Capítulo 1

Semyon Smirnov sospechaba que estaba sentado con dos asesinos capaces de cortar la cabeza a una persona con un sable romano en los Emiratos Árabes o hacerla saltar por los aires con una sofisticada bomba en Senegal. No conocía los detalles de sus salvajes trabajos sin firma, pero no le cabía la menor duda de que eran capaces de organizar cualquier operación clandestina aparentemente imposible. Ofrecían una ventaja: lo hacían a gusto del pagador. Gracias a sus habilidades, algunas de las personalidades más protegidas del mundo habían perdido la vida con la máxima discreción y otras, por el contrario, con decenas de cámaras inmortalizando el dramático momento para la historia.

El apellido Smirnov no aparecía vinculado a la mafia rusa en los archivos policiales españoles, lo que le otorgaba cierta libertad de movimiento. Su único contratiempo tuvo lugar hacía varios años, cuando se libró por los pelos de ser detenido en Sevilla por obligar a prostituirse a unas chicas rumanas en un bar de carretera que no estaba registrado a su nombre.

El alto directivo del SVR, el espionaje exterior ruso, que le había encomendado buscar en Madrid a los dos hombres y encargarles un trabajo muy especial, le había asegurado que podía contactar con ellos sin necesidad de recurrir a una cita clandestina.

Debía telefonear a su empresa tapadera, solicitar sus trabajos técnicos y citarles —en esto puso especial énfasis— en una casa limpia de micrófonos ocultos.

Todo lo que imaginaba de las aventuras despiadadas de esos dos hombres no encajaba para nada con la imagen de ellos que llevaba un rato contemplando. Ahora entendía perfectamente que al directivo del SVR —por costumbre, como muchos rusos, seguía refiriéndose a ellos como agentes del KGB— no le preocupara que celebraran una cita sin excesivas medidas de seguridad: nadie imaginaría nunca que esos dos viejos de aspecto venerable se dedicaran a liquidar gente.

Cuando entraron en el salón de su casa, un chalé de tres plantas en el exclusivo barrio madrileño de Mirasierra, pensó que aquellos sujetos de edad cercana a los setenta, con el pelo cano, buena forma física y embutidos en trajes confeccionados en serie, no pegaban nada con su sofá blanco de marca o con sus antigüedades egipcias compradas ilegalmente en Rusia con papeles falsificados.

Su lugarteniente Misha —todo el mundo le llamaba así y casi nadie sabía que se llamaba Mijaíl Bogdanov— les abrió la puerta y les acompañó hasta el salón. Había dado el día libre al matrimonio hondureño encargado de las labores de la casa. Eran de plena confianza, pero cuantas menos personas conocieran la reunión, mayores posibilidades de controlar una improbable filtración.

Manuel Langares y Roberto Montiel, directivos y dueños de la empresa de seguridad Lamon, se sentaron cerca de Smirnov. Los dos antiguos agentes de diferentes ramas de los servicios secretos estaban acostumbrados a entrar en las casas de los ricos y en sus empresas. En los últimos años el negocio había florecido ante las constantes noticias de espionaje en el mundo empresarial. Todos querían contratar a profesionales de garantía que les evitaran el acoso de la competencia para descubrir sus más íntimos secretos. Lamon era una de las más cualificadas empresas del sector. Sus altos precios atraían a este tipo de clientes, convencidos de que cuanto más se cobraba por un servicio, existían más posibilidades de conseguir mejores resultados.

Sentados, un poco hundidos, en el incómodo sofá de plumas, estaban charlando con el empresario ruso y su jefe de seguridad sobre sus largos años de experiencia. Sin duda, después escucharían sus problemas con el personal o la competencia y en pocos días pasarían sus sofisticados sistemas antiescuchas por toda la casa y las sedes de sus empresas y, al margen de que encontraran o no micrófonos ocultos, cobrarían una buena cantidad de euros.

—Han venido aquí por trabajo y no quiero entretenerles —dijo Smirnov educadamente, sin intención de entrar directamente en el meollo de la cuestión. Antes quería conocerles un poco mejor—. Tenemos un problema de seguridad en algunas de mis empresas.

—¿Qué tipo de empresas tiene? —preguntó Roberto Montiel.

—Estoy asentado en varios sectores, pero lo que más me preocupa son mis clubes de alterne. Hace unos días, el de Valencia sufrió un incendio y, aunque los bomberos aseguraron que fue un accidente, no me fío.

—El sector está complicado —siguió su jefe de seguridad, con el mismo acento ruso y pelo canoso que su jefe, pero con un aire más amenazador—. Han abierto nuevos locales y los empresarios quieren aumentar su cuota de mercado.

Montiel y Langares no dijeron nada, aunque los dos pensaron lo mismo: estamos delante de unos mafiosos que quieren contratarnos en su lucha con otros delincuentes.

—Podemos hacerles barridos en casas, oficinas y locales, pero puede ser insuficiente —explicó Langares.

—Le entiendo —intervino Smirnov—. Nosotros también hemos pensado que podemos tener topos, pero es complicado descubrirles.

—No crea —siguió Langares—. Si simulan un pequeño robo, tendremos la coartada perfecta para hacer pasar a todos y cada uno de sus empleados por el polígrafo.

—¿Sospecharían mis empleados?

—No tienen por qué. Antes de comenzar, el técnico les entrega un envase para la orina y les pide que lo rellenen con el pretexto, real en parte, de que no hayan tomado sustancias relajantes que engañen a la máquina. De entrada, podremos saber si se drogan o tienen cualquier otra enfermedad. Al mismo tiempo, les da un formulario en el que le autorizan a someterles a la prueba e implícitamente aceptan que los resultados se puedan utilizar en su contra.

—¡Joder! —soltó sin remilgos Smirnov.

—Después les explica que les va a hablar de muchas cuestiones que no sirven para nada, pero que permitirán que la máquina consiga los registros necesarios para funcionar correctamente. Tras ello, les puede preguntar de todo: si engañan a sus mujeres, si alguna vez han robado a su empresa o si conocen a algún mafioso. —Un toque provocativo que Langares no pudo evitar—. El hombre o mujer conectado a la máquina no se entera del verdadero objetivo y termina siendo un libro abierto.

—Con ese método, ¿podrían descubrir incluso a un asesino? —le devolvió la puya el mafioso.

—Claro que sí —respondió Langares sin inmutarse—, pero he entendido que se trata de espionaje y mafias, no de asesinatos.

—¿Cómo actuaría un asesino ante el polígrafo? —preguntó Smirnov manteniendo el tema de conversación que le interesaba.

—Si es un delincuente común, posiblemente no quiera ponerse los cables por si le pudiésemos descubrir. Pero si fuera un buen profesional, existe la posibilidad de que engañe a la máquina.

—¿Ustedes dos la engañarían?

—No hemos matado a nadie y no nos haría falta.

Smirnov se frenó. Ya había llegado el momento de abandonar el juego. Se había aprendido de memoria las frases claves que el agente del SVR le había escrito para conseguir que los dos hombres trabajaran ciegamente en la misión que le habían encargado.

—Tengo un amigo que piensa que Rudyard Kipling escribió muchos y buenos libros.

Montiel y Langares se miraron sorprendidos y el primero contestó inmediatamente.

—Pero a mí hay uno que me gusta sobre los otros, aunque no me acuerdo del nombre.

—Yo tampoco, pero el protagonista era un indio llamado Kim.

Misha, que no había apartado la mirada de los dos directivos de Lamon, tomó la palabra:

—Queremos encargarles un trabajo.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Montiel.

—Un asesinato —dijo con crudeza el jefe de seguridad.

—Ustedes se han equivocado —respondió indignado—. Nosotros somos técnicos en seguridad y no asesinos. Vámonos, Manuel, estos señores se han confundido de personas.

—Esperen un momento —pidió Smirnov.

—Esta conversación ha terminado —cortó tajante Langares.

Los dos se dirigieron decididos hacia la salida, seguidos por el mafioso ruso, que no entendía su comportamiento. Cuando traspasaron la lujosa puerta de hierro con la parte superior en forma de semicircunferencia, Montiel se volvió hacia él y le espetó:

—Acompáñenos hasta el coche y métase en la parte de atrás.

Smirnov no estaba acostumbrado a recibir órdenes, pero no tenía nada que perder. El mercedes gris metalizado de Montiel era antiguo, pero espacioso, y en cuanto los tres hombres estuvieron dentro arrancó como un caballo desbocado. No se cruzaron una sola palabra hasta que hubieron dado varias vueltas a distintas velocidades por el interior de Mirasierra. Finalmente, aparcaron cerca de la iglesia del barrio, junto a una confluencia de caminos, y entraron como si fueran creyentes piadosos. No había misa y apenas unos cuantos feligreses rezaban arrodillados o sentados en los bancos de madera. Se colocaron de pie en una esquina, alejados de la gente, y, cuando comprobaron que nadie les miraba, Langares se colocó delante de Smirnov y Montiel detrás. Seguros, ahora sí, de estar lejos de miradas curiosas, Montiel cacheó con habilidad el cuerpo del empresario en busca de micrófonos. No encontró nada y le invitaron a sentarse en un banco del lateral de la iglesia, en medio de los dos.

—¿Está usted loco o qué coño le pasa? —le lanzó Montiel en voz baja.

—Les he dado la clave adecuada, seguro de que ustedes entenderían —se justificó malhumorado el empresario.

—Mi compañero quiere decir —siguió, en tono más tranquilo, Langares— que cómo se le ocurre hablar de un asesinato en su casa, cuando no sabemos si tiene instaladas escuchas. Que a usted le pillen nos importa un carajo, pero no vuelva a jugar con nosotros.

—Mi casa es segura. Hace dos meses encargué un barrido y no encontraron nada.

—En dos meses se la pueden haber llenado de «canarios» —dijo Montiel refiriéndose a los micros—. Eso sin contar con que la compañía que le hizo el trabajo no hubiera recibido dinero de sus enemigos.

—Lo siento, no lo había pensado —se disculpó el empresario, poco acostumbrado a mantener una actitud benévola con sus semejantes.

—¿A quién hay que matar? —inquirió Montiel.

—A un destacado miembro de la familia real inglesa.

Sin mostrar sorpresa, el hombre mayor siguió hablando.

—¿Usted va a ser nuestro enlace con Moscú?

—Sí.

—Pero usted no trabaja para el SVR ni para el FSB —intuyó Montiel.

—No. Yo tengo mis propios negocios en España.

—Pues ándese con cuidado, porque no pondremos en juego nuestras vidas porque no sepa manejar sus asuntos de prostitución.

—No se preocupen.

—¿Ha traído la carta con las instrucciones? —dijo Langares.

—La tengo en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Luego nos la da. Lo primero que haremos será realizar un barrido en su casa para garantizar que no tiene micros, aunque empezaremos ya a buscar a la persona adecuada para ejecutar el trabajo. Si descubrimos en cualquier momento que la policía le persigue por sus negocios, abandonaremos el caso. Nos han mandado unos cuantos intermediarios en los últimos años, pero usted es el más complicado que hemos tenido.

—Yo haré mi trabajo —dijo Smirnov recuperando la compostura— y ustedes hagan el suyo. No se metan en mis asuntos y les ayudaré en lo que pueda.

—Eso esperamos —dijeron a la vez los dos hombres entrados en años.

El despacho de la recientemente nombrada directora general de Operaciones era el doble de tamaño que los de los jefes de división, la mitad que el ocupado por el subdirector y la cuarta parte que el del director, el cargo más importante que albergaba el nada coqueto y silencioso complejo de edificios que integraban la sede madrileña del Centro Nacional de Inteligencia, el CNI, situado en la carretera que une Madrid con A Coruña.

La inmensa mayoría de las paredes aparecían desnudas —radicalmente prohibido colgar cuadros—, pintadas de un aburrido tono mantequilla claro. Las mesas funcionales tenían unas cajoneras en las que de día estaban colocadas las llaves, que por las noches desaparecían por motivos de seguridad. Un teléfono —¡cómo no, escrupulosamente blanco!— era el único objeto que oficialmente podía estar ubicado sobre la mesa, aunque se permitía colocar marcos con fotos y algún pequeño adorno, normalmente recuerdo de algún viaje. Las sillas eran de mayor calidad y comodidad según se iba ascendiendo en el escalafón, como si los problemas de columna vertebral afectaran a los empleados en relación con la importancia del cargo desempeñado. La suma discreción estaba representada por varios armarios empotrados, con llave, eso sí, en los que guardar documentos y prendas de abrigo.

Manuela Langares, a la que todos llamaban Ela, había sido nombrada directora de Operaciones hacía una semana. Era la primera vez en la historia que una mujer ocupaba un cargo operativo tan importante. Una mujer morena, de escasas sonrisas, con la cara poco maquillada, a la que gustaba la ropa atrevida, pero que siempre iba a trabajar acorde con las estrictas normas de seriedad que imponía el centro. Una mujer a la que cuando estaba en su despacho, el doble de grande del que tenía en su anterior destino de jefa de división, le invadía la sensación de que esa oficina era la prueba palpable, que todos podían sentir, de que había llegado a lo más alto que podía soñar un oficial de inteligencia.

El traslado a su nuevo despacho había sido rápido. A nadie se le ocurrió contratar los servicios de una compañía de camiones de mudanza. Habría sido ridículo. Metió en una bolsa de plástico verde de El Corte Inglés los dos marcos que siempre había tenido sobre la mesa: uno con la foto de su marido y su hijo sentados en el sofá rojo del salón de su casa y otro con una imagen suya, cuando era joven, acompañada de su abuelo y su padre. También introdujo su colección de cinco plumas de marca con las que tenía la manía de escribir y un cuaderno de notas donde había estado diseñando el nuevo organigrama que deseaba implantar en la Casa. No era tarea suya, sino del director, nombrado tres meses antes por el presidente del Gobierno, pero ella sabía que el nuevo jefe desconocía absolutamente el espionaje y a todas las personas que lo integraban. Con un poco de mano derecha conseguiría hacer una remodelación que beneficiara sus propios intereses. Contaba con el inestimable apoyo del secretario general, amigo suyo y quien la había apoyado para alzarse con el puesto.

Sonó su teléfono móvil. Los agentes eran los únicos que podían tenerlo activo dentro del complejo. Todos los visitantes, fueran quienes fueran, tenían que dejarlos apagados en unos cajetines colgados en una pared junto a la recepción.

—Hola, Ela, ¿cómo le va a la directora de Operaciones del CNI?

—Muy bien, papá, agobiada de trabajo. ¿Quieres algo urgente?

—Recordarte que el viernes por la noche tienes que ir a la cena de la Red Durmiente.

—Ya lo tengo apuntado. Aunque me parece un poco fuera de lugar que me hagáis un homenaje por el ascenso, cuando debería ser un tema secreto.

—Un secreto que conoce todo el mundillo. No obstante, lo que vamos a hacer es la cena anual de nuestra asociación, a la que siempre invitamos a algún cargo de la Casa, que interviene brevemente al final de la reunión. Lo único que siento es que no pueda asistir tu abuelo. Como fundador del club, le habría encantado cenar con su nieta convertida en toda una jefa del servicio de inteligencia.

—A mí también me da mucha pena. Me encantaría que estuviera mejor, pero ha dado un bajón en las últimas semanas. Desde que me nombraron no he podido ir a verle, pero esta tarde, pase lo que pase, me escaparé para estar con él. Por cierto, ¿cómo va tu empresa?

—Bien, últimamente tenemos mucho trabajo. Con tanta noticia en los periódicos sobre escuchas telefónicas, todo empresario que se precie quiere que le hagan un barrido.

—Los de Lamon sois los mejores.

—Gracias, hija, pero no sirve de nada si no contamos con suficiente personal para hacer frente a la carga de trabajo. ¿No me prestarías durante una temporada a algunos de tus KA? —dijo intentando arrancarle una sonrisa.

—El día que no haya amenazas y los agentes operativos dejen de vigilar en las calles a todos los sospechosos, ni siquiera tú tendrás trabajo. Tampoco sería mala idea que trabajaras un poco menos.

—Si no me muevo un poco me aburro.

—Ya tienes la Red Durmiente.

—Sí, pero no te puedes imaginar lo eficiente que es la nueva bibliotecaria y lo rápido que está aprendiendo sobre libros de espionaje. Incluso nos ha propuesto dejar de llamarnos Red Durmiente y pasar a ser Red Congelada. Si tu abuelo la oyera, la mataría.

—Cómo habéis progresado. Todavía recuerdo cuando el abuelo me llevaba allí a sacar libros. Con los que había apenas llenaban las estanterías de un cuarto.

—Ahora tenemos casi doscientos metros cuadrados. Y seguimos comprando. Entre eso y organizar algunos cursos y ayudar en investigaciones universitarias, trabajamos bastante, pero sin exageración. Porque preparar la cena del viernes ha sido un placer.

—Yo iré a la cena, pero a cambio tú trabajas menos.

—Trato hecho. ¿Qué tal con el nuevo director?

—Está enterándose. Pero debe de ser muy listo —dijo riéndose— si una de sus decisiones claves ha sido ponerme al mando de las operaciones.

—Claro que sí, pero acuérdate de Beria.

—Un hijo de campesinos que quería ser ingeniero y terminó vistiendo el uniforme militar —recitó de carrerilla.

—Dos puntos en tu casillero. Pero no te lo menciono por sus orígenes humildes, sino por su carrera despiadada en el espionaje. Era un gran espía, con cualidades tan destacables como su impresionante memoria fotográfica, pero también era un tipo duro y sin escrúpulos que se encontró con más poder del que nunca soñó y para mantenerlo y acrecentarlo se dedicó a destrozar la vida no solo de sus enemigos, sino de los que se suponía que estaban en su propio bando.

—Stalin también contribuyó un poco a las pasadas que llevó a cabo su subordinado —matizó Ela.

—Es verdad que se juntaron dos degenerados, pero Stalin era el que mandaba y Beria era un tipo servil, capaz de hacer cualquier cosa para contar con el cariño de su jefe.

—Stalin era el más salvaje de los dos.

—Sin embargo, Beria era el que manejaba la información y el que controlaba los medios para espiar libremente a quien consideraba enemigo del régimen.

—Me reconocerás que era un tipo listo, eficaz y con una gran capacidad de planificación.

—Y tú a mí que utilizó todas esas cualidades, que pueden ser positivas cuando las enfocas bien, para convertir a Rusia en una gran cárcel y conseguir que tuvieran que aumentar el perímetro de los cementerios.

—Fue un sádico, pero eso no quita para que fuera un gran espía.

—Mira, hija, de nada sirve ser uh buen espía si utilizas tus medios para beneficiar a los que están en el poder. El espionaje no es eso o, al menos, no debería serlo. Beria tuvo el final que le tocaba: cuando murió su jefe le detuvieron, le juzgaron y le condenaron a muerte. Nadie se acordó de sus cualidades como espía, únicamente de los cadáveres con que había sembrado todo el país.

—Tranquilo, yo no tengo tanto poder como Beria.

—Ni eres como él. Pero no olvides que el poder emborracha.

—Ya sabes que yo quiero ser como tú, no como Beria.

Eran cerca de las nueve de la noche cuando Jessi, la enfermera hondureña menuda, con unos kilos de más, que vivía con su abuelo y le cuidaba, le abrió la puerta.

—Hola, Jessi, ¿cómo está el abuelo?

—Igual, señora Ela. La cabeza la tiene bastante bien, pero el cuerpo le funciona cuando quiere. Le obligo a ir al baño para que se levante, aunque cada vez las piernas le responden peor.

—¿Te deja dormir?

—No mucho. El pobre está tan cansado que apenas enlaza ratos de sueño por las noches, pero lo recupera por el día. Es tan bueno que todo se le perdona.

—Gracias por cuidarle —dijo Ela cogiéndola de las manos—, mi abuelo ha tenido mucha suerte de encontrarte. Nunca habría llegado a los noventa y tres años sin una persona como tú.

—Venga, señora, pase, que su abuelo se va a impacientar.

Manuel Langares estaba sentado en su sillón reclinable, que le permitía poner las piernas en alto, aunque luego necesitaba ayuda para bajarlas. Las cuatro paredes del cuarto de estar en el que vivía estaban llenas de muebles, pero para él únicamente existía la televisión, en la que por la tarde veía películas del Oeste de John Wayne, su actor favorito. Era el único entretenimiento que le quedaba, tras haber tenido que renunciar por culpa de la vista a la lectura de sus libros de espionaje.

—Mi querida Ela, te echaba mucho de menos.

—Es que en mi nuevo puesto tengo demasiado trabajo —le dijo tras darle un enorme beso.

—Enhorabuena, cielo. Has llegado tan lejos como yo imaginaba y como te mereces.

—Gracias, abuelo, pero no habría conseguido nada sin papá y sin ti. Vosotros habéis sido mí guía todos estos años.

—No digas tonterías. El gusanillo del espionaje puede que lo llevaras en la sangre, pero todo lo demás te lo has ganado tú sola. Me siento muy orgulloso. Aunque tengas cuarenta y cinco años siempre serás mi pequeña.

—Todo lo que quieras, pero tú conociste a Philby, el mejor agente doble de la historia, en la Guerra Civil, y yo nunca he estado con nadie tan interesante.

—Puede que tengas razón —añadió su abuelo poniéndose serio—, pero hay muchas personas mejores que Philby.

—Ya lo sé, pero no me refería a eso. Desde pequeña me han encantado tus historias de espías y siempre te he agradecido que fueras sincero conmigo. Me parece bien que nunca te hayas vanagloriado de haber estado con Philby en la Guerra Civil y seguro que con otros muchos espías famosos, pero para mí es un orgullo que le conocieras.

—Tampoco fue para tanto, cielo —dijo y la cabeza se le cayó hacia delante, en una competición con el sueño que le invadía.

—Estoy muy feliz de teneros a papá y a ti en mi vida. Me habéis ayudado tanto…

—Todo lo has conseguido sola.

—No sin vuestro ejemplo, vuestra rectitud, vuestras ganas de luchar y hacer el bien —dijo Ela, que cada vez que visitaba a su abuelo sentía que podía ser la última vez que le viera.

—Lo dices porque estás emocionada por el nombramiento y porque sabes que me queda poca vida. Eres un encanto, pero no te olvides de que todos cometemos errores y algunos muy graves.

—Tú no. Eres la mejor persona del mundo.

—Si no lo fuera, ¿me seguirías queriendo?

—No hay alternativa, lo siento. Eres la mejor persona del mundo.

El jefe de la saga de los Langares abandonó la conversación vencido por el sueño repentino. Ela decidió quedarse otro rato con él, contemplándole. Las arrugas no eran nada novedoso en su rostro, pero no creía que su corazón aguantara mucho más.

Su abuelo había participado en la Guerra Civil española. Era un joven militar de ideas conservadoras, que no dudó ni un momento en apoyar la sublevación de Franco. A los pocos meses de comenzar el conflicto fue destinado al Departamento de Prensa del Estado Mayor de Franco. Allí conoció a un corresponsal inglés llamado Kim Philby, con el que compartió muchos buenos momentos. Tras el final de la guerra, inició una vida dedicada por entero al espionaje. Muchos militares consideraron que había abandonado la carrera castrense y le criticaron por dedicarse a controlar la lealtad al régimen de sus propios compañeros. Como consecuencia de ese negativo estado de opinión, nunca alcanzó el generalato, porque a la hora de clasificar para el ascenso primaron a los que habían cumplido destinos guerreros en unidades como la Legión o la Brigada Paracaidista. A su abuelo no le importó, o al menos eso es lo que él decía. Siempre contaba que su vida de espía había sido mucho más apasionante que la de cualquier militar.

Ela siempre recordaría los cuentos que le contaba de pequeña antes de acostarse, que se convirtieron en historias apasionantes cuando alcanzó la adolescencia. A todos los niños les narraban aventuras de Caperucita Roja o de perros buenos que salvaban a sus amos, pero a ella le relataba cuentos de espías adaptados a su edad. Historias bonitas y tiernas de niños valientes que cuidaban en silencio de otros niños o de niños tímidos y bajitos que se la jugaban porque la libertad estaba en peligro en su país.

Ela vivió en su propio mundo hasta que a los siete años escribió una redacción de tema libre en el colegio y descubrió lo especial que era su abuelo. Contó uno de los relatos que le había narrado y la profesora le preguntó por la persona que le había explicado esa historia tan bonita. «Mi abuelito, que es militar», respondió orgullosa. Entonces, la «seño», como ella la llamaba, le inquirió sobre lo que quería ser de mayor: «Yo, militar, como mi abuelito».

Un día, cuando contaba dieciséis años, sus padres salieron a cenar y su abuelo se fue a pasar la noche con ella. Había sido su canguro desde que era pequeña y ahora que ya se podía quedar sola en casa, no se imaginaba perder la posibilidad de cenar juntos, charlar y que le relatara alguna de sus historias. Eso sin contar con que la ayudara con las matemáticas.

Esa noche hablaron de su futuro y Ela le explicó que le gustaba la historia, pero que no sabía qué estudiar. A veces le hubiera gustado ser militar, pero aunque hubieran aceptado mujeres en las Fuerzas Armadas, ella no lo sería porque su padre era muy reservado sobre su trabajo.

—Sabes perfectamente que tu padre no es un muermo. Lo que pasa es que hay militares que hablan más de su trabajo y otros que lo hacen menos. ¿Has pensado alguna vez que los que callan normalmente lo hacen porque su labor es más arriesgada?

—¿Papá es uno de esos? ¿No me cuenta detalles de su trabajo para no preocuparme?

—Quizá sí y quizá no. ¿Te has preguntado por qué no vives en una vivienda militar o por qué no estudias en un colegio con otros hijos de militares?

—No te entiendo, abuelo. Tengo dieciséis años, dentro de poco acabaré el colegio y comenzaré la universidad. Ya soy mayor para conocer las cosas, aunque me encanten tus historias de espías, como cuando era niña.

—Pues verás la que he preparado para contarte luego.

—Me muero de ganas. A veces, tras escucharte, pienso que lo que me gustaría ser es espía.

Su abuelo se quedó callado. Iba a decir algo, pero lo olvidó. Tenía una nieta lista y despierta, que había crecido sana y luchadora. Pero tenía un agujero en su vida que su padre no había cubierto.

—Te voy a contar algo, pero tienes que prometerme que nunca se lo dirás a nadie, incluido tu padre.

—¿Es algo malo, abuelo?

—No, pero, si quieres que te lo cuente, antes me lo tienes que prometer solemnemente. En esta familia, ya lo aprenderás, guardar secretos es casi lo más importante que tenemos. Un Manuel Langares nunca le cuenta a nadie lo que le ha dicho otro Manuel Langares.

—Pero yo me llamo Manuela.

—Lo mismo da Manuel que Manuela, no digas tonterías.

—Vale, abuelo, no te pongas así. Te lo prometo. Pero cuéntamelo ya, que me estás poniendo nerviosa.

—No sé si es buena idea decírtelo, pero, ¡narices!, eres mi nieta, mi única nieta, y te adoro.

—Abuelooo.

—Bueno, allá va. ¿Por qué crees que a mí me gustan tanto las aventuras de espionaje y he creado con unos amigos una asociación para hablar del asunto?

—No sé, ¿porque te gustan las novelas de espionaje?

—No me des respuestas simples, como si tuvieras seis años —señaló enfadado.

Ela pensó un momento. No entendía nada. Su abuelo la animó agitando las manos, como hacen los entrenadores, para que respondiera con rapidez.

—¿Porque has tenido amigos espías?

—Vas por buen camino. Sigue, sigue.

—Porque, porque…

A Ela le cambió el gesto y se quedó helada. Después empezó a sonreír y su abuelo le devolvió la mueca.

—Porque tú eras espía.

—Bingo, Ela, bingo.

—¿Que tú has sido espía? ¡Abuelo, Dios santo! ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque eras muy pequeña y ni tu padre ni yo hemos querido que fueras por ahí contando historias sobre este anciano.

—No digas tonterías, que no eres viejo. A ver quién tiene un canguro más divertido que yo. Y eso que mamá no se fiaba de ti al principio.

Cuando se jubiló, su abuelo se ofreció a quedarse a dormir en su casa siempre que ellos salieran. Su nuera le examinó sobre qué hacer si le pasaba cualquier cosa a la niña y no acertó ni una. Al final, se puso serio, le dijo que desde la muerte de su mujer estaba muy solo y que en realidad el que necesitaba compañía era él. A Ela le dio tanta pena que se puso a llorar suplicándole a su madre que le dejara cuidar de su abuelo.

—¿Te acuerdas cuando tu padre me hacía burla imitando a mi amigo inglés, Mike Tower? —dijo el abuelo retomando la conversación.

—Es imposible que me olvide: «Manuel hijo es un buen chico. Algún día será tan grande como su padre».

Los dos rieron con la imitación. Su padre mencionaba muchas veces a Mike, porque cuando era pequeño siempre le llevaba regalos en sus visitas a Madrid.

—Pues Mike —siguió el abuelo— también fue espía, como yo, solo que él trabajaba para su país, Inglaterra. Y, además, era amigo de Kim Philby, el famoso espía del que alguna vez te he hablado y al que conocí durante la guerra.

—Es increíble —respondió Ela haciendo aspavientos con las manos—, eres amigo de grandes espías como Philby y de un colega suyo al que conoció papá. ¿Mike no sería un doble agente y en realidad trabajaba para los rusos, como Philby?

—No lo digas ni en broma. Mike siempre ha sido leal a su país, como tu padre y yo lo somos al nuestro.

—De eso… no… me… cabe… duda —respondió, notando que algo pasaba—. ¿Por qué vinculas a papá contigo y con Mike?

—¿Por qué crees?

—Papá es militar.

—Como yo —le interrumpió su abuelo.

—Y como Mike.

—No, él no lo era.

—Pero Mike y tú fuisteis espías.

—Aunque yo nunca dejé de ser militar.

—¿Qué me quieres decir, abuelo?

—Lo sabes perfectamente.

—¿Papá también es un… espía?

—Como lo fui yo.

—Pero papá siempre ha sido militar.

—Y yo, Ela. En otros países como Inglaterra nunca ha hecho falta, pero en España los servicios secretos siempre han estado integrados por militares.

—Quiero decir que papá siempre me ha dicho que trabajaba como militar. Desde que tengo uso de razón me ha explicado que iba a un cuartel a trabajar. Después me contó que le habían destinado en el Cuartel General.

Los dos guardaron silencio. Ela bajó la mirada y sintió que la sangre le invadía ilegalmente la cabeza.

—Entonces, todos estos años papá me ha estado mintiendo.

—No te permito que digas eso —le contestó su abuelo con indignación—, porque es simple y llanamente mentira.

—Pues claro que me ha mentido. Hace años me decía que se iba de maniobras o que trabajaba en un cuartel mandando soldados. Me mentía. Me mentía una y otra vez. Me mentía, abuelo.

Ela se puso a llorar presa de los nervios. Su abuelo le iba a acariciar el pelo, pero reprimió el gesto cariñoso. Le pareció más práctico reaccionar como un agente secreto.

—No te ha mentido nunca. Lo más, no te ha contado todo lo que hacía, por tu bien y por el suyo. Cuando te decía que se iba de maniobras era porque estaba en la calle vigilando a algún peligroso agente extranjero —y puso el énfasis en «peligroso»— o a algunos españoles sospechosos que planeaban acciones contra el país. Y cuando te decía que estaba en el cuartel, quizá era un piso camuflado, pero estaba dirigiendo algún equipo que debía trabajar por la seguridad de todos nosotros. Tu padre es uno de los mejores agentes. Personas como él, que nos defienden a todos sin que conozcamos su existencia, hacen que nuestras vidas no sean horribles. Yo hice lo mismo que él: dediqué mi vida a trabajar en la oscuridad, sin que ni siquiera tu abuela supiera, cuando volvía por la noche a casa, en qué había estado ocupado.

El llanto de Ela duró poco. Las palabras de su abuelo le hicieron reaccionar, como si le hubieran echado una jarra de agua bien fría en la cabeza.

—Ya soy mayor y papá me lo debería haber contado. Soy su hija.

—No le eches la culpa a él. Si hay alguien culpable soy yo. Tu padre ha actuado siguiendo las normas que le enseñé. Yo no se lo conté hasta el día que aprobó el ingreso en la Academia General Militar. Pensé que en ese momento entendería el por qué de mi silencio. Al principio le hirió en su amor propio y estuvo sin hablarme varios meses. Un día, que nunca olvidaré, que fue el de su jura de bandera en Zaragoza, se me acercó y me dio un abrazo que casi me rompe las costillas. Cuando me tenía inmovilizado entre sus enormes brazos, me dijo: «Te quiero, papá, y estoy muy orgulloso de ti». A partir de ese día, él me contaba sus experiencias en la Academia y yo le narraba la misión en la que estaba trabajando. Todo lo que hacía en mi trabajo era secreto, pero él me pedía los detalles y yo se los daba. Incluso opinaba sobre lo que él creía que debía hacer. Desde entonces siempre fue mi confidente.

—Más tarde, papá decidió ser espía.

—Antes de que le dieran el despacho de teniente me dijo que quería serlo, pero le recomendé que primero fuera un buen militar y, si después seguía con la misma idea, yo le ayudaría a entrar en el servicio.

—Papá no me ha contado nada de eso. No confía en mí.

—Algún día lo hará, tenlo por seguro. Pero debe decidirlo él. Y cuando lo haga, porque crea que ya estás preparada, deberás actuar como si no supieras nada.

Ese día cambió la vida de Ela. Miraba a su padre con gran orgullo cuando llegaba a casa y le contaba historias de su trabajo, que ella sabía imaginadas o medio inventadas. Llegó a convertirse en una profesional de la simulación.

No tardó mucho en buscar información sobre servicios de inteligencia. El Cesid español admitía pocas mujeres, pero otros servicios occidentales las tenían en nómina desde hacía tiempo. Estudió Geografía e Historia y se especializó en África del Norte, para lo que le fueron de mucha utilidad sus conocimientos de francés e inglés.

Mientras estudiaba, su padre le contó un día, por sorpresa, que trabajaba en el Cesid. Ella estuvo enfadada por el engaño una semana, pero creyó que era tiempo más que suficiente para hacerle sufrir. Algunos meses después le informó de que cuando acabara la carrera intentaría entrar en el servicio secreto, pues estaba segura de que antes o después abrirían las puertas de par en par a las mujeres. A su padre no le gustó mucho la idea, pues sabía lo machistas que eran muchos de sus compañeros, pero no la desanimó, pues pensó que podía ser un capricho momentáneo. Dos años después de concluir la carrera y tras terminar la especialización, fue aceptada en el Cesid.

Habían pasado cerca de veinte años desde aquel día, pero Ela lo recordaba como si hubiera sido ayer. Su relación con su padre y su abuelo había sido perfecta. Ahora estaba casada y tenía un hijo. Su padre, ya viudo, y su abuelo solo les tenían a ellos.

Manuel Langares despertó de la modorra inoportuna y se encontró con que su nieta se había marchado. La conversación le había dejado mal sabor de boca, pero su nieta seguro que no se había enterado de nada. Siempre le llenaba de mimos, lo que le encantaba, pero también de piropos sobre lo buen espía que había sido, el ejemplo que era para ella y los altos principios que siempre le había transmitido.

Le martirizaba el poco tiempo de vida que le quedaba. Ela no se merecía enterarse algún día de los secretos inconfesables de su abuelo y su padre y no estar para explicárselos. Estaba convencido de que su padre no se atrevería a contarle nada de la dramática historia con Kim Philby y si ella, con lo lista que era, se enteraba, les odiaría eternamente. Él no lo podía permitir. Lo había debatido consigo mismo muchas veces. Tenía mucho que perder, pero su nieta se lo merecía todo.

—Jessi —gritó—, ¿puedes traerme la grabadora que hay sobre la mesa de mi despacho?

Pondría en riesgo la vida de alguna gente, pero Ela era una Langares y tenía derecho a saber. Él se lo contaría todo. Sería el mejor de los testamentos.