El hospital

1

Una enfermera le hacía algo en la cara.

—¿Dónde estoy? —preguntó Beaumont.

—En el Hospital de Saint Lucas.

La enfermera era menudita, de ojos grandes, castaños; olía a mimosa y hablaba sin levantar la voz, casi en un susurro.

—¿Qué día es hoy?

—Lunes.

—¿De qué mes y de qué año?

Ella le contempló frunciendo un poco el ceño.

—¡Oh, perdone! ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Hoy es el tercer día.

—¿Dónde está el teléfono? —preguntó él, tratando de sentarse.

—No piense en eso. No puede usar el teléfono ni excitarse de ningún modo.

—Si yo no puedo emplear el teléfono, hágalo usted. Llame a Hartford, seis, uno, seis, y diga al señor Madvig que he de verle inmediatamente.

—El señor Madvig viene todas las tardes, pero no creo que el doctor Tait le deje a usted hablar con nadie todavía. En realidad, ya ha hablado más de lo debido.

—¿Qué hora es? ¿Por la mañana o por la tarde?

—Por la mañana.

—Es mucho esperar; llámele ahora mismo.

—El doctor Tait vendrá dentro de un rato.

—No quiero ver a ningún doctor Tait, sino a Paul Madvig.

—Hará usted lo que le manden y se estará quieto hasta que venga el médico.

—Pero ¿qué clase de enfermera es usted? —gritó él furioso—. ¿No le han dicho nunca que no es bueno para los enfermos obligarles a discutir?

Ella permaneció muda.

—Además —prosiguió Beaumont—, me está doliendo la mandíbula.

—Si se estuviera quieto, no le haría daño.

Durante unos instantes Beaumont no se movió.

—¿Qué suponen que me ha ocurrido? —preguntó después—. ¿O no está lo bastante adelantada en sus estudios para saberlo?

—Probablemente, una borrachera —dijo ella.

Y, sin poder contenerse, se echó a reír.

—Ahora, en serio —añadió—; no puede hablar tanto ni puede recibir a nadie hasta que lo permita el médico.

2

Madvig llegó a primera hora de la tarde.

—¡Gracias a Dios! ¡Cuánto me alegro de verte vivo otra vez! —exclamó, tomando entre las suyas la mano no vendada del herido.

—Ya estoy bien. Pero tienes que hacer una cosa en el acto. Busca a Walt Ivans, llévale a Braywood, preséntale a los armeros y…

—Me lo dijiste, y ya está hecho.

—¿Que te lo dije?

—Claro; la mañana en que te recogieron. Te llevaron al hospital de urgencia y no dejaste que te tocaran hasta verme y decirme lo de Ivans. Luego perdiste el sentido.

—No recuerdo nada. ¿Los tenéis cogidos?

—A los Ivans, sí; Walt confesó después de ser identificado en Braywood. Jeff Gardner y otros dos podrían ser procesados, pero a Shad no se le puede probar nada. Gardner es el individuo que querían hacer pasar por Ivans; todo el mundo sabe que si aquél intervino en el delito, fue por orden de Shad; pero demostrarlo es otra cosa.

—Jeff es el guardaespaldas que acompañó a Shad en su visita al club, ¿no es así? ¿Le han detenido?

—No. Al parecer, Shad se lo llevó consigo a su escondite después de haber escapado tú. Te habían secuestrado, ¿no?

—Sí; en el primer piso de La Casa del Perro; fui a atraparlos y me atraparon ellos. Recuerdo —añadió con el ceño fruncido— que fui allí con Whisky Vassos, que me mordió un bulldog y que Jeff y un mozo rubio me dieron una paliza. Luego hubo un incendio, y… no sé más. ¿Quién me encontró y dónde?

—Un guardia te vio a cuatro patas en Colman Street, a las tres de la mañana; ibas dejando un rastro de sangre.

3

La enfermera menudita de los ojos grandes, abriendo la puerta con mucho cuidado, asomó la cabeza.

—¿Jugando al escondite? —preguntó Beaumont con la voz cansada—. ¿No le parece que es usted muy crecidita para eso?

La enfermera abrió la puerta de par en par y, sin moverse del umbral, sostuvo la hoja con una mano.

—No me extraña que le hayan pegado alguna vez —dijo—. Sólo quería saber si estaba o no despierto. Abajo esperan el señor Madvig y… —añadió arrastrando un poco las sílabas— una dama.

Beaumont, curioso y un poco burlón, miró a la enfermera.

—¿Qué clase de dama?

—La señorita Janet Henry —replicó la enfermera, como quien se complace en hacer una revelación inesperada.

Beaumont se volvió de espaldas y cerró los ojos. Hablando por un lado de la boca, dijo con voz inexpresiva:

—Dígales que aún estoy dormido.

—¿Cómo quiere que les diga eso? Pueden haberle oído, y, si estuviese dormido, yo habría salido enseguida.

Quejándose cómicamente, Beaumont se incorporó y se apoyó sobre el codo.

—¡Que venga otro día! —exclamó—. Me puedo pasar muy bien sin su visita.

La enfermera le miró despectivamente y le dijo con sorna:

—Tendremos que poner un policía de guardia frente al hospital, para cerrar el paso a las mujeres que quieran verle.

—Sí; ríase… Quizá para usted tengan mucha importancia las hijas de los senadores, que andan a cada paso en letras de molde, pero si a usted la persiguieran como me persiguen a mí, no se reiría…

—¡Vaya! No se las dé de gracioso. Los haré pasar.

Beaumont dio un suspiro. Le brillaban los ojos; se humedeció los labios, y después sonrió misteriosamente. Cuando Janet Henry entró en la habitación, el rostro del herido no expresaba sino la natural cortesía.

La muchacha se acercó sin vacilar a la cama.

—¡Oh, señor Beaumont! Estoy tan contenta de su mejoría que no he podido evitar la tentación de venir a decírselo.

Tomó la mano del herido, sonriendo. Su cabellera rubia hacía parecer más oscuros sus ojos.

—Si no le agrada verme por aquí —añadió—, no culpe usted a Paul. He sido yo quien le ha pedido que me trajera.

Ned Beaumont le devolvió la sonrisa.

—Me alegro infinitamente de que lo haya hecho. Es el colmo de la amabilidad por su parte.

Madvig, que había entrado siguiendo a Janet, se situó al otro lado de la cama, mirando primero a Janet y después a Beaumont, afectuosamente.

—Ya sabía yo que te alegrarías, Ned; y así se lo he dicho. ¿Qué tal te encuentras hoy?

—Estupendamente. Acerca unas sillas.

—No podemos quedarnos —replicó el rubio—. Estoy citado con M’Laughlin en el Grandcourt.

—Pero yo no —dijo Janet, sonriendo de nuevo a Beaumont—. ¿Permitirá que me quede un poco más?

—Me encantaría.

Madvig, dando la vuelta alrededor de la cama, los contempló con cara resplandeciente.

—Me parece de perlas —dijo.

Sentada ya la muchacha y colocado su abrigo sobre el respaldo de una silla, Madvig consultó su reloj.

—Tengo que echar a correr —murmuró.

Estrechando la mano de Beaumont, añadió:

—¿Quieres que te traiga algo?

—No, Paul, gracias.

—Bien; que sigas mejorando.

Se acercó a Janet para despedirse, pero, deteniéndose, se volvió para preguntar a Beaumont:

—¿Hasta qué punto crees que debo llegar con M’Laughlin, la primera vez?

Beaumont alzó levemente los hombros.

—Hasta donde quieras —dijo—, con tal de que no le hables con claridad; se asustaría. Con los circunloquios convenientes podrás llevarle, en cambio, hasta el asesinato, si te lo propones. A ése hay que hablarle así; por ejemplo: «¿Conoce usted a Fulano? Pues si se muere de enfermedad o de cualquier accidente, y por casualidad viene usted a verme, quizá se encuentre con un sobre a su nombre de mi parte y… ¡quién sabe si dentro habrá quinientos dólares!».

Madvig hizo un ademán de asentimiento.

—No necesito asesinatos —dijo—, pero si los votos de esos ferroviarios.

Y, frunciendo el entrecejo, añadió:

—¡Cuánto me alegraría que estuvieses bueno!

—En un par de días lo estaré. ¿Has leído el Observer de esta mañana?

—No.

Beaumont echó una ojeada a su alrededor.

—Alguien se lo habrá llevado. Publica un editorial venenoso en primera plana titulado: «¿Qué se proponen hacer nuestras autoridades?». Es una relación de los seis crímenes cometidos durante la semana, para demostrar que sufrimos una oleada de violencia, y una lista mucho más corta de sospechosos detenidos, haciendo resaltar la ineficacia de la policía. La muerte de Taylor Henry es el hecho en el que principalmente hacen hincapié para escandalizar.

Al oír el nombre de su hermano, Janet dio un paso hacia atrás, abriendo la boca como horrorizada. Madvig dirigió a Beaumont una rápida mirada y un furtivo ademán de advertencia.

Beaumont, sin preocuparse del efecto de sus palabras, continuó hablando:

—En eso se muestran brutales. Acusan a la policía de haber dejado en libertad al verdadero criminal para permitir que un tahúr de mucha significación en los círculos políticos pudiera urdir una acusación contra otro tahúr… Aluden con esto a mi viaje en persecución de Despain para recuperar mi dinero. Y se preguntan qué dirá el senador Henry cuando sepa que sus nuevos aliados políticos usan el asesinato de su hijo en provecho propio.

Madvig, muy colorado, y mirando impaciente su reloj, dijo apresuradamente:

—Pediré un número para leerlo; ahora tengo que…

—También —prosiguió Beaumont tranquilamente— acusan a la policía de haber cerrado unas salas de juego, después de haberlas protegido durante varios años, porque sus propietarios no quieren soportar contribuciones enormes para sostener la campaña electoral. A esto reducen tu lucha con Shad O’Rory. Y prometen publicar una lista de otros establecimientos análogos que siguen funcionando porque sus dueños se han avenido a pagar.

—Bueno, bueno —dijo Madvig, inquieto—. Adiós, y que la visita te sea agradable. Hasta la vista.

Salió de la habitación y entonces Janet, inclinándose, preguntó a Beaumont:

—¿Por qué no le soy simpática?

—Creo que se equivoca usted.

—No —dijo ella, moviendo la cabeza—. Lo sé bien.

—No me juzgue usted por mi modo de hablar. Siempre he sido bastante brusco.

—No; yo no le resulto agradable —dijo ella sin corresponder a la sonrisa de él—, y quisiera lo contrario.

—¿Por qué? —preguntó él modestamente.

—Porque es usted el mejor amigo de Paul.

—Paul —contestó él, mirándola de reojo— tiene muchos amigos, como buen político.

Ella movió la cabeza con impaciencia.

—Usted es su mejor amigo.

Y tras una pausa, agregó:

—Al menos, él así lo cree.

—Y usted ¿qué piensa de ello? —preguntó él, entre serio y sonriente.

—Yo creo que sí —dijo ella gravemente—. De lo contrario, usted no estaría aquí ni hubiera sufrido por su causa.

Él sonrió débilmente, sin contestar. Janet, al darse cuenta de que Beaumont no quería hablar, exclamó con vehemencia:

—Me gustaría lograr su simpatía, si ello es posible.

—Ya le he dicho que me es usted simpática.

—No —repitió ella, moviendo la cabeza negativamente.

Beaumont entonces la miró sonriente, con una sonrisa juvenil y atractiva. Al hablar, esquivando los ojos de Janet, su acento era el de un mocito tímido y franco a la vez.

—Señorita Henry, voy a decirle por qué piensa usted tal cosa. Como sabrá, Paul me recogió, como quien dice, del arroyo hace cosa de un año. Por eso me encuentro encogido, basto, en presencia de personas como usted, que pertenecen a un mundo tan distinto del mío; personas de la alta sociedad, acostumbradas a verse retratadas en los periódicos y todas esas cosas… Usted ha tomado esa torpeza mía por enemistad, y… no es así, de ningún modo.

Ella, sin enfadarse, se levantó diciendo:

—Me pone usted en ridículo.

Cuando la muchacha se hubo marchado, Beaumont se recostó en las almohadas mirando al techo con ojos chispeantes, hasta que entró la enfermera.

—Y ahora —preguntó ella—, ¿se ha quedado usted tranquilo?

Beaumont dirigió a la chica una hosca mirada, pero no despegó los labios.

—Esa señorita —continuó la enfermera— salió de aquí tan acongojada que le faltaba muy poco para llorar.

Él, dejando caer la cabeza sobre la almohada, replicó:

—Debo de haber perdido muchas energías; generalmente, a las hijas de los senadores les hago llorar del todo.

4

El hombre que acababa de entrar era de mediana estatura, joven, atildado, moreno, bien afeitado y no mal parecido.

Beaumont, sentándose en la cama, le saludó:

—Hola, Jack.

—No pareces estar tan malo como me figuraba —dijo el otro, avanzando hasta ponerse al lado del lecho.

—Todavía estoy entero. Coge una silla.

Jack sacó un paquete de cigarrillos.

—Tengo otra faena para ti —dijo Beaumont.

Metiendo una mano bajo la almohada, extrajo de allí un sobre. Jack, antes de tomarlo de manos de Beaumont, encendió un cigarrillo. El sobre iba dirigido a Ned Beaumont, Hospital de Saint Lucas; llevaba el matasellos de la ciudad, fechado dos días antes. Dentro había una sola hoja escrita a máquina, que Jack leyó. Decía así:

«¿Qué sabe usted acerca de Paul Madvig que Shad O’Rory tenía tantas ganas de averiguar?

»¿Tiene algo que ver con el asesinato de Taylor Henry?

»En caso contrario, ¿por qué ha llegado usted a tales extremos por guardar el secreto?

Antes de levantar la cabeza, Jack volvió a doblar la hojita y la metió de nuevo en el sobre.

—¿Hay algo de cierto en ello?

—No, que yo sepa. Quiero que averigües quién lo ha escrito.

—¿Me lo quedo?

—Sí.

Jack se metió el sobre en el bolsillo.

—¿Tienes idea de quién pudo haber sido el autor?

—Ni la más remota.

Jack se quedó pensativo, con los ojos pendientes de la brasa de su cigarrillo.

—La cosa es difícil, como comprenderás.

—Ya lo sé —asintió Beaumont—, y todo lo que puedo decirte del asunto es que se ha recibido un montón de anónimos por el estilo la semana pasada. Este es el tercero de los míos. Sé que Farr ha recibido uno por lo menos. Y no sé a quién más pueden habérselos enviado.

—¿Podría ver alguno de los otros?

—Éste es el único que conservo; pero todos son iguales: el mismo papel, el mismo tipo de letra, tres preguntas en cada uno y siempre el mismo tema.

Jack observó a Beaumont con ojos inquisitivos.

—Pero las preguntas ¿eran exactamente iguales?

—Exactamente, no; pero todas iban a parar al mismo punto.

Jack, balanceando la cabeza, reflexivo, continuaba fumando.

—Comprenderás que el asunto es estrictamente confidencial —dijo Beaumont.

—Desde luego.

Jack se quitó el cigarrillo de la boca para preguntar:

—El punto al cual iban a parar todas las preguntas, ¿era la presunta relación de Madvig con ese crimen?

—Sí —replicó Beaumont, contemplando con ojos impasibles al elegante Jack—, pero no existe relación alguna.

La expresión de Jack era impenetrable.

—No lo comprendo —dijo.

5

Entró la enfermera con un cesto de fruta, y, al dejarlo sobre la mesa, preguntó:

—¿Verdad que es precioso?

Ned Beaumont asintió con un ademán, sin gran entusiasmo. La enfermera extrajo del cesto un sobre de tarjeta y se lo entregó, diciéndole:

—¿A que es de ella?

—¿Cuánto se apuesta?

—Lo que quiera —dijo la enfermera.

Beaumont la miró como asaltado por una sospecha.

—¡Usted lo ha leído! —exclamó.

—¡Pero qué se…!

La carcajada de Beaumont interrumpió la protesta, pero ella siguió mirándole muy indignada.

Al fin abrió él el sobre y leyó en la tarjeta una sola frase: «¡Por favor!». Con el ceño fruncido y sin apartar sus ojos de la cartulina, dio un papirotazo.

—Ha ganado usted. Ahora hágame el favor de tomar del cesto lo que quiera, para que parezca que he probado esa fruta.

Después, aquella misma tarde escribió:

Mi distinguida amiga: Me colma usted de atenciones. Primero viniendo a verme, después enviándome la fruta. No sé cómo darle las gracias, pero no pierdo la esperanza de demostrarle mi gratitud algún día.

De usted afectísimo,

NED BEAUMONT.

Al terminar, releyó la carta, la rompió y escribió otra con las mismas palabras, pero redactando la última frase de este modo: «Pero no pierdo la esperanza de demostrarle algún día mi gratitud».

6

Aquella mañana Beaumont, en albornoz y babuchas, leía el Observer ante el desayuno, que le esperaba sobre la mesita, junto a la ventana de su habitación del hospital, cuando entró Opal Madvig. Dobló el periódico, y, dejándolo al lado de la bandeja, se levantó, diciendo cariñosamente:

—¡Hola, pequeña!

Beaumont aún estaba pálido.

—¿Por qué no fuiste a verme al llegar de Nueva York? —preguntó ella en tono de reproche.

También la muchacha estaba pálida y esto acentuaba la infantil tersura de su tez; pese a lo cual, no parecía más joven. Tenía muy abiertos los ojos azul oscuro, dejando apenas entrever su emoción. Se mantenía erguida, sin rigidez, e ignorando la silla que él le ofrecía, repitió en tono imperativo:

—Di: ¿por qué no fuiste?

Beaumont rio con suave indulgencia.

—Me gustas así, enfurruñada.

—¡Oh, Ned, por favor!

—Eso ya es otra cosa —dijo él, refiriéndose al cambio de tono—. Quise ir, pero… Bueno, habían ocurrido muchas cosas durante mi ausencia y tuve que atar unos cuantos cabos sueltos. Cuando terminé, me tropecé con Shad O’Rory, y él me envió aquí.

Con un ademán indicó el hospital. Ella estaba muy seria, pese a la ligereza con que dijo:

—¿Condenarán a ese Despain?

—Si hablamos de ese asunto, no llegaremos muy lejos —contestó él, riendo.

—¿Van a condenarle? —preguntó Opal más dulcemente.

—No lo creo —dijo Beaumont, moviendo ligeramente la cabeza—. Parece que no fue él quien mató a Taylor.

Ella pareció sorprenderse.

—¿Y lo sabías cuando pediste mi ayuda para… aportar pruebas contra él?

—¡Claro que no, pequeña! —exclamó Beaumont en tono de reproche, pero sin dejar de sonreír—. ¿Quién te figuras que soy yo?

—Sí lo sabías.

Los ojos y la voz de Opal eran fríos y sarcásticos cuando añadió:

—Lo único que deseabas era cobrar el dinero que te debía. Por eso me obligaste a ayudarte, haciendo uso de la muerte de Taylor.

—Como quieras —replicó él, indiferente.

Dando un paso, Opal se le aproximó; le tembló ligeramente la barbilla un instante, pero rehaciéndose, reapareció en su cara juvenil un gesto firme y audaz.

—¿Sabes quién le mató? —preguntó sin apartar sus ojos de los de Beaumont.

Él negó con una enérgica sacudida de cabeza.

—¿Papá?…

—¿Que si lo sabe tu padre? —preguntó él, pestañeando.

—No —replicó ella, dando una patadita en el suelo, y a gritos añadió—: Te pregunto si ha sido mi padre quien le mató.

Él le puso una mano en la boca, mirando de reojo hacia la puerta.

—¡Cállate! —murmuró.

Opal rechazó con la suya la mano de él y retrocedió al mismo tiempo.

—¿Fue él? —insistió.

Beaumont contestó en voz baja e iracunda:

—Si por lo menos tuvieses sentido común, no darías esas voces. A nadie le interesan las estupideces que puedas pensar, mientras te las calles; ¡pero tienes que callártelas!

—¡Entonces, fue él quien le mató!

Al hablar, abría de par en par los ojos, que parecían más oscuros. Ya no gritaba, pero su acento era de absoluta certeza.

Beaumont, acercando su cara a la de ella, le dijo con voz melosa y vehemente al mismo tiempo:

—No, guapa. Él no le mató.

Y sin apartar la cara, sonrió maliciosamente. Ella, firme en su actitud, le contestó:

—Pues entonces, no comprendo tu empeño en que me calle y no grite.

Beaumont torció la boca con sarcasmo.

—¡Cuántas cosas hay —le dijo— que tú no entiendes! Y si persistes en tu actitud —agregó— no las comprenderás nunca.

Después, alejándose de ella, se metió las manos en los bolsillos del albornoz. Tenía la cara preocupada y surcada la frente por arrugas profundas.

—¿De dónde te ha venido semejante idea? —gruñó, mirándose los pies.

—La idea no es disparatada, tú lo sabes.

Con los hombros él hizo un movimiento de impaciencia al preguntarle:

—Pero ¿de dónde la has sacado?

Ella alzó los hombros a su vez al contestar:

—De ninguna parte. De pronto, lo vi todo claro.

—No digas tonterías —replicó él, agresivo—. ¿Has leído el Observer de esta mañana?

—No.

Él se quedó mirándola con ojos duros y escépticos. Opal, impaciente, se puso ligeramente colorada.

—Te digo que no lo he leído. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿No? —dijo él.

El tono seguía siendo escéptico, aunque no la mirada, que parecía triste y pensativa. De pronto, brillándole otra vez los ojos, sacó la mano derecha del bolsillo, y, alargando el brazo hacia Opal con la palma de la mano hacia arriba, exclamó:

—Déjame ver esa carta.

—¿Qué carta? —preguntó ella, abriendo mucho los ojos.

—La carta. Ese anónimo escrito a máquina, con tres preguntas.

Ella bajó los ojos para ocultar la ligera turbación de su rostro y, tras unos momentos de vacilación, preguntó, abriendo el bolso:

—¿Cómo lo sabes?

—No hay nadie en la ciudad que no haya recibido una por lo menos —contestó él con naturalidad—. ¿Es ése el primero que te envían?

—Sí —le dijo ella, entregándole un pedazo de papel arrugado.

Él leyó:

¿Es usted tonta para no saber que su padre ha matado a su novio?

Si no lo sabe, ¿por qué los ayudó, a él y a Ned Beaumont, en el intento de culpar a un inocente?

¿Sabe que al ayudar a su padre a escapar de la justicia se convierte usted en cómplice del crimen?

Beaumont movió la cabeza, sonriendo ligeramente.

—Todos son bastante parecidos.

Haciendo una bola con el anónimo, lo arrojó al cesto de los papeles, junto a la mesa.

—Ahora que te tienen en la lista, recibirás alguno más.

Opal, mordiéndose el labio inferior y mirando a Beaumont con ojos brillantes, estudió su rostro impasible.

—O’Rory —dijo él— está haciendo su campaña por ese precio. Ya sabes lo que me ha pasado con él. Se creía que yo había roto con tu padre y que, pagándome, le ayudaría a atribuirle el crimen; al menos hasta derrotarle en las elecciones; pero yo no quise.

—¿Por qué habíais reñido papá y tú? —preguntó ella sin cambiar de expresión.

—Eso no le interesa a nadie más que a nosotros, pequeña —repuso él suavemente—, si fuese cierto que reñimos.

—Sí que lo es —dijo ella—. En la tasca de Carson.

Y apretando los dientes, agregó audazmente:

—Reñisteis al averiguar tú que él… había matado a Taylor.

Beaumont, echándose a reír, le preguntó, burlón:

—¿Y tardé todo ese tiempo en saberlo?

A pesar de la risa de Beaumont, ella no pareció dejarse convencer.

—¿Y qué ibas a preguntarme, de haber leído yo el Observer? ¿Qué dice ese periódico?

—Algunas cosas acerca de esa locura —contestó él sin alterarse—. Ahí está, sobre la mesa, si quieres leerlo. Antes de que termine la campaña electoral habrá muchas más noticias de la misma especie. Y le harás a tu padre poco favor si te tragas…

Se interrumpió con un gesto de impaciencia al notar que ella ya no le escuchaba. Opal se había acercado a la mesa con el periódico en la mano.

Él, sonriendo, le dijo:

—Ahí tienes lo que buscas; en primera plana: «Carta abierta al alcalde».

Mientras ella leía, temblándole las rodillas, las manos, la boca, Beaumont no pudo menos que contemplarla con ansiedad. Terminada su lectura, Opal dejó el periódico sobre la mesa y, erguida en toda su estatura, se volvió a Beaumont, y permaneció tan inmóvil que parecía haberse convertido en una estatua. Moviendo apenas los labios y sin elevar la voz, dijo lentamente:

—Si esas cosas no fuesen ciertas, no se atreverían a escribirlas.

—Antes de verse derrotados, recurrirán a todo.

Beaumont arrastraba perezosamente las palabras en tono ligero, pero en sus ojos apuntaba un destello de ira difícil de reprimir. Ella le miró sin decir una palabra durante bastante tiempo; luego, dándole la espalda, se dirigió hacia la puerta.

—Espera —dijo él.

Opal se detuvo y le dio la cara otra vez, mirándole fríamente. Él le sonreía amistosamente, como quien trata de congraciarse.

—Pequeña —le dijo—, la política es un juego muy duro, tal como se desenvuelve en estos tiempos. El Observer pertenece al enemigo y no se preocupa poco ni mucho de la verdad con tal de hacer daño a Paul. Ellos…

—No lo creo. Conozco al señor Mathews… Su mujer iba pocos cursos más adelantada que yo en la escuela y era muy amiga mía. No puedo creer que ese hombre diga tales cosas de papá, a menos de ser ciertas o muy probables.

Beaumont sonrió con ironía.

—Mathews está metido en deudas hasta el cuello. El State Central Trust le tiene hipotecado el periódico y la casa. Esa compañía pertenece a Bill Roan, y Bill Roan presenta su candidatura al Senado como rival de Henry. Mathews hace lo que le mandan y publica lo que quieren.

Opal continuaba callada. Nada en su actitud daba a entender que los argumentos de Beaumont la convencían.

Él continuó perorando en tono amistoso y persuasivo:

—Eso —dijo, apuntando con un dedo al periódico— no es nada en comparación con lo que después ha de venir. Blandirán el cadáver de Taylor hasta que se les ocurra algo peor, y así continuará la lucha hasta que terminen las elecciones. Mejor será que vayamos acostumbrándonos, y ni tú ni nadie deberá preocuparse por esas cosas. A Paul no le importa; es un político, y…

—Es un asesino —terminó ella en voz baja, pero pronunciando claramente.

—Y su hija un zoquete —exclamó él, indignado—. ¿Querrás dejarte ya de sandeces?

—Mi padre es un asesino —repitió Opal.

—Estás loca. Escúchame, pequeña. Tu padre no tiene nada que ver en absoluto con la muerte de Taylor. Él…

—No te creo —dijo ella gravemente—. Ni te creeré jamás.

Beaumont la miró enfurecido. Ella dio media vuelta y se acercó a la puerta.

—¡Espera! —gritó él—. Deja que… Pero ella salió, dando un portazo.

7

Beaumont, después de mirar con ojos furibundos la puerta cerrada, se quedó sumido en una profunda meditación. La frente se le cubrió de arrugas y en sus ojos negros, medio ocultos por los párpados semicerrados, se adivinaba la intensidad del pensamiento. Absorto, hacía avanzar los labios fruncidos bajo el bigote. Con un movimiento maquinal, se llevó a la boca el dedo meñique y se mordió la uña. Su respiración era regular, pero más profunda que de costumbre.

Al otro lado de la puerta sonaron unas pisadas. Él disimuló su aspecto preocupado y fue lentamente hacia la ventana, tarareando entre dientes una tonadilla. Los pasos se alejaron. Cesando en su canturreo, se inclinó para recoger del cesto el anónimo dirigido a Opal Madvig. Sin desplegarla, introdujo la bola de papel en uno de los bolsillos del albornoz.

Buscó un cigarro y lo encendió; lo mantuvo entre los dientes, y permaneció en pie al lado de la mesa. Al través del humo, sus ojos miraban la primera plana del Observer, que descansaba sobre el tablero. El editorial estaba redactado en estos términos:

CARTA ABIERTA AL ALCALDE

Muy señor mío:

El Observer ha entrado en posesión de ciertas informaciones que creemos de capital importancia para el esclarecimiento del misterio que rodea el reciente asesinato de Taylor Henry.

Estas informaciones, vertidas en diversas actas, se encuentran a la sazón en la caja fuerte de nuestro periódico. La esencia de su contenido se da a conocer en las cláusulas que a continuación se exponen:

1.ª Paul Madvig y Taylor Henry riñeron hace unos meses a propósito de las atenciones que el joven tenía con la hija del primero, el cual prohibió a la muchacha verse de nuevo con Henry.

2.ª La hija de Madvig, con todo, continuó reuniéndose con Taylor Henry en un piso amueblado que él alquiló para tal fin.

3.ª Ambos estuvieron juntos en el piso la tarde del mismo día en que fue asesinado.

4.ª Aquella noche Paul Madvig fue a casa de Taylor Henry, se supone que a reconvenir una vez más al hijo o al padre.

5.ª Al dejar la residencia de los Henry pocos minutos antes del asesinato, la apariencia de Paul Madvig era la de un hombre colérico.

6.ª Paul Madvig y Taylor fueron vistos, un cuarto de hora antes de la aparición del cadáver, a menos de una manzana del lugar del crimen.

7.ª La jefatura de policía no tiene en este momento un solo agente dedicado a la búsqueda del culpable.

El Observer cree que ni usted ni los votantes o los contribuyentes deben ignorar estos detalles. A nuestro periódico, que no tiene por qué callar, no le guían otros propósitos que su deseo de justicia, y con mucho gusto entregaríamos las actas, así como cuanta información conserva el periódico en su poder, bien a usted, bien a cualquier calificado agente de la Autoridad y, si con ello se favorece la acción legal, promete abstenerse de publicar todos o algunos de los extremos contenidos en las actas.

Pero el Observer no permitirá que quede ignorada la información que proporcionan los documentos aludidos. Si los agentes de la Autoridad encargados de velar por la ley y el orden no los consideraren de importancia suficiente para proceder en consecuencia, este periódico llevará el asunto a un tribunal más alto, y los publicará sin omitir ninguna de sus partes.

H. K. MATHEWS, director del Observer.

Beaumont lanzó un gruñido de desprecio y soltó una bocanada de humo sobre el periódico, pero sus ojos permanecían sombríos.

8

Una tarde, a primera hora, la madre de Paul Madvig fue al hospital a ver a Ned Beaumont.

Él, echándole los brazos al cuello, la besó en ambas mejillas, hasta que ella, apartándole entre severa y burlona, exclamó:

—Basta. Eres peor que el airedale[3] que tenía Paul.

—Es que soy algo airedale por parte de padre.

Beaumont se colocó detrás de ella para ayudarla a quitarse el abrigo de piel de foca. La señora Madvig, alisándose el vestido negro, se acercó a la cama y tomó asiento.

Beaumont, después de colgar el abrigo en el respaldo de la silla, se quedó delante de la anciana, con las piernas separadas y las manos en los bolsillos del albornoz.

Ella le examinó con curiosidad.

—No tienes mal aspecto —dijo enseguida—. Aunque tampoco bueno del todo. ¿Cómo te encuentras?

—Perfectamente. Si continúo aquí, es por las enfermeras.

—No me sorprendería nada. Pero no te quedes ahí sin quitarme ojo, como si fueses un gato; me pones nerviosa. Siéntate.

Y con la mano dio unos golpecitos en la cama. Él tomó asiento a su lado.

—Paul —dijo ella— parece considerar muy grande y muy noble lo que has hecho, cosa que ignoro; pero si hubieses querido, no tenías necesidad de haberte metido en esos líos, sean los que sean.

—Señora, ¡por Dios! —empezó él a decir.

La anciana no le dejó hablar. Sus ojos azules, tan juveniles como los del hijo, parecían querer penetrar en los de Beaumont.

—Escucha, Ned. Paul no ha matado a ese pelele, ¿no es cierto?

Beaumont, sorprendido, se quedó con los ojos y la boca abiertos.

—¡No! —exclamó.

—Yo no lo he creído —dijo la anciana—. Siempre ha sido un buen muchacho, pero he oído que corren por ahí murmuraciones malévolas, y sólo Dios sabe adónde lleva la política. Yo, desde luego, no lo sé.

Beaumont contemplaba aquella cara esquelética con una mezcla de asombro y regocijo.

—Bueno, ríete de mí si quieres, Ned, pero yo no soy capaz de comprender lo que los hombres se proponen ni cómo pueden hacer las cosas ni pensarlas. Mucho antes de que tú nacieras, renuncié a averiguarlo.

—Mamá, usted sabe más que todos juntos —dijo él, dándole unas palmaditas en el hombro.

Pero la anciana, eludiendo la caricia, fijó en él sus ojos severos y penetrantes.

—¿Querrás decirme si fue él quien le mató? —preguntó.

Beaumont movió la cabeza negativamente.

—¿Cómo voy a saber si eso es cierto? —insistió la vieja.

—Porque —dijo él riendo— si no lo fuera, yo lo habría negado del mismo modo, pero al insistir usted en que le dijese la verdad, no hubiese podido ocultársela.

De pronto, desapareció el aire jocoso de sus ojos y de su voz, y afirmó solemnemente:

—Él no ha sido, mama.

Sin cambiar de expresión, estiró un poco los labios, queriendo sonreír, y añadió:

—Me alegraría que alguien, en toda la ciudad, además de mí, creyera en su inocencia, y mucho más si éste alguien fuese su propia madre.

9

Una hora después de haberse marchado la señora Madvig, Beaumont recibió un paquete con cuatro libros y una tarjeta de Janet Henry. Escribía él una esquela dándole las gracias, cuando llegó Jack.

—Creo que he conseguido algo —dijo, soltando al hablar el humo del cigarrillo—, pero no sé si va a gustarte.

Beaumont contempló al joven currutaco, pasándose el índice por el bigote.

—Para eso te pago; tiene que gustarme. Siéntate y cuenta.

Ceremonioso, Jack tomó asiento, cruzó las piernas y dejó el sombrero en el suelo.

—Al parecer, los anónimos han sido escritos por la hija de Madvig.

Los ojos de Beaumont se abrieron un poco más, sólo durante un instante; perdió un poco el color, y su respiración se hizo irregular; pero la voz permanecía inalterable al preguntar.

—¿Qué es lo que te hace pensarlo?

De un bolsillo interior extrajo Jack dos hojas de papel semejantes en forma y tamaño, dobladas del mismo modo. Dándoselas a Beaumont, este vio que ambas contenían las mismas tres preguntas escritas a máquina.

—Uno de esos escritos es el que me diste ayer. ¿Podrías decirme cuál?

Beaumont negó lentamente con un ademán.

—No existe la menor diferencia —dijo Jack—. El otro lo hice yo en un piso de Charter Street, donde Taylor solía recibir a la hija de Madvig, con una máquina Corona y con el papel que allí había. Como todo el mundo parece saber, sólo existían dos llaves del piso; él tenía una y ella la otra. Desde que le mataron, la hija de Madvig volvió dos veces, por lo menos.

Beaumont, furioso, contemplaba las hojas de papel que sostenía, una en cada mano, moviendo la cabeza, sin levantar los ojos.

Jack encendió otro cigarrillo con el que fumaba; levantándose, fue a aplastar la colilla en el cenicero que había sobre la mesa y volvió a tomar asiento. Ni en su cara ni en sus modales había nada que demostrase el menor interés por la reacción de Beaumont ante su descubrimiento.

Después de otro minuto de silencio, Beaumont levantó un poco la cabeza para preguntar:

—¿Lo sabe la policía?

—Yo no se lo he dicho —replicó Jack—. Traté de sonsacar a Hurley, pero no sabía nada; sólo le habían dejado allí para vigilar hasta decidir lo que habían de hacer. Puede que esté enterada y puede que no.

Después de sacudir la ceniza del cigarrillo en el suelo, añadió:

—Podría averiguarlo.

—No te preocupes. ¿Qué más has descubierto?

—No me ocupé de ninguna otra cosa.

Beaumont, después de una rápida ojeada al rostro impenetrable del joven, volvió la vista a las hojas de papel.

—¿Cuánto rentaba el piso?

—Tres mil veinticuatro dólares. Tenían una habitación con cuarto de baño a nombre de un tal French. La mujer que regentaba la casa dijo que no sabía quiénes eran en realidad hasta que se presentó la policía. Quizá sea cierto. En esos casos no se hacen muchas preguntas. Dice que se pasaban allí mucho tiempo, principalmente por las tardes, y que la chica volvió un par de veces la semana pasada, que ella sepa; aunque pudo haber entrado y salido fácilmente sin ser vista.

—¿Y ha sido ella, con seguridad?

Jack hizo un ademán como si no quisiera comprometerse.

—La descripción coincide.

Haciendo una pausa, añadió sin dar importancia a sus palabras, mientras exhalaba el humo del cigarrillo:

—La portera asegura que es la única mujer que ha vuelto desde que mataron a Taylor Henry.

Con la mirada dura, Beaumont levantó de nuevo la cabeza.

—¿Recibía Taylor a otras allí? —preguntó.

Jack, repitiendo el ademán de antes, contestó:

—La portera no dice eso, sino que no lo sabía, pero a mí me pareció que estaba mintiendo.

—¿No se puede saber por las prendas encontradas en el piso?

—No —dijo Jack, apoyando la negativa con un ademán—. Allí no había apenas ropas de mujer. Sólo un quimono, objetos de tocador, pijamas y cosas por el estilo.

—¿Muchas?

—¡Ah!, y también un vestido, un par de zapatos, medias y ropa interior.

—¿Algún sombrero?

—No —contestó Jack, sonriendo.

Beaumont, poniéndose en pie, se acercó a la ventana. Fuera, la oscuridad era casi completa. Contra los cristales golpearon una docena de gotas de lluvia y otras tantas volvieron a chocar mientras Beaumont permanecía allí.

—Muchísimas gracias, Jack —dijo lentamente, volviéndose hacia él.

Sus ojos contemplaban a Jack sin verlo, como absorto.

—Creo que pronto tendré otra tarea para ti. ¡Quién sabe si esta misma noche! Te llamaré por teléfono.

—Bien —dijo Jack, y salió.

Beaumont se dirigió al ropero en busca de sus prendas; entró en el cuarto de baño y se vistió. Al salir, se encontró con una enfermera de cara pálida y brillante.

—¡Cómo! ¿Se ha vestido usted?

—Sí; tengo que salir.

En el rostro de la mujer se pintaron la alarma y el asombro.

—Pero, señor Beaumont, no puede usted ir a la calle —protestó—. Es de noche, está empezando a llover, y el doctor Tait…

—Lo sé, lo sé —replicó él impaciente y, sorteando a la enfermera, se fue hacia la puerta.