En la puerta había un rótulo: East State Construction & Company. Ned Beaumont la abrió, cambió las «buenas tardes» con un par de empleadas, y atravesó la oficina, metiéndose en un local amplio, donde habló con media docena de hombres. Después abrió una puerta en cuya hoja se leía: «Despacho particular». Al otro lado, en una habitación cuadrada, estaba Paul Madvig sentado ante una mesa bastante mugrienta, examinando papeles con la ayuda de un hombrecillo sumiso, que se le asomaba respetuosamente por encima del hombro.
—Hola, Ned —dijo Madvig, levantando la cabeza. Apartando a un lado los documentos, dijo después al hombrecillo:
—Tráigalos otra vez dentro de un rato.
—Muy bien, señor —dijo el hombrecillo, recogiéndolos—. ¿Cómo está usted, señor Beaumont?
Y salió de la habitación.
Beaumont, quitándose el sombrero y el abrigo, los colocó sobre una silla y sacó un cigarrillo.
—Se diría que has pasado mala noche —sentenció Madvig—. ¿Qué te ocurre? Siéntate.
—No; estoy bien. ¿Qué hay de nuevo?
Tomó asiento en una esquina de la mesa.
—Quisiera que fueses a ver a M’Laughlin —dijo Madvig—. Si hay alguien que le entienda, eres tú.
—Bueno. ¿Qué le pasa?
—¡Dios lo sabe! Creí que podía contar con él, pero se me está yendo de las manos.
En los ojos de Beaumont brilló un destello de disgusto.
—¿También él? —preguntó.
Madvig reflexionó unos instantes, y luego preguntó lentamente:
—¿Qué quieres decir, Ned?
—¿Estás contento de cómo van las cosas? —preguntó Beaumont a su vez, en lugar de responder.
Sin dejar de observarle, Madvig alzó los hombros con impaciencia.
—No van mal, en medio de todo. Si es necesario, nos pasaremos sin los votos de M’Laughlin.
—Quizá —dijo Beaumont con los labios apretados—; pero no podemos seguir perdiendo votos y esperar un triunfo.
Se metió el cigarro en la boca, y agregó, hablando por la comisura de los labios:
—Ya sabes que no todo va tan bien como hace dos semanas.
Madvig sonrió, contemplándole con indulgencia.
—¡Jesús! ¡Qué agorero eres, Ned! ¿Encontraste bien algo alguna vez?
Y sin aguardar la respuesta, añadió:
—Jamás he realizado una campaña electoral sin que en algún momento pareciese que todo estaba perdido. Y, sin embargo, no era así.
—Eso no quiere decir —le advirtió Beaumont, encendiendo el cigarro— que siempre haya de pasar lo mismo.
Y apuntando con el cigarro al pecho de Madvig, continuó:
—Si la muerte de Henry no queda pronto en claro, no tendrás que preocuparte de la campaña. Te hundirás, gane quien gane.
La expresión de Madvig no cambió; su mirada era impasible. Con voz que no delataba alteración alguna, preguntó:
—¿Qué quieres decir concretamente, Ned?
—Todo el mundo en la ciudad cree que le has matado tú.
—¿Sí?
Madvig se llevó una mano a la barbilla y se rascó pensativo.
—No te preocupes —agregó—. Otras veces se dijeron de mí otras cosas por el estilo.
Sonriendo suavemente, Beaumont exclamó en tono burlonamente admirativo:
—¡Qué habrá que tú no hayas experimentado! ¿Has probado también la silla eléctrica?
Madvig se echó a reír.
—¡No creo que nunca llegue el caso!
—Pues ahora no andas muy lejos, Paul.
—¡Dios me valga! —exclamó Madvig, soltando una carcajada.
Beaumont se encogió de hombros.
—¿Estás muy ocupado? —preguntó—. ¿No te hago perder el tiempo con mis tonterías?
—Te escucho —replicó el otro muy tranquilo—. Contigo nunca pierdo yo el tiempo.
—Gracias, señor mío —dijo irónicamente Beaumont—. ¿Por qué te figuras que M’Laughlin se te va de las manos?
Madvig hizo ademán de ignorarlo.
—Porque se figura —explicó Beaumont— que estás derrotado. Todos saben que la policía no ha buscado al asesino de Taylor, y todos creen que eres tú. M’Laughlin se imagina que no puedes ganar esta vez.
—¿Sí? ¿Se figura que será Shad quien mande? ¿Se figura que, aun siendo sospechoso de un crimen, soy peor que Shad?
La réplica de Beaumont fue sarcástica.
—¿Te estás engañando a ti mismo o quieres engañarme a mí? ¿Qué tiene que ver en todo eso la reputación de Shad? El no aparece abiertamente detrás de sus candidatos, pero tú sí. Y tus candidatos se hacen responsables de la inactividad oficial ante ese crimen.
Madvig apoyó el codo en la mesa, dejando descansar la barbilla sobre la mano. Con expresión impenetrable miró a Beaumont.
—Ya sabemos lo que piensan los demás acerca de ese asunto, Ned. Dime ahora lo que piensas tú. ¿Crees que estoy hundido?
—Probablemente, sí —dijo Beaumont con fría seguridad—. Si aún estás ahí sentado, es puro milagro. Pero la gente a quien apoyas tiene que salir del paso airosamente.
Madvig miró imperturbable a Beaumont sin entender sus palabras.
—Eso —le dijo— necesita aclaración.
Beaumont sacudió cuidadosamente la ceniza de su cigarro en la escupidera. Luego, con indiferencia, declaró:
—Quiero decir que tú serás la víctima propiciatoria.
—¿De veras?
—¡Pues claro! Has permitido que Shad se lleve casi todos los partidarios populares. Para ganar las elecciones te has apoyado en el mundo respetable, en los elementos de más categoría; pero ese mundo está entrando en sospechas. ¿Cómo van a salir del apuro las personas que tienes colocadas en puestos oficiales? Pues, sencillamente, para no perderlos, montarán un gran espectáculo, te detendrán por asesinato y, entonces, los respetables ciudadanos, encantados al ver que cuando se trata de hacer justicia, esos ejemplares funcionarios no se detienen ni ante el propio brazo derecho del senador, se volcarán en las urnas y los reelegirán por cuatro años, o quizá más. No puedes reprochárselo, porque si te son fieles, se quedarán sin empleo, y de lo contrario pueden conservarlo.
—La lealtad no cuenta para ti, ¿eh, Ned?
—Lo mismo que para ti —dijo Beaumont, sonriendo.
Pero después, recuperando la seriedad, prosiguió:
—No creas que fantaseo, Paul. Esta tarde he ido a ver a Farr. He tenido casi que forzar la entrada, porque trataba de darme con la puerta en las narices. Fingió que no quería ocuparse del asesinato y quiso venderme el favor de no perseguirnos… ¡Farr, que ha bailado siempre al son que nosotros tocábamos!
—Bien; pero sólo me hablas de Farr…
Beaumont, vehemente, le interrumpió.
—Sólo de Farr, pero es muy significativo. Ten en cuenta que cualquiera de los demás es capaz de ponerse frente a ti por propia iniciativa. En cambio, Farr, si lo hace, es porque sabe que los demás le apoyan.
Frunciendo el ceño, miró la cara inexpresiva de Madvig.
—Cuando te parezca —le dijo—, puedes retirarme tu confianza.
Madvig hizo un ademán desabrido.
—Ya te avisaré a tiempo —dijo—. ¿A qué viene eso de ir a visitar a Farr?
—Harry Sloss me llamó ayer. Al parecer, él y Ben Ferris te vieron riñendo con Taylor en China Street la noche del asesinato; al menos así lo aseguran. Ben ha ido a contárselo a Farr y Harry quería dinero por no hacer lo mismo que el otro. He aquí a un par de socios de tu club que tratan de huir de la quema. Como hace tiempo veo vacilante a Farr, me fui a ver lo que pensaba hacer.
—¿Y estás seguro de que se volverá contra mí?
—Sí.
Madvig, levantándose de la silla, se acercó a la ventana, y allí permaneció, con las manos en los bolsillos del pantalón, mirando a través de los cristales. Beaumont, fumando, le contemplaba.
—¿Qué le has dicho a Harry? —preguntó Paul, volviéndose.
—Le hice vagas promesas para que callara.
Madvig, apartándose de la ventana, volvió a la mesa, pero no se sentó. El rojo color de su cara se había acentuado. En tono aparentemente tranquilo preguntó:
—¿Qué crees que debiéramos hacer?
—¿Con Sloss? Nada. El otro tipo ha ido ya a Farr, y no tiene mucho interés lo que él pueda decir.
—No me refiero a eso, sino al aspecto global del asunto.
Beaumont tiró la colilla a la escupidera.
—Ya te lo he dicho —respondió—; si no se aclara pronto el asesinato de Taylor, estás perdido. Esto es lo que hay. Es lo único que hay que resolver.
—Piensa otra solución. Esta no es posible.
Al decir esto, Madvig apartó los ojos de Beaumont, y la frente se le perló de sudor.
—No hay otra solución, Paul —respondió Beaumont con los ojos brillantes y las aletas de la nariz dilatadas—. Por cualquier otro camino vamos a parar a manos de Shad o de Farr, y cualquiera de los dos te llevará a la ruina.
—Tiene que haber una salida, Ned —contestó el otro con voz ronca.
Beaumont, poniéndose en pie, se situó ante él.
—No la hay; es el único camino, lo quieras o no. Y si tú no haces lo que te digo, soy yo quien va a hacerlo.
—No. ¡No te metas en eso! —exclamó Madvig con violencia.
—Es lo único que puedo hacer por ti, Paul.
Entonces Madvig, mirando a los ojos de Beaumont, exclamó con voz ronca y apagada:
—¡Fui yo quien le maté, Ned!
Beaumont se quedó casi sin respiración y Madvig, poniéndole las manos sobre los hombros, le dijo con voz opaca:
—Un accidente, Ned. Cuando yo salía de su casa, él se apoderó de un bastón y echó a correr, persiguiéndome. Habíamos tenido un disgusto y, al alcanzarme, quiso agredirme. No sé cómo pudo producirse el accidente, pero al empujarle para librarme de él, le di un golpe con el bastón; no fue muy fuerte, pero al caer de espaldas se rompió la cabeza contra el bordillo.
La atención de Beaumont parecía concentrada en las palabras de Madvig.
—¿Y qué fue del bastón?
—Me lo llevé debajo del abrigo y lo quemé. Al verle muerto y encontrarme con él en la mano, no se me ocurrió otra cosa.
—¿Cómo era el bastón?
—Grueso, de nudos, de color castaño.
—Y de su sombrero, ¿qué ha sido?
—No lo sé, Ned. Debió de caérsele, y alguien se apoderó de él.
—Pero ¿lo llevaba?
—Sí; claro que sí.
Beaumont se pasó el pulgar por el bigote.
—¿Recuerdas —preguntó— si el coche de Sloss y de Ferris pasó por allí?
—No; pero quizá pasara.
Beaumont frunció el ceño.
—Has complicado bastante las cosas llevándote el bastón y quemándolo, y, sobre todo, permaneciendo mudo tanto tiempo, cuando podías alegar fácilmente el haber obrado en defensa propia.
—Ya lo sé, pero no quería hacerlo, Ned. Quiero a Janet como en mi vida he querido a nadie. ¿Y cuántas posibilidades de obtenerla hubiera tenido declarando la verdad, aunque la cosa haya sido un accidente?
Beaumont le soltó en las narices una risita amarga.
—Más de las que ahora tienes —le dijo.
Madvig le miró sin despegar los labios.
—Siempre he creído —continuó Beaumont— que habías matado a su hermano. Te odia y está haciendo lo posible por llevarte a la silla eléctrica. Ella ha sido quien ha lanzado por ahí los anónimos acusándote. Ella es quien ha puesto a Opal contra ti. Y esta misma mañana ha estado en mi habitación tratando de convertirme en tu enemigo…
—¡Basta! —dijo Madvig, irguiéndose—. ¿Cómo es posible, Ned? ¿Es que también la quieres? ¿O es…?
De pronto, interrumpiéndose, hizo un gesto despectivo.
—¡Qué más da!
Y señalando la puerta con el pulgar, agregó:
—¡Largo de aquí, miserable, éste es el beso de despedida!
—Saldré cuando haya terminado de hablar.
—Saldrás cuando te lo mande. No te creo una palabra. Todo lo que has dicho es falso, y todo lo que digas también lo será.
—¡Muy bien! —exclamó Beaumont.
Recogió el abrigo y el sombrero y salió.
Ned Beaumont se fue a su casa. Pálido y hosco, se dejó caer en uno de los sillones rojos. A su lado, en una mesa, descansaban una botella de bourbon y una copa, pero no bebió. Mordiéndose una uña, se miraba los zapatos. Sonó el timbre del teléfono, pero no contestó a la llamada. La habitación se iba quedando a oscuras cuando, levantándose, se acercó al teléfono y marcó un número.
—¡Oiga! Quisiera hablar con la señorita Janet.
Mientras esperaba, se puso a silbar por lo bajo.
—¿La señorita Henry? —dijo al fin—. Sí. Acabo de hablar con Paul de ese asunto y de usted… Sí; estaba usted en lo cierto… Me llamó embustero y me echó de su casa… No; no importa. Tenía que suceder… No; de verdad… ¡Oh!, probablemente para siempre. Ha dicho cosas que ya no pueden ser retiradas… Sí; toda la tarde, me parece… Muy bien. Adiós.
Después de haber hablado, se sirvió una copa de whisky y se la bebió. Luego, entrando en su dormitorio, puso el despertador a las ocho, y, sin desnudarse, se echó de espaldas en la cama. Durante un rato estudió el techo. Por fin se durmió, respirando con poca regularidad, hasta que sonó el despertador.
Saltó perezosamente de la cama, encendió las luces y, en el cuarto de baño, se lavó y se mudó de cuello. Ya en el cuarto de estar, se puso a leer el periódico hasta que apareció Janet Henry.
La muchacha parecía nerviosa. Una y otra vez aseguró que no había previsto el resultado de la entrevista entre Paul y Beaumont, ni mucho menos sus consecuencias. Sin embargo, había satisfacción en su mirada y no podía contener la sonrisa que vagaba por sus labios.
—No me importa —dijo él—. De saber lo que ocurría, hubiese tenido que romper de todos modos. Yo creo que en mi fuero interno siempre me figuré la verdad. Al decírmela usted, me negué a admitirla por espíritu de contradicción.
—Me alegro —dijo ella, ofreciéndole ambas manos—. No puedo negarlo. Y ahora que sabe que él mató a Taylor, ¿me ayudará?
Beaumont frunció el ceño.
—No me es posible —dijo—. Fue en defensa propia y por accidente.
—¡Ha sido un asesinato! —exclamó ella—. ¿Qué quiere usted que diga él?
Haciendo un gesto de impaciencia, agregó:
—Y aun cuando esté usted en lo cierto, ¿no tendrá que comparecer ante el juez como otro hombre cualquiera?
—Ha esperado demasiado —dijo Beaumont—. El silencio que ha guardado durante un mes se volverá en contra suya.
—¿Y quién tiene la culpa? ¿Cree usted que se hubiera callado, de ser un accidente y en defensa propia?
Beaumont movía lentamente la cabeza, como si reflexionase.
—¡Y ha sido por usted! —exclamó—. ¡Está tan enamorado, que no quiso que usted supiera la verdad!
—¡Pues la sé! —exclamó ella furiosa—. Y todos van a saberla.
Él alzó los hombros de modo casi imperceptible; tenía la cara lúgubre.
—¿No me ayudará? —prosiguió ella.
—No.
—¿Por qué? ¿No ha reñido con él?
—Creo lo que me ha dicho, y sé que es demasiado tarde para que acuda a los tribunales. Hemos reñido, pero yo no soy capaz de hacerle traición. Dejémoslo —agregó, humedeciéndose los labios—. Probablemente otros se encargarán de hundirle sin que ni usted ni yo tengamos que intervenir.
—De ningún modo. Yo no le dejaré hasta que Madvig reciba el castigo que merece.
Conteniendo la respiración, pareció absorta por unos instantes.
—¿Creerá usted en la palabra de ese hombre —preguntó al fin—, aunque yo le demuestre que ha mentido?
—¿Qué quiere decir?
—¿Me ayudará usted a averiguar si es mentira o verdad lo que dice Paul? Alguna prueba debe de existir. ¿Por qué no la buscamos? Si es cierto que cree usted en él, no puede temer el resultado.
Antes de contestar, Ned estudió la expresión de Janet.
—Y si lo hago —respondió al fin—, y hallamos una prueba convincente, ¿me promete aceptarla cualquiera que sea su significado?
—Sí.
—De acuerdo, entonces.
Ella suspiró feliz, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Siéntese —dijo Beaumont—. Hemos de trazar un plan. ¿Ha sabido usted algo de él después de nuestra riña?
—No.
—En tal caso, ignoramos en qué situación se hallan ustedes dos en este momento. Es posible que Paul haya acabado por creer lo que yo le he dicho. Ahora, terminadas las relaciones amistosas entre él y yo, la cosa para mí no tiene importancia, pero hemos de averiguar cuanto antes si piensa todavía en hacer de usted su mujer.
Reflexionó un poco antes de proseguir:
—Tiene usted que esperar a que él la llame; lo contrario no estaría bien. Si está ofendido con usted, pronto lo sabremos. ¿Está muy segura de que la quiere de verdad?
—Yo creo que sí.
—Entonces, quizá consiga de él una confesión completa…
—No; no sabría yo abordar esa cuestión…
—¿Y no ha pensado nunca en emplear a un detective particular para enterarse de lo que desea saber?
—Lo he pensado, pero no conozco a ninguno de confianza.
—Yo sí sé de uno que pudiera servirnos.
Beaumont se quedó silencioso unos momentos, reflexionando, con la cabeza apoyada en las manos.
—Pero hay dos cosas —dijo al cabo de un rato— que podríamos averiguar nosotros, si es que no las sabe usted. En primer lugar: ¿falta alguno de los sombreros de su hermano? Si sabe usted cuántos tenía, es fácil contestar a la pregunta.
—No me será posible decírselo, porque nos hemos deshecho ya de toda su ropa.
—Bueno —dijo Beaumont—; eso no tiene demasiada importancia. La otra cosa es saber si falta alguno de sus bastones…, o alguno de su padre, especialmente uno castaño, con nudos, bastante pesado.
—Sí, ya recuerdo —dijo ella—. Pertenece a mi padre, y creo que está en casa.
—Compruébelo. Por ahora basta con que me diga esto y se entere de la disposición de ánimo en que Paul se encuentra hacia usted.
—¿Qué significa lo del bastón?
—Al parecer, su hermano lo llevaba. Y cuando quiso pegar a Paul con él, éste se lo quitó. Asegura que después lo ha quemado.
Ella, pálida y con los ojos muy abiertos, insistió:
—Estoy casi segura de que todos los bastones de mi padre están en su sitio.
—¿No tenía alguno Taylor?
—Sólo uno, negro, con el puño de plata. Y si todos ellos estuviesen en casa, ¿qué significaría?
—Algo importante…, ¡pero no falsee las cosas!
—Se lo prometo. ¡Si supiera lo feliz que me hace pensar que tengo su ayuda! ¡Cuánto deseaba merecer su confianza!
—Creo que la merecerá usted —dijo Beaumont, cogiéndole una mano.
Solo en sus habitaciones, Beaumont paseaba inquieto. Al filo de las diez consultó su reloj de pulsera y, poco después, poniéndose el abrigo, salió en dirección al hotel Majestic, donde le informaron de que Harry Sloss había salido. Al abandonar el hotel, tomó un taxi y dio al conductor la dirección del West Road Inn.
Era éste un sólido edificio de blancos muros que por la noche parecía una masa gris; se hallaba en medio de una arboleda, alejado de la carretera y a unas tres millas del límite de la ciudad. El piso bajo estaba espléndidamente iluminado; frente a la puerta se agrupaba media docena de automóviles y, en una larga explanada, a la izquierda, había algunos más.
Beaumont saludó campechanamente al conserje. Se metió en el amplio comedor, donde un terceto ejecutaba piezas extravagantes y ocho o diez parejas danzaban. Pasó entre dos filas de mesas, bordeando el salón de baile, y se detuvo en la barra, situada en una esquina del local. Era el único cliente.
El barman, hombre grueso, de nariz esponjosa, le dirigió la palabra:
—Buenas noches, Ned. Hace tiempo que no se te ve por aquí.
—Hola, Jimmy; he tenido que hacer. Un Manhattan, por favor.
El mozo empezó a preparar el combinado, mientras el terceto terminaba la pieza que estaba tocando. En esto, se alzó una voz de mujer, aguda y penetrante.
—¡No quiero permanecer en un local donde está el canalla de Beaumont!
El aludido, girando en redondo, apoyó la espalda en el mostrador. El mozo llamado Jimmy se quedó inmóvil, con la coctelera en alto.
En medio de la pista de baile, Lee Wilshire clavaba los ojos en Beaumont, con una mano puesta en el antebrazo de un fornido mocetón, cuyo traje azul era escaso para el tamaño de su dueño. También él miraba a Beaumont con ojos no muy inteligentes.
—Es un canalla que no vale un pito, y si no le echan de aquí, soy yo la que se va —dijo la chica.
—Hola, Lee —dijo Beaumont sonriente—. ¿Has vuelto a ver a Bernie desde que te dejó plantada?
Lee, soltando un taco, furiosa, dio un paso hacia él. El mocetón, conteniéndola con una mano, exclamó:
—Yo me ocuparé de ese tipo.
Se dio un toquecito al cuello y, con un pequeño tirón, se ajustó la americana; luego, dejando la pista de baile, se enfrentó a Beaumont:
—¿Qué es eso de hablar en esa forma a la señorita?
Beaumont, tras una breve mirada al mocetón, estiró un brazo sobre el mostrador, palma arriba, y dijo al barman:
—Dame algo con qué zurrarle, Jimmy. No tengo ganas de andar a puñetazos.
Una de las manos de Jimmy había desaparecido tras el mostrador, y en el acto surgió de su escondite empuñando una especie de zurriago, que entregó a Beaumont, el cual, sin moverse, dijo desdeñosamente:
—A esa mujer la llaman muchas cosas. El último pájaro con quien la vi, la llamaba soplona.
El mocetón, estirándose mucho, miró intranquilo a su alrededor, diciendo para encubrir su retirada:
—No se me olvidará su cara; ya nos encontraremos solos en otro lugar.
Giró sobre los talones, y dijo a la muchacha:
—Vámonos. Salgamos de este tugurio.
—Vete tú y revienta —dijo ella despectivamente—. Maldito si vuelven a verme contigo; me das asco.
En esto, se les aproximó un hombre de anchas espaldas y dentadura de oro.
—¡A la calle os vais los dos! ¡Largo!
—La jovencita —dijo Beaumont, riendo— está conmigo, Corky.
—Con eso basta —dijo el de los dientes de oro. Y dirigiéndose al acompañante de Lee, agregó—: Tú, a la calle.
El mocetón desapareció.
Lee Wilshire, que había vuelto a su mesa, tomó asiento con la cabeza entre las manos, sin apartar los ojos del mantel. Frente a ella se sentó Beaumont, diciendo al mozo:
—Jimmy ha preparado un Manhattan para mí; quiero también algo de comer. ¿Has cenado, Lee?
—Sí —dijo ella sin mirarle—. Quiero una copa de champaña.
—Muy bien. Yo, un bistec con setas, legumbres que no sean de lata, ensalada, queso y café.
Cuando el mozo se hubo alejado, Lee dijo con amargura:
—No hay hombre bueno; ni uno. ¡Ese pedazo de animal!
Rompió a llorar silenciosamente.
—Puede que escojas mal —le sugirió Beaumont.
—¿Me lo dices tú, después de la jugarreta que me hiciste?
—Yo no te hice jugarreta alguna —protestó Beaumont—. ¿Qué culpa tengo yo de que Bernie haya empeñado tus alhajas para devolverme lo que me había estafado?
—Los hombres de nada tienen culpa —dijo ella, quejumbrosa—. ¿Bailamos?
Al regresar a la mesa, encontraron sobre ella el combinado y el champaña.
—¿Qué hace ahora Bernie? —preguntó él, mientras bebían.
—No lo sé; no he vuelto a verle desde que se largó; ni tampoco lo deseo. ¡Otro que tal baila! ¡Vaya unos negocios que hice este año! Bernie, Taylor y ese tipo de hoy.
—¿Taylor Henry? —preguntó él.
—Sí; pero con él he tenido poco que ver, porque le conocí cuando estaba con Bernie.
Beaumont dio fin a su bebida.
—¿Eras tú —preguntó luego— una de las chicas que se veían con él en Charter Street?
—Sí —contestó ella enfurruñada.
—Bebamos otra copa.
Mientras el mozo recibía el encargo de otras bebidas, Lee sacó la polvera y se retocó la cara.
Un timbrazo en la puerta despertó a Beaumont. Adormilado, saltó de la cama y, tosiendo un poco, fue a ponerse un batín y las zapatillas. Su despertador señalaba poco más de las nueve. Abrió.
Era Janet Henry, que entró disculpándose.
—Sé que es demasiado temprano —decía—, pero me era imposible aguardar ni un minuto más. Una y otra vez quise anoche hablar con usted por teléfono, y apenas he dado una cabezada. Todos los bastones de mi padre están en casa. ¿Ve usted cómo Paul mentía?
—¿Está el castaño con nudos?
—Sí; es el que trajo de Escocia el comandante Sawbridge; nunca lo usa, allí está.
Miraba a Beaumont con una sonrisa de triunfo. Él, con cara de sueño, se hundió los dedos en el pelo.
—Entonces, está bien claro que no decía la verdad.
—Anoche fue a casa.
—¿Paul?
—Sí; a pedirme que me casara con él.
El sueño desapareció de los ojos de Beaumont.
—¿Le contó algo de nuestra pelea?
—Ni una palabra.
—¿Qué le respondió usted?
—Le dije que la muerte de Taylor era demasiado reciente para comprometerme; pero no le dije si le aceptaría más adelante. Quedó entre nosotros como… un acuerdo tácito, pudiéramos decir.
Beaumont la observaba con curiosidad. Janet, poniéndose muy seria, apoyó una mano en el brazo de él.
—Por Dios, no me crea una mujer sin corazón; pero tengo tanto empeño en llevar adelante lo que nos proponemos, que todo lo demás me parece sin importancia.
—¡Qué feliz sería ese hombre si le quisiera usted tanto como le odia!
Ella, dando una patadita en el suelo, exclamó:
—¡No me diga eso! ¡No vuelva a decírmelo jamás!
Con la frente arrugada y los labios apretados, añadió apesadumbrada:
—¡Perdóneme! No puedo sufrir que me hable así.
—Lo siento. ¿Ha desayunado?
—No; estaba deseando comunicarle esas noticias.
—Perfectamente. Comerá algo conmigo. ¿Qué quiere tomar?
Se acercó al teléfono y, después de pedir unos platos, entró en el cuarto de baño. Al regresar vio que ella, libre del abrigo y del sombrero, se calentaba en pie ante la chimenea, fumando un cigarrillo.
Sonó el timbre del teléfono y acudió Beaumont.
—¡Diga!… Sí, Harry; pasé por ahí, pero no estabas… Quería preguntarte algo acerca del muchacho que visteis con Paul aquella noche. ¿Llevaba sombrero?… ¿Seguro?… ¿Y tenía un bastón en la mano?… Bien… No; no he podido hacer nada por ti con respecto a Paul. Mejor será que tú mismo vayas a verle… Sí… Adiós.
Los ojos de Janet, interrogantes, le contemplaron.
—Era uno de los dos que aseguran haber visto a Paul con su hermano aquella noche —le informó él—. Dice que vio el sombrero, pero no el bastón. De todos modos, estaba oscuro y ellos pasaron en coche. Yo creo que no pudieron verlos muy bien.
—¿Por qué se interesa tanto por el sombrero? ¿Es importante?
Beaumont se encogió de hombros.
—No lo sé. Soy sólo un policía aficionado, pero me parece que, de un modo o de otro, puede significar algo.
—¿Ha sabido más cosas desde ayer?
—No. He pasado parte de la noche con una chica a quien invité a tomar unas copas. Es una muchacha que de cuando en cuando se veía con Taylor, pero nada saqué en limpio de nuestra conversación.
—¿La conozco yo?
Beaumont negó con un ademán y, mirándola fijamente, le dijo:
—No era Opal, si es en ella en quien piensa.
—Y de ésta, ¿no cree que podríamos obtener alguna información?
—¿De Opal? No. Opal cree que su padre ha matado a Taylor, pero no con razonamientos propios. Lo que la sacó de sus casillas fue el efecto de los anónimos de usted y los sueltos del periódico.
Janet asintió, no muy convencida. Les sirvieron el desayuno.
Mientras comían, volvió a sonar el timbre del teléfono. Beaumont tomó el receptor.
—¿Quién es?… Sí, mamá… ¿Qué?
Durante unos segundos escuchó con el ceño fruncido.
—No creo que pueda hacer gran cosa. No pasará nada… No; no sé dónde está… Bueno, mamá; no se preocupe… Adiós.
Volvió a la mesa sonriendo.
—Farr ha tenido la misma idea que usted —dijo a Janet, al tiempo que tomaba asiento—. Era la madre de Paul. Unos agentes de la fiscalía han ido a tomar declaración a Opal. No podrá decir nada, pero le apretarán bien los tornillos.
—¿Y por qué le llama a usted esa señora?
—Porque su hijo ha salido y ella no sabe dónde está.
—¿No sabe que han reñido usted y Paul?
—Parece que no.
De pronto, Beaumont dejó el tenedor en el plato y preguntó:
—Óigame, ¿está segura de que querrá llevar las cosas adelante?
—Más que nunca —dijo ella.
Beaumont sonrió con sarcasmo.
—Casi, las mismas palabras de Paul —dijo— cuando le pregunté si la quería a usted.
Janet, estremeciéndose, le dirigió una mirada fría.
—Yo la conozco poco —continuó él—. No tengo confianza en usted. He soñado algo que no me ha gustado.
—Pero ¿cree usted en los sueños? —preguntó ella sonriente.
—Yo no creo en nada —contestó Beaumont—, pero soy demasiado jugador para que no me afecten ciertas cosas.
La sonrisa de Janet no era ya tan burlona.
—¿Qué sueño era ese —preguntó— que le hace desconfiar de mí?
Luego, con fingida seriedad, levantó el índice para añadir:
—Después le contaré yo otro sueño que he tenido acerca de usted.
—Soñé —dijo él— que estaba pescando, y que había enganchado un pez enorme, una trucha asalmonada grandísima… Usted me dijo que quería mirarla, y volvió a tirarla al agua antes de que yo pudiera evitarlo.
—Y usted ¿qué hizo? —preguntó ella, riendo.
—Ahí se acabó el sueño.
—Ha sido un sueño engañoso —dijo Janet—. Yo no tiraré la trucha al agua. Y ahora le contaré el mío. Estaba…
Se interrumpió y, abriendo mucho los ojos, le preguntó:
—¿Cuándo ha soñado eso? ¿La noche en que vino a cenar?
—No. Anoche.
—¡Qué lástima! Hubiese sido de mayor efecto que nuestros sueños hubiesen ocurrido en la misma noche, a la misma hora y en el mismo momento. El mío fue la noche en que usted estuvo con nosotros. Estábamos usted y yo…, en mi sueño, quiero decir…, perdidos en un bosque, cansados y muertos de hambre. Andando, andando, llegamos a una casita y llamamos a la puerta, pero nadie respondió. Tratamos de abrir, pero la puerta estaba cerrada. Entonces, asomamos la cabeza por una ventana y vimos que dentro había una gran mesa, y encima de ella toda clase de manjares que pueda uno figurarse, pero no podíamos entrar ni aun por las ventanas, porque estaban enrejadas. Volvimos, pues, a la puerta, y llamamos de nuevo una y otra vez, sin que nadie contestara Pensamos entonces que tal vez la llave estuviera debajo del felpudo; miramos, y, en efecto, allí estaba Pero al abrir la puerta vimos que el suelo estaba lleno de serpientes, a cientos, que no habíamos descubierto desde la ventana, y que se arrastraban hacia nosotros, reptando ágilmente. Cerramos de un portazo y echamos la llave; nos quedamos aterrorizados escuchando el silbido de los reptiles y el chocar de sus cabezas contra la puerta. Entonces, usted propuso que la abriéramos y nos escondiéramos; posiblemente de tal modo saldrían las serpientes y se alejarían de allí. Así lo hicimos. Ayudada por usted, trepé al tejado, que en ese momento del sueño era bajo, sin que antes me hubiera fijado en él. Abrí, y todas las serpientes salieron. Nosotros esperamos en el tejado, conteniendo la respiración, hasta que el último de los reptiles se hubo perdido de vista en el bosque. Después saltamos al suelo, apresurándonos a entrar y cerrar. Comimos y comimos hasta que, de pronto, me desperté sentada en la cama batiendo palmas y riendo.
—Eso lo ha inventado usted —dijo Beaumont después de reflexionar un poco.
—¿Por qué?
—Porque empieza siendo una pesadilla y después cambia por completo, y también porque mis sueños sobre comida terminan siempre antes de conseguir un solo bocado.
Janet Henry se echó a reír.
—Pues no lo he inventado del todo, pero no me pregunte usted cuál de sus partes es cierta. Me ha acusado usted de embustera y no le diré nada más.
—¡Ah, muy bien!
Beaumont tomó de nuevo el tenedor, pero no comió. Después, como si se le hubiese ocurrido una idea en aquel instante, preguntó:
—¿Sabe su padre algo de nuestro proyecto? ¿Cree usted que si le contamos lo que sabemos podrá decirnos algo más?
—Sí; creo que sí.
—La dificultad —dijo él, pensativo— es que lo tome por la tremenda y haga estallar la bomba antes de que estemos preparados. ¿No es un hombre vehemente?
—Sí —contestó ella no sin repugnancia—; pero… estoy segura de que si le explicamos la importancia que tiene el esperar… Y, además, ¿no estamos ya preparados para afrontar su actitud?
—No; todavía no —dijo Beaumont, moviendo la cabeza.
Janet hizo un mohín de contrariedad.
—Quizá mañana —dijo Beaumont.
—¿De veras?
—No lo prometo —advirtió él—, pero pudiera ser.
Janet, por encima de la mesa, le tomó la mano.
—Lo que si me prometerá —dijo— es avisarme en el momento en que estemos dispuestos, cualquier hora que sea, de día o de noche.
—Desde luego; se lo prometo.
Beaumont, mirándola de reojo, añadió:
—Supongo que no tendrá usted muchas ganas de estar presente cuando maten a Paul, ¿eh?
El tono en que fue pronunciada la frase hizo subir de color las mejillas de la muchacha, pero, sin bajar los ojos, dijo:
—Ya sé que me cree un monstruo, y… quizá lo sea.
Él murmuró con los ojos puestos en el plato:
—Ojalá no se arrepienta al saber la verdad.