La llave rota

1

Beaumont se fue a su casa. Tomó una taza de café, fumó; leyó el periódico, una revista, la mitad de un libro… De cuando en cuando dejaba de leer y se ponía a pasear, inquieto, por las habitaciones. Ni el timbre de la puerta ni el del teléfono sonaron.

A las ocho de la mañana se bañó, se afeitó y se mudó de ropa. Luego, cuando le subieron el desayuno, se sentó a la mesa.

A las nueve se acercó al teléfono y marcó el número de Janet Henry.

—Buenos días… Sí; muy bien, gracias… Ya estamos dispuestos para los fuegos artificiales… Sí… Si su padre está ahí, podríamos empezar por pintarle la situación detalladamente… Pero ni una palabra hasta que yo llegue… Tan pronto como pueda. Ahora salgo… Perfectamente. Hasta dentro de un momento.

Dejó caer el auricular. Tenía perdida la mirada y movía las manos maquinalmente, dando palmadas o frotando la una contra la otra. Bajo el bigote se le fruncía la boca, y sus ojos eran como dos puntos oscuros. Fue al ropero y se puso el sombrero y el abrigo. Al salir de la habitación, silbaba entre dientes una tonadilla; ya en la calle, echó a andar a zancadas.

—La señorita Henry me espera —dijo a la doncella que le abrió la puerta.

—Sí, señor.

La muchacha guio a Beaumont a una habitación empapelada y llena de sol, donde el senador y su hija estaban desayunando.

Janet, poniéndose en pie en el acto, se le acercó con las manos tendidas, y exclamando alegremente:

—¡Buenos días!

El senador se levantó sin tanta precipitación, mirando a su hija con mesurada sorpresa; luego, ofreció la mano a Beaumont.

—Buenos días, señor Beaumont. Me alegro de verle. ¿Quiere usted…?

—No, gracias; he desayunado.

Janet temblaba. La emoción había arrebatado de su tez el color y, en cambio, le brillaban los ojos, dándole el aspecto de una persona entregada al uso de estupefacientes.

—Tenemos algo que decirte, padre —dijo con voz alterada y tensa—. Algo que…

Volviéndose de pronto a Beaumont, casi gritó:

—¡Dígaselo! ¡Dígaselo!

Beaumont la miró de reojo, frunciendo el entrecejo, y después volvió la vista hacia el padre. El senador permanecía en pie en el lugar que ocupaba para desayunar.

—Lo que tenemos que exponerle —dijo Beaumont—, es la prueba bastante concluyente, incluso una confesión, de que Paul Madvig ha matado a su hijo.

El senador, entornando un poco los párpados, apoyó la palma de la mano sobre la mesa.

—¿Cuál es esa prueba bastante concluyente? —preguntó.

—Pues mire usted, señor; la principal es su confesión, como es natural. Paul dice que aquella noche su hijo corrió tras él, tratando de golpearle con un grueso bastón de nudos de color castaño, y que él, al intentar arrebatárselo, tuvo la desgracia de darle un golpe. Agrega que se llevó el bastón y lo quemó, pero su hija —hizo una ligera inclinación, mirando a Janet— afirma que el bastón está en esta casa.

—Y lo está —dijo ella—. Es el que te regaló el comandante Sawbridge.

El rostro del senador parecía de mármol.

—Continúe —dijo.

—Lo que acabo de decirle echa por tierra la afirmación de Madvig de que se trató de un accidente y excluye también la atenuante de defensa propia, ya que su hijo no llevaba el bastón.

Encogiéndose de hombros ligeramente, continuó hablando:

—Esto se lo dije ayer a Farr. Al parecer, éste, a quien ya conoce usted, teme dar un paso en falso; pero creo que se va a ver obligado a detener a Paul. ¿Cómo podría evitarlo?

Janet Henry, frunciendo el ceño, miró a Beaumont como asaltada por una duda; quiso decir algo, pero, apretando los labios, guardó silencio.

El senador, después de llevarse a la boca la servilleta, la dejó sobre la mesa, al mismo tiempo que preguntaba:

—¿Existe… alguna otra prueba?

Beaumont respondió con otra pregunta en tono indiferente:

—¿No es ésa suficiente?

—Pero hay algo más, ¿no es cierto? —preguntó Janet.

—Lo demás son pequeños incidentes que confirman lo dicho —dijo Beaumont desdeñosamente.

Dirigiéndose al senador, agregó:

—Podría darle más detalles, pero ya sabe lo principal… Y es bastante, ¿no?

—¡Y tanto! —exclamó el senador, llevándose la mano a la frente—. Parece increíble, pero así son las cosas. Y ahora, si me lo permite… —y dirigiéndose a su hija, añadió—: Y tú también, hija mía. Quisiera estar solo para pensar, para concentrarme en… No, no; quédense aquí. Yo iré a mi habitación.

Con una graciosa reverencia agregó:

—Por favor, quédese, señor Beaumont. No tardaré mucho, sólo un momento, para hacerme a la idea de que ese hombre, con el cual he trabajado tan íntimamente, es el asesino de mi hijo.

E inclinándose por segunda vez, salió, rígido.

Beaumont puso sus manos sobre las de Janet, y le preguntó con voz tensa, pero no elevada:

—¿Cree usted que perderá los estribos?

Ella le miró sobresaltada.

—¿Cree usted que en un arrebato irá en busca de Paul? No; eso hay que evitarlo. ¿Quién podría predecir las consecuencias?

—No sé… —dijo ella.

Beaumont hizo un gesto de impaciencia.

—No debemos dejar que lo haga. ¿No podríamos situarnos cerca de la puerta para impedírselo, si trata de salir?

—Sí —dijo ella aterrorizada.

Guiado por la muchacha, se dirigió a una pequeña habitación casi oscura, tras las cortinas de la puerta y de las ventanas. La habitación quedaba próxima a la puerta principal. Muy cerca el uno del otro, permanecieron en pie cerca del umbral, sin cerrar del todo. Temblaban. Janet quiso decir algo a Beaumont, pero él le impuso silencio con un siseo.

No habían transcurrido muchos segundos cuando llegó a sus oídos el ruido apagado de unos pasos sobre la alfombra del vestíbulo. El senador Henry, con el sombrero y el abrigo puestos, trataba de salir apresuradamente.

Beaumont salió de su escondrijo y se le puso delante.

—Aguarde, senador Henry.

El senador, deteniéndose, le contempló con ojos duros, fríos, imperiosos.

—Discúlpeme —dijo—. Tengo que salir.

—Es inútil —le dijo Beaumont—. Sólo conseguiría un nuevo disgusto.

Janet, colocándose al lado de su padre, suplicó:

—No vayas, padre. Escucha al señor Beaumont.

—Ya le he escuchado. De buen grado le escucharía una vez más, si tuviese algo nuevo que decirme. En otro caso, he de pedirle que me dispense.

Mirando a Beaumont, agregó sonriente:

—Debo obrar de acuerdo con lo que acaba de decirme.

Beaumont clavó en el senador su mirada impasible.

—Creo que no debe ir a verle —dijo.

El senador, sin contestar, le miró con altivez.

—Pero ¡padre…! —comenzó a decir Janet.

La mirada con que la atravesó el senador no la dejó continuar.

Beaumont parecía sentirse violento; se había puesto ligeramente colorado y carraspeaba con una tosecilla nerviosa. De pronto, decidiéndose, estiró el brazo izquierdo, y su mano palpó uno de los bolsillos del abrigo del senador. Éste retrocedió indignado.

—¡Eso no está bien! —exclamó Beaumont con vehemencia, mirando a Janet—. Lleva un revólver en el bolsillo.

—¡Padre! —gritó Janet, llevándose la mano a la boca.

—Bien —dijo Beaumont—; pues como dos y dos son cuatro, le aseguro que de aquí no sale usted con ese revólver.

—¡No se lo permita usted, Beaumont! —exclamó la muchacha.

El senador les lanzó una mirada llena de sarcasmo.

—¡Creo —exclamó— que ambos han perdido la cabeza! ¡Janet, vete inmediatamente a tu habitación!

La muchacha, contrariada, retrocedió dos pasos; pero luego, deteniéndose, gritó:

—¡No me da la gana! No consentiremos que hagas eso. ¡Beaumont, no le deje salir!

—Pierda cuidado —le dijo Beaumont.

Pero el senador, mirándole fríamente, puso la mano en la empuñadura del picaporte. Entonces Beaumont, asiendo a su vez la mano del senador, le dijo con acento respetuoso y firme:

—Escuche, señor. No puedo permitir que salga usted de aquí; obro con arreglo a mis atribuciones.

Y retirando la mano que asía la del senador, la introdujo en el bolsillo de su propia americana y sacó un papel muy sucio y arrugado.

—Aquí tiene usted —le dijo, mostrando el papel al senador— mi nombramiento de agente del fiscal. Que yo sepa, tiene aún fuerza legal y, como representante de la autoridad, no puedo permitir que intente usted matar a nadie.

El senador no se dignó mirar el documento.

—Lo que usted quiere —dijo despectivamente— es salvar la vida de un asesino amigo suyo.

—Ya sabe usted que eso no es cierto.

—¡Basta! —gritó el senador, irguiéndose en toda su estatura.

Poniendo otra vez la mano en el picaporte, lo hizo girar.

—¡Un paso más —exclamó Beaumont— y le detengo a usted!

—¡Por Dios, padre! —gritó Janet en tono suplicante.

Henry y Beaumont, mirándose a los ojos, respiraban ruidosamente. El senador fue el primero en hablar.

—¿Querrás dejarnos un momento, hija mía? —le dijo a Janet.

—Sí —contestó ella, después de mirar a Beaumont y de recibir la aprobación de éste—; pero has de estar aquí cuando yo vuelva.

—Estaré —contestó el padre, sonriendo.

Ambos hombres siguieron con la vista a Janet. Esta, bajo el dintel de la puerta, se volvió a mirarlos; luego siguió andando y desapareció.

—No sabía yo —dijo el senador con triste acento— que tuviese usted tal influencia sobre mi hija. Jamás la he visto tan…, testaruda.

Beaumont, sonriendo, se abstuvo de contestar.

—¿Desde cuándo sucede así?

—¿Se refiere a nuestra colaboración para descubrir al asesino? Mi intervención data de dos días. Su hija está investigando desde el primer momento. Siempre ha creído que el culpable era Paul.

—¿Cómo? —preguntó el senador, quedándose con la boca abierta.

—Sí; siempre ha creído que Paul fue el autor del crimen. Le odia con sus cinco sentidos…, y le ha odiado siempre.

—¡Dios mío, eso no es cierto!

Beaumont contempló a Henry con curiosidad.

—¿No lo sabía usted?

—Venga conmigo —dijo el senador, resoplando.

Se metieron en el gabinete donde Janet y Beaumont habían acechado al senador. Éste encendió las luces, y Beaumont cerró la puerta. En pie ambos, se encararon.

—Señor Beaumont, quiero hablarle de hombre a hombre. ¿No puede usted prescindir por un momento de su… cargo oficial?

—Sí; el fiscal ya se habrá olvidado del nombramiento.

—Eso creo. Y ahora, señor Beaumont, ¿cree usted que, aun no siendo yo sanguinario, puedo dejar impune…?

—Ya le he dicho —interrumpió Beaumont— que la autoridad se encargaría de detener a Paul. No puede escaparse; las pruebas son concluyentes y todo el mundo lo sabe.

El senador sonrió, frío como el hielo.

—Usted y yo conocemos la política lo bastante para saber que a Paul Madvig no le pasará nada. ¿No lo cree así?

—No; Paul está derrotado. Todos le traicionan. Lo único que aún los contiene es el hábito de saltar cada vez que Paul hace restallar su látigo; necesitan armarse de valor.

—¿Me permite que disienta? —preguntó el senador, sonriendo cortésmente—. No se ofenda si le recuerdo que llevo en la política más años que los que tiene usted de vida.

—Desde luego.

—Por eso le aseguro que esa gente nunca decidirá, por mucho tiempo que lo piensen. Paul es el amo, pese a las incidentales rebeliones, y continuara siéndolo.

—No estoy de acuerdo con usted por completo. Paul ya no es quien era.

Luego, frunciendo el ceño, agregó:

—Pero volvamos al asunto del revólver. Mejor será que me lo dé.

Adelantó la mano. El senador se llevó la suya al bolsillo, y Beaumont, dando un paso hacia él, le cogió por la muñeca, exclamando enérgicamente:

—¡Démelo!

Hubo una corta lucha, durante la cual una silla se vino al suelo; pero al fin Beaumont se apoderó del revólver, niquelado y pasado de moda, arrancándoselo al senador. Se lo guardaba ya, cuando apareció Janet, pálida y descompuesta.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—No ha querido atender a razones y he tenido que quitarle el arma.

El senador, respirando anhelante y con la cara estremecida por un temblor nervioso, dio un paso hacia Beaumont.

—¡Largo de mi casa! —gritó con voz enronquecida.

—¡No saldré de aquí! —exclamó Beaumont colérico.

Y cogiendo de un brazo a Janet bruscamente, le ordenó:

—¡Siéntese y escuche!

Luego, volviéndose al senador, le dijo:

—Usted se lo ha buscado y me va a oír. Siéntese también, porque tengo mucho que decirle.

Pero ninguno de los dos se sentó. Ambos miraban a Beaumont; ella, aterrorizada; el padre, furioso; los dos estaban blancos como el papel. Entonces Beaumont exclamó, dirigiéndose al senador:

—¡Usted fue quien mató a su hijo!

El senador Henry no se movió; su expresión permaneció inmutable. Janet Henry, durante largo rato, se quedó tan quieta como su padre. Pero de pronto, su rostro tomó una indecible expresión de horror y lentamente se dejó caer, sentándose en el suelo, sosteniéndose con una mano y mirando alternativamente a Beaumont y a su padre. Ni el uno ni el otro fijaron en ella su atención.

—Y ahora —continuó Beaumont, dirigiéndose al senador— quiere usted matar a Paul para que no pueda acusarle. Usted sabe que nada le sucedería, fingiéndose un buen caballero vengador a la antigua usanza, si puede representar para el público la comedia que acaba de poner en escena ante nosotros. Hizo una pausa. Luego prosiguió:

—Usted sabe que si detienen a Paul no seguirá callando para encubrirle a usted, porque no se resignará a que Janet le tenga por asesino de su hermano. ¡Bonita jugarreta la que iba usted a hacerle! Voy a repetirle lo ocurrido y no creo equivocarme mucho: al saber Taylor que Paul había besado a su hermana, salió corriendo tras él; llevaba puesto su sombrero, aunque el detalle no tiene importancia, y su mano empuñaba un bastón de nudos. De pronto, pensó usted en el perjuicio que iba a sufrir su ansiada reelección…

—Tonterías —interrumpió el senador—. Mi hija está por encima de esas cuestiones…

—¡Sí; tonterías! —exclamó Beaumont, riendo sin consideración—. Y también es una tontería el hecho de que usted se haya llevado a casa el bastón, después de haber matado a Taylor, y otra tontería, la de ponerse su sombrero; porque había salido usted destocado… Todo es tontería, pero esto es lo que va a echarle la soga al cuello.

—¿Y qué me dice de la confesión de Paul? —preguntó el senador en tono sarcástico.

—Va usted a saberlo —dijo Beaumont, sonriendo—. Janet, llama por teléfono a Paul y dile que venga enseguida. Cuando sepa que tu padre iba a buscarle llevando un revólver, veremos lo que nos dice.

Janet se agitó, pero sin llegar a levantarse del suelo.

—Es ridículo —dijo el senador—. No se hará nada de eso.

—¡Telefonea, Janet! —repitió Beaumont en tono perentorio.

La muchacha se puso en pie; con expresión absorta, y, sin hacer caso de las protestas de su padre, se acercó a la puerta.

Entonces el senador cambió de tono:

—Aguarda, hija mía.

Y volviéndose a Beaumont:

—Quisiera hablar otra vez a solas con usted.

Pero Janet, al oírle, se volvió desde la puerta y exclamó resueltamente:

—Le hablarás, pero yo estaré presente. Tengo perfecto derecho.

—Tiene razón —asintió Beaumont.

—Pero ¡hija! —dijo el senador—. Estoy tratando de evitarte un mal rato.

—No me importan ya los malos ratos —dijo ella con un hilo de voz—. Quiero saberlo todo.

—En ese caso —dijo el padre con un ademán expresivo—, no diré nada.

—Llama a Paul, Janet —dijo Beaumont.

Pero, antes de que ella pudiera moverse, el senador alzó una mano para impedirle que se acercara al teléfono.

—No, no vayas; hablaré. Voy a decirle a usted, Beaumont, lo que ocurrió exactamente; luego le pediré un favor que no podrá negarme. Sin embargo…

Hizo una pausa, enjugándose el sudor de las manos con un pañuelo. Miró a su hija y agregó:

—Hija, ya que quieres oírlo, cierra la puerta.

Así lo hizo Janet; luego se sentó en una silla, inclinando el cuerpo hacia delante, tensos los músculos de la cara.

El senador, aún con el pañuelo en las manos, dobló los brazos detrás de la espalda y miró a Beaumont sin rencor. Comenzó a hablar:

—Aquella noche —dijo— corrí tras Taylor porque no quería que en su excitación me robase la amistad de Paul. Los alcancé en China Street. Paul le había arrebatado el bastón. Ambos, al menos por parte de Taylor, reñían acaloradamente. Rogué a Paul que nos dejara solos a mi hijo y a mí; así lo hizo, entregándome el bastón antes de marcharse. Entonces Taylor me dijo cosas que ningún hijo diría a su padre y, acompañando la acción a la palabra, se precipitó contra mí para que le dejara el paso libre, con objeto de perseguir a Paul. Yo no sé exactamente lo que en aquel momento ocurrió; sólo sé que mi hijo, al recibir un bastonazo, cayó, rompiéndose la cabeza contra el bordillo. En aquel instante, Paul, que no se había alejado gran cosa, se acercó a mí y ambos pudimos comprobar que Taylor había muerto en el acto. Paul se empeñó en que dejáramos allí el cadáver, negando nuestra participación en el suceso para evitar el escándalo en vísperas de las elecciones; yo me dejé convencer. Fue Paul quien recogió del suelo el sombrero de mi hijo e hizo que yo me lo pusiese para regresar a casa, ya que había salido de ella con la cabeza descubierta. Aseguré que detendría toda investigación policiaca, si en algún caso nos amenazase de cerca. Más tarde, precisamente la semana pasada, alarmado por los rumores que le atribuían la muerte de Taylor, fui a verle para preguntarle si no haríamos mejor en afrontar los hechos. Él, riéndose de mis temores, me contestó que se bastaba para dominar la situación. Esto fue lo ocurrido.

Al terminar su relato se enjugó la frente con el pañuelo. Janet, entre sollozos, exclamó con voz ahogada:

—¡Y fuiste capaz de dejarle allí, tendido en medio de la calle!

Él, encogido, retrocedió, pero no dijo nada. Tras un momento de silencio, Beaumont le miró con sarcasmo.

—Buen discurso electoral —dijo—, con una dosis de la verdad.

Luego agregó:

—¿Qué favor quería pedirme?

El senador miró al suelo y después, levantando la cara, le dijo:

—Eso se lo diré a usted solo.

—No.

—Perdón, hija mía —dijo Henry a Janet—. He dicho la verdad, pero me doy cuenta de la situación en que me he colocado. El favor que pido es que me sea devuelto el revólver y que me dejen solo cinco minutos…, un minuto, en esta habitación.

—No —repitió Beaumont.

El senador se llevó al corazón la mano que sostenía el pañuelo.

—A lo hecho, pecho —dijo Beaumont.

2

Beaumont se acercó a la puerta de salida acompañado por Farr, la taquígrafa canosa, dos agentes de policía y el senador.

—¿No viene con nosotros? —le preguntó Farr.

—No; pero iré a verle.

Farr, con los aspavientos de costumbre, exclamó:

—Venga, venga pronto. Me da usted algunos sustos, pero no le guardo rencor cuando toco los resultados.

Beaumont, sonriendo, saludó cerrando la puerta. Subió al primer piso, a la habitación de blancas paredes donde estaba el piano. Al entrar vio a Janet, que se levantó del sofá de brazos en forma de lira.

—Ya se han ido —dijo él, como poniendo punto final a los hechos consumados.

—¿Sí?

—Le han arrancado una declaración completa… con más detalles de los que nos comunicó a nosotros.

—¿Me dirás toda la verdad, Ned?

—Sí —prometió Beaumont.

—¿Qué…, qué le ocurrirá ahora?

—Poca cosa, probablemente. Su edad, su posición y las circunstancias, le servirán de mucho. Seguramente que, una vez convicto, la causa dormirá o será sobreseída.

—¿Crees que fue un accidente?

Beaumont hizo un ademán negativo, mirándola fríamente. Luego, hablando con brutal franqueza, le dijo:

—Creo que al temer que su propio hijo iba a echarle a perder las posibilidades de ser reelegido, se le subió la sangre a la cabeza.

Ella, retorciéndose los dedos, permaneció muda. Después, tartamudeando, preguntó:

—¿Iba… a… ma… matar a Paul?

—Desde luego. Esperaba, sin duda, despertar simpatías como padre que venga la muerte del hijo. Sabía que Paul, de ser detenido, no seguiría fingiendo para salvarle. Paul guardaba silencio y le apoyaba sólo por ti. Si se declaraba culpable, sabía que tendría que renunciar a la boda proyectada. Por los demás, no le importaba, pero de haber sabido antes que tú le creías un asesino, hubiese declarado la verdad.

Janet sollozaba.

—Le odiaba —dijo—, y después de haberle acusado erróneamente sigo odiándole. ¿Por qué será, Ned?

—No me plantees enigmas —replicó él con un ademán impaciente.

—Y, en cambio, a ti, que me has engañado, que me has dado este terrible disgusto…, no puedo odiarte.

—Más enigmas.

—¿Desde cuándo, Ned…, desde cuándo sabías lo de mi padre?

—No puedo decirlo. Hace mucho que lo barruntaba; es lo único que podía explicarme la locura de Paul. Si él hubiese matado a Taylor, me lo hubiera dicho antes. ¿Por qué me lo iba a ocultar? Él sabía que a mí no me gustaba tu padre; bien claramente se lo hice saber. Y también que yo sería incapaz de traicionarle. Por eso, cuando le dije que iba a poner en claro lo ocurrido, a pesar de sus informes, me hizo una confesión falsa con objeto de paralizar mi acción.

—¿Y por qué no te gustaba mi padre?

—Porque me revientan los chulos —dijo Beaumont en tono desdeñoso.

Ella, enrojeciendo, bajó los ojos.

—Entonces yo no te gusto porque…

Beaumont no despegó los labios. Ella, excitada, gritó:

—¡Contéstame!

—A ti no tengo nada que reprocharte…, excepto tu comportamiento con Paul. Todos habéis sido venenosos para él. He querido hacértelo comprender; quise hacerte ver que tanto tú como tu padre le considerabais un ser inferior, a quien se puede tratar con la puntera del zapato. Quise hacerte entender que tu padre, hombre acostumbrado a triunfar sin gran esfuerzo, al encontrarse en un aprieto, perdería la cabeza o se convertiría en una fiera. Pero… como Paul estaba enamorado de ti…

De pronto interrumpió su discurso, apretó las mandíbulas y se encaminó al piano.

—Tú me desprecias —dijo ella con amargura—. Me tienes por una…, mujer sin moral.

—Yo no te desprecio —dijo él irritado y sin mirarla—. Lo que has hecho, lo has pagado; lo mismo nos ocurre a los demás.

Se hizo un silencio.

—Ahora —dijo ella al fin—, tú y Paul seguiréis siendo amigos.

Beaumont, junto al piano, se volvió rápidamente, como quien está a punto de saltar, pero consultó su reloj de pulsera y se limitó a decir:

—Tengo que decirle adiós a Paul.

—Pero… ¿te vas de la ciudad?

—Puedo coger el tren de las cuatro y media.

—¿Para siempre?

—Sí; si puedo librarme de comparecer en todos esos procesos; no creo que sea difícil.

Janet, en un arranque impulsivo, extendió hacia él los brazos, exclamando:

—¡Llévame contigo!

Beaumont la contempló, parpadeando.

—¿De verdad quieres venir conmigo, o se trata de un… capricho pasajero?

Janet se puso roja hasta la raíz del pelo. Antes de que pudiera replicar una sola palabra, Beaumont prosiguió:

—Pero, sea como sea, te llevaré.

Luego, frunciendo el entrecejo y señalando con un movimiento circular de la mano los objetos que los rodeaban, preguntó:

—Y… de todo esto, ¿quién va a cuidarse?

—No me importa… Nuestro acreedores.

—Debes tener en cuenta otra cosa. Todo el mundo dirá que a la primera contrariedad, abandonas a tu padre.

—Sí; le abandono y deseo además que la gente lo sepa. Si me llevas contigo, nada me importa lo que dirán. ¡No obraría yo así si mi padre no hubiese abandonado a Taylor en medio de la calle!

—Dejemos ahora eso —dijo Beaumont bruscamente—. Si vas a venir, haz tu equipaje. Sólo lo que quepa en un par de maletas. Quizá más adelante podamos mandar por lo demás.

Janet, soltando una risa estridente e inoportuna, salió corriendo de la habitación. Beaumont, encendiendo un cigarro, se sentó al piano y, dejando correr los dedos sobre el teclado, le arrancó una suave melodía. Al regresar, Janet llevaba un sombrero y un abrigo negros; de sus manos colgaban dos maletas.

3

Fueron a casa de Beaumont en un taxi. Durante el recorrido permanecieron silenciosos, excepto en una ocasión, al decir ella:

—No te acabé de explicar que, en aquel sueño, la llave era de cristal. Se quebró en nuestras manos apenas conseguimos abrir la puerta, porque la cerradura estaba oxidada y tuvimos que forzarla.

—¿Y qué? —preguntó él, mirándola de reojo.

—Que no pudimos evitar la entrada de las serpientes —dijo ella, estremeciéndose—. Se nos echaron encima, y entonces desperté dando gritos.

—Fue sólo un sueño. Olvídalo —replicó él, sonriendo sin ganas.

Se detuvo el taxi frente a la casa y subieron. Ella se ofreció a ayudarle a hacer el equipaje.

—No; yo lo haré. Siéntate y descansa. Tenemos una hora hasta la salida del tren.

Janet, obedeciendo, ocupó una de las sillas rojas.

—¿Adónde vas…, adónde vamos? —preguntó con timidez.

—En primer lugar, a Nueva York.

Había terminado de preparar una de las maletas cuando sonó el timbre de la puerta.

—Mejor será que te metas en el dormitorio —dijo Beaumont.

Así lo hizo Janet; él le llevó los bolsos de mano y, cerrando la puerta de la alcoba, se acercó a la de salida. Al abrirla, apareció Madvig.

—Vengo a decirte que estabas en lo cierto; ahora lo comprendo.

—No viniste anoche.

—No; aún seguía obstinado. Llegué a casa en cuanto tú saliste.

—Pasa —dijo Beaumont, apartándose del umbral.

Al entrar, Madvig vio inmediatamente las maletas, pero dejó vagar los ojos por el resto de la habitación durante unos momentos antes de preguntar:

—¿De viaje?

—Sí.

Madvig se sentó en la silla que había ocupado Janet. Parecía cansado y los rasgos de su cara denunciaban su edad.

—¿Cómo está Opal? —preguntó Beaumont.

—Muy bien; ¡pobrecilla! Ahora se pondrá mejor.

—Tú has tenido la culpa de su disgusto.

—¡Ya lo sé, Ned! ¡Ya lo sé!

Estirando las piernas, Madvig se miraba los zapatos.

—No creas —dijo— que me siento orgulloso de mí mismo.

Hizo una pausa y añadió:

—Creo que a Opal le gustaría decirte adiós.

—Tendrás que despedirme de ella y de tu madre. Salgo en el tren de las cuatro y media.

Los ojos azules de Madvig se elevaron, nublados por la angustia.

—¡Cuánta razón tenías, Ned! —exclamó con voz enronquecida—. ¡Bien lo sabe Dios!

Volvió a guardar silencio, mirándose los zapatos.

—¿Qué piensas hacer —le preguntó Beaumont— con esos satélites de dudosa lealtad? ¿Darles el pasaporte? ¿O se lo han tomado ellos?

—¿Te refieres a Farr y a las demás ratas?

—¡Hum! —afirmó Beaumont entre dientes.

—Voy a darles una buena lección.

Madvig hablaba resueltamente, pero sin entusiasmo.

—Me costará cuatro años, pero emplearé todo ese tiempo en hacer una buena limpieza para quedarme con una organización estable.

—¿Vas a deshacerte de ellos aprovechando las elecciones?

—Voy a hacerlos saltar por la ventana. Shad ha muerto. Utilizaré su equipo de personal en los cuatro años venideros. No me inspira confianza ninguno de ellos, pero cuando afirme mi autoridad, largaré el lastre.

—Ahora podrás triunfar.

—Sí; pero no quiero que en el triunfo me acompañen esos sinvergüenzas.

Beaumont hizo un ademán de asentimiento.

—La cosa requiere paciencia y energía —dijo—, pero es el mejor medio de salir del paso; estoy seguro.

—Paciencia y energía son mis únicas cualidades —dijo Madvig con tristeza—. Nunca fui hombre de talento.

De pronto, dejó de mirarse los zapatos y desvió la vista hacia la chimenea.

—¿Es necesario que te vayas, Ned? —preguntó con voz apenas perceptible.

—Sí; lo es.

Madvig tosió con violencia antes de hablar.

—No sé si diré una tontería, Ned, pero sea cual fuere el camino que emprendas, no quisiera que me guardases rencor.

—No te guardo rencor, Paul.

Madvig, levantando la cabeza con un movimiento vivo, le preguntó:

—¿Quieres darme la mano?

—Claro que sí.

Poniéndose en pie de un salto, Madvig tomó en la suya la mano de Beaumont y la apretó hasta hacerle crujir los huesos.

—No te vayas, Ned. Quédate a mi lado. Dios sabe la falta que me haces. Yo haría todo lo posible por compensar…

—Nada tienes que compensar, Paul —replicó Beaumont con un ademán negativo.

—¿Te quedarás?

—No puedo —contestó Beaumont, repitiendo los movimientos de cabeza—. Tengo que irme.

Madvig le soltó la mano, dejándose caer en la silla.

—¡Me lo tengo merecido! —exclamó con desaliento.

Beaumont hizo un gesto de impaciencia.

—Mi resolución es inquebrantable.

Hizo una pausa, se mordió el labio inferior, y luego, hablando con rapidez, dijo:

—Janet está aquí.

Madvig se le quedó mirando con los ojos muy abiertos. En aquel momento, Janet Henry, abriendo la puerta del dormitorio, entró en el gabinete. Mantenía la cabeza erguida, pero su cara estaba pálida y demacrada. Acercándose a Madvig, dijo:

—¡Cuánto daño te hice, Paul! Yo…

Él se quedó blanco al verla, pero repentinamente se le puso la cara congestionada.

—No, Janet —dijo con voz ronca—. Nada de lo que tú hayas hecho…

El resto de sus palabras fue sólo un murmullo ininteligible. La muchacha, anhelante, retrocedió unos pasos.

—Janet se viene conmigo —dijo Beaumont.

Madvig, con la boca abierta, miraba alelado a Beaumont, mientras la sangre que le había acudido al rostro refluía de nuevo al corazón. Pálido como la cera, musitó unas frases, de las cuales sólo pudo oírse la palabra «suerte». Después, torpemente, giró sobre los talones, se acercó a la puerta y, dejándola abierta, salió.

Janet Henry miraba a Ned Beaumont. Él tenía los ojos fijos en la puerta.