará su funcionamiento, idéntico al de los otros grupos.

Ela miró a Salgado a la cara e intentó descifrar cómo se apellidaría de verdad. Había mil posibilidades, pero en cualquier caso ella nunca la descifraría. Como medida de seguridad, todos se llamaban por el alias y los que tenían más confianza lo hacían por el nombre, que era el auténtico. Así evitaban que se pudieran identificar en la calle. Incluso, como había ocurrido varias veces, los jueces tenían dificultades para abrir diligencias contra cualquiera de ellos, porque pedían los datos de un agente pillado in fraganti cuyo apellido era falso y la dirección no mentía cuando negaba que figurara en el listado oficial de miembros de la Casa.

Cuando todos se hubieron sentado en sillas escolares con brazos y miraban hacia un organigrama reflejado en una transparencia proyectada en una pantalla blanca colgada del techo, «Salgado», un capitán curtido en unidades especiales del Ejército, empezó su intervención.

—La unidad básica de trabajo es el equipo, que está mandado por un jefe y un subjefe y está integrado por siete agentes capaces de hacer cualquier trabajo y especializados en materias diferentes: transmisiones, óptica, censura, mecánica especial, transporte, cambio de apariencia y conocimiento de la ciudad.

Salgado aclaró que los equipos, que realizaban las misiones más delicadas, aquellas que las divisiones de inteligencia no podían hacer por preparación y medios, y que requerían técnicas especiales, eran completamente autónomos. Después se explayó en la explicación innecesaria del cometido de cada agente, como que el de mecánica especial abría cerraduras o inutilizaba alarmas cuando había que penetrar en algún piso.

Ela simuló la máxima atención, pero se sintió liberada cuando decidieron dar una vuelta para presentarla a algunos agentes que ese día no estaban trabajando en la calle. En una mesa de la sala de estar había cinco hablando aparentemente con despreocupación, que se levantaron en cuanto les vieron llegar. Vargas comenzó a presentárselos, utilizando sus alias.

—Estos agentes son miembros del equipo 1. Este es Gámez.

—A sus órdenes, señora —dijo, mientras le estrechaba la mano, el guardia civil Álvaro García, casado, con tres hijos y fervoroso admirador de todas las mujeres guapas, o las que a él se lo parecían.

—Está cachas. Mucho gimnasio, ¿eh? —señaló con simpatía Ela.

—Me encanta, aquí dicen que soy un obseso de las pesas.

—Mientras solo se enfrente a los malos me parece genial.

—Este es Ostos —siguió Vargas.

—A sus órdenes, señora —respondió el también guardia civil David Osorio, especialista en electrónica y apasionado de Internet.

—Usted debe de ser el de Transmisiones.

—Ha acertado. Espero que no lo haya deducido por mi falta de músculo.

—No, hombre, es por su aspecto de intelectual —dijo Ela recordando los datos que Vargas le había mandado del equipo que ese día estaría en la base.

Los presentes rieron e hicieron bromas, que cortó Ela pasando a la primera de las dos chicas.

—Esta es la agente Echauz —introdujo el subdirector.

—A sus órdenes, señora, espero que adivine también algo mío —le dijo Belén Echevarría, licenciada en Psicología, hija de militar y con las carnes bien prietas trabajadas en el gimnasio.

—Pues claro, Echauz. Usted es… bueno, usted no es guardia civil, como sus compañeros.

Todos se echaron nuevamente a reír. Esa deducción sí que era complicada de hacer, porque casi todos los agentes de calle pertenecían a la Benemérita. Ahora le tocaba el turno a una chica con aspecto de filipina, pelo moreno recogido en una coleta y una camisa que dejaba ver el nacimiento de su pecho.

—Esta es la agente Salas.

—A sus órdenes, señora.

—¿Cuál es su trabajo? —preguntó Ela, aunque conocía la respuesta.

—Soy la especialista en mecánica especial.

—Me alegro mucho de que ese sea su cometido.

—No la entiendo.

—Es porque hace años seguro que las mujeres en esta unidad se encargaban del cambio de apariencia y eso de la mecánica se lo dejaban a los hombres.

—A mí me encanta la mecánica.

—Pues siga en ello, seguro que es la mejor —señaló Ela, dando un toque de feminismo que no pasó desapercibido a los presentes.

Llegaron al último agente, que como los demás permanecía de pie.

—Y este es Carballo —concluyó las presentaciones el subdirector de la unidad.

—A sus órdenes —le dijo el guardia civil Cristóbal Cabanas, un tipo engreído y guaperas.

—Gracias —respondió Ela—. Ya nos conocemos, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Carballo —dijo la mujer volviéndose a la comitiva— realizó hace unos meses una infiltración y vino a la central a darnos detalles sobre el caso. ¿Qué tal le va todo?

—Bien, señora.

—¿Se le siguen dando bien las mujeres?

—No he tenido oportunidad de volver a comprobarlo —señaló con malicia—, pero si hay que captar a alguna, estoy a su disposición.

—Espero que en el resto de sus trabajos sea tan eficaz.

—Espero que usted valore bien mis trabajos especiales.

Ela se quedó cortada. Por primera vez en el día, no supo qué responder.

El 19 de marzo, festividad de San José, la Asociación Cultural Red Durmiente celebraba su cena de hermandad. No era un pretexto para homenajear al padre del niño Jesús, sino para acordarse de los «pepes», como en lenguaje operativo llamaban a los objetivos de cualquier ralea en cuyas vidas entraban a diario sin su autorización. Ese año habían confirmado su asistencia 160 socios, el número más alto desde que la asociación fue inscrita en el registro oficial para dedicarse a la difusión de la literatura sobre el espionaje.

La Red Durmiente la habían levantado años atrás en un pequeño local del barrio de Chamberí Manuel Langares, abuelo de la nueva directora de Operaciones, y su amigo Luis Montiel. Sus continuadores fueron sus hijos, Manuel y Roberto, que habían heredado la pasión por el mundo de los espías y la literatura. Al abandonar el servicio secreto, ambos crearon una empresa de seguridad para seguir haciendo lo que les gustaba —espiar—, pero ganando más dinero. Aparte, se volcaron en la añeja biblioteca y llevaron a cabo un plan de expansión de la idea de sus padres. ¿Por qué no ampliar la asociación al mayor número posible de exagentes, y buscar la forma en que todos se pudieran ayudar, compartir preocupaciones y sueños, al margen de la Casa?

Muchos de los recién llegados se sorprendieron del nombre sabiendo que «durmiente» es el agente situado en una esfera influyente e inactivo de momento, hasta que reciba instrucciones para operar. Manuel y Roberto explicaban que era algo divertido y muy en el lenguaje de los espías. Pronto montaron su primera reunión de hermandad. Como estaba próximo el día de San José, algunos que habían trabajado en la Agrupación Operativa de Misiones Especiales propusieron que se instaurara esa festividad de los «pepes» para el encuentro anual.

Ese año, la cena se iba a celebrar en la Gran Peña, uno de esos escasos clubes privados que quedaban en España en los que solo se admitían socios varones. Situado en pleno centro de Madrid, en la Gran Vía, era un edificio añejo que se inauguró en 1916. Su restaurante, cerrado al público con motivo de la reunión, era perfecto para el encuentro. Sus muebles antiguos, no demasiado bien conservados, y su suelo de madera que crujía con cada pisada ponían el escenario perfecto para reencuentros de viejos amigos que iban a hablar de años de secretismo y trabajo duro.

La costumbre que habían instaurado era llevar algún invitado relacionado con el mundo del espionaje y ese año le había tocado el turno a Ela Langares. Todos conocían su lugar de trabajo, pero oficialmente nadie sabía. En aquel ambiente todos eran unos reyes simulando discreción.

Una cualidad, la discreción, que todos aprendieron gracias a un suceso ocurrido en las Navidades de 1981. El entonces director del Cesid, Emilio Alonso Manglano, había tenido un ataque de nervios cuando al llegar a su despacho, en aquel momento en el paseo de la Castellana, vio una furgoneta de unos conocidos grandes almacenes aparcada en la puerta. Pensó que serían regalos para los altos cargos del Ministerio del Interior, cuya sede estaba pegada a la suya. Pero al rato descubrió que eran cestas navideñas enviadas por el Mosad, el servicio secreto israelí, a sus jefes de sección y departamento, con etiquetas en las que aparecían escritos con claridad sus nombres y dos apellidos, acompañados de su puesto en la Casa. Obligó a devolver los regalos y estuvo a punto de echarlos a todos a la calle por la gravísima falta de discreción.

Desde el trabajo, Ela se había ido a casa para cambiarse de ropa, pues la formal que utilizaba como uniforme para ir al Centro siempre le resultaba incómoda. Se había puesto un vestido negro sin mangas, entallado en la cintura y cinco dedos por encima de la rodilla, acompañado de un capricho de zapatos de Jimmy Choo, comprados en su último viaje a Londres, que iban a juego con una chaqueta de punto roja. También se había soltado el pelo, rizándose las puntas y dándole algo de volumen. Cuando se miró al espejo, supo que así nunca iría a trabajar, pero en su tiempo libre iba como le daba la gana.

Llegó a la Gran Peña en su coche oficial, conducido por un chófer. Le despidió en la acera tras anunciarle que no la esperara, pues terminaría tarde y regresaría a casa en taxi. Sabía que era una ligereza que contravenía las normas de autoprotección, pero no era la única que lo hacía. Se dirigió a la entrada y antes de subir por las escaleras señoriales se encontró con algunos exagentes con los que había compartido trabajo en el CNI. La saludaron efusivamente.

—Ela —le dijo uno un poco chulito, con traje azul como el resto—, espero que puedas justificar tu presencia aquí, porque unos cuantos debemos estar inmersos en la Operación Sombra y seguro que informan de que hemos estado contigo.

—Si tuviéramos que dedicarnos a seguiros a todos íbamos aviados.

Sabía perfectamente que la Operación Sombra estaba permanentemente abierta y que todos los exagentes eran investigados aleatoriamente por el servicio de seguridad de la Casa para comprobar que no se relacionaban con sospechosos y que sus nuevas actividades no pudieran dañar al servicio. La costumbre era negarlo tajantemente.

Entró en el restaurante en cuya puerta la esperaban los Lamon, como ella llamaba a su padre y a su amigo cuando estaban juntos.

—Al fin ha llegado nuestra invitada de honor —dijo Montiel—, la nueva jefa de Operaciones. Ven aquí, jovencita, ya es hora de que te abrace por haber llegado más lejos que nosotros.

Los dos se estrecharon en un cariñoso abrazo. Montiel la había cogido en sus brazos el mismo día que nació.

—Ya sabes que eso es secreto y, como no has cumplido los setenta y cinco años, puedes ingresar perfectamente en la cárcel por difundir información reservada. Además, vosotros erais muy malos —rio—, llegar más lejos no tiene demasiado mérito.

—En eso tienes razón, hija —le dijo su padre al darle dos besos—, nosotros somos pasado y tú eres el presente. Pero vamos dentro, que hay muchos compañeros que quieren darte la enhorabuena… bueno, pero por tener un padre como yo.

Entraron en el restaurante y durante más de media hora muchos exagentes que la habían tratado en el CNI y otros que aprovecharon la ocasión para conocerla la rodearon como aves de rapiña. Casi todos, entre los cuarenta y los setenta y cinco años, querían establecer un mínimo contacto que les permitiera llamarla si algún día la necesitaban. Muchos vendían seguridad y material relacionado con el espionaje y sabían que el CNI prefería hacer negocios con gente conocida y de fiar.

Cuando llegó la hora de iniciar la cena, su padre la rescató y la llevó a la mesa presidencial, en la que además de los Lamon estaba Jordi Montañez, un exagente operativo expulsado de la Casa por enfrentarse a su jefe durante una penetración clandestina en una embajada. El mando de la operación, un niño mimado del director, ordenó precipitadamente la salida cuando todavía estaban secando aceleradamente las paredes en las que habían introducido los micrófonos. Él intentó impedirlo sin éxito. Al día siguiente, cuando llegaron los diplomáticos africanos, se encontraron con las manchas y descubrieron los micros. Nadie pagó las consecuencias del grave error, pero a Montañez lo echaron por insubordinación.

—Me alegro de verte, Jordi. ¿Cómo te va la vida?

—Bien desde que me quité de en medio al cabrón de Tolosa. Aunque en realidad debería decir desde que él me quitó de en medio a mí.

—Ya han pasado algunos años de eso y estoy segura de que sabes que Tolosa está destinado bastante lejos.

—Pero a mí me echaron por intentar evitar un desastre y a él, que la cagó, no le pasó nada.

—Eran otros tiempos. ¿Sigues con la agencia? —dijo cambiando el tema de la conversación.

—Sí, y reconozco que me va bastante bien. Tengo buena gente trabajando.

—¿Exagentes?

—Dos ex guardias civiles y tres detectives. Los exagentes quieren mucho dinero y las emociones de perseguir fraudes a empresas o descubrir cuernos no los motivan lo suficiente.

—Por cierto —señaló Ela volviéndose a su padre—, ¿cuándo me vais a dejar ser socio?

—Solo admitimos ex y tú distas mucho de serlo.

—Me gustaría saber quién se inventó esa estúpida norma.

—Precisamente, tu abuelo.

—La obsesión por el secretismo está bien cuando estás en la Casa, pero vosotros no tenéis nada que ocultar —dijo simulando enfado.

—Que te lo has creído —intervino Roberto—. Tenemos actividades muy secretas que no queremos que sepa el Gobierno.

—Pues contádmelas, que no se las diré a nadie.

—Ja, ja. Con ese director que os han puesto, ¿cómo se llama?…

—Lo sabes perfectamente, Ricardo Cámara.

—No creas, que a los viejos la memoria nos falla con frecuencia. Pues ese Cámara es un político que no entiende nada de espionaje y ya me dirás para qué le han puesto. Mejor te lo digo yo: para asegurarse de que trabajéis para el Gobierno en lugar de hacerlo para el Estado, o sea, para el pueblo.

Ela miró a Roberto con gesto de darle una colleja, mientras los camareros se ponían a servir una sopa. Era el mejor amigo de su padre y le quería especialmente.

—Vives en el pasado, Roberto. Ahora todos los servicios de inteligencia modernos tienen al mando a un civil de confianza del presidente. La época de la inteligencia militar está pasada. Es verdad que cuando ocupan su despacho tienen que enterarse del funcionamiento del servicio, pero hay muchos que lo hacen muy bien.

—Un servicio de inteligencia —intervino Jordi— debe servir al Estado, no a los caprichos de su Gobierno. Le piden a la Inteligencia que haga misiones que no tienen nada que ver con su trabajo y que consiga información clave, pero no quieren saber qué métodos utilizan para conseguirla. Luego, cuando te pillan, ellos nunca asumen ninguna responsabilidad.

—Recuerda —añadió su padre— lo que pasó hace unos años cuando destaparon un piso operativo en Vitoria desde el que se grababan las conversaciones de los de Herri Batasuna, que era un partido legal. Dijeron que no sabían nada, que todo era responsabilidad de los mandos de la Casa. Los muy cínicos habían estado años dando ruedas de prensa para apuntarse detenciones de comandos etarras obtenidas gracias a esas escuchas, pero cuando les descubrieron se lavaron las manos como Poncio Pilatos. Y los directos, ni te cuento. Resultó que ellos tampoco eran responsables y permitieron que el único condenado fuera el que se encargaba de reponer las cintas. ¡Qué poca vergüenza!

—Hace unos años había una sensibilidad que ahora se ha perdido —siguió Roberto, antes de que Ela interviniera—. Recuerdo el día en que unos agentes destrozaron un vehículo aparcado mientras perseguían en coche a un diplomático ruso. A los pocos días llamamos al dueño del coche informándole de que le había tocado un premio, en un concurso en el que ni siquiera había participado, por la cantidad exacta que le costaba comprarse un coche nuevo.

—Un servicio no es una orden de monjas —respondió Ela sin inmutarse—. No trabajamos para la madre Teresa de Calcuta. A veces hay desgracias y no podemos solucionarlas todas. Nuestros agentes se juegan la vida a diario por un sueldo exiguo y no vamos llorando por ahí. Que en el pasado hubiera algunos desalmados que se extralimitaran en sus funciones no sirve como pretexto para acusarnos a todos de ser acólitos de los políticos. Está establecido por ley que dependemos del Gobierno y debemos hacer lo que nos ordenen. Por cierto, exactamente igual que hicisteis vosotros. ¿O es que, a estas alturas de la democracia en España y en Europa, vais a defender la autonomía de las agencias de espionaje? Claro, también podéis estar pensando en el regreso del poder militar.

Los Lamon se miraron y acordaron dar por cerrado el tema.

—La ensalada está buenísima —intervino Jordi propiciando el cambio de conversación—, aunque en mis tiempos ese término lo utilizábamos para referirnos a agentes tan guapas como Ela.

—Supongo que eso es un piropo, porque si no mi padre te habría partido la cara —respondió Ela sonriendo—. Pero sí, creo que las chicas del Centro siguen teniendo un nivel muy alto.

—Las mujeres guapas más famosas en la historia del espionaje —explicó Manuel, un libro viviente sobre la materia— fueron las integrantes del Mozhnos. Eran unas chicas bellísimas que utilizaban los soviéticos como cebos para los diplomáticos extranjeros. Por desgracia, la organización se disolvió al inicio de los años noventa sin que ninguna hubiera intentado captarnos a nosotros.

—Las agentes pueden estar buenas o no —intervino Roberto—, pero la belleza no siempre las ayuda. No sé si os acordáis de aquel caso que ocurrió en la Segunda Guerra Mundial. Una mujer fue detenida en Inglaterra por el MI5 y la interrogaron de todos los modos posibles para intentar demostrar que era alemana y trabajaba para el Abwehr. No consiguieron nada y decidieron dejarla en libertad. Le pusieron un apuesto agente que se la ligó y cuando estaban en la cama se sintió segura por primera vez y en el momento del orgasmo gritó en alemán: «Oh, Dios mío». Días después fue ahorcada… por ser espía alemana.

—Nuestras agentes no venden su cuerpo —aseveró Ela.

—Eso no es cierto del todo —replicó Jordi—. Una cosa es que no las obliguen a prostituirse, que para eso están las profesionales, y otra que llegado el caso no se acuesten con un tío como parte de una operación, como por cierto hacen sus compañeros hombres.

—La Casa no obliga a nadie —se defendió Ela.

—Pero si no lo hicieran y fracasara la misión, las apartarían del caso inmediatamente.

Los camareros comenzaron a servir una carne roja que se salía del plato, acompañada de patatas y legumbres.

—En esta mesa —dijo Ela— hay al menos dos personas con el colesterol alto que deberían pedir un pescado o comerse solo el acompañamiento.

—Tu padre y yo —respondió Roberto— hemos escogido este menú porque hoy es un día para saltarse las normas. Por cierto, como hemos hecho sistemáticamente los 160 que hoy estamos cenando aquí el tiempo que trabajamos en el espionaje.

—Yo llevo más de veinte años en el servicio y cada vez tenemos unas normas más estrictas —replicó Ela.

—No me interpretes mal —siguió Roberto—. He querido decir que el espionaje tiene unos métodos de trabajo especiales, que a la gente le pueden gustar o no, pero que son la esencia de nuestro trabajo. Sin ellos, no habría razón para nuestra existencia. Seríamos un cuerpo más como la policía o la Guardia Civil.

—Hay otras formas de saltarse las normas —dijo Manuel—. Recuerdo que en mi época se nos pagaba menos que ahora a vosotros y había agentes que se buscaban un sobresueldo. Por ejemplo, se inventaban un colaborador, le incluían en el fichero oficial y algunas de las informaciones que conseguían se las achacaban al tipo inventado. Pedían dinero para el pago y se lo quedaban ellos.

—La dirección también se saltaba esa norma —añadió Roberto—. Cuando establecieron un límite en la retribución a confidentes y a alguien había que pagarle más, entonces era el gran jefe el que autorizaba inventarse una persona ficticia.

Con los postres llegó la hora de los discursos. Los asistentes guardaron silencio para escuchar, en nombre de la directiva, a Manuel Langares. Levantado en su sitio de la mesa presidencial, le acercaron un micrófono.

—Queridos amigos de la Red Durmiente. En Pekín, en 1964, un diplomático Frances llamado Bernard Boursicot, que estaba casado, se enamoró de una cantante china que interpretaba Madame Butterfly y que en realidad era un tiarrón llamado Shi Pei Pu. Durante casi cinco años mantuvieron una de las relaciones más románticas que nadie pueda describir, basada en la mentira y el autoengaño. A veces, las personas no quieren ver lo que tienen delante de los ojos y otras sacan partido de ello. Boursicot estuvo entregando secretos de Francia, pero también del aliado Estados Unidos, a cambio de amor. Simplemente por amor. Y se los entregó a un hombre a quien él veía como una mujer, como su Madame Butterfly. Cuando años después les pillaron en Francia y fueron juzgados, Boursicot sufrió una fuerte depresión al enterarse de que la chica de sus sueños, la que incluso supuestamente le había dado un hijo, era un hombre. ¿Cómo alguien puede estar acostándose con quien cree que es una mujer y no enterarse de que no tiene tetas y de que entre las piernas tiene un buen paquete?

Todos los presentes, mayoritariamente hombres, se echaron a reír.

—Eso lo debemos tener muy presente para no olvidar que lo más importante en el espionaje es saber cómo engañar al enemigo, habiendo estudiado antes su comportamiento y descubierto sus limitaciones, sus prejuicios, sus puntos débiles y su capacidad de respuesta. Y es que el espionaje es mucho más que satélites en órbita, como descubrió tardíamente Estados Unidos tras el 11-S. Es mucho más que ingentes cantidades de dinero para comprar voluntades. Es mucho más que la investigación de sustancias para intentar controlar la mente de nuestros enemigos. Y es mucho más que el estudio de las torturas que son capaces de aguantar los presos antes de contar todo lo que saben… y lo que no saben.

Los aplausos interrumpieron el discurso del experimentado espía. Ela había escuchado las ideas de su padre muchas veces, pero nunca le había notado tan duro.

—El espionaje se ha convertido en los últimos años en el arma de los Gobiernos para llevar a cabo lo que sus cuerpos de seguridad y militares no pueden hacer porque la ley se lo impide. No hace falta que me gritéis eso que dicen algunas jóvenes de que «las rubias no somos tontas». Todos los aquí presentes hemos hecho cosas, a lo largo de nuestra carrera, que nos disgustaron mucho, pero que había que hacer por un buen fin.

Los asistentes le cortaron, pero esta vez con guasa se pusieron a gritar a coro «las rubias no somos tontas», «las rubias no somos tontas»…

—Vale rubias, vale —dijo riéndose el viejo Manuel—. Desde la asociación, desde su máximo órgano directivo, os digo que no nos gusta lo que están haciendo los Gobiernos con sus servicios. La Inteligencia está para conseguir información de cualquier forma, incluida la de hacerse pasar por mujer durante cinco años y engañar a un inocente diplomático, pero no para utilizar los satélites para espiar los devaneos amorosos de Lady Di con Dodi Al Fayed. Ni para hundir un barco de Greenpeace por muy puñeteros que se pusieran los pacifistas para tratar de impedir unas pruebas nucleares francesas. Ni tampoco para torturar a presos en Irak. Ni siquiera para probar fármacos en mendigos desprotegidos que permitan después secuestrar a un dirigente de ETA en Francia.

Los 160 asistentes comenzaron a entonar «las rubias no somos tontas» con la intención de no parar. Se había convertido en el grito de guerra de esa noche. La directora de Operaciones fue la única que no hizo chocar sus manos: lo de los mendigos estaba todavía reciente y, aunque lo desaprobaba, consideraba que había sido un buen intento, mal ejecutado, para hacer frente a los desmanes de ETA.

—Como somos una asociación cultural, también os diré que ya nadie en Europa duda de que poseemos la mejor biblioteca sobre espionaje y que las asociaciones hermanas de Gran Bretaña y Francia nos han anunciado que nos visitarán próximamente. Ahora, quiero presentaros a nuestra invitada a esta cena de hermandad, que me permitirá abandonar el micrófono, pero que os siga hablando un Langares. Es una agente en activo que, con la autorización del director del CNI, os dirigirá unas palabras. Gracias a todos por venir.

Todos se levantaron y comenzaron a aplaudir mientras repetían «las rubias no somos tontas». Ela se levantó, cogió el micrófono que le entregó su padre, esperó con cara de cachondeo a que los presentes dejaran de entonar la cancioncita y comenzó a hablar.

—Cuando apenas tenía cuatro años, mi abuelo empezó a contarme historias antes de dormir. No eran los cuentos de Caperucita que se narran a los niños. Eran historias que yo creía inventadas por la mente despierta de una persona que me quería con locura. Mi cuento preferido era el del mendigo que soñaba con ayudar a sus amigos y lo hizo después de muerto. El pobre hombre, que no tenía nada en la vida excepto a sus amigos, se llamaba Miguel. Su país estaba en guerra y él quería ayudar como fuera, pero no le dejaban porque toda su vida había sido un vago y un borracho. Les decía a sus amigos que quería luchar contra los nazis, que eran los malos, pero todos le respondían que él no valía para nada, que no sabía hacer nada, que seguro que si le enviaban a luchar se portaría como un cobarde. Pero un día Miguel se murió y a sus amigos les dio mucha pena que no hubiera cumplido su deseo. Recuerdo que en ese momento mi abuelo me explicaba que el que quiere servir a su país y ayudar a su gente siempre lo consigue. Poco después de fallecer, a un militar llamado Ewen, que no le conocía de nada, se le ocurrió una idea para ganar la guerra a los nazis: convertir al pobre mendigo en un importante militar y simular que se había ahogado cuando iba a avisar a sus tropas que el desembarco de los aliados que liberaría Europa se iba a hacer por una costa distinta a la prevista. Cogió el cuerpo sin vida de Miguel, lo vistió con el uniforme militar inglés que siempre había soñado llevar el mendigo, le metió un sobre lacrado en el bolsillo con la información falsa y lo tiró al mar cerca de Huelva, donde el enemigo lo podía encontrar. Los nazis se tragaron el anzuelo y unos meses después, cuando los buenos atacaron, los malos no les estaban esperando, y así pudieron ganar la guerra. Miguel, gracias a Ewen, se convirtió en un héroe y sus amigos no han dejado nunca de ir a visitarle a su tumba para darle las gracias por haber salvado tantos miles de vidas.

Ela hizo una parada en su discurso para comprobar si los exagentes del servicio de inteligencia habían captado su historia, algo que resultaba evidente. Todos estaban pendientes de las palabras de la nueva directora de Operaciones.

—Tardé muchos años en descubrir que el cuento de mi abuelo era una historia muy famosa. Como seguro que todos sabéis, Miguel era en realidad Glyndwr Michael y Ewen era el oficial de inteligencia naval inglesa Montague. Otro oficial de inteligencia tan experimentado como mi abuelo no quiso explicarle a una niña pequeña la importancia del engaño, la necesidad de pasar información manipulada al enemigo o el imprescindible valor de los servicios secretos para ganar una guerra. Lo que él quiso enseñarme con su lenguaje de buenos y malos es el valor de cada persona, por muy escasa importancia que aparente tener, para conseguir los fines de cualquier país, y la necesidad de actuar en defensa de la patria sin mirar nuestro propio interés. Esos valores tan primarios son los que muchas veces olvidamos cuando estamos imbuidos en nuestro trabajo. No solamente lo olvidamos los que trabajamos diariamente para proteger a todos los españoles de los peligros ocultos que nos acechan, sino todos los que en algún momento han tenido ese trabajo y ahora se dedican a otra tarea. Me estoy refiriendo especialmente a vosotros, miembros de la Asociación Cultural Red Durmiente, que un día estuvisteis en el servicio, pero que vuestra colaboración y ayuda siempre serán importantes. Hoy estoy aquí, como directivo del servicio, para animaros a seguir vuestras vidas civiles, sin olvidar que habéis trabajado en el CNI o en el Cesid, que lo mismo da, y que tendréis siempre nuestras puertas abiertas.

Los aplausos se reprodujeron, aunque con menor intensidad que tras el discurso de su padre. Ela sabía que, frente a las críticas de su progenitor, ella debía lanzar un mensaje más positivo, defendiendo unos valores en los que cada vez creía menos gente, ella la primera.

—¿Te quedas al baile? —le espetó Jordi.

—¿Baile? Pero si casi no hay mujeres.

—Pues a tomar una copa.

—No, mañana tengo una reunión pronto y todavía debo leer algunos papeles. Además, tengo a mi marido y a mi hijo en casa y esta semana he llegado todos los días muy tarde. Papá, ¿me acompañas a la salida?

Abandonar la Gran Peña les llevó a los dos Langares un rato largo, pues muchos socios querían despedirse del alto cargo de mayor belleza que había tenido el CNI. Cuando llegaron a la calle comenzaron a charlar.

—Me ha gustado que recordaras al abuelo.

—Sin embargo, a mí me ha parecido que has sido demasiado duro contra los servicios cuando la directora de Operaciones estaba presente.

—No era mi intención ponerte en apuros.

—No deberías haberlo hecho. Las normas que establece el CNI están para cumplirlas, nos gusten o no. No se pueden poner en cuestión con uno de sus altos cargos presentes.

Se despidieron cuando Ela paró un taxi.

—Voy a El Corte Inglés del Campo de las Naciones.

—Es cerca de la una —le respondió con guasa el joven taxista de larga melena, mirando sus piernas a través del espejo retrovisor— y me temo que ya estará cerrado.

—Gracias por la indicación —dijo Ela secamente—, no me había dado cuenta.

Nunca le habían gustado los taxistas parlanchines empeñados en lanzarte el anzuelo para iniciar una conversación sobre cualquier tema. Si se siente solo y aburrido, que se compre un loro, pensó. Por seguridad, nunca daba exactamente la dirección a la que iba. Así era más difícil controlar sus movimientos. Sus comportamientos relativos a la seguridad se habían convertido en una rutina para no cometer nunca fallos. No podía actuar de una manera durante el trabajo y de otra en la vida privada. Sabía perfectamente desde antes de entrar en el Cesid que alguien investigaría su vida privada periódicamente, ya fuera enemigo o amigo. Su padre se lo avisó claramente: «La Casa no se fía de nadie y así tiene que ser. Da igual que el puesto que desempeñes sea importante o a ti te parezca una birria. De vez en cuando, los de seguridad controlarán no solo tus cuentas corrientes, sino cada uno de tus movimientos. Vigila siempre lo que haces, porque aunque no los veas pueden estar ahí. Cuando otros servicios quieran saber cosas de ti les será mucho más difícil encontrar tus puntos débiles. No te obsesiones, pero si siempre guardas las oportunas precauciones, al final no te costará nada».

Sacó el teléfono móvil y procedió a cambiarle la tarjeta. La línea oficial la pagaba el CNI, por lo que mensualmente tenían un listado con todos los números a los que había llamado y el tiempo que había durado la conversación. Por eso siempre llevaba un par de tarjetas más que le daban intimidad. Marcó un número de teléfono y habló rápidamente:

—Estoy allí en diez minutos.

Cuando el taxi llegó al enorme edificio de los grandes almacenes, le pidió al conductor que siguiera unos metros más allá. Pagó, se bajó en una calle que estaba perfectamente iluminada y esperó a que el melenas y su taxi desaparecieran de su vista. Con paso decidido, se encaminó calle arriba. Pronto vio el portal al que se dirigía, que no era el de su casa. Cuando acabara lo que había ido a hacer pediría otro taxi y regresaría con su marido y su hijo, a los que al día siguiente narraría la cena con su padre y su asociación, pero a los que no mencionaría la última parte de la velada.

Subió por las escaleras hasta el segundo piso y apretó el timbre levemente, pretendiendo que su ruido no despertara al resto de los vecinos. La puerta se abrió despacio y entró rápidamente. Se encontró con la mejor imagen del día: un hombre diez años más joven que ella, vestido con un albornoz blanco hasta las rodillas y el pelo corto y moreno todavía mojado. Se contemplaron un momento.

—Hola, jefa, ¿te has perdido?

—Quizá sí, pero, si así fuera, he ido a parar al mejor sitio, con la mejor compañía.

—Imaginaba que al final no vendrías, que todos esos viejos te tendrían retenida hasta las tantas.

—No son viejos, una gran parte no ha cumplido los cincuenta. Pero sí, me he tenido que escapar. Imaginaba que a lo mejor estarías durmiendo.

Comenzó a desabrocharse el cinturón del albornoz, que dejó a la vista de Ela su cuerpo desnudo trabajado diariamente con dureza en el gimnasio.

—Sabes que no lo haría ante la promesa de un plan mejor. Y con esa minifalda que llevas, el plan es más increíble todavía.

—Es tarde y tengo que irme pronto, Carballo. Desde que esta mañana te he visto en la sede de la unidad —se acercó a él y le quitó lentamente el albornoz— no he podido arrancar tu imagen de mi cabeza. Tienes un cuerpo tan fantástico y duro. —Le abrazó y le apretó contra ella.

—¿A qué esperas? —respondió él mientras sentía cómo sus manos apretaban su culo y su boca tomaba posesión de la suya.