El senador Henry dejó la servilleta sobre la mesa y se puso en pie. En aquella posición parecía más alto y más joven. Su cabeza, más bien pequeña, bajo la tenue capa de cabello canoso, era de notable regularidad. Los músculos decadentes de su rostro aristocrático, al dejar fláccidas las mejillas, permitían la formación de dos profundas arrugas verticales, pero los labios se conservaban aún bastante lozanos; los años no habían dejado todavía huella sobre los ojos, que eran de un gris verdoso, hundidos y, si no grandes, al menos, brillantes y de párpados firmes.
—¿Perdonarás que me lleve arriba a Paul unos instantes? —preguntó a su hija con grave y estudiada reverencia.
—Sí —replicó la hija—. Siempre que me dejes al señor Beaumont y me prometáis no quedaros arriba toda la tarde.
Beaumont, inclinando la cabeza, sonrió cortésmente. Janet Henry y él pasaron a una habitación de blancas paredes, en la cual ardían alegremente unas brasas de carbón en la parrilla de la blanca chimenea, arrancando rojizos destellos a los muebles de caoba.
Janet dio un rodeo para evitar una lámpara, que se alzaba al lado del piano, y tomó asiento de espaldas al teclado, entre la lámpara y Beaumont. La luz ponía un nimbo en torno a sus cabellos. Su traje de noche era negro y sin brillo; no lucía joya alguna.
Beaumont se echó hacia delante para sacudir sobre las brasas la ceniza del cigarro. Una perla negra centelleaba en la pechera de la camisa al resplandor de los carbones encendidos; parecía un ojo haciendo guiños. Al enderezarse, preguntó:
—¿Quiere usted tocar algo?
—Si lo desea…, aunque no lo hago demasiado bien, pero más tarde. Ahora quisiera aprovechar esta oportunidad para que hablásemos.
Tenía las manos enlazadas sobre el regazo; los brazos, estirados, obligaban a los hombros a mantenerse erguidos y un poco cerrados sobre el pecho.
Beaumont inclinó la cabeza sin contestar. Abandonando el puesto que ocupaba frente al hogar, fue a sentarse no lejos de ella, en un sofá cuyos brazos se curvaban en forma de lira. Su expresión era la de un hombre atento, pero no curioso.
Haciendo girar el taburete del piano para estar frente a Beaumont, Janet preguntó en voz baja y confidencial:
—¿Cómo está Opal?
—Perfectamente, que yo sepa —contestó él con indiferencia—; aunque no la he visto desde la semana pasada.
Levantó el cigarro para ponerlo en los labios, pero, bajando de nuevo el brazo, preguntó como si repentinamente hubiese sentido curiosidad:
—¿Por qué?
—Pero ¿no está en cama con un ataque de nervios? —preguntó Janet, abriendo mucho los ojos.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo él, sonriendo, como sin dar importancia a la cosa—. ¿No se lo ha dicho Paul?
—Sí; me dijo que sufría una depresión nerviosa —contestó ella perpleja—. Eso fue lo que me dijo. La sonrisa de Beaumont se hizo más suave.
—Creo que Paul está muy disgustado.
Hablaba despacio, sin apartar los ojos del cigarro. Luego, mirándola, y alzando ligeramente los hombros, prosiguió:
—Lo que le ocurre a esa chica es, sencillamente, que se le había metido en la cabeza la loca idea de que Paul había matado a su hermano de usted y, lo que es peor, iba por ahí diciéndolo a todo el mundo. Claro que Paul no podía permitir que su hija le acusase de asesinato públicamente, así es que se vio obligado a encerrarla en casa hasta que se le quite esa idea de la cabeza.
—Es decir, que está…
Con los ojos brillantes, Janet vaciló un poco antes de completar la frase.
—… que está —repitió— prisionera.
—¡Lo dice usted en un tono tan melodramático! —replicó él, siempre con el mismo deje indiferente—. Tenga en cuenta que es una chiquilla. ¿No es corriente castigar a los niños encerrándolos en su habitación?
—Sí, sí —se apresuró a contestar Janet—; sólo que…
Se contempló las manos, que descansaban en el regazo, y luego, levantando la cabeza, preguntó:
—Pero ¿cómo se le ocurrió pensar tal cosa?
La voz de Beaumont era tibia, como su sonrisa, al contestar:
—¿Y quién no lo piensa?
Janet, apoyando las manos en el borde del taburete, se inclinó hacia delante con expresión vehemente.
—¡Eso es lo que yo quería preguntarle, Beaumont! ¿Es eso lo que dice la gente?
Con rostro apacible, él hizo un ademán de asentimiento.
—¿Por qué? —preguntó Janet.
Su voz era áspera, y al agarrarse al taburete, los nudillos se le pusieron blancos.
Beaumont, levantándose del sofá, se acercó para echar al fuego lo que quedaba del cigarro. Al tomar asiento otra vez, cruzó sus piernas y se recostó en el sofá.
—Nuestros adversarios políticos creen que es una buena maniobra hacérselo creer a todo el mundo.
Nada, ni en la cara ni en el ademán hacía pensar que Beaumont pusiera el más ligero interés en sus propias palabras.
—Pero, Beaumont —dijo ella, frunciendo el ceño—, ¿por qué ha de pensar la gente tal cosa, a menos que exista alguna prueba o indicio de que sea cierta?
Él la miró curioso y divertido.
—Claro que los hay —dijo—. Yo creí que usted lo sabía.
Hizo una pausa, pasándose el pulgar por el bigote.
—¿No ha recibido ninguno de los anónimos que circulan por ahí?
—Sí; hoy —exclamó Janet—. Quería mostrárselo a usted…
Se había puesto en pie casi de un salto, con la cara desfigurada por la emoción.
Beaumont rio suavemente y levantó una mano, como queriendo frenar el impulso de Janet.
—No se moleste —dijo—. Todos son bastante parecidos, y he visto muchos.
Ella, a regañadientes, volvió a tomar asiento lentamente.
—Pues entre esas cartas, lo que publicaba el Observer hasta que lo apartamos de la lucha, y las habladurías propaladas por los adversarios —dijo Beaumont, encogiéndose de hombros—, se ha urdido una trama bastante complicada en contra de Paul.
Janet se mordía el labio inferior.
—Y… ahora, ¿está en peligro?
—Si pierde las elecciones —dijo Beaumont fríamente, asintiendo con un gesto— y, en consecuencia, su dominio sobre el elemento oficial de la ciudad, le llevarán a la silla eléctrica.
Estremecida, ella preguntó con voz temblorosa:
—Y si gana, ¿está seguro?
—Desde luego —dijo Beaumont, asintiendo de nuevo.
Janet, casi sin respirar y con los labios tan temblorosos que tartamudeaba, preguntó:
—¿Ga… ganará?
—Yo creo que sí.
—Y por muchas pruebas que se acumulen contra él, ¿no…, no correrá entonces peligro?
—No será procesado —replicó Beaumont.
De pronto, él se irguió en su asiento; cerró los ojos, apretando mucho los párpados, y al abrirlos contempló a Janet con la cara tensa y pálida. Las pupilas le brillaban alegremente, y la expresión de alegría se extendió después a todas las facciones. Por último, poniéndose en pie, exclamó sin soltar del todo la carcajada, pero, al parecer, muy divertido por la situación:
—¡Judit, en persona!
Janet Henry, sentada, sin respiración, inmóvil, le contemplaba, sin comprenderle, con sus ojos negros, pálida la cara.
Alegre y locuaz, él empezó a dar vueltas por la habitación, aunque sin dirigirse a Janet, si bien volvía la cabeza de cuando en cuando para mirarla sonriente por encima del hombro.
—¡Claro, claro! ¡La cosa es evidente! —exclamó—. Ella soportó a Paul y fue cortés con él, sólo por la necesidad de apoyo que en el terreno de la política necesitaba su padre; pero todo tiene sus límites. Quizá no fuese necesario ir más allá, estando Paul tan enamorado de ella. Pero cuando creyó que Paul había matado a su hermano y que escaparía al castigo, a menos que… ¡Es magnífico! La hija de Paul y su novia, trabajando juntas para llevarle a la silla eléctrica. Verdaderamente, ¡qué suerte tiene con las mujeres!
En este momento hablaba sosteniendo en la mano un cigarro muy delgado, con motitas verdosas sobre la hoja. Deteniéndose ante Janet, mordió la punta del puro, y, dirigiéndose a ella, le dijo, no en tono acusador, sino como si la hiciese partícipe de su descubrimiento:
—¡Usted es la que ha enviado esos anónimos! Desde luego, usted ha sido. Han sido escritos en la máquina que estaba en el cuarto donde se veían Opal y su hermano. Él tenía una llave y ella otra; Opal no los ha escrito, porque claramente he visto la conmoción que le produjo leerlos. Ha sido usted. Usted cogió la llave de su hermano cuando les fue devuelta con todos los demás objetos de que se hizo cargo la policía, y entró furtivamente en el piso para redactar los anónimos. ¡Muy bonito!
De nuevo se puso a pasear por la habitación.
—Tendremos que decirle al senador que tome a su servicio un equipo de enfermeras bien fuertes para encerrarla a usted en una habitación, también con un ataque de nervios. La enfermedad va haciéndose epidémica entre las hijas de nuestros políticos pero, aunque en cada casa de la ciudad hayamos de tener una paciente, será preciso asegurar el triunfo electoral.
Y, volviendo la cabeza, la miró por encima del hombro, sonriendo amistosamente.
Sin moverse, Janet permaneció sentada. Se llevó una mano a la garganta, pero no replicó una palabra.
—Afortunadamente —prosiguió Beaumont—, el senador no nos dará mucho que hacer. No se preocupa por nada, ni aun por usted ni por el hijo muerto; lo único que le interesa es ser reelegido, y sabe que sin Paul no lo conseguirá.
Se interrumpió para reír, y luego dijo:
—Es eso lo que le ha llevado a representar el papel de Judit, ¿no? Pues sepa que su padre no romperá con Paul, aun cuando le supiese culpable, hasta que las elecciones se hayan ganado. Siempre es un consuelo… para nosotros.
Cuando él dejó de hablar y encendió el cigarro, Janet tomó la palabra. Había apartado la mano de la garganta y apoyaba las dos sobre el regazo. Sentada en su silla, erguía el cuerpo sin rigidez. Su voz era fría y comedida:
—No sirvo para mentir —dijo—. Sé que Paul ha matado a Taylor, y he escrito los anónimos.
Beaumont, quitándose el puro de la boca, volvió al sofá de los brazos en forma de lira y tomó asiento en él, frente a la muchacha. Su cara era grave, pero no hostil.
—Usted odia a Paul, ¿no es cierto? —dijo—. Aun suponiendo que yo le demuestre que no mató a Taylor, le seguirá odiando, ¿verdad?
—Sí —dijo Janet, sin apartar sus ojos de los de Beaumont—. Creo que seguiría odiándole.
—Ahí está la cosa. Usted no le odia por haber matado a su hermano, sino que cree que ha matado porque le odia.
Moviendo lentamente la cabeza, Janet hacia ademanes negativos.
—No —contesto.
—¿Ha hablado de este asunto con su padre? —preguntó Beaumont con una escéptica sonrisa en los labios.
Ella enrojeció ligeramente, mordiéndose el labio inferior.
—Y él le contestó —prosiguió Beaumont, sin cesar de sonreír— que su creencia era ridícula.
El ligero color en las mejillas de Janet subió de punto; quiso decir algo, pero al fin cerró la boca.
—Si Paul hubiera matado a su hermano —dijo él—, su padre lo sabría.
La muchacha, mirándose las manos, que descansaban aún en el regazo, triste y abatida, dijo:
—Lo sabe, pero no quiere creerlo.
—No tiene más remedio que saberlo —dijo Beaumont, y, mirándola pensativamente, preguntó—: ¿Le dijo algo Paul aquella noche respecto a Taylor y a Opal?
—Pero ¿no sabe usted lo ocurrido aquella noche? —preguntó ella, alzando la cabeza con asombro.
—No.
—Pues nada tuvo que ver con Taylor ni con Opal —dijo ella, atropellándose al hablar en su afán de convencer a Beaumont—. Lo ocurrido…
Pero en aquel momento, cerrando la boca, volvió la cabeza hacia la puerta. Al otro lado de esta resonó una carcajada y unos pasos que se acercaban. Mirando a Beaumont, y levantando las manos con un ademán vehemente, le dijo en un rápido susurro:
—Tengo que contárselo. ¿Podré verle mañana?
—Sí.
—¿Dónde?
—En mi casa. ¿Quiere?
Ella asintió con la cabeza y él le dio su dirección.
—¿Después de las diez?
Aún tuvo tiempo él de hacer un ademán afirmativo antes que Paul Madvig entrara en la habitación acompañando al senador.
Madvig y Beaumont se despidieron de los Henry a las diez y media de la noche y se metieron en un sedán pintado de oscuro, que condujo el primero siguiendo Charles Street. Apenas habían recorrido unos centenares de metros, cuando Madvig, con un resoplido de satisfacción, dijo:
—¡Jesús, Ned! No sabes bien lo contento que estoy de veros a Janet y a ti a partir un piñón.
—Yo me llevo bien con todo el mundo —contestó Beaumont, mirándole de reojo.
—¿De verdad?… Bueno, bueno —contestó el otro con indulgencia.
Los labios de Beaumont se distendieron en una sonrisa misteriosa.
—Tengo que hablar contigo mañana. ¿Dónde estarás a media tarde?
En aquel momento se metían en China Street.
—En mi despacho —contestó Madvig—. Es primero de mes. ¿Por qué no me lo cuentas ahora? Quedan todavía muchas horas disponibles.
—Me faltan aún ciertos datos. ¿Cómo está Opal?
—Está muy bien —dijo Madvig con tristeza, y añadió—: Ojalá pudiese ser duro con ella; las cosas serían más sencillas…
Hizo una pausa, y de pronto exclamó:
—A pesar de todo, sus relaciones no han tenido consecuencias deshonrosas.
Beaumont, con cara inexpresiva, guardó silencio. Conforme se acercaban al Log Cabin Club, Madvig fue reduciendo la velocidad del coche. Tenía la cara congestionada.
—¿Qué piensas tú, Ned? ¿Ha sido su… —tosió para aclararse la voz— su «amiga»? ¿O sólo se trataría de un noviazgo?
—No lo sé —dijo Beaumont—, ni me importa. No se lo preguntes a ella, Paul.
Madvig detuvo el coche y permaneció unos instantes al volante con la mirada perdida. Luego, carraspeando otra vez, dijo con voz ronca:
—Tú no eres de lo peor que hay en el mundo, Ned.
Beaumont asintió, emitiendo un gruñido entre dientes. Entraron en el club y subieron juntos la escalera hasta el segundo piso. Al llegar a la altura del retrato del gobernador, cada uno se fue por su lado.
Beaumont se metió en un local bastante pequeño en la parte posterior del edificio, donde cinco hombres jugaban al póquer y otros tres actuaban de mirones. Los jugadores le hicieron sitio en la mesa. Hacia las tres de la madrugada, al suspenderse la partida, llevaba ganados unos cuatrocientos dólares.
Era casi mediodía cuando Janet Henry llegó a casa de Beaumont. Hasta aquel momento él había estado dando vueltas por el piso, de un lado para otro, mordiéndose las uñas unas veces y otras fumando. Al oír que llamaban a la puerta, se acercó a abrirla. Sonrió a la muchacha como quien recibe una agradable sorpresa.
—Buenos días —dijo.
—Siento muchísimo haberme retrasado tanto —comenzó ella—, pero…
—¡Pero si no se ha retrasado! ¿No nos citamos para después de las diez?
Adelantándose, la guio al cuarto de estar.
—Me gusta —dijo ella.
Girando lentamente, examinó la habitación, amueblada a la antigua; la altura de techos, las amplias ventanas, el espejo enorme sobre la chimenea; los muebles, de tono rojo.
—Es delicioso —añadió.
Volviendo los ojos hacia una puerta entornada, preguntó:
—¿Su dormitorio?
—Sí; ¿le gustaría verlo?
—Me encantaría.
La condujo al dormitorio, y luego a la cocina y al cuarto de baño.
—Es perfecto —comentó ella, al volver al cuarto de estar—. No creía que quedaran casas como ésta en una ciudad tan espantosamente moderna como la nuestra.
Agradeciendo la aprobación, él inclinó ligeramente la cabeza.
—Sí —dijo—; creo que es bastante bonita. Y, como habrá podido ver, no hay nadie dentro que nos pueda espiar, a menos que esté encerrado en la alacena.
Janet, enderezándose, le miró a los ojos.
—No lo creo —dijo—. Podremos no estar de acuerdo, podremos ser enemigos ahora o más tarde, pero de no saber que es usted un caballero, no estaría yo aquí.
—¿Quiere decir que no soy muy cursi en el vestir?
—No; me refiero a su conducta.
—¡Ah!, entonces se equivoca. Yo soy un tahúr, un satélite de los políticos.
—No; no me equivoco. Por favor —añadió—, no riñamos, al menos, si no nos vemos obligados.
—Perdone —dijo él, disculpándose con una sonrisa—. ¿No quiere usted sentarse?
Ambos tomaron asiento frente a frente, en sillas.
—Ahora —dijo él—, ¿me dirá lo ocurrido en su casa la noche en que mataron a su hermano?
—Sí.
La voz de ella era apenas perceptible; enrojeciendo un poco, clavó los ojos en el suelo. Al levantarlos, su mirada era tímida y, al hablar, se le atragantaban las palabras.
—Quería que usted lo supiese. Usted es amigo de Paul y…, y esto le convierte en mi enemigo, pero… creo que cuando sepa lo que ocurrió…, cuando conozca la verdad, no será…, no lo será, al menos tanto. Quizá me equivoque…, pero quiero decírselo todo. Después, usted será quien decida. Él no le ha dicho lo ocurrido sino en parte.
Al llegar a este punto, de sus ojos había huido la timidez.
—¿Me equivoco? —preguntó.
—Yo no sé lo que sucedió en su casa aquella noche —dijo él—, Paul no me lo contó.
Janet, inclinándose hacia Beaumont, le preguntó con vehemencia:
—¿No prueba eso que no quiere decir la verdad, que tiene algo que ocultar?
—Supongamos que así es —dijo Beaumont, encogiendo los hombros con un ademán de indiferencia.
—Pero comprenda…; bueno; dejémoslo. Le contaré lo ocurrido y usted juzgará por sí mismo.
Continuaba inclinada hacia Beaumont, mirándole a la cara con sus ojos negros y resueltos.
—Aquella noche vino a cenar con nosotros por primera vez.
—Lo sé —interrumpió Beaumont—. Y también que su hermano no estaba.
—Taylor no estaba a la mesa —corrigió ella apresuradamente—, pero sí arriba, en su habitación. A la mesa nos sentábamos solamente papá, Paul y yo. Taylor iba a cenar fuera. No quería hacerlo con Paul por el disgusto que habían tenido a causa de Opal.
Beaumont asintió atentamente, pero con frialdad.
—Después de la cena, Paul y yo nos quedamos un rato solos en… la habitación donde usted y yo estuvimos hablando anoche y, de pronto, él me rodeó el cuerpo con sus brazos y me besó.
Sin poder contenerse, Beaumont soltó una risita. Janet le miró sorprendida.
—Perdone —dijo él, dejando de reír, pero conservando aún una sonrisa—. Continúe. Ya le diré por qué me he reído.
Pero cuando ella se disponía a reanudar su relato, Beaumont la interrumpió de nuevo.
—Aguarde. ¿Le dijo algo al besarla?
—No. Es decir, quizá lo dijese, pero no me enteré —y, perpleja, preguntó—: ¿Por qué?
Beaumont volvió a reír.
—Creí que le habría hablado de boda. Quizá haya tenido yo, en parte, culpa de su vehemencia. Había tratado de persuadirle de que no apoyara a su padre en las elecciones; le había dicho que la empleaba a usted como cebo para comprometerle y le había aconsejado que, de dejarse arrastrar por tal camino, asegurase, al menos, la boda antes de que las elecciones se llevasen a cabo, pues, de lo contrario, se expondría a encontrarse compuesto y sin novia.
Ella continuaba con los ojos muy abiertos, pero ya no tan perpleja.
—Fue precisamente aquella tarde —prosiguió él—; pero no estaba yo muy seguro de convencerle. ¿Qué hizo usted para que él se condujera de tal modo? Él quería casarse con usted, y se sentía lleno de respeto y admiración por su persona. Para hacerle llegar a extremos semejantes, es preciso que haya coqueteado mucho con él.
—Está usted equivocado —replicó Janet lentamente—. La tarde había sido difícil; ninguno de nosotros se hallaba a gusto. Por mi parte, me sentía molesta de tenerle como invitado, aunque traté de no dejar traslucir tal disposición de ánimo. Él tampoco se encontraba cómodo, y quizá esta misma violencia o la sospecha de que usted estaba en lo cierto, le llevó a…
Completó la frase imitando con un rápido ademán la grosería con que Madvig se había conducido.
—Y usted, ¿qué hizo? —preguntó Beaumont.
—Furiosa, como es natural, salí de allí.
—Pero ¿no le dijo nada? —volvió a inquirir Beaumont sin disimular apenas sus ganas de reír.
—No; ni él tampoco, al menos, que yo oyese. Subí, y me encontré con mi padre, que bajaba. Me sentía indignada, tanto con él como con Paul; porque mi padre era el culpable de que Paul se hallase entre nosotros. Cuando le contaba a mi padre lo ocurrido, oímos que Paul abría la puerta para salir de casa. En aquel momento Taylor bajaba de su habitación.
Al llegar a este punto, Janet se puso pálida y violenta; la emoción le enronquecía la voz.
—Taylor —prosiguió— había oído que yo discutía y me preguntó qué ocurría; pero yo los dejé solos y me fui a mi habitación, demasiado disgustada para hablar más del asunto. No volví a ver a ninguno de los dos hasta que mi padre apareció en mi cuarto a decirme… ¡que habían matado a Taylor!
Dejando de hablar, miró a Beaumont, blanca como un papel y retorciéndose las manos, en espera de su respuesta.
Pero Beaumont reaccionó con una pregunta helada.
—Bueno; ¿y qué?
—¿Y qué? —repitió estupefacta la muchacha—. ¿No lo comprende? ¿No es evidente que Taylor corrió tras de Paul y que, al alcanzarle, éste le mató? Taylor estaba furioso…
Se le iluminó la cara como recordando algo en apoyo de su tesis.
—Ya sabe —continuó— que su sombrero no fue hallado. Tenía demasiada prisa, estaba demasiado indignado para detenerse a recoger el sombrero…
Beaumont, moviendo lentamente la cabeza con un gesto negativo, la interrumpió. En su voz había certidumbre:
—No —dijo—. Eso no basta. Paul no tenía necesidad de matar a Taylor, y no lo hizo. Con una mano hubiese podido dominarle, y no es de los que pierden la cabeza en una riña. Lo sé muy bien. Le he visto pelear y he peleado con él. No; eso no basta.
Apretando los párpados, la miró inexpresivo.
—Pero, supongamos que lo hubiera hecho —añadió—. Quiero decir, por accidente, aunque ni aún en esto creo. ¿Qué deduciríamos del hecho, sino que habría obrado en defensa propia?
Ella contempló a Beaumont con una mirada sarcástica.
—Si así fuera —dijo—, ¿por qué tenía que ocultarlo?
A Beaumont, al parecer, no le causó impresión la pregunta.
—¡Quería casarse con usted! —exclamó—. Y el admitir que había matado a su hermano no favorecía mucho sus propósitos…
Se interrumpió con una risita.
—Me está usted llevando a su terreno. Paul no le ha matado, señorita.
Janet, sin replicar una palabra le miraba como sin verle.
—Además —dijo él pensativo—, ¿cómo sabe usted que su hermano corrió aquella noche tras Paul?
—Está bien claro —insistió Janet—. ¿Qué hacía, si no, en China Street, sin sombrero?
—¿Le vio salir su padre?
—No. No lo supo hasta que vimos…
—¿Y piensa lo mismo que usted? —interrumpió Beaumont.
—Tiene que pensarlo —exclamó ella—. No puede caber duda acerca de lo sucedido; tiene que pensarlo, diga lo que diga. Y usted también.
Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas.
—No me puede decir que no lo cree, señor Beaumont. Ignoro lo que usted sabía del caso antes de ahora. Usted ha hallado muerto a mi hermano e ignoro lo que habrá visto allí, pero en este momento conoce usted la verdad.
Las manos de Beaumont empezaron a temblar; inclinándose hacia delante en su silla, se las metió en los bolsillos. Su cara expresaba tranquilidad, pero a los lados de la boca dos arrugas demostraban cierta tensión interior.
—Le encontré muerto —dijo—, pero en las cercanías no había persona alguna.
—Ahora —insistió ella— ya sabe a qué atenerse.
Bajo el negro bigote se estremeció la boca de Beaumont. Y en sus ojos apareció un destello de ira. Al hablar, su voz era profunda, áspera y deliberadamente amargo su tono.
—Lo que yo sé es que quien haya matado a su hermano ha hecho al mundo un buen servicio.
Janet encogiéndose de repente, se echó hacia atrás con las manos en la garganta. Pero, casi inmediatamente, de su cara desapareció el gesto de horror y miró a Beaumont compasivamente.
—Lo comprendo —dijo con voz suave—. Usted es amigo de Paul y le lastima lo que acabo de decirle.
Beaumont bajó un poco la cabeza, murmurando:
—¡Qué disparate acabo de cometer! ¡Qué tontería! —y añadió con una tímida sonrisa—: Vea cuánta razón tenía al decirle que no soy un caballero.
La sonrisa y la expresión de vergüenza se extinguieron después en su cara, y contempló a Janet con mirada clara y serena.
—Tiene usted razón —dijo—; soy amigo de Paul, y lo sigo siendo, pese a todo.
Se produjo un largo silencio, hasta que Janet preguntó con un hilo de voz:
—¿Es inútil, entonces, cuanto le he dicho? Creí que al saber la verdad…
Y haciendo un ademán de desesperanza muy elocuente, dejó la frase sin terminar.
Beaumont movió la cabeza con tristeza. Por fin, ella se levantó y le alargó la mano.
—Estoy disgustada; pero no por ello quedamos como enemigos, ¿verdad?
También Beaumont se levantó, pero sin tomarle la mano.
—La parte de su persona que ha querido y quiere tender un lazo a Paul, es enemiga mía.
Ella siguió con la mano extendida, y replicó:
—¿Y la otra parte, la que nada tiene que ver con todo eso?
Entonces Beaumont, inclinándose, estrechó la mano de Janet en la suya.
Cuando Janet hubo salido, Beaumont se acercó al teléfono, y marcó un número.
—¡Oiga! —exclamó—. Aquí el señor Beaumont. ¿Ha llegado ya el señor Madvig?… Cuando llegue, ¿querrá decirle que le llamé y que quiero verle?… —Sí; gracias.
Miró su reloj de pulsera; era poco más de la una. Encendió un cigarro y se sentó ante la ventana, fumando y mirando a la iglesia, de piedra gris, situada en la acera de enfrente. Contra la vidriera se arremolinaban las nubes de humo de tabaco. Mordiendo de cuando en cuando la punta del puro, permaneció allí unos diez minutos, hasta que oyó sonar el teléfono.
—¡Diga!… Sí, Harry… Desde luego. ¿Dónde estás?… Ahora pasaré por ahí. Espérame… Media hora… Bien.
Tiró el cigarro a la chimenea, se puso el sombrero y el abrigo y salió a la calle. Seis manzanas más allá entró en un restaurante; pidió una ensalada, panecillos y una taza de café, y cuando hubo terminado con todo ello, salió. Recorrió un par de manzanas más, hasta un hotelito llamado Majestic; en el ascensor, manejado por un individuo bajito, que le saludó llamándole Ned, subió al cuarto piso. El hombre le preguntó que qué pensaba acerca de la tercera carrera de caballos.
—Creo que ganará Lord Byron —dijo Beaumont, después de pensar un rato.
—Ojalá te equivoques —dijo el otro—. Yo he apostado por Pipe Organ.
—Puede que estés en lo cierto —dijo Beaumont, encogiéndose de hombros—, pero lleva mucho peso.
Luego, acercándose, llamó con los nudillos en la puerta de la habitación 417.
Harry Sloss, en mangas de camisa, salió a abrirle. Era un hombre macizo, pálido, de treinta y cinco años, de cara ancha y bastante calvo.
—Llegas a tiempo —dijo—. Pasa.
Cuando Sloss hubo cerrado la puerta, preguntó Beaumont:
—¿Qué dificultades se presentan?
El hombre macizo, acercándose a la cama, tomó asiento y, con el ceño fruncido, dijo a Beaumont:
—No me parece bien, ni mucho menos, Ned.
—¿El qué?
—Eso de que Ben vaya con el cuento a la fiscalía.
—Bueno —replicó indignado Beaumont—. Cuanto antes me digas de qué me estás hablando, mejor.
—Aguarda, Ned —dijo Sloss, levantando su pálida manaza—. Te lo diré.
Tentándose el bolsillo, sacó una cajetilla de cigarrillos medio llena.
—¿Recuerdas —preguntó— la noche en que suprimieron al chico de Henry?
Beaumont asintió, emitiendo un sonido inarticulado.
—¿Recuerdas —prosiguió Sloss— que Ben y yo acabábamos de entrar cuando tú llegaste al club?
—Sí.
—Pues vimos a Paul y al muchacho discutiendo bajo los árboles.
Beaumont, al parecer desconcertado, se pasó la uña del pulgar por el bigote y contestó lentamente:
—Pero yo os vi salir del coche frente al club poco después de haber encontrado el cadáver, y os acercabais por la dirección opuesta.
Levantando el dedo índice, añadió:
—Y Paul ya estaba en el club antes de llegar vosotros.
—Todo eso es verdad —asintió Sloss, moviendo expresivamente la cabeza—, pero habíamos ido primero desde el club por China Street hasta la casa de Pinky Klein. Al principio, él no estaba; cuando tú nos viste, regresábamos.
—Bien —dijo Beaumont—. ¿Y qué descubristeis?
—A Paul y al muchacho discutiendo bajo los árboles.
—¿Los visteis desde el coche en marcha?
Sloss asintió de nuevo con energía.
—El lugar —le recordó a Beaumont— estaba oscuro. No comprendo cómo pudisteis ver sus caras al pasar, a menos que frenaseis u os detuvieseis.
—Eso, no; pero conocimos a Paul —insistió Sloss.
—Quizá sí, pero ¿cómo supisteis que el chico estaba con él?
—Desde luego, estaba. Le reconocimos.
—¿Y discutían? ¿Qué quieres decir? ¿Era una pelea?
—No. Pero su actitud era la de quienes sostienen una discusión violenta. Sólo por la actitud se sabe a veces si dos personas riñen.
Beaumont sonrió forzadamente.
—Sí —dijo—; sí uno de ellos pega en la cara al otro.
Pero, dejando de sonreír, volvió a preguntar:
—¿Y eso es lo que Ben ha ido a contar a la fiscalía?
—Sí. No sé si ha ido por propia iniciativa o si Farr, al enterarse de algo, mandó llamarle. Sea como sea, ha ido a Farr con el cuento. Eso fue ayer mismo.
—¿Cómo te has enterado, Harry?
—Farr me busca —dijo Sloss—, y por eso lo supe. Ben le dijo que yo estaba con él, y Farr me mandó recado para que pase a verle. Pero yo no quiero mezclarme en el asunto.
—Espero que no hagas tal cosa, Harry —dijo Beaumont—. ¿Qué vas a decirle a Farr, si al fin te echa el guante?
—Si puedo evitarlo, no me pescará. Eso es lo que quería decirte.
Luego, carraspeando y humedeciéndose los labios, continuó:
—He pensado que será mejor salir de la ciudad una o dos semanas, mientras pasa el peligro… Pero ello requiere algo de dinero.
Beaumont, sonriendo, movió la cabeza.
—No es necesario —dijo—. Si quieres ayudar a Paul, dile a Farr que no reconociste a los hombres que discutían bajo los árboles, y que crees que desde tu coche nadie hubiese podido identificarlos.
—Bien; así lo haré —y añadió rápidamente—: Pero escucha, Ned: yo he de sacar algo. Corro un peligro y… tú ya sabes…
Beaumont hizo una señal de asentimiento.
—Te daremos una buena colocación después de las elecciones; una de ésas en que, dejándote ver un par de horas, tendrás bastante.
—Eso me irá bien, pero…
Sloss se puso en pie; en sus ojos, jaspeados de verde, había una mirada ansiosa.
—Óyeme, Ned: estoy de deudas hasta el cuello. ¿No podrías darme a cambio de ese empleo algo de pasta inmediatamente? ¡Me vendría tan bien!
—Es posible. Hablaré de ello a Paul.
—Hazlo, Ned, y llámame por teléfono.
—Desde luego. Hasta la vista.
Desde el hotel Majestic Beaumont fue al Ayuntamiento y se dirigió al despacho del fiscal. Dijo que quería hablar con Farr.
El joven de cara redonda que recibió el encargo en el antedespacho fue a informarse y regresó al minuto con expresión afligida.
—Lo siento, señor Beaumont, pero el señor Farr no está.
—¿Cuándo regresará?
—No lo sé. Su secretario tampoco lo sabe.
—Probaré suerte; aguardaré en su despacho.
El de la cara redonda se interpuso.
—No; eso no puede hacerlo…
Beaumont, contemplando al joven con la mejor de sus sonrisas, le preguntó suavemente:
—¿No le gusta su empleo, amigo?
El pobre diablo, vacilando con evidente inquietud, le dejó libre el paso. Beaumont se metió en el pasillo interior y abrió la puerta del despacho del fiscal.
Farr, levantando la vista de su mesa, se puso en pie de un salto.
—Pero ¿era usted? —exclamó—. ¡Demonio de chico! Nunca da pie con bola. Ha dicho que quería verme un tal señor Bauman.
—No importa —replicó Beaumont—. Aquí me tiene.
Dejó que el fiscal estrechase su mano con muchos aspavientos y ocupó la silla que le ofrecía.
—¿Algo nuevo? —preguntó, una vez sentados ambos.
—Nada —contestó Farr, meciéndose en su silla—. La misma cantinela que de costumbre, aunque bien sabe Dios que ya estoy harto.
—¿Qué tal los trabajos electorales?
—Podrían ir mejor.
Por la cara del fiscal pasó una sombra.
—Creo, sin embargo —añadió—, que podremos salir adelante.
—¿De qué se trata? —preguntó Beaumont con voz aún indiferente.
—Cosillas. Siempre hay alguna. Así es la política.
—¿Puedo servirle de algo…, o acaso Paul?
Cuando Farr hubo sacudido la cabeza para negar, volvió a preguntar Beaumont:
—¿Es su peor dificultad esa habladuría sobre la intervención de Paul en la muerte de Henry?
Durante un segundo brilló un destello de espanto en los ojos del fiscal, pero desapareció tras un ligero parpadeo.
—Pues… se insiste mucho por ahí en que aclaremos ese asunto antes de las elecciones. Esa es una de las dificultades; quizá la mayor.
—¿Se ha adelantado algo desde la última vez que nos vimos?
Nuevo gesto negativo de Farr.
—¿Sigue usted tomando las cosas con calma? —preguntó Beaumont, sonriendo sin entusiasmo.
—Claro, claro —replicó el fiscal, revolviéndose un poco en su silla.
Beaumont hizo un ademán de aprobación, pero los ojos le brillaban cargados de ironía. Luego le preguntó, como quien conoce de antemano la respuesta:
—¿Y no será esa historia de Ben Ferris una de las cosas que tiene usted que tomar con calma?
Farr abrió la boca y volvió a cerrarla de nuevo para restregar los labios uno contra otro. Tras el primer instante de sorpresa, en el que se le agrandaron mucho los ojos, permaneció inexpresivo.
—Yo no sé —contestó— si en esa historia de Ferris hay o no algo de verdad. Creo que no. No lo he pensado bastante para hablar de ello.
Beaumont le miraba con una risita burlona.
—Ya sabe usted, Beaumont, que yo no hago caso de nada; de nada importante, al menos, que vaya contra Paul o contra usted. Demasiado me conocen.
—Sí; le conocíamos antes de que se volviera tan nervioso —replicó Beaumont—. Pero no importa. Si quiere echar mano al individuo que estaba con Ferris en el coche, le tiene en el hotel Majestic, habitación número 417.
Farr, mudo e inexpresivo, no apartaba los ojos de la figura desnuda que sobre la mesa de su escritorio sostenía un aeroplano.
Sonriente, Beaumont se puso en pie.
—Paul tiene siempre mucho gusto en sacar a su gente de un atolladero —dijo—. ¿Cree usted que hará bien, en este caso, si se deja detener y procesar por el asesinato de Henry?
Farr, sin apartar los ojos del pupitre, respondió:
—Yo no soy nadie para decirle a Paul lo que tiene que hacer.
—¡Buena idea! —exclamó Beaumont.
Después, inclinándose sobre la mesa, y con las manos apoyadas en ella, acercó su cara a la del fiscal del distrito, y le dijo en tono confidencial:
—Y le voy a dar otra. No se meta donde no le llaman, sin pedir previamente consejo a Paul.
Con la sonrisa en los labios salió del despacho; pero en cuanto traspuso el umbral dejó de sonreír.