Capítulo 2

MI HISTORIA CON PHILBY (CINTA 1)

1 de enero de 1938

Después de varias horas de viaje paramos en el pequeño pueblo de Caudé, a poco más de diez kilómetros de Teruel. Estábamos cerca del frente de batalla en el que los republicanos arreaban de lo lindo a los nacionales, aunque esperábamos que eso diera un giro rápidamente. Salimos de los cinco vehículos militares para desentumecer los músculos y fumar unos pitillos. Paseamos un rato todos juntos por las calles desiertas del pueblo: militares, el personal civil adscrito al Ejército y los corresponsales extranjeros que llevábamos de excursión a la guerra. Debía de hacer diez grados bajo cero y encendimos una fogata cerca de la plaza principal. Los corresponsales se rajaron: ni así les apetecía estar al aire libre. Se metieron en los coches para intentar entrar en calor. El resto, mejor pertrechados para la inclemencia del tiempo —abrigo por debajo de las rodillas, gorro tapando hasta las orejas, botas altas y guantes casi de boxeadores—, nos acurrucamos junto al fuego cuchicheando sobre lo flojos que eran esos señoritos extranjeros.

De repente oímos demasiado cerca el estallido de un obús de artillería. Convivir con las explosiones no te hace invulnerable a ellas, pero ni te inmutas con su estridente sonido cuando crees que el combate se desarrolla a cierta distancia. Pensamos que el enemigo se estaba aproximando, pero lo creíamos suficientemente lejos de nuestras coordenadas. Grave error. En pocos segundos se produjo una segunda explosión y su onda expansiva nos zarandeó lanzándonos a todos los españoles contra el suelo. Observé a mis compañeros y moviéndome entre la polvareda comprobé que no había heridos. Después, dirigí la mirada hacia los vehículos aparcados a poco más de cien metros. Sentí pánico, me descontrolé y comencé a gritar como un poseso. La maldita bomba sorpresa había impactado de lleno sobre uno de ellos. Precisamente, en el que yo había hecho el viaje desde Zaragoza y que ahora estaba ocupado exclusivamente por periodistas a los que debía cuidar. Sabía que había varios dentro, pero solo tenía en la memoria la identidad de uno de ellos: Kim Philby. Le había conocido hacía apenas unas horas y estaba seguro de que había muerto.

Si eso hubiera ocurrido, ahora no podría narrarte, Ela, aunque de una forma confidencial, sin el deseo de publicidad que podría llevar a seres queridos a pasar el resto de su vida en prisión, la larga y compleja relación que nos unió y que muy pocas personas conocen. Estas cintas que empiezo ahora a grabar son exclusivamente para ti. No creo que tu padre quiera contarte el fructífero y detestable trabajo que algunos montamos a lo largo de decenas de años, pero, por si llega ese día o descubres por cualquier otro motivo aquello a lo que yo me dediqué —confío en que nadie haya seguido mis pasos—, voy a bucear en el baúl de los recuerdos y a desvelar íntegros los detalles de mi relación secreta y la de algunos amigos con Philby.

Habíamos salido de Zaragoza en el preciso momento en que la luna se había retirado y el sol se resistía a salir. Había dormido mal, pero no por el abundante vino sin marca que regó la celebración de la Nochevieja, sino por la preocupación que me invadía de si sabría realizar bien el nuevo trabajo que me habían encomendado. Llevaba varios meses destinado en el Departamento de Prensa del Cuartel General de Franco, pero hasta ese día el trabajo burocrático asignado no me había permitido un trato directo con los periodistas extranjeros acreditados. Para un teniente de veintidós años, sin experiencia fuera de los cuarteles —incluso sin bagaje en la vida civil—, que no sabía nada del mundo del periodismo, daban más miedo los follones que pudieran montar esos bichos raros de los informadores que los tiros que pudiera recibir de los soldados de la República.

Ese día de resaca y ojeras le vi por primera vez.

—Buenos di-di-días, teniente. Soy Harold Philby, pe-pe-pero todos me llaman Kim.

Era un tipo no muy alto, con el pelo ordenadamente peinado a raya y un pitillo en la mano. Frente a los habituales abrigos hasta los pies y las boinas o gorros de sus compañeros, llevaba una prenda que me pareció de lo más estrafalaria.

—No me mi-mi-mire de esa forma, teniente, que esta cha-cha-chaqueta de piel de zorro se la re-re-regaló un príncipe árabe a mi padre.

Le pedí excusas por si le había ofendido y me miró sonriente con unos ojos joviales que denotaban campechanía y naturalidad.

De Philby sabía únicamente lo que había oído contar a mis jefes en algunas reuniones. Era un inglés de familia distinguida, con buenos contactos políticos que le habían avalado para conseguir la acreditación; informaba de la guerra con objetividad —es decir, estaba de nuestro lado—; se relacionaba bien con las altas esferas, tanto civiles como militares, del bando nacional; y siempre estaba sin blanca. Esto último era lo que menos me encajaba en un corresponsal del prestigioso diario The Times.

Un día escuché en un baño que estaba liado con una aristócrata inglesa, aunque nacida en Canadá, una tal lady Frances. Yo no la conocía, pero decían que era especialmente atractiva y sensual, lo que provocaba celos en otros periodistas que llevaban mucho tiempo sin compañía femenina.

Ese día me tocó encargarme de acompañar —y, por supuesto, vigilar— a los periodistas ingleses y norteamericanos. Yo tenía un nivel medio de inglés, pero me habían ordenado que solo me dirigiera a ellos en español. Estábamos en España y ellos eran los que debían utilizar nuestra lengua. Aunque si no lo hacían, especialmente cuando charlaban entre ellos, yo podía enterarme de lo que comentaban. Philby era una excepción. Nunca en mi presencia habló en su lengua materna, mostrándome un respeto que los americanos no siguieron, sin saber que yo entendía todo lo que decían.

El viaje de prensa tenía como objetivo llevar a los corresponsales a las proximidades de la batalla de Teruel. Unos días antes, el 22 de diciembre, la ciudad había caído en manos de los republicanos y el día de Nochebuena se puso en marcha una contraofensiva para liberar la capital turolense, lo que tras una serie de batacazos no se conseguiría hasta el 22 de febrero. Ese amanecer, partió de Zaragoza una caravana de coches, regida por el principio de no exponer a nuestros lujosos paquetes a ningún riesgo, intentando recalcarles en el trayecto las bondades del ejército de Franco en esa dura batalla.

En el trayecto estuve sentado junto a Philby, que amablemente me invitó a hacer el viaje junto a él. Me contó que ese día cumplía veintiséis años y que añoraba a sus padres, a los que estaba muy unido. Había nacido en Ambala, la India, donde su progenitor estaba destinado en aquel momento. Su padre, Harry Saint John Bridger Philby, hablaba ocho lenguas, entre ellas el farsi, el beluchi y el afgano. Fue su padre el que le puso el apodo de Kim, por un personaje de una novela de Kipling, pero no me explicó que ese personaje era un chico medio irlandés y medio indio que espiaba para el Gobierno de Inglaterra, en la India, en el siglo XIX. Su madre, que vivía en Londres, abandonó la India con él cuando tenía seis años, pero seguía silenciosamente enamorada de su padre.

Durante el rato que me habló de su pasado noté que el tartamudeo tan pronunciado que tenía cuando nos conocimos había desaparecido. Pero regresó cuando empezó a relatarme sus aconteceres de los últimos años.

—En Inglaterra so-so-somos cada vez más los que sentimos simpatía por las ideas de Hitler.

Con cierta aura de ingenuidad, sin darse importancia, me describió sus buenas relaciones con Joachim von Ribbentrop, el embajador alemán en Londres, que en los años venideros sería ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich.

—Fue tan amable con-con-conmigo —siguió mientras contemplaba el paisaje agreste por la ventanilla del vehículo— que me consiguió una ci-ci-cita con Goebbels en Alemania, para ver si me po-po-podía conseguir algún trabajo allí. De hecho, cuando estalló el le-le-levantamiento me encontraba en Berlín a punto de conseguir un trabajo.

Le escuchaba y escuchaba y cada vez sentía más empatía con él. No era solo lo que contaba, sino cómo lo contaba. Yo, a mis veintidós años, no conocía nada del mundo ni había hecho algo interesante sin llevar el uniforme puesto, mientras él había viajado a países exóticos y había conocido a gente muy importante. No obstante, mantenía las distancias. Me habían adoctrinado para ser suspicaz con los ingleses: muchos de sus compatriotas estaban alistados en las Brigadas Internacionales y los teníamos en varios frentes disparando contra nuestros soldados. Sin embargo, el hecho de que los mandos hubieran dado el visto bueno a su acreditación era motivo suficiente para suponer que simpatizaba con nuestra causa, como por otro lado había quedado sobradamente demostrado en lo que me había narrado de sus relaciones con los nazis. Aunque ni siquiera eso habría hecho falta: en el Departamento de Prensa se guardaban sus artículos, que siempre dejaban bien a nuestras tropas. No le dije, por pura prudencia, que a mí y a otros muchos españoles la Alemania de Hitler no nos gustaba en exceso. Nos ayudaban en la contienda, eso era cierto, pero estar del lado de Franco no quería decir que quisiéramos formar parte de la familia de Hitler. Sé que éramos minoría frente a la mayor parte de los generales, que eran fascistas convencidos.

—Sé que muchos españoles nos mi-mi-miran con recelo —me explicó sonriendo— y tienen razón. La política inglesa no está siendo la adecuada. No deberíamos de-de-dejar que ciudadanos ingleses apoyen a los rojos, pero así de liberal es mi país. Algunos vemos las cosas desde otra perspectiva. Mi pa-pa-padre, por ejemplo, no dudó ni un momento en pedirle al duque de Alba, que como sa-sa-sabe es el representante de Franco en Londres, que escribiera una carta recomendándome para ser co-co-corresponsal en el bando nacional.

—¿En qué otros periódicos ha trabajado? —le pregunté, convencido de que un representante del Times debía de haberse baqueteado antes en otros medios.

—Cuando llegué a España trabajaba pa-pa-para una agencia de colaboraciones llamada London General Press, pero la de-de-dejé cuando el Times quiso contratarme como corresponsal en el bando nacional. Antes trabajé un ti-ti-tiempo para el periódico Review of reviews y colaboré con la revista de la asociación anglo-germana. No es gran cosa, pero aprendí mucho en cada una de ellas. ¿Y usted qué hacía antes de ser militar?

Dudé sobre la respuesta más adecuada. Cualquier militar adscrito al servicio de prensa sabía que intimar con un periodista solo estaba permitido como recurso para sacar información, nunca para darla. Los mandos podían hacer la vista gorda si te emborrachabas una tarde con un periodista siempre que después aportaras información valiosa sobre sus vicios o debilidades o si le convencías de que escribiera, sin haberlo visto ni comprobado, sobre los fusilamientos de campesinos que no querían colaborar con los rojos, de las violaciones de niñas que no sabían cantar el himno de La Internacional o de cómo el enemigo forzaba a muchos jóvenes a integrarse contra su voluntad en su ejército.

Exponerle mi vida privada en medio de un árido campo entre Zaragoza y Teruel, con otro periodista sentado en el asiento delantero, me pareció algo arriesgado en mi primer día de trabajo. Pero si no lo hacía, aunque fuera un novato, parecería que él intentaba ser mi amigo y yo lo rechazaba. Y eso tampoco me interesaba, sobre todo porque echar en mis alforjas de funcionario de prensa a un periodista seguro que sumaba puntos de cara a mis jefes. Opté por blanquear únicamente los recuerdos favorables a nuestro bando.

—Entré en la academia militar con diecisiete años. Desde pequeñito quise ser soldado, nunca pensé en hacerme bombero o abogado como mis amigos. Antes llevé una vida aburrida de estudiante en un colegio de Madrid. Cerca teníamos uno de chicas, pero ni siquiera tuve un amor de esos imposibles en los que no puedes rozarle la mano, pero en sueños no paras de abrazarla. Es triste reconocerlo, pero no tengo una vida tan apasionante como la suya. No he salido nunca de España y antes de entrar en la academia apenas había viajado. A excepción de Colmenar Viejo, un pueblo cerca de la capital, adonde irremisiblemente iba a veranear cada año con mis padres, porque allí vivían mis abuelos.

—¿Su pa-pa-padre también es militar?

—Es médico. Su sueño era que yo siguiera sus pasos y algún día heredara sus pacientes, pero el hijo le ha salido respondón. Es muy autoritario, pero tiene buen fondo.

—¿Dónde está su fa-fa-familia ahora? —preguntó como si hubiera intuido, no entendí por qué, que estaban pasando por una situación incómoda.

—No tengo hermanos y mi madre está sola en nuestra casa de Madrid. —Hice una pausa y comprobé que tenía puesta toda su atención en lo que le contaba—. Mi padre está en una prisión de los rojos. Como es médico, y para ellos todos los que tienen estudios son unos señoritos, algunos vecinos le señalaron como colaborador de los nacionales y se lo llevaron preso. No he vuelto a saber nada más de él.

—Lo siento. Imagino por lo que estará pa-pa-pasando.

Nos quedamos callados. La flora agazapada frente al frío del campo aragonés nos dio argumento para abstraemos en nuestros pensamientos. Poco después la caravana de vehículos se detuvo en el pueblo de Caudé, a pocos kilómetros del frente donde las tropas de Franco estaban luchando para recuperar Teruel.

Nos bajamos a estirar las piernas y a beber algo y al rato los cañones de los rojos nos bombardearon, dando de lleno uno de sus obuses en uno de los vehículos. Salí corriendo para intentar socorrer a los cuatro periodistas, aunque ya los daba por muertos. Fueron segundos eternos en los que creo que llegué a rezar para que a Philby no le hubiera pasado nada.

Como consecuencia del impacto, el coche estaba destrozado y tardamos unos minutos en poder abrir la puerta atascada del conductor, asiento en el que estaba tirado Bradish Johnson, de la revista norteamericana Newsweek. Cayó de espaldas contra el suelo como un fardo y comprendí que estaba muerto al ver el boquete que tenía en la espalda. Ed Neil, de la agencia Associated Press, estaba descosido por la abundante metralla, mientras que de la cabeza y la cara de Dick Seeskphanks, de la agencia inglesa Reuter, no paraba de brotar sangre. Eso sí, los dos al menos estaban aún vivos. Cuando pudimos sacar a Philby, en un primer momento me preocupó la sangre que regaba su cabeza y su falta de consciencia, pero tardó poco en comenzar a toser. Tuve la misma sensación que cuando nace un niño y todos los presentes en el quirófano esperan a que llore para saber que ha nacido bien. Me preguntó qué había pasado.

—Creemos que ha sido un cañón ruso que ha errado en el tiro o que intentaba matar a cualquiera que estuviera detrás de nuestras líneas. Pero no se preocupe: pronto vendrán a buscarle para que un médico le cure las heridas. Seguro —dije para animarle— que se ha ganado unas vacaciones en Londres.

—Ni hablar —respondió enfurecido intentando levantarse—. No me voy a Lo-Lo-Londres ni a ningún sitio por nada. Mi tra-tra-trabajo está aquí.

Guardé silencio. Era mejor dejarle en paz. Estaba en mitad del trauma padecido por el bombardeo.

Rápidamente avisamos por radio al Estado Mayor y nos enviaron ambulancias y sanitarios, que los trasladaron a todos a un puesto de campaña cercano. El resto de los integrantes del grupo recibimos la orden de esperar en Caudé hasta que se supiera algo del estado de los heridos. Un fotógrafo inglés de la comitiva, Jim Carlson, se puso especialmente pesado para que regresáramos a Zaragoza cuanto antes.

—Aquí no hacemos nada, seguro que a los tres los dejan ingresados en el hospital. Con un poco de suerte podemos estar de vuelta a media tarde y descansar.

—Claro, Jim —le contesté con sorna—. Así, los periódicos de todo el mundo podrán publicar mañana las fotos que acaba de hacer de su compañero muerto y de los tres heridos.

Para mi tranquilidad, Philby regresó unas horas después. Llevaba en la cabeza un vendaje aparatoso de campaña hasta las pestañas, que se sujetaba de lado a lado a través del mentón, y otro más discreto en la muñeca. Por lo demás, parecía encontrarse bien. Se fue directamente a hablar con los compañeros que habían salido indemnes. No les tranquilizó sobre Neil y Seeskphanks: les había visto muy mal y creía que tenían pocas posibilidades de vencer a la muerte, como así sucedió. Después les pidió que en sus crónicas no dieran excesivo realce a sus heridas. Se encontraba bien y no quería preocupar a sus jefes en Londres para evitar que le apartaran de la guerra. No se enteró, yo tampoco, de que pasado un rato Carlson se apartó del grupo discretamente y, parapetado detrás del muro de una destartalada casa, le sacó una fotografía. Días después, diarios de todo el mundo publicaron esa imagen junto a otra en la que unos camilleros transportaban por el paisaje arenoso de Caudé a uno de sus compañeros muertos.

—Teniente, no le he da-da-dado las gracias por su ayuda. Espero que no se preocupara mucho por mi estado —me dijo una vez que hubo arrancado a sus compañeros la promesa de guardar silencio.

—Por suerte está bien, pero espero que se equivoque en lo de sus compañeros.

—Yo también, pero no lo creo. Mire, esta guerra supone mi oportunidad para labrarme un nombre en el mundo periodístico. He trabajado mu-mu-mucho para conseguir estar aquí y ahora no voy a renunciar a ello. Por eso les he pedido a mis compañeros que no se calienten a la hora de describir mis heridas. He tenido suerte y no quiero desperdiciarla.

Philby había vuelto a nacer el día de su veintiséis cumpleaños. No es que me parecieran convincentes sus argumentos, que me lo parecían, es que empecé a admirar su forma de encarar los problemas. En lugar de lamerse las heridas, miró hacia adelante para no perder el rumbo de sus sueños.

Regresamos a Zaragoza e insistí en acompañarle personalmente a su hotel. Me lo agradeció, pero dirigió el coche militar a un restaurante elegante de la ciudad, cuyo nombre no recuerdo. Han pasado demasiados años y la memoria, por desgracia, cada vez me traiciona más. Al llegar me despedí de él, pero se puso pesadísimo para que le acompañara, pues quería presentarme a la señora con la que había quedado.

—Le vendrá bien conocerla.

El restaurante era uno de esos distinguidos y exageradamente caros vetados a los oficiales de mi salario. Civiles con traje de buena tela, cuidadosamente planchado, con relojes de bolsillo, aparentemente ajenos a la guerra, y militares de alta graduación, con bigotes estilo Franco, acompañados la mayoría por damas refinadas elegantemente vestidas, giraron el cuello a nuestro paso. No era para menos. Un vulgar y mugriento teniente acompañaba a un extranjero con la cabeza envuelta en un aparatoso vendaje y con ese abrigo estrambótico desgastado y sucio que me había alucinado por la mañana, cuando todavía estaba libre de polvo. Philby permaneció al margen de cuchicheos y me condujo decidido a una mesa en la que estaba sentada una mujer sin duda aristocrática, de unos treinta y tantos años, labios delineados con pintalabios carmesí y ojos de esos que se posan en los tuyos y no te sueltan.

—¿Qué te ha pasado, Kim? —le espetó preocupada en un perfecto español con marcado acento extranjero.

—Nada, Bunny, una bomba perdida de esos malditos ca-ca-cañones rusos. Pero estoy bien, gracias entre otras razones al teniente Langares —y, sin esperar su respuesta, continuó—: Teniente, le presento a lady Frances Doble, una buena amiga.

—Encantado, lady Frances —contesté y me quedé callado. ¿Qué podía decir en una situación tan violenta?

—Lo mismo digo, teniente. ¿Quiere sentarse con nosotros?

—No, gracias, lady Frances. Tal vez en otra ocasión. Ahora que el señor Philby está en buenas manos debo regresar a mi destino.

—Por supuesto que en otra ocasión —intervino Philby—. Le debo una.

Me largué. En el camino de salida volví a ser invisible, como era normal en mi existencia. Todas las miradas y cotilleos continuaron centrados en Philby y su lady Frances.

No volví a verle hasta el 1 de marzo de 1938, lo recuerdo bien. Me encargaron ir a buscarle a Bilbao para llevarle a Burgos, donde al día siguiente sería condecorado. Como imaginé en su momento, el bombardeo que había costado la vida a dos periodistas norteamericanos y uno inglés, y había herido a Philby, había sido portada en periódicos de todo el mundo. Las informaciones —con nuestra ayuda— explicaban la responsabilidad de los republicanos, que habían utilizado, «para el ataque a unos inocentes», un cañón entregado por los rusos. Fue un perfecto golpe propagandístico a favor de la causa de Franco, que convirtió a Philby en héroe y amigo oficial del régimen.

Nunca había hecho un viaje con tanta comodidad. El Estado Mayor me puso —en realidad, se lo puso a Philby— un coche oficial de los que usaban los generales para que fuera a buscarle a Bilbao, la ciudad en la que se encontraba en ese momento. Según me comentaron, Philby iba periódicamente por la ciudad vasca para después pasar a San Juan de Luz o Biarritz y descansar en el sur de Francia del periodismo y de la guerra. Suerte que tenía.

No me esperó en su hotel, sino en un bar cercano. Llegué poco antes de la hora de la comida.

—Esta vez no te libras —por primera vez me tuteó—. Siéntate en esa silla y co-co-comamos juntos antes de partir hacia Burgos.

—De acuerdo —cedí sin posibilidad de negarme, y además estaba hambriento—. Antes de nada, déjeme que le felicite por la condecoración que el general Franco en persona va a imponerle mañana.

—¿No vas a llamarme de tú? —dijo, y no siguió hasta que manifesté mi asentimiento—. En confianza. —Se inclinó hacia delante para aproximarse a mí—: ¿Es muy importante esa condecoración?

—¿La Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo? —pregunté sorprendido por una ignorancia que no le pegaba—. Es la más importante que se puede conseguir. Es una medalla que se concede por hechos destacados en la guerra. Las hay de otros colores, pero el más importante es el rojo, que recuerda el color de la sangre.

—Va-va-vaya —se pasó la mano por la cabeza con intención de colocarse un mechón de pelo, que por otro lado estaba perfectamente en su sitio—. Bueno, eso ocurrirá mañana, ahora cuéntame cómo te ha ido este tiempo. Lady Frances está empeñada en invitarte a una de sus fi-fi-fiestas. Te considera mi salvador.

—Una mujer muy agradable.

—Pero si apenas la conoces. Creo que lo que has querido decir es que está estupenda. Y te doy la razón, lo está. Cuando la conozcas verás que además de guapa es una mujer tierna, amante de la comida española, apasionada de los toros y, sobre todo, una ardiente defensora del general Franco. Pero dime, ¿qué tal por Burgos?

—Bien, aunque está lleno de generales, coroneles, tenientes coroneles y demás militares con más graduación que la mía. Prensa es un buen puesto, pero me paso el día saludando a diestro y siniestro.

—Algún día serás general, aunque hasta que lo seas te toca servirles a todos. ¿Hay muchos alemanes e italianos a los que saludar?

—No muchos. Con frecuencia hay reuniones en el Cuartel General con representantes alemanes y algunas con los italianos. —De repente, dudé—. No lo cuentes, que eso es información reservada.

—Para nada. De todo lo que hablemos nosotros no verás jamás ni una línea publicada. Lo más importante del mundo es la amistad y la sinceridad. Yo te he presentado a lady Frances y, aunque todo el mundo cotillea sobre si somos amantes, yo lo niego rotundamente. Fíjate que hace unas semanas estaba con ella en mi hotel y alguien la andaba buscando. Como no la encontraban, se les ocurrió telefonearme y al palurdo que llamó le insulté de todas las formas que sé en español por creer que estaría en mi cuarto. Pero contigo es otro tema. Desde que volví a nacer en Caudé eres como mi ángel de la guarda.

—Hoy no llevas el abrigo que le regaló a tu padre el príncipe árabe.

—Ni se me ocurriría. Mi ma-ma-madre siempre dice que debo preocuparme más de mi aspecto. Para esta ocasión tan importante no pienso decepcionarla. En la ma-ma-maleta llevo un traje y una corbata para no quedar en evidencia mañana. Y ahora me he puesto esta chaqueta de cuero que me compré el otro día. ¿Te gusta?

—Sí, algún día yo también podré volver a vestir ropa de civil.

Seguimos charlando sin parar durante las dos horas que nos duró la comida y los dos whiskies que nos bebimos cada uno. Philby me pareció un hombre claro, sincero y directo, quizá un poco ingenuo al confiarme algunos de sus secretos. Yo era un teniente del Ejército obligado a transcribir una por una todas sus palabras al regresar a mi oficina de Burgos. Me sorprendió que fuera tan directo, tan poco reservado, pero me asombró más sentirle como un buen compañero con el que compartir un rato de charla acompañados de una copa de alcohol.

—¿Crees que la guerra marcha bien? —me preguntó en algún momento de la conversación.

—No lo sé, solo soy un teniente —respondí escondiéndome en mi nimiedad.

—Venga ya, que eres un teniente pero trabajas en el centro del poder.

—Yo creo que sí. Dicen que Franco ha renunciado inicialmente a tomar Madrid y Barcelona para hacerse con otras zonas aparentemente menos importantes, en contra de los consejos de los alemanes. Él tiene clara su estrategia envolvente. Ha comenzado a tomar medidas políticas, lo cual es muy significativo.

—El 30 de enero creó el primer Gobierno nacional —intervino brevemente, y me invitó a seguir sin hacer ningún gesto.

—Hay también otras medidas —le dije presumiendo de tener buena información, pero en ese momento pasó por detrás de mí una joven veinteañera bastante guapa y dirigió la mirada hacia su culo.

—Perdona, decías que hay otras medidas —siguió hablando una vez que hubo dejado de devorar a la joven.

—Me he enterado —bajé la voz— de que mañana Franco va a promulgar un decreto por el que queda abolida la libertad de reunión y asociación en la zona nacional.

—Eso significa que prefiere hacer la guerra paso a paso y que está dispuesto a asentar sus conquistas reduciendo las libertades.

—No lo publiques, que me fusilarían al amanecer.

—Manuel, hombre, que lo que tú y yo hablemos es como el secreto de confesión de los sacerdotes.

Era tarde y teníamos que llegar a Burgos antes de la cena. Hicimos el viaje cómodamente en el asiento trasero del coche oficial. No paró de fumar pitillos —«la verdad es que prefiero la pipa»—, de comentar lo guapas que eran las españolas y de contar todo tipo de anécdotas sobre militares que yo admiraba, pero que no había visto ni de lejos, como el general Mola —«qué gran tipo, una pena que hayamos perdido una mente tan preclara»— o el general Varela —«menuda carrera militar y ¡comenzó de soldado!».

Cuando llegamos a Burgos y le dejé en la puerta de su hotel, el chófer debió de pensar que éramos dos grandes amigos. Lo cierto era que había encontrado más puntos en común con Philby que con la mayor parte de las personas con las que había intimado en mis veintidós años de vida. No olvidaba, sin embargo, que él era un aristócrata inglés, culto, de refinadas maneras y con una pasión desmedida por la aventura. Mientras, yo era teniente de un ejército que estaba en guerra, cuya misión era simpatizar con periodistas extranjeros, acompañarles en su trabajo e informar al mando de cualquier detalle de su vida que pudiera ser sospechoso. Sabía que éramos como el agua y el aceite, pero en esta ocasión me olvidaría de informar de cualquier cosa que me hubiera contado.

La mañana del 2 de marzo fue gélida y desapacible, como era habitual en la ciudad de Burgos en esa época del año. No me habría llamado la atención si no hubiera sido porque al despertarme recordé que era una jornada especial: iba a acompañar a Philby para que el general Franco en persona le impusiera la medalla por los sucesos de Caudé. Mi comandante me había designado la sombra de Philby y una buena sombra no se separa de su objetivo ni para ir al baño.

Cuando le recogí en la puerta del hotel comprobé que había hecho un cambio radical de imagen, que achaqué a la mano de lady Frances. Se había puesto un traje gris oscuro, camisa azul claro y corbata celeste. Se había aplastado con agua el pelo y llevaba una sonrisa comedida que ocultaba su nerviosismo. Parecía lo que era, un caballero inglés. Se subió al mismo coche del día anterior y nos dirigimos al Cuartel General.

—¿Crees que voy bi-bi-bien vestido para el acto? —preguntó realmente preocupado.

—Eres un periodista, Kim. Si fueras de uniforme como yo, serías otra cosa.

Lady Frances me ha regalado la corbata y se ha puesto pesadísima intentando que no desayunara dos whiskies.

—No te preocupes, tu papel es muy sencillo. Entras en la sala de recepciones, donde habrá un montón de generales y civiles importantes. Ya verás como se acercan ellos a saludarte, para poder contar después que conocen al periodista inglés de Caudé y toda esa historia de la bomba. Después esperas a que llegue el general Franco, momento en el que todo el mundo se pondrá muy serio. Más tarde, un ayudante leerá tu nombre y la condecoración que vas a recibir. Ahí es cuando tendrás que acercarte al general, esperas que te coloque la medalla y se acabó. Más sencillo imposible.

—¿Estarás a mi lado? —preguntó con guasa, poniendo cara de niño abandonado.

—Mientras pueda. Cuando se acerquen los jefes militares a felicitarte permaneceré cerca, pero en un segundo plano. No te perderé de vista, ni tú a mí, en ningún momento.

—Habrá periodistas, claro.

—Los de siempre, los conoces a todos.

—De los de siempre, nada. Seguro que estará toda la tropa venida incluso de la zona roja para ver cómo hago el ridículo —añadió un Philby sorprendentemente vulnerable.

—No vas a hacer el ridículo —reiteré, que era lo que él esperaba oír.

El resto del camino hasta el palacio de Capitanía lo hicimos sin hablar. Me sorprendió que después de vivir el último año en España se abstrajera de una forma tan notoria ante las tropas que encontrábamos al paso de nuestro coche oficial. Era como si le preocupara que al estar cerca de Franco su vida pudiera correr peligro por un ataque de los rojos.

La nueva pasión que había descubierto en Philby por los militares continuó cuando nos acercamos a Capitanía General y se embelesó con la guardia jalifiana, que formaba con uniforme de gala en la escalinata central del suntuoso edificio, prestando el servicio de guardia de honor. Le expliqué que les llamábamos la guardia mora y que Franco se sentía muy orgulloso de ellos. Entramos y vimos circulando por el interior a los requetés navarros, la escolta personal y mal encarada del general. Me preguntó de dónde procedían y le expliqué que en su mayoría eran excombatientes de los Tercios de Lácar, Montejurra y María de las Nieves.

—Todos matarían sin dudarlo a cualquiera que osara rozarle un pelo al general Franco, aunque les fuera la vida en la acción.

Al entrar en el Salón del Trono, con techos altos, paredes empapeladas con mosaicos antiguos y muebles añosos conservados con dignidad, cambió su rostro. Philby enfrió su sangre caliente y se convirtió en un flemático inglés. Atendió con gesto solemne a los altos mandos militares que se acercaron a felicitarle —«¿qué tal está usted de sus heridas?», «sigo atentamente sus crónicas y déjeme decirle que me parecen excelentes», «noto que intenta ser lo más objetivo posible»— y sonrió a sus compañeros periodistas que esperaban en un rincón privilegiado de la sala, desde donde podían seguir y fotografiar sin problema el acto que se iba a desarrollar.

Pasado un rato, entró el ayudante del comandante en jefe de las tropas nacionales y anunció a gritos que llegaba el general. Todos se callaron, los militares se pusieron firmes en el espacio que tenían reservado y los fotógrafos prepararon sus cámaras. Philby me miró y yo le indiqué dónde establecía el protocolo que debía colocarse.

Franco entró con su gesto más amable y ensayado, dejando claro que era un hombre muy ocupado, enseñando los dientes de arriba, que era lo máximo que se permitía como gesto amable. Por lo demás, la apariencia de siempre: gorro de campaña con borla por delante, cuello de la camisa por encima de la guerrera, fajín de general y botas negras relucientes por encima de los pantalones. Miré a Philby. Si estaba impresionado o emocionado, no lo parecía. Eso sí, su cuerpo se había puesto rígido, como el de los generales que estaban en posición de firmes esperando el comienzo del acto.

Un comandante leyó la orden por la que se concedía la Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo a los tres periodistas fallecidos en el ataque: Johnson, Neil y Seeskphanks. A continuación hizo lo propio con Harold Adrián Russell Philby —nombre kilométrico que le iba como un guante— «por heridas de guerra ocasionadas por el ejército rojo». Entonces el ayudante militar se acercó a la plataforma central en la que estaba subido Franco con una caja azul abierta que guardaba la medalla. El general la extrajo y esperó a que se acercara el periodista inglés con gesto reconcentrado. Le miró a los ojos manteniendo la media sonrisa y prendió la condecoración sobre su chaqueta recién estrenada. Después le abrazó mientras le daba la enhorabuena. Philby siguió con su cuerpo estirado.

—Gradas… muchas gracias, general.

Como establecía el protocolo no escrito, pero obligatorio en estos casos, los militares empezaron a aplaudir, gesto que excepcionalmente fue secundado por los periodistas asistentes al acto.

Franco le podía haber dado las gracias por las crónicas que en el último año había publicado en Inglaterra, impregnadas de un apoyo incondicional al bando nacional, pero era un gesto amable que no entraba en sus planes. Simplemente, esperó a que el acto acabara y se fue. Ya tenía la foto, que era lo que deseaban los del Departamento de Propaganda.

Semanas después, durante una de las fiestas de lady Frances, la amante de Philby, la aristócrata me pidió que le contara el acto al que por prudencia no había asistido y después me explicó que al regresar al hotel Kim estaba «exhausto por la emoción de aquel honor que le había sido dispensado». Pensé que su propio orgullo le había llevado a interpretar una actitud de Philby distinta a la que yo había presenciado. Es verdad que estaba algo nervioso, pero no vi en él un fervor especial.

Durante los meses siguientes, Kim se convirtió en el niño mimado de la sociedad civil y militar del bando nacional. Era «el periodista inglés al que Franco había condecorado», uno de los nuestros, alguien de la máxima confianza. Yo fui partícipe de aquella euforia con respecto a Philby, aunque nuestra relación de amistad había comenzado antes de la imposición de la medalla.

Cuarenta años después recordé estos acontecimientos de la Guerra Civil cuando el espía inglés vendido a los soviéticos desertó a Rusia. Philby declaró a la prensa con motivo de la publicación de sus memorias que su época en el conflicto español «fue mi verdadera universidad, donde aprendí el arte de ocultar mis pensamientos».

Hacía decenas de años que yo había descubierto sus mentiras. Después las había compartido e, incluso, le había ayudado a llevarlas adelante, lo que me costó muchos sufrimientos y tener que cometer actos de los que estoy profundamente arrepentido. Reconoció que su pavor tras el bombardeo en Caudé no fue por el temor a que el Times le hiciera regresar a Londres, sino porque le habría impedido seguir espiando a los nacionales. También rememoró que viajaba tanto al País Vasco no porque le apasionara Bilbao, sino para pasar al sur de Francia y entrevistarse con su controlador soviético. Reconoció muchas mentiras, pero lo que no contó, nunca lo hizo, fue que su objetivo en España como agente del NKVD, el servicio secreto ruso, no era solo espiar al bando nacional, sino matar a Franco.

Esa mañana en la que no me separé de él. En la que le vi nervioso detener su mirada en todas las fuerzas que cuidaban de la seguridad del general. En la que le abrazó, lanzándole silenciosamente Dios sabe qué tipo de insultos. Estaba pensando en que no iba a poder llevar a cabo la más importante misión que le había encargado su controlador ruso: asesinar a Franco.

A cambio pudo desarrollar la más brillante carrera de agente doble que se recuerda en el espionaje. Por suerte para los rusos, que en los años siguientes accedieron a todo tipo de informaciones secretas de medio mundo. No le asesinó por suerte para la longeva carrera del propio Philby. Y, claro está, por desgracia para mí.