Capítulo 3

En el antiguo cementerio judío de Praga, dos hombres se mezclaban intencionadamente con decenas de turistas que realizaban la sobrecogedora visita. Habían entrado por separado y paseaban como si el otro no existiera. Su atención estaba depositada en las lápidas, las más recientes del siglo XVIII, que se tuvieron que apilar en una época en la que los cristianos no les cedieron terreno para ampliar el espacio donde sepultar a sus muertos.

El más joven, cerca de los cuarenta, tenía rasgos eslavos y aspecto desaliñado. Se diría que pasear por aquel lúgubre lugar le imponía respeto y le obligaba a concentrarse en sus rezos. El otro rondaba los sesenta, piel muy tostada, pelo rubio, nariz de boxeador, vestido con un llamativo abrigo loden verde y gafas oscuras que escondían unos ojos activos que no paraban de controlar a todas las personas que los rodeaban.

Los dos se habían adosado a un grupo de italianos que iban con guía. Mientras esperaban a que se les presentara la oportunidad de hablar sin llamar la atención de ningún curioso, seguían con aparente atención las explicaciones sobre el cementerio.

—Aunque les he dicho que hay doce mil lápidas, el número de personas enterradas podría alcanzar las ochenta mil. Esto se debe a que llegó un momento en el que el cementerio se saturó y como la religión prohibía la violación de las sepulturas, lo que hicieron fue escalonar los nuevos enterramientos, añadiendo capas de tierra. Con el paso de los siglos, las tumbas más antiguas se levantaron y ahora lo que ven son distintos grupos de lápidas, situadas en diferentes niveles, que pertenecen a épocas distintas.

Los dos hombres se miraron de reojo. Habían llegado a la conclusión de que nadie les había seguido hasta allí. En sus conflictivas vidas nunca se habían reunido con un extraño, como era el caso, sin cumplir a rajatabla las exigibles medidas de seguridad.

El hombre de rasgos eslavos se llamaba Franz Hansen y era natural de Praga. Tres días antes había recibido una carta en su casa. El matasellos era de la misma ciudad y al abrir el sobre se llevó una enorme sorpresa al encontrarse una hoja del libro La metamorfosis de Kafka, en la que habían escrito el número de un teléfono móvil. Su primer impulso fue tirarla al cubo de la basura, pero se reprimió. Cuando su mujer le preguntó si había correo para ella, le respondió que solo habían recibido panfletos publicitarios. Estuvo un día meditando quién le podía haber enviado esa hoja y decidió llamarle desde un teléfono público. Le contestó un hombre en inglés, su segunda lengua tras el checo.

—Me temo que ha habido un error —dijo Franz.

—No lo hay si usted es Kafka —respondió un hombre con perfecto acento inglés.

—No le entiendo.

—Claro que me entiende. Deseo hablar con usted, pero no por teléfono.

—Ya no trabajo como vendedor de muebles antiguos.

—Lo sé, pero tengo un encargo que le puede reportar una comisión que le permitirá vivir desahogadamente durante mucho tiempo.

—Le repito que lo he dejado.

—Hablemos. Si no acepta buscarme la antigüedad después de escuchar mis condiciones, nos estrechamos la mano y todo olvidado.

—Está bien.

—Nos podríamos ver en una cafetería discreta…

—No, lo haremos en el antiguo cementerio judío. ¿Cómo le reconoceré?

—Llevaré un abrigo verde para hacer frente al frío de marzo y en la mano una edición de gran volumen de La metamorfosis.

Franz visitaba con frecuencia el antiguo cementerio desde que decidió abandonar su antiguo trabajo. Sus padres eran judíos y desde pequeño le habían enseñado a ser respetuoso con las tradiciones de su pueblo. Pero él, como muchos de sus amigos, cuando se independizó arrinconó la religión y apostó por crear su propio mundo espiritual, que terminó derrumbándose cuando su trabajo le obligó a vivir sin creer en nada que no fueran su mujer y sus dos hijos. Con el paso de los años notó que la falta de estabilidad que presidía su vida comenzaba a resultarle un fardo demasiado pesado. Influyó especialmente su mujer, una judía practicante, que le notaba distinto y distante y ya estaba harta de la extraña vida que compartían. Un día, tras regresar de uno de sus viajes de venta de muebles antiguos, se sintió asqueado. Decidió poner en orden su existencia. Se dedicó en cuerpo y alma a su familia, recuperando el tiempo perdido, y volvió a la sinagoga a escuchar a los rabinos. En ese tiempo, comenzó a ir al antiguo cementerio, donde hablaba con las tumbas de sus antepasados y les pedía perdón por haberles fallado.

—Buenos días —le dijo el hombre del abrigo verde que llevaba en la mano el libro más famoso de Kafka, el escritor al que se rendía culto en muchos rincones de Praga.

Hansen le pidió que le siguiera y se volvieron a mezclar con los turistas que recorrían los rincones del cementerio.

—¿Ve todas estas tumbas? Para la mayor parte de esta gente son simples lápidas pegadas y agrupadas de manera original. El cementerio está recomendado en todas las guías turísticas, pero cuando vayan a cualquier otra ciudad ninguno de ellos será capaz de dedicar su tiempo libre a estar entre muertos. Excepto en El Cairo, claro.

—Es impresionante —contestó el hombre de la piel morena, con un marcado acento norteamericano—. No entiendo cómo Hitler no ordenó su destrucción durante la ocupación nazi.

—Porque sus delirios de grandeza le llevaron a preservar lo que quedaba del gueto para construir, cuando hubiera matado a todos los judíos del mundo, el museo de una raza desaparecida. Pero ya sabe que no lo consiguió.

—Tenía entendido que usted era judío, pero no practicante.

—La vida cambia… No me ha dicho su nombre.

—Llámeme Douglas.

—La vida cambia, Douglas. Cuénteme qué es lo que desea. Si permanecemos demasiado tiempo aquí hablando llamaremos la atención.

—Tiene razón. Quería encargarle un trabajo.

—Quizá no me haya explicado bien por teléfono, pero lo he dejado.

—Eso me habían dicho: «Kafka se ha jubilado». Pero yo creo que el que ha trabajado en lo suyo nunca se jubila.

—Se equivoca. Llevo dos años retirado y no tengo intención de regresar.

—Imagino que ganó mucho dinero y puede vivir de las rentas. Sin embargo, el trabajo que vengo a ofrecerle le hará olvidarse de problemas para el resto de su vida.

—No me ha dicho quién le envía.

—Ni puedo decírselo.

—Usted, que no puede ocultar su acento norteamericano, no trabaja para ningún servicio secreto. ¿Verdad?

—No trabajo para ellos. Mi cliente necesita ocultar su identidad, algo que para usted debe de ser habitual.

—Vivo plácidamente en Praga, nadie se mete conmigo. Y esto es así porque quien tiene que saberlo, sabe que estoy retirado. Si existiera la más mínima sospecha de lo contrario, me harían la vida imposible.

—Nadie se enteraría de que usted ha participado en el asesinato.

—¿En qué mundo vive usted? —dijo Franz torciendo el gesto.

—Nunca ha estado en la cárcel, porque usted es el mejor.

—No he pisado una jaula porque he sabido tener los amigos que me protegían. Sin amigos en esta profesión no se sobrevive. He trabajado como killer muchos años, pero antes de empezar cada trabajo sabía perfectamente quiénes eran los enemigos y los amigos. Y mis amigos siempre eran más poderosos que los enemigos. Lo siento, no lo voy a hacer.

—Detrás de este trabajo hay gente muy importante y organismos muy influyentes que no solo le pagarían lo inimaginable, sino que le estarían agradecidos eternamente.

Franz guardó silencio. El extraño paseo por las tumbas de los judíos, siguiendo al grupo de italianos, les había llevado hasta una lápida, la más especial de todas. Estaba llena de piedrecillas —un símbolo judío similar a las flores—, algunas de las cuales estaban sujetando pequeños papeles escritos a mano.

—Esta es la tumba del rabino Low, que fue un gran erudito religioso, a quien la leyenda atribuye la creación del Golem. Déjeme que le cuente su historia. En los tiempos del rey Rodolfo II, el rabino Low vivía dedicado a cuidar del pueblo judío y siempre le suplicaba ayuda a Dios. Una noche un ángel le pidió que cogiera arcilla del río, modelara la figura de un hombre y con la ayuda de algunos libros santos diera vida al ayudante que Dios le iba a enviar, al que llamarían Golem. El rabino hizo caso de todo lo que le dijo y consiguió crear al hombre más fuerte que existía sobre la tierra, que solo le obedecía a él. El pueblo judío pasó a estar protegido como nunca antes. Todos saludaban al Golem y le pedían ayuda, pero sabían que su único amo era el rabino. Un día, cuando el Golem estaba en la taberna, le conoció un general español, que rápidamente vio las posibilidades que tenía para ayudar a su ejército a ganar todas las batallas. De noche, siguió al monstruo hasta la casa del rabino, al que le ofreció todo el dinero que poseía para que se lo vendiera. Entonces, el rabino se dio cuenta del mal que podía hacer el ser que había creado si pasaba a malas manos, por lo que decidió revertir su proceso de creación y destruirlo.

—Un cuento curioso, aunque no entiendo qué quiere transmitirme con él.

—Muy simple —movió las manos en círculo simulando que no le salía su nombre evidentemente falso—, Douglas: es una historia dedicada a la gente sensata. Hay que saber cuándo terminar con las situaciones conflictivas. Mi vida pasada no existe. Ya no trabajo ni para servicios secretos, ni para poderosos hombres de negocios. Hay otros muchos esperando la oportunidad para demostrar lo buenos que son —se frenó un momento— vendiendo muebles.

—Espero que comprenda que debía intentarlo —respondió Douglas—. Quizá podría ayudarme. Usted a veces trabajó con Pieter Gomarus.

—Hace mucho que no sé nada de Van Gogh. Coincidíamos a veces en algún negocio, pero cada uno trabajábamos por nuestra cuenta.

—Seguro que tiene alguna forma de ponerse en contacto con él.

—Es posible. Si puedo hablar con él, haré que le llame al teléfono móvil que me ha dado.

—Por favor, que sea lo antes posible. En este sobre le dejo doce mil euros por esa gestión que seguro que puede hacernos y para que recuerde que esta entrevista nunca ha tenido lugar.

—Intentaré encontrar a su hombre. Por lo demás, ya sabe que para mí es mejor mantener la boca cerrada. Ese mundo en el que usted vive ya no me interesa absolutamente nada.

—¿Quiere salir primero?

—Me quedaré un rato. Este sitio me relaja bastante.

Douglas abandonó el antiguo cementerio junto a otros muchos turistas. Anduvo tranquilamente por la ciudad parándose en escaparates, entrando en un bar y saliendo a los dos minutos, y tomando un taxi que pasaba por su lado. Se bajó diez minutos después, siguió andando, entró en otro bar y al volver a la calle se subió en un segundo taxi, que le dejó a quinientos metros de su hotel. Ya estaba seguro de que nadie le seguía. Entró en la cafetería de otro hotel y pasó a los baños. Tras comprobar que no había nadie más, sacó unas toallitas para limpiarse el maquillaje que le cubría rostro, cuello y manos. Después se quitó la nariz postiza, se puso unas lentillas de color azul graduadas y se arrancó la peluca, que dejó al descubierto su escaso pelo gris.

Se miró en el amplio y reluciente espejo que cubría toda la pared de los lavabos y comprobó que Douglas había desaparecido y volvía a ser Roberto Montiel. Regresaría al hotel, por la tarde tomaría un avión de regreso a España y esperaría la llamada de Van Gogh. Kafka, la primera opción, había fallado.

Franz Hansen salió del cementerio de sus ancestros media hora después. Paseó tranquilamente hacia su casa utilizando las callejuelas que tantas veces había recorrido y por las cuales un seguimiento sería muy complicado. Había huido de policías de medio mundo en ciudades ajenas y había sido capaz de despistarles, por lo que ahora, estando en Praga, era imposible pisarle los talones. Hora y media después, se encontró con un conocido al que había citado junto a una cabina telefónica que le estuvo contando una larga historia. Cuando se quedó solo, entró en la cabina. Miró una vez más a todos lados y marcó rápidamente un número del extranjero. Cuando escuchó una voz al otro lado, habló:

—Hay alguien interesado en tu ayuda. Paga bien. El número de contacto es…

Ni siquiera hubo respuesta. La persona al otro lado del teléfono colgó inmediatamente. Con el auricular en la mano, Hansen dudó un momento, pero decidió marcar otro número, esta vez local: el de la Embajada española.

—No me conoce personalmente: soy Kafka. Alguien que simula ser norteamericano me ha ofrecido un trabajo y creo que les pueden interesar los detalles —dijo cebando convenientemente la información.

—¿Cuándo podemos vernos? —respondió Estanislao Ventura, el delegado del CNI en el país.

—Quiero la cantidad de siempre. Consígala y mañana le volveré a llamar.