La señora de Madvig abrió la puerta.
—¡Ned! —exclamó—. ¿Estás loco? ¡Andar por ahí una noche como ésta, hallándote aún convaleciente!
—En el taxi no entraba agua.
Beaumont sonreía, pero su sonrisa carecía de vigor.
—¿Está Paul? —preguntó.
—Ha salido hace menos de media hora; creo que fue al club. Pero entra, entra.
—¿Y Opal, está? —preguntó él, cerrando la puerta y siguiéndola a través del vestíbulo.
—No. Desde esta mañana está fuera de casa, no sé dónde.
Al llegar al umbral del cuarto de estar, Beaumont se detuvo.
—No puedo quedarme —dijo—. Pasaré por el club a ver si está Paul.
Su voz no era demasiado firme. La anciana, volviéndose hacia él con viveza, exclamó, enfadada:
—¡No harás tal cosa! Mírate; estás como para coger un enfriamiento. Siéntate enseguida junto al fuego y déjame que te traiga algo caliente para beber.
—No me es posible, mamá. Tengo que ir a varios sitios.
Los ojos de ella, pese a su avanzada edad, brillaban llenos de interés.
—¿Cuándo has salido del hospital?
—Ahora mismo.
La anciana apretó los labios, y enseguida los abrió ligeramente para decir:
—¿Te has escapado?
Una sombra de disgusto turbó su mirada clara. Se acercó a Beaumont; eran casi de la misma estatura. Al hablar, su voz era áspera, como si tuviera la garganta reseca.
—¿Se trata de algo referente a Paul?
Al hacer la pregunta, los ojos de la anciana casi expresaban miedo.
—¿O sobre Opal? —añadió.
Él contestó con voz casi imperceptible.
—Tengo que ver a ambos para un asunto.
La mano huesuda de la anciana acarició con cierta timidez la mejilla de Beaumont.
—Tú eres un buen chico, Ned.
Él la rodeó con un brazo, diciéndole:
—No se preocupe, mamá. Las cosas no están tan mal como parece. Pero si Opal viene, procure que se quede en casa.
—¿Hay algo que puedas decirme, Ned?
—Ahora no, y… será mejor que ninguno de los dos vea que está usted inquieta.
Beaumont recorrió cinco manzanas bajo la lluvia hasta llegar a una tienda de comestibles. Allí telefoneó para pedir un taxi y después, marcando dos números, uno tras otro, preguntó por el señor Mathews, sin conseguir encontrarle.
Marcó otro número, preguntando por el señor Ramsen. Poco después comenzó a hablar.
—¡Hola, Jack! Aquí Ned Beaumont… ¿Ocupado?… Muy bien. Verás lo que deseo. Quiero saber si la muchacha de quien hemos estado hablando ha ido a ver al señor Mathews, del Observer, y lo que hizo después, si es que ha hecho algo… Eso es, Hal Mathews. Le he llamado ahí y a su casa, pero sin resultado… Bueno, sin que nadie lo sepa, a ser posible; pero hazlo, y pronto… No, no estoy en el hospital. Esperaré en casa. Ya sabes mi número… Sí, Jack. Bien, gracias, y llámame tan pronto como puedas. Adiós.
Salió para tomar el taxi, que ya le esperaba, y dio su dirección al conductor; pero media docena de manzanas más adelante repiqueteó con los dedos en la ventanilla para darle otra.
Muy pronto, el taxi se detuvo ante una casa cuadrada y grisácea que se elevaba en el centro de un campo cubierto de suave césped en terreno muy pendiente.
—Espéreme —dijo al conductor al salir del coche.
La puerta principal del edificio fue abierta por una doncella pelirroja en cuanto llamó al timbre.
—¿Está el señor Farr?
—Iré a verlo. ¿A quién he de anunciar?
—Al señor Beaumont.
El fiscal del distrito entró en el recibidor con ambas manos tendidas y una sonrisa de su oronda cara de luchador.
—Vaya, vaya con Beaumont. ¡Cuánto me alegro de verle por aquí! —dijo avanzando presuroso hacia el visitante—. Por favor, deme el sombrero y el abrigo.
Beaumont, sonriendo, movió la cabeza negativamente.
—No puedo quedarme. Sólo he subido un instante, de paso para mi casa. Acabo de salir del hospital.
—¿Ya como si nada? ¡Magnífico!
—Bastante bien —dijo Beaumont—. ¿Algo nuevo?
—Nada de verdadera importancia. Los pájaros que le han maltratado a usted aún andan sueltos…, ocultos no se sabe dónde, pero ya los atraparemos.
Beaumont hizo un gesto de desprecio.
—No me han matado, y, en realidad, no querían matarme; con que les dé usted un buen susto, basta.
Luego, mirando a Farr con ojos somnolientos, añadió:
—¿Ha habido algo más respecto a los anónimos de las tres preguntas?
El fiscal carraspeó.
—¡Hum!… Sí, ahora recuerdo; ha habido como uno o dos más.
—¿Cuántos? —preguntó Beaumont.
Hablaba como quien no quiere la cosa. Una levísima sonrisa levantaba la comisura de sus labios. Sus ojos chispeaban con regocijo, pero no se apartaban de los de Farr.
De nuevo el fiscal se aclaró la garganta.
—Tres —dijo a regañadientes.
E inmediatamente añadió muy expresivo:
—¿Se ha enterado usted del espléndido mitin que hemos celebrado en…?
Beaumont le interrumpió:
—¿Siempre sobre el mismo asunto? Los anónimos, quiero decir.
—¡Hum! —exclamó el fiscal con la boca cerrada—. Poco más o menos.
Se pasó la lengua por los labios con una expresión suplicante en los ojos.
—¿Qué se entiende por poco más o menos? —dijo Beaumont.
Farr apartó sus ojos de los de Beaumont, mirándole primero la corbata y después el hombro izquierdo. Movió los labios imperceptiblemente, pero sin emitir sonido alguno. Beaumont, sin disimulo, le sonreía maliciosamente.
—¿Decían todos ellos que Paul ha matado a Taylor? —preguntó en tono meloso.
Farr dio un salto en la silla; la cara, de su habitual color rojo, pasó a anaranjado claro, y él, en su excitación, se atrevió a mirar de nuevo a Beaumont, exclamando:
—¡Por Dios, Ned!
Beaumont se echó a reír.
—Se está usted poniendo nervioso, Farr —dijo con voz aún suave—. Cuídese o terminará por ponerse enfermo. ¿Le ha dicho algo a Paul acerca de eso? Quiero decir…, acerca de los nervios.
—N… no.
Beaumont sonrió de nuevo.
—Quizá no se haya dado cuenta… todavía.
Levantando el brazo, consultó su reloj de pulsera, y, mirando después a Farr, preguntó de pronto:
—¿Ha averiguado usted quién los ha escrito?
—Mi… mire…, Beaumont —tartamudeó el fiscal—. Yo no…, ya sabe usted que… eso no…
Y después de mover mucho las manos como para completar el pensamiento que no formulaba, terminó por callar.
—Vamos termine —le acució Beaumont.
Tragando saliva y con desesperación, el fiscal continuó:
—Algo hemos averiguado, pero es muy pronto para hablar de ello. Quizá no haya nada aún. Usted sabe cómo son estas cosas.
Beaumont asintió con un ademán. En aquel momento su rostro no expresaba más que sentimientos amistosos; al hablar, su voz era tranquila y fría, sin altibajos.
—Usted se ha enterado —dijo— de dónde los han escrito; ha encontrado la máquina de que el autor se ha servido, pero hasta ahora no sabe nada más. No tiene datos suficientes para sospechar siquiera quién los escribió.
—Así es —dijo Farr, resoplando con un gran suspiro de alivio.
Beaumont, tomándole la mano, se la estrechó cordialmente.
—Eso es todo lo que hay —dijo—. Bien; tengo que marcharme. Vaya usted con calma en este asunto, sin dar un paso antes de asegurarse, y no se equivocará. Créame usted.
—Gracias, muchas gracias —dijo el fiscal, emocionado.
A las nueve y diez minutos de la noche sonó el timbre del teléfono en el cuarto de estar de Beaumont; éste acudió rápidamente a la llamada.
—Diga… Sí, Jack… Sí… ¿Dónde?… Sí, muy bien… Esta noche. Muchas gracias.
Al separarse del aparato sus labios pálidos sonreían, los ojos le brillaban inquietos y las manos le temblaban un poco.
Apenas había andado dos pasos, cuando volvió a repiquetear el teléfono. Vaciló un poco y descolgó.
—Diga. ¡Ah, hola, Paul!… Sí, estoy cansado de pasar por inválido… Nada de particular… Que pasé por ahí y subí a verte… No, temo no poder hacerlo. No me encuentro tan fuerte como pensaba y me parece mejor meterme en la cama… Sí, mañana, desde luego… Adiós.
Se puso el impermeable y el sombrero y bajó por la escalera. Al salir del portal, la lluvia, empujada por el viento, le azotó la cara. Anduvo hasta el garaje de la esquina.
En el despacho del garaje, resguardado por una cristalera, un hombre zanquilargo, vestido con un mono que algún día fue blanco, y con los pies apoyados en una tabla junto a un calentador eléctrico, leía un periódico.
—Hola, Tommy —saludó Beaumont.
El hombre bajó el periódico para mirar al recién llegado. La suciedad de su cara le hacía aparecer más blancos los dientes, que enseñó casi en su totalidad al sonreír.
—¡Vaya un tiempecito esta noche!
—Sí. ¿Puedes dejarme un coche? Uno que pueda llevarme por caminos rurales.
—¡Jesús! —exclamó Tommy—. ¿No podía haber escogido otra noche mejor? Bien; le daré un Buick, que me tiene sin cuidado.
—Pero ¿llegaré a donde quiero?
—En una noche así, ¿quién puede asegurarlo?
—Bueno; ponle gasolina y aceite. ¿Cuál es la mejor carretera para ir por Lazy Creek?
—¿Hasta dónde?
Beaumont miró al empleado titubeando. Al fin le dijo:
—Aproximadamente hasta la desembocadura del río.
—¿A la casa de Mathews? —preguntó el otro.
Beaumont no contestó.
—La cosa varia según donde vaya.
—¿Sí? Pues a casa de Mathews —y agregó, frunciendo el ceño—. Pero punto en boca, ¿eh, Tommy?
—¿Por qué viene usted aquí? ¿Porque cree que soy un charlatán o porque cree que no lo soy? —preguntó Tommy, dispuesto a pelear.
—Tengo prisa —dijo Beaumont.
—Entonces tome la carretera de New-River hasta Barton’s, y allí siga otra muy estropeada que arranca más allá del puente, si es que puede; luego, la primera transversal, que retrocede hacia el este. Esta última le llevará hasta detrás de la casa de Mathews, cerca de la cumbre de la colina. Si no puede pasar la carretera mala con este tiempo, tendrá usted que subir la de New-River hasta el cruce y luego volver por el camino viejo.
—Gracias.
Subía Beaumont al Buick cuando Tommy, en un tono estudiadamente indiferente, le dijo:
—En la bolsa lateral va un revólver de repuesto.
—¿De respeto? —preguntó Beaumont, mirando al larguirucho.
—Buen viaje —dijo este último.
Beaumont, cerrando la portezuela, arrancó.
El reloj del salpicadero señalaba exactamente las diez horas, trece minutos y dos segundos. Beaumont apagó las luces; sentía los músculos ligeramente agarrotados; salió del Buick. La lluvia, impulsada por la violencia del viento, le azotaba el cuerpo, abatiéndole en ráfagas incesantes contra árboles, maleza y suelo, y repiqueteando sobre la capota del coche. Abajo, en la ladera, a través de la lluvia y del follaje, lucían débilmente sobre el terreno unas manchas irregulares de luz amarillenta. Se ciñó el impermeable, y, tiritando y dando tumbos, marchó cuesta abajo por entre las matas chorreantes.
El chubasco, que golpeaba su espalda, le empujaba. Poco a poco fue cediendo la rigidez de sus miembros; tropezaba con frecuencia, al enganchársele los zapatos en menudos obstáculos; vacilante, pero conservando el equilibrio, continuó marchando con bastante agilidad, aunque sinuosamente, hacia la meta.
Pronto pisó un sendero; lo siguió a ciegas, tanteando los bordes con los pies y guiándose también por los árboles, cuyas ramas delimitaban el camino a ambos lados y le rozaban la cara en cuanto perdía la dirección. Así continuó hacia la izquierda. Pronto una amplia curva le condujo a un regato por donde bajaba el agua ruidosamente; desde allí, siguiendo otra curva, llegó a la puerta principal del edificio de donde partía la luz amarillenta.
Fue directamente a la puerta y llamó con los nudillos. Le abrió un individuo de pelo canoso; tenía la cara apacible y descolorida, y sus ojos grises le examinaron a través de unas gafas de montura de concha. Llevaba un traje color castaño, limpio y de buena tela, pero de corte anticuado. El cuello duro y alto aparecía deslucido en cuatro puntos por otras tantas gotas de agua. Apartándose, con la mano en la puerta, invitó a pasar al forastero; si no calurosamente, al menos con amabilidad.
—Pase, caballero, resguárdese de la lluvia. Mala noche para andar por ahí.
Beaumont, inclinando muy levemente la cabeza, dio unos pasos hacia el interior. Se hallaba en una gran sala que ocupaba toda la planta baja del edificio. La diseminación y simplicidad de los muebles le prestaban un aspecto de sencillez, en el cual la ausencia de toda ostentación era una nota agradable. Servía, al parecer, de cocina, comedor y cuarto de estar.
Opal Madvig se levantó del taburete que ocupaba y se mantuvo erguida en toda su estatura, sin apartar de Beaumont sus ojos hostiles y fríos.
Él, quitándose el sombrero, comenzó a desabrocharse el impermeable. Entonces le reconocieron los demás.
—¡Cómo; si es Beaumont! —exclamó Jeff Gardner.
Miraba con los ojos abiertos de par en par a Shad O’Rory, y en su voz había una nota de incredulidad.
Shad O’Rory ocupaba una silla de madera en el centro de la habitación, de cara a la chimenea. Contempló a Beaumont sonriendo con ojos adormilados.
—Efectivamente. ¿Qué tal estás, Ned? —dijo con su voz musical de barítono y su leve acento irlandés.
La cara contrahecha de Jeff Gardner se ensanchó con una sonrisa que dejaba ver su magnífica dentadura postiza y ocultaba casi por entero sus ojillos congestionados.
—¡Jesús me valga, Rusty! —exclamó, dirigiéndose al muchacho rubicundo de cara malhumorada, que descansaba echado en un banco—. ¡Si es la pelotita de goma, que vuelve a nosotros! ¿No te he dicho que le gustaba nuestro modo de pegar?
Rusty, observando desdeñoso a Beaumont, masculló algo que no llegó a oírse desde el otro extremo de la habitación.
Una muchachita esbelta, vestida de rojo, sentada no lejos de Opal, contempló interesada al recién llegado con sus ojos negros y brillantes.
Beaumont se quitó el impermeable. Su cara delgada, que aún conservaba las señales de los puñetazos de Jeff y de Rusty, permanecía impasible. Sólo una ligera chispa de inquietud brillaba en sus ojos. Dejó el abrigo y el sombrero sobre una cómoda sin pintar que se apoyaba en uno de los tabiques y, sonriendo cortésmente al hombre que le había recibido, dijo:
—Cuando pasaba por aquí se me averió el coche. Ha sido usted muy amable dejándome entrar, señor Mathews.
—Nada de eso; he tenido mucho gusto… —contestó el otro vagamente.
Después, sus ojos espantados se dirigieron implorantes a O’Rory. Este, pasándose la mano por el pelo canoso, sonrió a Beaumont sin decir nada.
Beaumont avanzó hacia la chimenea y saludó a Opal.
—¡Hola, pequeña!
Pero ella, sin corresponder al saludo, continuó contemplándole con ojos hostiles.
Él dirigió la vista, sonriente, hacia la muchacha esbelta vestida de rojo.
—La señora Mathews, ¿no es así?
—Así es —contestó ella.
Su voz era suave, casi acariciadora y, al hablar, le alargó la mano.
—Opal me ha dicho que eran ustedes compañeras de colegio —dijo Beaumont, tomándole la mano.
Luego, volviéndose a Rusty y a Jeff, los saludó al desgaire:
—¡Hola, chicos! Esperaba veros cualquier día.
Rusty no contestó, pero Jeff, al parecer muy divertido, hizo una mueca fea al reírse.
—¡Yo y usted, juntos otra vez —dijo—, ahora que se me han curado los nudillos! Ya sabe usted lo que me gusta zurrarle.
Shad O’Rory, sin mirar al rufián, le dijo suavemente:
—Le das demasiado a la lengua, Jeff. Quizá, si supieras callar, conservarías aún tus propios dientes.
La señora Mathews habló en voz baja con Opal, y ésta, haciendo un movimiento con la cabeza, volvió a tomar asiento ante la chimenea.
Mathews, nervioso, indicó al intruso una silla de madera, junto al hogar.
—Siéntese, señor Beaumont; séquese los pies y caliéntese.
Beaumont arrastró la silla, acercándola un poco más al fuego, y tomó asiento.
—Gracias —dijo.
O’Rory, que encendía un cigarrillo, al terminar la operación se lo apartó de los labios.
—¿Qué tal te encuentras, Ned?
—Bastante bien, Shad.
—Eso es bueno.
O’Rory ladeó un poco la cabeza y dijo a los hombres que ocupaban el banco:
—Muchachos, mañana podréis regresar a la ciudad.
Y volviéndose a Beaumont le explicó con naturalidad su decisión:
—En tanto ignorábamos si tú vivías o no, tenían que seguir escondidos; pero por una simple paliza no hay que preocuparse.
Ned Beaumont asintió con un ademán.
—Por lo ocurrido —dijo— no voy a molestarme en presentar una denuncia. Pero no olvides que a Jeff se le persigue por el asesinato de West.
Hablaba ligeramente, pero sus ojos, fijos en el leño que chisporroteaba en el hogar, brillaron un instante con un destello de odio. Pero, al volverse a la izquierda para mirar a Mathews, eran sólo burlones.
—Aunque, naturalmente —agregó—, también podría ocasionar un perjuicio a Mathews por ayudar a ocultaros.
—No los he ayudado, señor Beaumont —dijo el aludido apresuradamente—. Ni siquiera sabía que estaban aquí. Al llegar hoy, fui el primer sorprendido al encontrármelos…
Con voz entrecortada y quejumbrosa agregó, mirando muy asustado a O’Rory:
—Usted sabe que los recibo con gusto, O’Rory; lo que quiero decir —una alegre sonrisa le iluminó el rostro repentinamente— es que, al ayudarlos sin saberlo, no puedo ser legalmente responsable.
—Claro que lo hizo sin darse cuenta —dijo O’Rory blandamente.
Sus ojos grises miraban al periodista sin el menor interés. La sonrisa de Mathews fue perdiendo animación hasta desaparecer por completo; sus dedos juguetearon con el lazo de la corbata y sus ojos azorados esquivaron la mirada de O’Rory.
La señora Mathews se dirigió a Beaumont, hablando dulcemente:
—¡Qué aburrido estaba aquí todo el mundo esta noche! Esto era un cementerio hasta que usted ha llegado.
Él la observó curioso; los ojos de aquella mujer eran brillantes, dulces, atractivos. Bajo la mirada de Beaumont, inclinó un poco la cabeza con un mohín de coquetería en los labios. Su boca era fina, quizá pintada de rojo demasiado oscuro, pero de trazado perfecto. Beaumont, sonriendo, se levantó y se acercó a ella.
Opal Madvig miraba al suelo; Mathews, O’Rory y los dos ocupantes del banco no apartaban sus ojos de Beaumont y de la mujer de Mathews.
—¿Por qué los encontraba usted aburridos?
Al hacer la pregunta, Beaumont se sentó en el suelo frente a ella, con las piernas cruzadas, sin mirarla directamente, de espaldas al fuego y apoyado en una mano.
—No sé cómo expresarlo —dijo ella, haciendo avanzar los labios con un gesto de duda—. Cuando Hal me preguntó si quería venir aquí con él y con Opal, creí que iba a divertirme. Al llegar, nos encontramos con estos… amigos de Hal.
Al pronunciar la palabra amigos vaciló perceptiblemente, como si dudase de aplicarles el calificativo; después prosiguió:
—Y aquí están, sentados en actitud de guardar algún secreto que les es común, y del que yo no sé ni una palabra. La cosa es de una estupidez insoportable. Opal ha estado tan insípida como todos los demás…
—¿Quieres callar, Eloise? —dijo Mathews.
Su voz vibró en un tono autoritario, completamente ineficaz; al levantar ella los ojos para mirarle, en los de él había más azoramiento que energía.
—¿Por qué he de callar? —preguntó ella con petulancia—. Digo la verdad; Opal es tan aburrida como los otros. ¡Pero, hombre, si ni siquiera has hablado con ella del asunto que os ha traído aquí! Creo que no hubiera aguantado tanto tiempo, de no haber sido por el temporal. Te lo aseguro.
Opal, que seguía sin levantar los ojos, se puso colorada. Eloise, inclinando la cabeza hacia Beaumont, abandonó el tono petulante para decirle, festiva:
—Esta situación es la que usted ha animado con su presencia; por eso me alegro tanto de su llegada, y no por sus méritos personales.
Beaumont frunció el ceño, fingiendo indignación. Ella, muy seria, le preguntó:
—¿Es cierto que se le ha estropeado el coche? ¿O ha venido usted para tratar con ellos de ese tedioso asunto que les tiene tan preocupados? Me parece que sí; usted es como los demás.
Él se echó a reír.
—No importa para lo que haya venido; el caso es que, después de verla a usted, he cambiado de idea.
—¿De verdad? —preguntó Eloise suspicaz—. Ya lo veremos.
—De todos modos —dijo Beaumont, hablando con ligereza—, le aseguro que yo no seré misterioso. ¿Tiene usted idea de cuál es ese barrenillo que les tiene tan hoscos?
—Ni la más remota —replicó ella, desdeñosa—. Pero estoy segura de que ha de ser una tontería…, probablemente relacionada con la política.
—¡Vaya una chica lista! Me parece que ha acertado en todo.
Al hablar dio con una de sus manos unos golpecitos en la de Eloise, y miró a O’Rory y a Mathews. Luego fijó en ella los ojos, preguntándole como si se estuviese divirtiendo mucho:
—¿No querrá decirme más cosas?
—No.
—Pues yo se las diré —declaró Beaumont—. En primer lugar, Opal cree que su padre es el asesino de Taylor Henry.
Opal Madvig, lanzando un gemido ahogado, se levantó de un salto y se llevó a la boca el reverso de una mano. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de espanto.
Rusty hizo un ademán de lanzarse contra Beaumont, pero Jeff, riendo con soma, le cogió de un brazo.
—Déjale —dijo con voz ronca, pero sin enfado—. No ha dicho nada malo.
El mocetón rubicundo no trató de zafarse de las manos del rufián. Eloise Mathews, inmóvil en su silla, miraba a Opal sin comprender lo que sucedía. Su marido, pálido y encogido, temblaba; sus ojos eran mortecinos, y le colgaba el labio inferior. O’Rory, un poco inclinado, pálida y severa su cara, de facciones correctas, observaba a Beaumont con ojos fríos, puestas las manos en los brazos del sillón, como dispuesto a levantarse.
—En segundo lugar… —continuó Beaumont sin dejarse cohibir por la agitación de los demás.
—¡Calla, Ned! —gritó Opal, interrumpiéndole.
Beaumont, girando sobre sí, sin alzarse del suelo, levantó la cabeza para mirarla. Ella, con las manos enlazadas sobre el pecho y la cara desencajada, parecía implorar misericordia.
Durante unos instantes Beaumont la observó pensativo. Desde fuera llegaba el bramido del viento, y entre una y otra ráfaga el rumor de las aguas del río próximo.
—¿No es eso lo que te ha traído aquí? —le preguntó él con acento indiferente, no exento de amabilidad.
—Cállate, por favor —rogó ella con voz enronquecida.
Beaumont sonrió solamente con los labios, sin que sus ojos cambiaran de expresión.
—Creo que nadie es capaz de pregonar a los cuatro vientos esa acusación contra tu padre, excepto tú y sus otros enemigos.
Opal dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, y exclamó con los puños crispados y la voz vibrante:
—Sí; él fue quien mató a Taylor.
Beaumont volvió a inclinarse hacia atrás, apoyándose en una mano y levantando la cara hacia Eloise.
—Eso es lo que yo le iba diciendo. Pensando de tal modo, Opal fue a ver a su marido en cuanto leyó el libelo que publicaba el periódico de esta mañana. Claro que Mathews no creyó nunca que Paul cometiese tal asesinato; lo que sucede es que se encuentra en un atolladero a consecuencia de las hipotecas que contra él esgrime la compañía State Central, cuyo dueño es el candidato de Shad al Senado… Y se ve obligado a hacer lo que le mandan. Lo que ella…
Mathews le interrumpió entonces con voz aguda y llena de desesperación:
—No siga usted, Beaumont.
La voz musical y tranquila de O’Rory cortó la frase de Mathews, diciendo:
—Déjele, Mathews. Déjele decir lo que quiera.
—Gracias, Shad —exclamó Beaumont sin mirarle—. Decíamos que Opal se dirigió a su marido para obtener de él la confirmación de su sospecha; pero Mathews nada podía decirle, a menos de mentir descaradamente. El no sabe nada. Se limita a lanzar pellas de barro donde le ordena Shad. Pero lo que sí puede hacer, y lo hará, es publicar en el periódico de mañana el relato de la llegada de Opal, declarando que cree en la culpabilidad de su padre con respecto a la muerte de su novio. La noticia va a ser sensacional: «Opal Madvig acusa a su padre de asesinato; la hija del muñidor dice que este mató al hijo de Henry». ¿No se imagina los grandes titulares de la primera plana del Observer?
Eloise, muy abiertos los ojos y la cara cerúlea, escuchaba conteniendo la respiración, inclinada hacia delante y sin apartar la mirada de Beaumont. Fuera, el viento batía contra los muros y las ventanas. Rusty aspiró para llenar de aire sus pulmones y lo dejó escapar dando un resoplido.
Beaumont se pasó la lengua por los labios, sonrientes, y prosiguió:
—Por eso la ha traído aquí; para tenerla escondida hasta dar la campanada. Quizá supiese que Shad y su gente estaban en esta casa, pero esto no lo puedo afirmar, aunque para el caso es lo mismo. Era necesario mantenerla apartada, en un lugar donde nadie pudiera hallarla hasta que saliese la tirada del periódico. Yo no digo que lo haya hecho contra su voluntad; no era necesario, porque ella está dispuesta a llegar a donde haga falta con tal de hundir a su padre.
Opal, en un susurro, pero pronunciando con claridad, volvió a decir:
—Sí; él le mató.
Beaumont, enderezándose un poco, la miró solemnemente. Después, sonriendo, movió la cabeza con irónica resignación; luego volvió a descansar el cuerpo sobre la mano.
Eloise Mathews miraba a su marido con sus negros ojos muy abiertos, que expresaban un asombro sin límites. Él, sentado y con la cabeza baja, ocultaba la cara entre sus manos.
Shad O’Rory cambió de postura y sacó un cigarrillo.
—¿Se da por vencido? —preguntó.
Beaumont, sin mirarle, contestó con voz tranquila, pero con repentina expresión de cansancio:
—No sabe usted bien hasta qué punto lo estoy.
O’Rory encendió el cigarrillo.
—Bien; ¿y adónde vamos a parar con todo eso? Ha llegado la hora de nuestra revancha y nos la vamos a tomar bien cumplida. La chica ha venido aquí porque ha querido y nos ha dicho lo que cree. ¿No ha hecho usted lo mismo? Aquí todo el mundo es dueño de ir donde le parezca, y cuando lo crea oportuno. Por mi parte —agregó—, estoy deseando irme a la cama. ¿Dónde voy a dormir, Mathews?
—Eso no está bien, Hal —dijo Eloise a su marido.
Mathews apartó lentamente las manos de la cara y adoptó un semblante digno.
—Hija mía, existen pruebas suficientes contra Madvig para justificar nuestro empeño de que la policía le someta, al menos, a un interrogatorio. Eso es lo que hemos hecho.
—Yo no me refiero a eso —replicó la mujer.
—Escucha, mujer: cuando vino a verme la señorita Madvig…
Titubeando, con la cara pálida ante la mirada de su mujer, volvió a ocultar el rostro entre las manos.
Eloise y Beaumont se quedaron solos en la gran habitación de la planta baja; ocupaban dos sillas muy próximas, frente a la chimenea. Ella, inclinada hacia delante, contemplaba con mirada trágica el último leño que ardía en el hogar. Él tenía las piernas cruzadas, uno de los brazos colgaba del respaldo de la silla y fumaba un cigarro mirando a hurtadillas a Eloise.
Crujieron las escaleras bajo el peso de Mathews, que descendió unos escalones. Vestido aún, se había quitado sólo el cuello de la camisa. La corbata, suelta, le colgaba por encima de la chaqueta.
—Cariño, ¿no vienes a acostarte? Ya son las doce.
Ella no se movió.
—Señor Beaumont —empezó a decir Mathews—. ¿Quiere usted…?
Beaumont, al oír su nombre, se volvió para mirarle con expresión cruelmente irónica. La voz se extinguió en la garganta de Mathews, y entonces Beaumont apartó de él la vista para mirar a la mujer.
Al poco rato Mathews volvió a subir. Eloise, sin apartar los ojos del fuego, dijo a Beaumont:
—En la cómoda hay whisky. ¿Quiere traerlo?
—Desde luego.
Encontró el whisky y unas copas.
—¿Lo quiere ahora? —preguntó Beaumont.
Ella asintió sin despegar los labios; bajo la blusa de seda, el pecho de la mujer se agitaba al compás de su respiración irregular. Beaumont sirvió dos copas abundantes.
Hasta que él le puso una copa en la mano, no apartó Eloise la mirada de la chimenea. Al hacerlo al fin, sonreía maliciosa, torciendo un poco la boca roja y exquisita. Sus ojos relucían, reflejando las llamas.
Sonrió a Beaumont, levantó la copa y exclamó con voz arrulladora:
—¡Por mi marido!
—¡No! —exclamó Beaumont, y arrojó al fuego el contenido de su copa.
El líquido, al desparramarse sobre las brasas, ardió de pronto con llamas fluctuantes.
Eloise, encantada, se echó a reír, dando palmadas como una niña.
—Llénela otra vez —le dijo a Beaumont.
Él obedeció; levantó la botella del suelo y volvió a llenar su copa. Eloise, levantando la suya por encima de la cabeza, brindó:
—¡Por usted!
Bebieron, y Eloise se estremeció al sentir la quemadura del alcohol.
—Mejor será que tome algún bocado de cualquier cosa, ahora o después —aconsejó Beaumont.
—Me gusta así —dijo ella con un ademán negativo.
Poniendo una mano en el brazo de Beaumont, se mantuvo muy cerca de él, de espaldas al fuego.
—¿Por qué no traemos aquí aquel banco?
—Buena idea —asintió él.
Apartaron las sillas del lugar que ocupaban frente al hogar y las sustituyeron por un banco ancho y sin respaldo, que transportaron entre los dos, cogiéndolo cada uno por un extremo.
—Ahora, apague las luces —dijo la joven.
Así lo hizo Beaumont y, al volver, la halló sentada en el banco, llenando de whisky las copas.
—Esta vez, por usted —brindó Beaumont.
Bebieron, y ella se estremeció como antes. Beaumont tomó asiento al lado de la muchacha. El resplandor de la chimenea teñía de rojo sus caras.
En esta posición se hallaban cuando oyeron un disparo. Inmediatamente Beaumont se desprendió de los brazos de ella, poniéndose en pie.
—¿Dónde está la habitación de su marido? —preguntó con viveza.
Ella, presa de un terror mudo, le miraba con ojos muy abiertos.
—¡Su habitación! —repitió él.
—Allí —contestó ella con voz opaca, señalando con mano temblorosa.
Beaumont echó a correr, y en cuatro saltos subió la escalera. En el último rellano dio de lleno con Jeff, el rufián, vestido del todo, pero sin zapatos. Tenía los ojos hinchados de sueño. Llevándose una mano a la cadera, extendió la otra en dirección a Beaumont para detenerle.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó.
Beaumont, eludiendo la mano extendida, propinó a Jeff un puñetazo en plena boca. El rufián, murmurando una maldición, dio unos pasos hacia atrás. Beaumont aprovechó la ocasión y de un salto pasó al otro lado, corriendo hacia la parte anterior del edificio. O’Rory salió de una de las habitaciones y corrió a su vez detrás de Beaumont.
En la planta baja se oyó un grito de la señora de Mathews.
Beaumont abrió de un empujón la puerta del dormitorio y se detuvo momentáneamente en el umbral. A la luz de la lámpara del techo se veía a Mathews tirado de espaldas en el suelo; tenía la boca abierta y de sus labios manaba un hilo de sangre. Uno de los brazos descansaba estirado en el entarimado y el otro se apoyaba en el pecho. En el suelo, cerca del tabique hacia donde parecía apuntar una de las manos, había un revólver oscuro. En una mesa, junto a la ventana, se veía destapada una botella de tinta, y al lado el tapón boca arriba, una pluma y un pliego de papel. Pegada a la mesa aparecía una silla colocada como si alguien la hubiese utilizado para sentarse a escribir.
Shad O’Rory apartó a Beaumont y se arrodilló al lado del yacente. Mientras tanto, Beaumont, situado detrás de él, y sin apartar los ojos del papel que había sobre la mesa, alargó la mano y se lo metió en el bolsillo.
Jeff, y tras él Rusty, penetraron en la habitación, éste sin vestir aún. O’Rory, poniéndose en pie, hizo un ademán, separando los brazos, como quien da por concluido un incidente.
—Se ha disparado un tiro en el paladar. ¡Esto se acabó!
Beaumont, volviéndose, salió de la habitación. En el vestíbulo se tropezó con Opal Madvig.
—¿Qué pasa, Ned? —preguntó ella con voz espantada.
—Mathews se ha matado. Voy al lado de su mujer hasta que te vistas. No entres; ahí no tienes nada que hacer.
Cuando llegó a la planta baja, Eloise era una sombra apenas perceptible, derribada en el suelo junto al banco.
Beaumont dio dos pasos rápidamente hacia ella, se detuvo y echó una ojeada en su derredor con ojos fríos y astutos. Después, acercándose a la mujer, puso una rodilla en tierra y le tomó el pulso. A la pálida luz del fuego, a punto de extinguirse, examinó a Eloise tan de cerca como le fue posible. No daba señales de vida. Beaumont, sacándose el papel del bolsillo, avanzó de rodillas hasta el borde del hogar y, al rojo resplandor de las brasas leyó:
Yo, Howard Keith Mathews, en pleno uso de mis facultades mentales, declaro que es mi última y libre voluntad:
Legar a mi queridísima esposa, Eloise Branden Mathews, y en su caso a sus herederos y asignatarios, cuantos bienes muebles e inmuebles constituyen mi capital, cualquiera que sea su clase y su naturaleza.
Asimismo, declaro al State Central Trust único ejecutor del presente testamento.
En testimonio de lo cual, estampo mi firma al pie…
Beaumont, con una siniestra sonrisa en los labios, apenas concluyó la lectura, rasgó el papel; juntando los pedazos, repitió la operación un par de veces más. Poniéndose en pie, levantó un poco la pantalla de la chimenea y dejó caer los trozos de papel en las brasas. Rápidamente se elevaron unas llamas muy vivas, y el testamento quedó reducido a cenizas. Tomando luego la badila de hierro forjado, apoyada al lado del hogar, revolvió las cenizas para hacer desaparecer los restos del papel entre los de la madera carbonizada.
Volviendo luego al lado de la señora Mathews, le vertió entre los labios las gotas de whisky que quedaban en una copa. Ella, tosiendo, empezaba a volver en sí, cuando procedente de la escalera llegó Opal Madvig.
O’Rory, Jeff y Rusty, vestidos ya los tres, bajaban por la escalera. Beaumont se hallaba ya cerca de la puerta con el impermeable y el sombrero puestos.
—¿Adónde vas, Ned? —preguntó O’Rory.
—A buscar un teléfono.
O’Rory aprobó con un ademán.
—No es mala idea —dijo—, pero antes quisiera preguntarte una cosa.
Descendió los últimos escalones con los otros dos hombres pegados a su espalda.
—¿Sí? —dijo Beaumont.
Al hablar, su mano salió del bolsillo; O’Rory y sus hombres la veían, pero el cuerpo de Beaumont la ocultaba del banco donde Opal atendía a Eloise, sosteniéndola en sus brazos. La mano de Beaumont sostenía una pistola automática.
—Avisando enseguida —continuó Beaumont— no se producirán complicaciones. Me daré mucha prisa.
O’Rory hizo como si no viese el arma, pero no dio un paso adelante y, como quien reflexiona, dijo a Beaumont:
—Estaba pensando en lo extraño de no encontrar ningún papel en la mesa del dormitorio, cuando tintero, pluma y silla, parecían preparados para escribir.
—¡Cómo! ¿No había ningún documento? —exclamó Beaumont con asombro burlón.
Retrocediendo de espaldas hacia la puerta, añadió:
—¡Qué cosa tan extraña! Ya hablaremos de eso largo y tendido cuando haya telefoneado.
—Mejor será ahora —dijo O’Rory.
—Lo siento.
Beaumont, siempre de espaldas, se aproximó rápidamente a la puerta y a tientas buscó el picaporte.
—No tardaré en volver —exclamó finalmente.
De un salto franqueó el umbral y cerró tras sí, dando un portazo.
La lluvia había cesado. Abandonando el sendero, pasó corriendo a través de la alta hierba al otro lado de la casa. En esto, oyó cerrar otra puerta, al parecer de la parte posterior del edificio. No muy lejos, a su izquierda, murmuraban las aguas del río; hacia él se encaminó cruzando los matorrales.
A sus espaldas sonó una pitada aguda, aunque no muy intensa. Chapoteando, pasó a través de un fangal hasta un bosquecillo, y allí, alejándose del río, cruzó entre los árboles. El silbato se oyó de nuevo, esta vez a su derecha. Más allá de los árboles se extendía otro matorral, que le llegaba a los hombros; se introdujo en él, ligeramente doblado por la cintura para no ser visto, a pesar de que la noche era casi cerrada.
Tenía que marchar hacia la cumbre de la colina por las laderas, muchas veces resbaladizas, de terreno duro, metido entre arbustos que le arañaban la cara y las manos y se le enganchaban a la ropa. Tres veces cayó al suelo y otras muchas estuvo a punto de caer. El silbato no volvió a sonar. Al alcanzar el lugar donde había dejado el Buick, no lo halló. Tampoco pudo dar con la carretera por donde había llegado a aquel paraje.
Arrastrando los pies, siguió dando tropezones, a pesar de que el terreno era cada vez menos abrupto, y cuando al fin hubo llegado a la cumbre del cerro, empezó a descender por la ladera opuesta, cayéndose al suelo con más frecuencia. Al pie del cerro encontró una carretera y la siguió. Se le pegaban a las suelas pegotes de barro, que aumentaban a cada paso, hasta el punto de tener que hacer alto de cuando en cuando para rascarse los zapatos. A tal efecto empleaba la pistola.
A sus espaldas ladraba un perro; giró torpemente, como un borracho, moviendo todo el cuerpo para mirar hacia atrás. Al borde de la carretera, unos metros más allá, había rebasado una casa, cuya silueta borrosa descubrió entonces. Volviendo sobre sus pasos, se acercó a la alta verja. El perro, monstruo invisible en la oscuridad, se lanzó hacia él, ladrando de un modo espantoso.
Beaumont tanteó con la mano el borde de la puerta, encontró a ciegas el pestillo y lo alzó. Se metió dentro de la finca con paso vacilante. El perro, retrocediendo, se puso después a dar vueltas alrededor del intruso, amagando ataques que no llegaban a su objetivo y atronando el espacio con sus furiosos ladridos.
Se oyó el chirrido de una ventana al abrirse y una voz bronca preguntó a gritos:
—¿Qué demonio le hace usted a ese perro?
Beaumont soltó una risita que quería demostrar serenidad, y, después, recobrándose, replicó con voz bastante firme:
—Soy Beaumont, agente de la fiscalía del distrito. Necesito hablar por teléfono. Allí abajo hay un hombre muerto.
—No se le entiende una palabra —tronó la voz bronca—. ¡Cállate, Jeanie!
El perro emitió aún tres ladridos a cual más fuerte, y después quedó silencioso.
—Dígame ahora. ¿Qué sucede?
—Necesito telefonear. Soy agente del fiscal. Hay un hombre muerto.
—¡No diga! —exclamó la voz bronca.
La ventana chirrió de nuevo al cerrarse. El perro reanudó los ladridos, las maniobras en círculo y las amenazas. Beaumont le arrojó la pistola llena de barro y el can corrió a ocultarse detrás de la casa.
Se abrió la puerta principal; en el umbral apareció un hombre bajo y rechoncho, de cara colorada, que llevaba un largo camisón azul.
—¡Virgen Santa, cómo viene usted! —exclamo.
Cuando Beaumont hubo entrado en el haz luminoso que brotaba de la puerta abierta, el hombre le observó con la boca abierta.
—El teléfono —dijo Beaumont.
Al verle andar vacilante, el hombre de cara colorada le sostuvo por un brazo.
—Por aquí —dijo de mal talante—. Pero dígame lo que desea, porque usted no está para nada.
—El teléfono —insistió Beaumont.
El de la cara colorada le condujo a través del vestíbulo, prestándole apoyo y abriendo la puerta.
—Ahí lo tiene. ¡Suerte que no está en casa la vieja! De lo contrario, ¡cualquier día le hubiese dejado entrar con ese fango!
Beaumont se derrumbó en una silla al lado del aparato. Sin descolgarlo, mirando al hombre del camisón, le dijo con voz ahogada y ademán enérgico:
—¡Salga y cierre la puerta!
El otro, que no había llegado a entrar, cerró como se le ordenaba. Beaumont, tomando entonces el receptor, y de codos sobre la mesa, llamó a Paul Madvig. Mientras esperaba, se le cerraban los ojos una y otra vez, pero con un esfuerzo de voluntad volvía a abrirlos; al fin pudo hablar.
—¡Hola, Paul!… Ned… No importa. Escucha; Mathews se ha suicidado en su casa de campo y no ha dejado testamento… Óyeme bien. Es importante. Con tantas deudas como tenía, y al no haber testado ni nombrado albacea, corresponde a los tribunales el señalamiento de un administrador de sus bienes, ¿entiendes?… Sí…, procura que el asunto vaya a parar a un juez conveniente, Phelps, por ejemplo… De este modo, el Observer quedará fuera de combate, al menos hasta después de las elecciones. ¿Comprendido?… Muy bien, muy bien; ahora escucha: el Observer de mañana está cargado de dinamita. Tienes que parar el golpe. Es preciso que saques de la cama a Phelps y consigas de él un mandato de embargo… Lo que sea, con tal de suspender la publicación hasta que en la redacción se enteren de que la empresa quedará en manos de nuestros amigos durante un mes por lo menos… Ahora no puedo decírtelo, Paul; pero te aseguro que es una bomba, y hay que parar la tirada. Levanta de la cama a Phelps y ocuparos vosotros mismos del asunto. Quedan aún tres horas antes de que salga el número a la calle… Eso es… ¿Qué?… ¿Opal? ¡Ah!, está perfectamente. Conmigo… Sí, la llevaré a casa… ¿Querrás telefonear a la policía para lo de Mathews? Yo volveré allá ahora mismo.
Dejando el aparato sobre la mesa, se puso en pie, y, vacilando, marchó hacia la puerta. Después de un primer intento inútil, logró abrirla y pasó al vestíbulo. De no haberse apoyado en la pared, habría caído al suelo.
El de la cara colorada se le acercó presuroso.
—Apóyese en mí, amigo; le prestaré ayuda. Si echo una manta sobre el sofá no tendrá usted que preocuparse del barro.
—Tengo que pedir un coche —dijo Beaumont—. He de volver a casa de Mathews.
—¿Es él quien ha muerto?
—Sí.
El de la cara colorada levantó las cejas, lanzando un agudo silbido.
—¿Querrá usted prestarme el coche? —preguntó Beaumont.
—¡Por Dios, amigo, sea razonable! No está usted en condiciones de conducir.
—Pues iré a pie —dijo Beaumont.
Al apartarse del otro para salir de allí, parecía a punto de caer.
—Eso tampoco. Si se tiene usted en pie mientras me visto, yo mismo le llevaré. Aunque temo que se me muera usted por el camino.
En la planta baja de la casa de Mathews se hallaban juntas Opal y Eloise en el momento de entrar Beaumont, casi en brazos del hombre de la cara colorada. Como ellos se metieron en la casa sin llamar a la puerta, las dos mujeres, en pie en medio de la habitación, los miraron sobresaltadas.
Beaumont se desprendió de los brazos de su acompañante y recorrió la habitación con ojos sombríos, murmurando:
—¿Dónde está Shad?
—Se ha marchado —contestó Opal—. Todos se han ido.
—Bien —dijo Beaumont, hablando con dificultad—; tengo que hablar contigo a solas.
—¡Usted le ha matado! —exclamó Eloise, llorando y arrojándose contra él.
Beaumont, riendo como un idiota, trató de rodearle el talle con sus brazos. La mujer, dando un grito, le golpeó la cara con la mano abierta.
Al recibir la bofetada, Beaumont cayó de espaldas con el cuerpo rígido. El hombre de la cara colorada se lanzó hacia él para sostenerle, pero no pudo. Beaumont quedó tendido en el suelo, inmóvil.