Después de haberse marchado Janet Henry, Beaumont llamó por teléfono a Jack Rumsen.
—¿Puedes pasarte por aquí, Jack? —le preguntó—. Bien; hasta ahora.
Cuando Jack llegó a casa de Beaumont, éste estaba ya vestido. Se sentaron frente a frente, con sendos vasos de whisky y agua mineral; Beaumont fumaba un cigarro; Jack Rumsen, un cigarrillo.
—¿Sabes —preguntó Beaumont— que Paul y yo hemos reñido?
—Sí —contestó Jack, indiferente.
—¿Qué piensas de ello?
—Nada. Cuando la otra vez sucedió lo mismo, resultó una añagaza de O’Rory.
Beaumont sonrió como si hubiese esperado aquella respuesta.
—¿Y si yo te dijera que ahora es verdad?
Rumsen, sin dejar traslucir su pensamiento, permaneció mudo.
—Pues así es —continuó Beaumont, y acto seguido tomó un sorbo de su copa—. ¿Cuánto te debo? —añadió.
—Treinta pavos por la faena de la chica de Madvig. Lo demás ya me lo has pagado.
Beaumont sacó un puñado de billetes de uno de los bolsillos del pantalón y, apartando tres de diez dólares cada uno, se los entregó a su amigo.
—Gracias —dijo éste.
—Ahora estamos en paz —dijo Beaumont.
Aspirando una bocanada de humo, lo dejó escapar mientras decía:
—Necesito que me hagas otro trabajo. Quiero averiguar la intervención de Paul en la muerte de Taylor Henry. Él me confesó que era su autor, pero necesito alguna prueba más. ¿Quieres ayudarme?
—No —dijo Jack.
—¿Por qué no?
El muchacho se levantó y dejó la copa vacía sobre la mesa.
—Paul se tambalea —dijo Beaumont tranquilamente—. Su gente se dispone ya a abandonarle. Farr y Rainey están…
—Que hagan lo que les parezca. Yo no quiero nada con esa pandilla, y cuando vea que le derrotan lo creeré. Quizá consigan asestarle un par de golpes, pero derribarle es otra cosa. Te consta que él tiene más agallas que todos los demás juntos.
—Sí que las tiene, y eso es lo que le pierde. Bueno…; si no quieres, déjalo.
—No; no quiero —dijo Jack, recogiendo su sombrero—. Otra cosa cualquiera, bien; pero eso…
Hablando así hizo un ademán de renunciar definitivamente. Beaumont se puso en pie sin mostrarse resentido.
—Ya me parecía que pensarías de ese modo —dijo.
Pasándose la uña del pulgar por el bigote, añadió con aire pensativo:
—Quizá puedas contestarme a esto: ¿tienes idea de dónde podría encontrar a Shad?
—Desde que por tercera vez le cerraron el establecimiento, cuando murieron los dos policías, anda muy escondido, aunque contra él personalmente, al parecer, no hay nada.
Luego se quitó el cigarrillo de la boca para preguntar:
—¿Conoces a Whisky Vassos?
—Sí.
—Es posible que él pueda orientarte. Anda por ahí. Quizá puedas encontrarle por la noche en casa de Tim Walker, en Smith Street.
—Gracias, Jack; lo intentaré.
—Muy bien —dijo Jack, y después, titubeando, agregó—: No sabes bien cuánto siento que hayas roto con Madvig. Quisiera…
Sin terminar la frase se dirigió hacia la puerta.
—Tú ya sabes lo que haces —dijo a guisa de despedida.
Beaumont se encaminó al despacho del fiscal del distrito. Esta vez no tuvo la menor dificultad para ser admitido.
Farr, al verle, no se levantó ni le ofreció la mano.
—¿Qué tal, Beaumont? —se limitó a decir—. Siéntese.
La voz era fría y cortés; la cara no estaba tan roja como de ordinario. La mirada era tranquila y dura.
Beaumont tomó asiento, cruzando las piernas con naturalidad.
—Quiero contarle a usted lo ocurrido entre Paul y yo cuando el otro día salí de aquí.
—¡Ah!, ¿sí? —preguntó Farr en actitud correcta, pero helada.
—Dije a Paul que le había encontrado a usted influido por el pánico.
Siempre sonriendo, con la mejor de sus sonrisas, Beaumont hablaba como quien refiere una anécdota divertida, pero sin importancia.
—Le dije —prosiguió— que estaba usted sacando fuerzas de flaqueza para atribuirle el asesinato de Taylor Henry. Él, al principio, no me creyó, pero cuando le expuse que, en mi opinión, el único modo de salvarse era descubrir al verdadero asesino, me contestó que eso no podía hacerlo, porque el homicida era él, aunque por accidente, en defensa propia o algo así.
Farr, con la cara contraída, estaba pálido, pero no dijo nada.
—¿No le molesto? —preguntó Beaumont, alzando las cejas.
—Continúe —replicó fríamente el fiscal.
Beaumont, echando hacia atrás la silla, sonrió burlón.
—Se figura que me estoy riendo de usted, ¿verdad? Cree que le engaño.
Farr movió la cabeza negativamente.
—Usted, Farr, es un pobre hombre —agregó Beaumont.
—Escucho con mucho gusto —dijo Farr— cuanto quiera decirme, pero estoy muy ocupado; le ruego, por tanto…
Beaumont soltó una carcajada.
—Muy bien —replicó sin dejarle terminar—. Ya me figuré que quería esta declaración por escrito y firmada, y así voy a hacerla.
—Perfectamente —dijo Farr.
Apretó uno de los timbres instalados en la mesa del escritorio y se presentó enseguida una mujer de pelo canoso.
—El señor Beaumont quiere dictar una declaración —le dijo Farr.
—Sí, señor —contestó ella.
La mujer puso sobre la mesa un cuaderno de notas y con un lápiz plateado en la mano se quedó mirando a Beaumont con sus ojos castaños e inexpresivos. Beaumont tomó la palabra:
—Ayer tarde, en su despacho de la Nebel, Paul Madvig me dijo que había cenado en casa del senador Henry la noche en que mataron a Taylor Henry; que él y Taylor tuvieron un disgusto; que cuando hubo salido de la casa, este último corrió tras él, alcanzándole y tratando de golpearle con un bastón de nudos; que al intentar apoderarse del bastón de Taylor, por accidente, le dio un golpe en la cabeza, derribándole; que después se llevó el bastón y lo quemó. Me dijo también que la única razón de haber ocultado su intervención en la muerte de Taylor fue el deseo de que Janet Henry no se enterase. Y nada más.
—Póngalo a máquina enseguida —dijo Farr a la taquígrafa.
La mujer salió del despacho.
—Yo creí que estas noticias le emocionarían, Farr.
Farr estaba muy serio; pero Beaumont, sin sentirse cohibido, continuó hablando:
—Creí que por lo menos haría usted venir a Paul para ponerle frente a mi declaración.
El fiscal replicó en tono firme y cortés:
—Le ruego que no intervenga en lo que es de mi incumbencia.
Beaumont se echó a reír otra vez, pero guardó silencio hasta que la taquígrafa volvió con la declaración puesta en limpio a máquina.
—¿Tengo que prestar juramento? —preguntó entonces.
—No; con firmar basta —dijo Farr.
Beaumont estampó su firma.
—La cosa no ha resultado tan divertida como me figuraba —dijo en tono de burlona lamentación.
—No —dijo Farr con la boca contraída—; creo que la cosa no es para reír.
—Es usted un pobre hombre lleno de timidez, Farr —volvió a decirle Beaumont—. Tenga cuidado con los taxis al cruzar la calle.
Haciendo una inclinación de cabeza, agregó:
—¡Hasta la vista!
Una vez fuera del despacho, retorció los labios con ira.
Aquella misma noche Beaumont llamó al timbre de una oscura casa de tres pisos de Smith Street. Un hombre bajito, de cabeza pequeña y anchos hombros, abrió la puerta unos dedos.
—¡Ah!, ¿es usted? —dijo.
Y dejó franco el paso.
—Hola —saludó Beaumont.
Se adentró en un oscuro pasillo, despreciando dos puertas cerradas a mano derecha, y abrió otra, a la izquierda. Descendió por unos escalones de madera hasta el sótano. En el mostrador sonaba suavemente un aparato de radio.
Más allá del mostrador se veía una puerta de vidrio pulido con el rótulo: «Tocador». En aquel momento se abría esta puerta, y en el local entraba un individuo moreno con un aire de afectación indefinido, que no podría decirse si provenía del modo de alzar los anchos hombros, de la longitud desmesurada de los brazos, del aplastamiento de su nariz, o quizá de la curvatura de las piernas. Era Jeff Gardner.
Al ver a Beaumont, brillaron sus ojillos congestionados.
—¡Me valga Cristo, pero si tenemos aquí al pim-pam-pum de Beaumont! —exclamó a gritos, mostrando la dentadura postiza en una sonrisa espantosa.
Todo el mundo se volvió a mirarlos.
—¡Hola, Jeff! —dijo Beaumont.
Jeff se le acercó contoneándose, y echándole jactanciosamente por encima el brazo izquierdo, con su mano derecha alzó la correspondiente de Beaumont, y se dirigió a la concurrencia en tono jovial:
—¡Os presento al tipo en quien he probado mis nudillos hasta despellejarlos!
Arrastró luego a Beaumont hasta el mostrador y exclamó:
—Bebamos un poco y después os enseñaré cómo se hace eso. ¡Os juro que lo vais a ver!
Acercó su cara a la de Beaumont y le preguntó clavando en él los ojos:
—¿Qué dices tú a eso, buen mozo?
Beaumont, sin apartar la cara, le miró imperturbable.
—¡Venga un whisky! —dijo.
Jeff, muerto de risa, habló otra vez para los espectadores:
—¿No os lo decía? ¡Le gusta! Es un… —titubeó frunciendo el ceño, y al fin, encontrando la palabra, prosiguió—: Un masoquista. ¡No lo sabéis bien! ¿Y tú?
—Yo, sí —dijo Beaumont.
Jeff pareció desconcertarse un poco.
—Rye —pidió al mozo del bar.
Cuando les hubieron servido las copas, soltó la mano de Beaumont, manteniéndole aún abrazado. Bebieron. Jeff dejó la copa y agarró con una mano la muñeca de Beaumont.
—Arriba tengo una habitación que ni pintada para nosotros —dijo—. Es tan pequeña que no podrás caer y podré correrte a puñetazo limpio a lo largo de las paredes. Así no perderé el tiempo levantándote del suelo.
—Te convido a una copa —dijo Beaumont.
—No es mala idea —concedió Jeff.
Volvieron a beber. Cuando Beaumont hubo pagado, Jeff le empujó hacia la escalera.
—Perdón, muchachos —dijo a los demás clientes—, pero tenemos que ensayar el espectáculo.
Dio unos golpecitos en el hombro de Beaumont y añadió jocoso:
—Yo y mi novia, que está arriba.
Subiendo de dos en dos los peldaños, entraron en un pequeño local, donde se amontonaban un sofá, un par de mesas y media docena de sillas. Sobre una de las mesas había unas copas vacías y unos platos con restos de bocadillos.
Jeff, casi sin ver, paseó la mirada alrededor, preguntándose:
—¿Adónde demonios habrá ido esa chica?
Soltando después a Beaumont, le dijo:
—Tú tampoco ves aquí a mi novia, ¿verdad?
—No.
Jeff sacudió la cabeza, como lamentándose, y exclamó:
—¡Se ha marchado!
Luego, dando un paso vacilante, apretó primero el timbre y luego se inclinó cómicamente y, con fingido ademán caballeresco, señaló una silla.
—¡Sentaos, caballero! —exclamó con lengua estropajosa.
Beaumont tomó asiento frente a la menos sucia de las mesas.
—Escoge la silla que quieras —añadió Jeff, repitiendo el burlesco ademán—. Si no quieres ésta, la otra. Eres mi invitado, y maldito seas si no te gusta ninguna.
—Ésta es magnífica —dijo Beaumont.
—Ésa es una porquería. En este tugurio no hay una silla sana. Mira.
Cogiendo una de las sillas, de un tirón le arrancó una pata.
—¿A esto llamas una silla magnífica? Escucha, Ned: tú de sillas no sabes un pimiento.
Y dejando los restos en el suelo, añadió:
—Y de mí no te ríes. Ya sé para qué has venido. Te crees que estoy borracho, ¿no?
—No; no lo estás.
—¿Que no? Estoy más borracho que tú. Más borracho que nadie en toda esta cochina tasca, pero…
Levantó un dedo, grande y sucio, con aire de amenaza. En aquel momento asomó el mozo, preguntando:
—¿Qué desean?
—¿Dónde te metes? —preguntó Jeff, encarándose con él—. ¿En la cama? Hace una hora que estoy llamándote.
El mozo inició una respuesta, pero Jeff le interrumpió:
—Traigo aquí el mejor amigo que tengo en el mundo para tomar una copa, ¿y qué pasa? Una hora llevamos llamando al sinvergüenza del mozo, y éste sin venir. No me extrañará que mi amigo se enfadara.
—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el mozo con indiferencia.
—Quiero saber qué ha sido de la chica que estaba aquí.
—¿Ésa? Se ha marchado.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—Pues búscala —dijo Jeff hecho una furia—. ¡Y corriendo! ¿Qué es eso de no saber adónde ha ido? ¡Hala! A buscarla al tocador.
—No está allí. Se ha ido a la calle.
—¡Habráse visto! —exclamó Jeff, volviéndose a Beaumont—. Te traigo aquí para presentártela, porque sabía que os gustaríais, y la idiota se larga.
Beaumont, sin decir una palabra, encendió otro puro. Jeff, rascándose la cabeza, gruñó:
—Bueno; tráenos otra copa, pues.
Se sentó frente a Beaumont, gritando groseramente:
—¡Para mí, Rye!
—Scotch —pidió Beaumont.
—No te figures —dijo Jeff, mirando colérico a Beaumont— que no sé lo que andas buscando.
—Yo no busco nada —replicó Beaumont con indiferencia—. Quería ver a Shad y pensé que quizá encontrase por aquí a Whisky Vassos y me podría decir dónde se halla.
—¿No crees que yo también puedo saberlo?
—Es de suponer.
—¿Y por qué no me lo preguntas a mí?
—Bueno. ¿Dónde está?
Jeff dio un tremendo golpe sobre la mesa con la mano abierta.
—¡Mientes! —gritó al mismo tiempo—. Maldito lo que te importa Shad. Es a mí a quien andas buscando.
En aquel momento apareció, bajo el dintel de la puerta, un hombre de mediana edad y joven apariencia, de labios rojos y abultados y ojos muy redondos.
—¡Cállate, Jeff! —exclamó—. Estás haciendo más ruido tú solo que toda la clientela.
Jeff, sin levantarse, hizo girar el cuerpo en redondo para mirar el recién llegado y, apuntando a Beaumont con el pulgar, dijo:
—Es este tío. Se figura que no sé lo que anda buscando, y se equivoca. Es un granuja y voy a romperle el alma… ¡Eso es!
—Bueno; pero basta de ruido —dijo el otro, guiñándole un ojo a Ned.
—Este Tom se está volviendo otro granuja —dijo Jeff, escupiendo en el suelo cuando el otro salió, cerrando la puerta.
Entró el mozo con las copas. Beaumont agarró la suya y la levantó.
—A tu salud, Jeff.
—Yo no quiero nada contigo —replicó Jeff con mirada sombría—. Te he dicho que eres un granuja.
—Tú estás mal de la cabeza.
—Y tú eres un embustero. Estoy borracho, pero no tanto como para no saber lo que buscas.
Vació la copa de un trago, limpiándose los labios con el dorso de la mano.
—Y te digo —insistió con la pesadez del que ha bebido mucho— que eres un granuja. ¡Eso es!
—Bueno; como quieras —contestó Beaumont sonriente.
Jeff hizo una mueca.
—Crees —dijo a Beaumont— que eres más listo que el hambre, ¿eh?
Beaumont no contestó.
—Te imaginas que emborrachándome sacarás de mí lo que quieras. ¿No es así?
—Es verdad —dijo Beaumont con indiferencia—. Estás acusado del asesinato de Francis West, y…
—¡Al demonio con Francis West!
—Por mí, como quieras —dijo Beaumont—. Yo no le conocía.
—Tú eres un granuja.
—Te invito a otra copa —dijo Beaumont.
El rufián hizo un exagerado ademán, aceptando, e, inclinando hacia atrás la silla, apretó el botón del timbre con un dedo mugriento.
—Pero sigues siendo un granuja —murmuró.
La silla, resbalando sobre las dos patas apoyadas en el suelo, estuvo a punto de caer con su ocupante, pero éste, echándose hacia delante, recuperó el equilibrio.
—¡Qué me importa a mí —exclamó— lo que puedas averiguar! ¡A mí nada puede pasarme!
—¿Por qué no?
—¡Hombre! Con aguantar hasta las elecciones… Gana Shad, y ¡ya está!
—Puede ser.
—¡Rayos, será!
Se presentó el mozo y le pidieron las copas.
—También puede ser que Shad te deje en la estacada —le soltó Beaumont como quien nada dice—. Cosas peores se han visto.
—¿A mí? —dijo Jeff con aire de desafío—. ¿Con lo que yo sé de él?
—¿Y qué sabes? —preguntó Beaumont, soltando el humo del cigarro.
El rufián rompió a reír a carcajadas, dando puñetazos en la mesa.
—¡Me valga Dios! ¿Me crees tan borracho que voy a decírtelo?
En el umbral sonó en aquel instante una voz tranquila, ligeramente musical y de acento irlandés.
—Anda, Jeff, díselo —dijo O’Rory, mirando melancólicamente al borracho.
—¿Qué tal, Shad? —le dijo Jeff con ojuelos congestionados por la risa—. Pasa y toma una copa. Te presento al granuja del señor Beaumont.
—Te tengo dicho —contestó O’Rory con voz suave— que no te dejes ver.
—¡Jesús, Shad! Ya estoy harto de esconderme. Además, esta tasca es de las nuestras, ¿no?
O’Rory contempló a Jeff con una larga mirada y, volviéndose al otro, saludó:
—Buenas noche, Ned.
—Hola, Shad.
—¿Te ha dicho muchas cosas? —preguntó O’Rory, señalando a Jeff y sonriendo todavía.
—No demasiadas hasta ahora. Mucho ruido y pocas nueces.
—¡Los dos sois un par de granujas! —exclamó Jeff.
Llegó el mozo con las copas, pero O’Rory le detuvo con un gesto, diciéndole:
—Márchate. Ya tienen bastante.
El mozo se llevó la bandeja y O’Rory, cerrando la puerta, permaneció con la espalda pegada a ella.
—Ya te he dicho, Jeff, que hablas demasiado.
Beaumont miró a Jeff y le hizo un guiño que significaba: «¿No te decía yo?».
—¿Qué demonios quieres decir? —le preguntó Jeff.
Beaumont se echó a reír.
—Soy yo quien te habla, Jeff —dijo O’Rory.
—¡Caray! ¿Te crees que soy tonto?
—Hasta aquí hemos llegado, pero nada más. ¡Ya es hora de que calles!
Jeff se levantó.
—No seas granuja tú también, Shad —dijo con su lengua estropajosa—. ¡Qué demonios! Tú y yo siempre hemos sido uña y carne.
Dando un traspiés se acercó a O’Rory, pretendiendo abrazarle.
—Ya sé que estoy achispado, pero…
O’Rory adelantó una mano, se la puso sobre el pecho y, de un empujón, le hizo retroceder.
—Siéntate —dijo sin alzar la voz.
Pero Jeff, de pronto, con la mano izquierda, le amagó un puñetazo en la cara. Las correctas facciones de O’Rory no se descompusieron ni un ápice; con un ligero movimiento de cabeza esquivó el golpe, mientras su mano derecha se dirigía rápidamente al bolsillo del pantalón.
Pero Beaumont, saltando como un muelle que se distiende, sujetó con ambas manos la de O’Rory y se dejó caer de rodillas para hacer más fuerza.
Jeff, que por el impulso de su mano izquierda había ido a chocar contra la pared; girando rápidamente hacia O’Rory, le echó las manos a la garganta. La cara del rufián se puso lívida, desencajada, espantosa De sus rasgos había desaparecido hasta la menor señal de embriaguez.
—¿Le has cogido la pistola? —preguntó a Beaumont.
—Sí.
Beaumont, poniéndose en pie, dio un paso hacia atrás. Llevaba en la mano una pistola oscura, con la que encañonaba a O’Rory. Los ojos de éste se habían vuelto vidriosos y se salían casi de las órbitas; la piel de la cara, tirante, se cubrió de manchas coloradas. Inerte, no luchaba ya contra el hombre que le atenazaba el cuello. La lengua, amoratada, asomó por entre los labios. Una de las manos empezó a batir convulsivamente, pero sin fuerza, contra la pared. De pronto se oyó un pequeño crujido y casi enseguida otro más fuerte. El cuerpo de O’Rory se desplomó.
Jeff, apartando una silla con el pie, dejó caer el cadáver sobre el sofá y, con una risa gutural, le dijo a Beaumont:
—A mí no hay quién me trate a patadas.
—Le tenías miedo —dijo Beaumont.
—Puede que sí. Y tú, ¿no se lo tenías? Anda, dame la pistola y la esconderé.
—No —dijo Beaumont, apuntándole al vientre—. Podemos decir que ha sido en defensa propia. Yo seré testigo.
Jeff dio un paso hacia él, pero Beaumont se situó detrás de una de las mesas sin dejar de encañonarle.
—Siéntate —le dijo.
Jeff obedeció.
—Pon las manos sobre la mesa —ordenó Beaumont.
—¡Canalla! ¿No ves que me van a cazar si me quedo aquí?
En aquel momento entraba el mozo y se les quedó mirando con ojos de susto.
—¡Cállate! —dijo Beaumont a Jeff.
Y volviendo al mozo, ordenó:
—Di a Tim que suba.
—No seas traidor, Ned; esto no te traerá más que disgustos. Comprendo que estarás enfadado porque aquel día me porté mal contigo, pero no tuve la culpa. Fue Shad quien me lo mandó.
—Si mueves un dedo, disparo.
—¡Canalla, granuja!
El hombre de mediana edad y de joven apariencia se presentó enseguida, cerrando la puerta al entrar.
—Jeff ha matado a O’Rory —le dijo Beaumont—; telefonea a la policía. Tienes tiempo de limpiar de gente el local antes que acudan. Avisa a un médico, por si no hubiese muerto.
—Más muerto que una momia —dijo Jeff, soltando una risotada.
Luego, mirando a Tim, exclamó:
—Anda, Tim; pregunta a este tipo si se cree que va a salir de aquí de rositas.
Pero Tim no le hizo el menor caso.
El primero en aparecer fue un policía alto y huesudo con uniforme de teniente. Detrás de él llegaron media docena de agentes.
—Hola, Brett —dijo Beaumont—. Cachéele. No sé si lleva armas.
Se presentó también el médico, que no hizo sino comprobar la defunción de O’Rory.
Jeff maldecía como un condenado, y cada vez que lo hacía, uno de los agentes le propinaba un golpe en la cara. Se le había caído la dentadura postiza y le sangraba la boca.
Beaumont entregó la pistola a Brett y le preguntó:
—¿Quiere que vaya ahora a la comisaría, o prefiere que sea mañana?
—Mejor ahora mismo —dijo Brett.
Pasaba bastante de la medianoche cuando Beaumont dejó la comisaría. Dio las buenas noches a los dos reporteros que salieron con él y se metió en un taxi, dando al conductor la dirección de Madvig.
En la planta baja estaban las luces encendidas y, cuando Beaumont subía los escalones de acceso a la puerta principal, ésta fue abierta por la señora Madvig, que vestía de negro y llevaba un chal sobre los hombros.
—Hola, mamá —saludó él—. ¿Qué hace levantada tan tarde?
—Creí que era Paul —contestó ella, aunque sin mostrar disgusto.
—¿No está en casa? Quería verle —dijo Beaumont, y clavando en ella los ojos, le preguntó—: ¿Sucede algo?
La anciana dio un paso hacia atrás, manteniendo abierta la puerta.
—Entra, Ned —dijo.
Él obedeció, y ella cerró la puerta.
—Opal ha tratado de suicidarse.
—¿Cómo? —exclamó Beaumont—. ¿Qué me dice usted?
—Antes de que la enfermera pudiera evitarlo se hizo un corte en la muñeca. Sin embargo, no ha perdido mucha sangre. Si no vuelve a las andadas, está bastante bien.
Tanto en el rostro como en la voz de la anciana se traslucía su estado de debilidad.
—¿Dónde está Paul? —preguntó Beaumont sin demasiada firmeza.
—No lo sé; no hemos podido encontrarle. Ya debía estar en casa, pero no sabemos dónde encontrarle.
La mano sarmentosa de la señora Madvig se apoyó en el brazo de Beaumont, mientras le preguntaba con voz un poco temblona:
—¿Paul y tú estáis…?
Sin concluir la frase, apretó el brazo un poco más.
—Eso —dijo él moviendo la cabeza— se ha terminado para siempre.
—¡Dios mío, Ned! ¿No podría yo hacer algo para arreglar las cosas? Él y tú…
De nuevo se le cortó la voz. Beaumont levantó la cabeza para mirar a la anciana, y con voz suave le dijo:
—No, mamá; eso se ha acabado. ¿Le dijo algo él?
—Cuando yo te llamé por teléfono para decirte que estaba aquí un agente de la fiscalía, me advirtió que no volviese a hacerlo. Dijo que ya… no erais amigos.
Beaumont carraspeó para aclararse la voz.
—Escuche, mamá: dígale que he venido a verle. Ahora me voy a casa y allí le esperaré toda la noche.
Volvió a toser para añadir:
—No deje de decírselo.
La anciana le puso ambas manos sobre los hombros.
—Tú eres un buen muchacho, Ned. No quiero que Paul y tú riñáis. Eres el mejor amigo que jamás ha tenido, pese a lo que entre vosotros haya pasado. ¿Qué ha sido? ¿Es que esa Janet…?
—Pregúntele a Paul —replicó él en voz baja y desabrida.
Luego, con un ademán de impaciencia, añadió:
—Tengo que echar a correr, mamá, a menos que pueda servirle en algo a usted o a Opal. ¿Está ahí?
—No; si quieres verla, sube. Aún no se ha dormido, y creo que le vendría bien hablar contigo. Siempre hace caso de lo que le dices.
—No —dijo Beaumont, moviendo la cabeza—; tampoco ella querrá verme.