—¡Adelante! —exclamó Beaumont desde la cama, donde desayunaba.
La puerta de la habitación se abrió y volvió a cerrarse.
—¿Quién es? —preguntó entonces.
—¿Dónde estás, Ned? —preguntó desde el cuarto de estar una voz áspera y chillona.
Antes de que Beaumont pudiera contestar, el dueño de la voz se metió en el dormitorio.
—¡Vaya una vida que te das! —exclamó.
Era un individuo robusto, de cara lívida y labios abultados, que sostenían un cigarrillo; brillaban alegres sus ojuelos oscuros y un tanto bizcos.
—Hola, Whisky —le dijo Beaumont—. Acércate una silla.
Whisky examinó la habitación de una ojeada.
—Bonito refugio te has apañado aquí.
Se quitó el cigarrillo de la boca, y empleándolo como puntero señaló por encima del hombro, sin volver la cabeza, el cuarto de estar, que quedaba a sus espaldas.
—¿Para qué son todas esas maletas? ¿Te vas de aquí?
Antes de contestar, Beaumont masticó el bocado de huevos revueltos que tenía entre los dientes, y se lo tragó.
—En eso estoy pensando —dijo.
—¿Sí? —preguntó Whisky, arrastrando una silla hacia la cama y tomando asiento—. ¿Adónde?
—Puede que a Nueva York.
—¿Qué quiere decir eso de que «puede»?
—Echaré al aire una moneda, y si sale cara…
Después de sacudir la ceniza sobre la alfombra, Whisky se metió otra vez la colilla entre los labios.
—¿Cuánto tiempo estarás por allá?
Beaumont detuvo a medio camino la taza de café que en aquel momento se llevaba a la boca y, mirando al otro por encima de ella, contestó pensativamente antes de beber:
—Mi billete es sólo de ida.
Whisky observó a Beaumont con los párpados contraídos, casi cerrado uno de los ojuelos. Separando otra vez el cigarrillo de la boca, tiró más ceniza en la alfombra y, en un tono aún más chillón, que quería ser persuasivo, preguntó:
—¿Por qué no vas a ver a Shad antes de marcharte?
Dejando la taza en la bandeja, Beaumont sonrió.
—Shad y yo —dijo— no somos tan buenos amigos que vaya a ofenderse si no me despido.
—No es esa la cuestión —dijo Whisky.
Beaumont levantó la bandeja de su regazo y la dejó en la mesilla de noche. Volviéndose de lado, se removió, acomodándose y apoyando un codo en las almohadas.
—¿Y cuál es la cuestión, entonces? —preguntó.
—Pues se trata de que tú y Shad podríais trabajar de acuerdo.
—No lo creo yo así —dijo Beaumont, moviendo la cabeza.
—¿No te equivocarás?
—Puede; una vez, en 1912, me equivoqué no recuerdo en qué cosa.
Whisky se incorporó y aplastó la colilla contra la bandeja.
—¿Por qué no probar, Ned?
Beaumont frunció el ceño.
—Me parece que es perder el tiempo, Whisky. No creo que Shad y yo nos entendamos.
Whisky, aspirando el aire ruidosamente, estiró el labio superior en un gesto de burla.
—Shad opina lo contrario —dijo.
—¿De veras? ¿Te ha enviado él? —preguntó Beaumont, abriendo los ojos.
—¡Pues claro! ¿Crees que si no fuese por eso estaría yo aquí perdiendo el tiempo?
—¿Y por qué? —preguntó Beaumont, contrayendo los párpados.
—Porque está seguro de que él y tú podéis entenderos.
—Y yo pregunto: ¿por qué razón lo cree?
—¿Quieres tomarme el pelo, Ned? —preguntó Whisky con cara de enfado.
—No.
—¡Vamos, hombre! ¿No comprendes que toda la ciudad sabe que Paul y tú tuvisteis ayer una gresca en el Pip Carson’s?
—¡De modo que es por eso! —exclamó Beaumont, como hablando consigo mismo.
—¡Claro! Y, además, casualmente, Shad llegó a saber lo que aconsejaste a Paul: que no hiciera cerrar sus establecimientos. Ahora, si sabes dónde tienes la mano derecha, no puedes estar mejor situado respecto a Shad.
—No sé —dijo Beaumont—. Me gustaría largarme de aquí y volver a una gran ciudad.
—Ten sentido común —le soltó Whisky—. Después de las elecciones, Nueva York seguirá estando en el mismo sitio. Quédate. Ya sabes que Shad tiene bien cubierto el riñón, y para derrotar a Madvig echará la casa por la ventana. Quédate y tendrás una participación.
—Está bien —dijo Beaumont, hablando con calma—. Con probar, nada se pierde.
—¡Naturalmente, hombre, naturalmente! —dijo Whisky, entusiasmado—. Ponte el güito y vamos andando.
—Muy bien —dijo Beaumont, saltando de la cama.
Shad O’Rory se inclinó ligeramente.
—Me alegro de verle por aquí, Beaumont. Deje el sombrero y el abrigo en cualquier parte —dijo sin ofrecerle la mano.
—Buenos días —dijo Beaumont, empezando a quitarse el gabán.
—Bien —gritó Whisky desde el umbral—. ¡Hasta la vista, muchachos!
—Sí; pásate luego por aquí —le dijo O’Rory.
Whisky tiró del pomo y, dejando la puerta cerrada, salió. Beaumont colgó el gabán en el respaldo de una silla y, después de poner encima el sombrero, se sentó mirando con curiosidad a O’Rory.
Éste había vuelto a ocupar su asiento: un sólido sillón tapizado en color vino y oro; montando una pierna sobre la otra, pasó los brazos alrededor de la que cabalgaba y unió las puntas de los dedos de ambas manos. Adelantó su fina cabeza y casi apoyó la barbilla en el pecho para mirar a Beaumont a través de las cejas. Con voz bien modulada y leve acento irlandés, le dijo:
—Estoy en deuda con usted por tratar de disuadir a Paul…
—Nada me debe.
—¿No?
—No; yo era de los suyos. Lo que le aconsejé fue en su propio beneficio. En mi opinión, su jugada no era buena.
—Ya lo sabrá cuando se hunda —dijo O’Rory con suave sonrisa.
Se hizo una pausa. O’Rory, medio sumergido en su sillón, contemplaba a Beaumont sonriéndole. Éste, descansando en el sofá, devolvía la mirada sin dejar adivinar su pensamiento. O’Rory interrumpió el silencio:
—¿Qué le ha dicho Whisky?
—Nada. Que quería usted verme.
—En eso no ha mentido.
Separando las puntas de los dedos se dio unos golpecitos con una mano sobre la otra.
—¿Así es —continuó— que Paul y usted han tronado para siempre?
—Creí que lo sabía. ¿No me ha llamado por eso?
—Ha llegado a mis oídos —dijo O’Rory—. No es lo mismo que saberlo por usted directamente. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Tengo el billete para Nueva York en el bolsillo y el equipaje hecho.
Alzando una mano, O’Rory se alisó el pelo canoso.
—Usted procedía de Nueva York, ¿no es así?
—Yo nunca digo a nadie de dónde vengo.
Separándose la mano de la cabeza, O’Rory hizo un ligero ademán, sincerándose.
—No crea que me importa un comino el lugar de dónde viene cada cual.
Beaumont guardó silencio. El hombre del pelo canoso prosiguió:
—Pero sí me interesa saber adónde va y, si me salgo con la mía, por ahora no se va usted a Nueva York. ¿No ha pensado nunca en lo mucho que aquí podría hacerse?
—No —dijo Beaumont—. Es decir, no hasta que Whisky fue a verme.
—Y ahora, ¿qué opina?
—Todavía nada. Espero hasta oír lo que usted me diga.
O’Rory se llevó de nuevo la mano al pelo. Sus ojos, de un gris azulado, parecían amistosos, aunque cargados de astucia.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? —preguntó.
—Quince meses.
—¿Y cuánto hace que usted y Paul están unidos como uña y carne?
—Un año.
—Entonces —dijo O’Rory, moviendo la cabeza reflexivamente—, sabrá usted de él muchas cosas…
—Desde luego.
—Muchas cosas de las que podré aprovecharme.
—Haga usted su oferta —dijo Beaumont, fríamente.
O’Rory abandonó el sillón y se fue hacia la puerta por donde Beaumont había entrado; al abrirla, un enorme bulldog inglés se deslizó en la habitación. O’Rory volvió a sentarse donde estaba. El perro, echándose en la alfombra, frente al sillón vino y oro, contempló a su amo con mirada bronca.
—Lo que puedo ofrecerle es la oportunidad de devolverle a Paul golpe por golpe.
—Eso no es nada para mí.
—¿No?
—Por mi parte, él y yo estamos en paz.
O’Rory levantó la cabeza.
—¿Y no haría nada por perjudicarle? —preguntó suavemente.
—Yo no he dicho eso —replicó Beaumont un poco irritado—. No he pensado en causarle daño, pero podré hacérselo cuando me parezca, por cuenta propia; no quiero que al ofrecerme esa oportunidad se figure usted hacerme un regalo.
O’Rory, al parecer complacido, balanceaba la cabeza.
—Me gusta —dijo—. ¿Por qué se deshizo Paul del hijo de Henry?
Beaumont se echó a reír.
—Vayamos por partes. Aún no me ha ofrecido nada —y agregó como cambiando de conversación—: Buen perro, amigo. ¿Qué edad tiene?
—Casi la máxima; unos siete años.
Al hablar, O’Rory, estirando una pierna, acarició el hocico del animal con la punta del pie. El bulldog movió la cola perezosamente.
—¿Qué le parece mi proposición? Después de las elecciones le pondré a usted la mejor casa de juego de todo el Estado para que se la administre solo, facilitándole la protección que sea necesaria.
—Ésa es una oferta condicional, para el caso de que usted gane las elecciones.
Beaumont hablaba con cierta displicencia.
—De todos modos —agregó—, no estoy muy seguro de que yo siga aquí después de las elecciones, ni siquiera durante ellas.
O’Rory dejó de acariciar el hocico del perro con la puntera del zapato, y levantó la cabeza mirando a Beaumont con una sonrisa somnolienta.
—¿Cree usted que no ganaremos las elecciones? —preguntó.
—Pueden ganarlas… o no ganarlas —dijo Beaumont, sonriendo.
Sin modificar su gesto somnoliento, O’Rory hizo una pregunta más.
—A usted, Beaumont, no le entusiasma la idea de aliarse conmigo. ¿No es cierto?
—Así es —contestó Beaumont, poniéndose en pie y recogiendo su sombrero—. La idea no se me ocurrió a mí.
Hablaba como sin dar importancia a sus palabras, con rostro cortés, pero inexpresivo.
—Precisamente dije a Whisky que perderíamos el tiempo —agregó.
Estirando el brazo, se apoderó de su gabán.
—Siéntese —dijo el hombre del pelo canoso—. Aún queda algo por hablar, ¿no le parece? Y quizá podamos llegar a alguna conclusión antes de agotar el tema.
Beaumont titubeaba; encogió los hombros ligeramente, se quitó el sombrero y lo dejó en el sofá en compañía del abrigo. Tomó asiento.
—Le doy diez billetes de los grandes, al contado y ahora mismo, si se queda, y diez más en la noche de las elecciones, si derrotamos a Paul. A usted le toca decir sí o no.
Beaumont se quedó pensativo; frunció los labios y miraba cejijunto a O’Rory.
—Es decir, lo que usted quiere es que yo me vuelva contra él, ahora que está en un aprieto.
—Lo que yo quiero es que vaya usted al Observer con el soplo de cuanto sabe sobre Paul: el asunto del alcantarillado, el cómo y el porqué de la muerte de Taylor Henry, aquel escándalo de Shoemaker del invierno pasado, y cuantos negocios sucios está haciendo mientras mangonea en la ciudad.
—En este momento ya no hay nada de lo del alcantarillado —dijo Beaumont como pensando en otra cosa—. Ha renunciado a los beneficios para evitar habladurías.
—Bien —concedió O’Rory, sin dar importancia a la objeción—. Pero en lo de Henry si hay algo.
—Sí; ahí le tenemos cogido —dijo Beaumont, frunciendo el ceño—. Lo que no es posible es atacarle por el escándalo de Shoemaker sin que yo me vea comprometido.
—¡Demonio! ¡Eso no! —dijo O’Rory con viveza—. Dejémoslo. ¿Qué otra cosa podríamos utilizar?
—Quizá nos pudiera servir el asunto de las travesías para paso de automóviles a propósito de aquellas dificultades que surgieron el año pasado en las oficinas federales. Sin embargo, primero es necesario hacer algunas indagaciones.
—Eso puede ser provechoso para usted y para mí. Haré que Hinkle, el director del Observer, dé forma a lo que usted nos diga; usted, limítese a hacer un resumen y él se encargará de escribir. Podemos empezar por lo de Taylor Henry. ¡Un buen comienzo!
—Quizá —murmuró Beaumont, pasándose la uña del pulgar por el bigote.
Shad O’Rory soltó una risita.
—¿Qué es lo que quiere ahora? ¿Que empecemos por los diez mil dólares? No está mal pensado.
Poniéndose en pie, cruzó la habitación, abrió la puerta por donde había entrado el perro y salió dejándola cerrada. El bulldog no se movió de su puesto.
Beaumont encendió un cigarro. El perro movió la cabeza para observarle.
O’Rory regresó con un grueso fajo de billetes verdes rodeados por una tira de papel oscuro en la que se leía en tinta azul. «10 000». Golpeó con el paquete la mano libre y dijo:
—Hinkle acaba de salir del periódico; le he dicho que venga para acá.
Beaumont arrugó la frente.
—Me sería necesario algún tiempo para ordenar las ideas.
—Háblele a Hinkle a medida que acudan a su memoria; él les dará forma.
Beaumont asintió con un movimiento de cabeza y sopló la ceniza de su cigarro.
—Así lo haré.
O’Rory alargó la mano con el fajo de billetes, y Beaumont los tomó.
—Gracias.
Se los metió en el bolsillo interior de la americana, donde hacían un bulto más que regular.
—Gracias por mi parte también —dijo O’Rory, volviendo a ocupar su sillón.
Beaumont se quitó el cigarro de la boca y miró a O’Rory.
—Una advertencia —dijo—. Antes de que se me olvide… No crea que complicando a Walt Ivans en la muerte de West va a hacer daño a Paul; peor será para éste dejar las cosas como están.
O’Rory miró con curiosidad a Beaumont.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque va a inutilizarle la coartada del club.
—¿Quiere decir que ha dado orden a su gente para que nieguen la presencia de Ivans en el local?
—Sí.
O’Rory chasqueó la lengua, dando a entender su interés por la noticia.
—¿Y cómo se le ha ocurrido la idea de que íbamos a jugarle una mala pasada a Ivans?
—¡Oh, nos lo figuramos!
—Eso significa —dijo O’Rory, sonriendo— que se le ha ocurrido a usted, porque Paul no es tan vivo.
Beaumont contestó con un ademán de modestia, y preguntó:
—¿Y en qué consistía la trampa con la que pensaba cazarle?
O’Rory se rio entre dientes.
—Enviamos a ese pobre imbécil a Braywood a comprar las pistolas que sirvieron para matar a West.
De pronto sus ojos azules se endurecieron. Pero enseguida se le alegró la cara.
—¡Bueno! Ese incidente no tiene ya gran importancia, puesto que Paul está empeñado en armar la gresca. Pero fue lo que le lanzó contra mí, ¿no es cierto?
—Sí —dijo Beaumont—. Aunque más tarde o más temprano tenía que suceder. Paul dice que ha sido él quien le ayudó a usted al principio, y que usted debería seguir bajo su jurisdicción y no sacar los pies del plato.
—Pues, si me ayudó —dijo O’Rory, sonriendo suavemente—, me parece que algún día va a arrepentirse de haberlo hecho. Puede…
En aquel momento se abrió una de las puertas y entró un hombre en la habitación. Era joven y vestía un traje gris. Tenía las orejas y la nariz bastante grandes, y llevaba despeinado el cabello, de un castaño indefinido. La cara, poco aseada, presentaba demasiadas arrugas para su edad.
—Pase, Hinkle —dijo O’Rory—. Este es Beaumont, el que va a darle las noticias; en cuanto les haya dado forma, dígamelo. En el periódico de mañana soltaremos la primera bomba.
Al sonreír, Hinkle descubrió una dentadura estropeada. Beaumont, dirigiéndose a él, se puso en pie diciendo:
—Muy bien. Vamos a mi casa y empezaremos allí a trabajar.
O’Rory, sacudiendo la cabeza negativamente, dijo:
—Mejor será que trabajen aquí.
—Lo siento —dijo Beaumont, sonriendo al mismo tiempo que recogía el abrigo y el sombrero—, pero tengo pendientes unas conferencias telefónicas y algunas otras cosas. Coja su sombrero, Hinkle.
Éste, muy asustado al parecer, se quedó mudo e inmóvil.
—Usted se queda aquí, Beaumont —dijo O’Rory—. No podemos permitirnos que en este momento le ocurra cualquier accidente. Aquí está bien protegido.
—Si es el dinero lo que le preocupa —replicó Beaumont con la mejor de sus sonrisas—, puede quedarse con él hasta que el asunto quede despachado.
Metiendo la mano en el bolsillo, sacó el fajo de billetes.
—A mí no me preocupa nada —dijo O’Rory, hablando lentamente—. Pero si Paul se ha olido su visita a esta casa, puede usted encontrarse en un aprieto; y no quiero correr el riesgo de que le quiten a usted de en medio.
—Pues tendrá usted que correrlo, porque me voy —dijo Beaumont.
—No.
—Sí.
Hinkle giró apresuradamente sobre los talones y salió de la habitación. Beaumont, sin darse prisa, se encaminó muy tieso hacia la puerta por donde había entrado.
O’Rory, dirigiéndose al perro, murmuró unas palabras, y el animal, levantándose en el acto con una rapidez que parecía incompatible con su masa, y contoneándose alrededor de Beaumont, le acompañó hasta la puerta, y ante ella se atravesó con las patas abiertas, sin apartar del visitante sus ojos desabridos.
Beaumont, con los labios apretados, volvió la cara hacia O’Rory, y sonriendo le arrojó el fajo de billetes.
—Ya sabe dónde se los puede meter.
Pero cuando bajaba la mano, el bulldog saltó torpemente y le atrapó la muñeca entre las mandíbulas. El tirón hizo girar a Beaumont a la izquierda y, cediendo al peso del animal, tuvo que doblar la rodilla hasta colocar el antebrazo al nivel del suelo.
O’Rory abandonó su sillón, se acercó a la puerta por donde Hinkle había salido y, abriéndola, dijo:
—Venid enseguida.
Luego se aproximó a Beaumont, el cual, arrodillado aún, trataba de no aumentar la tensión que producía el perro al tirar del brazo. El bulldog, con las cuatro patas hincadas en el suelo y casi aplastado contra éste, seguía sujetándole la muñeca con los colmillos.
Whisky y otros dos hombres entraron en la habitación. Uno de ellos era el rufián zambo que había acompañado a Shad O’Rory al Log Cabin Club. El otro era un jovenzuelo de diecinueve o veinte años, con el pelo de estopa, rechoncho, colorado y con cara de pocos amigos. Éste, pasando por detrás de Beaumont, se plantó ante la puerta; el rufián puso su mano derecha en el brazo de Beaumont que el perro dejaba libre. Whisky se colocó entre Beaumont y la otra puerta.
—Patty —dijo entonces O’Rory, hablándole al perro.
El animal soltó la muñeca de Beaumont y volvió a acercarse lentamente a su amo.
Beaumont pudo incorporarse; tenía la cara pálida e inundada de sudor. La mano le temblaba. Se miró la manga desgarrada y la muñeca, de donde manaba la sangre que se deslizaba dedos abajo.
—Usted se lo ha buscado —dijo O’Rory con su musical acento irlandés.
Beaumont levantó la cabeza y miró fijamente al de las canas.
—Sí —dijo—; pero impedir que salga de aquí le va a costar algo más.
Beaumont, abriendo los ojos, dejó escapar un quejido. El muchacho del pelo de estopa le miró por encima del hombro.
—Cierra la boca, puerco —dijo.
—Déjale en paz, Rusty —dijo el rufián—. Puede que quiera escapar otra vez y entonces nos divertiremos un poco más.
Haciendo una mueca, como queriendo sonreír, se contempló los nudillos hinchados y agregó:
—¡Baraja!
Beaumont, murmurando algo entre dientes, se sentó en el camastro estrecho, que carecía de sábanas y mantas. La colchoneta estaba manchada de sangre. Él tenía la cara entumecida, llena de cardenales y desolladuras. La manga de la camisa se le pegaba a la muñeca mordida por el perro y la mano correspondiente estaba manchada de coágulos. Se hallaba en un cuartito amarillo y blanco, amueblado con un par de sillas, una mesa, una cómoda, un espejo grande y tres grabados con marco blanco al lado de la cama. Al pie de ésta, una puerta abierta dejaba ver parte del cuarto de baño, estucado de blanco. Había otra puerta cerrada, pero no ventanas.
El rufián y el muchacho de cara colorada y pelo de estopa, sentados a la mesa, jugaban a los naipes. Sobre el tablero descansaban unos veinte dólares en papel y monedas de plata.
Beaumont miró a los jugadores con un ojo oscuro en el que el odio era un apagado resplandor que parecía surgir de un hoyo. Trató de levantarse. La tarea le costó muchísimo trabajo. El brazo derecho le colgaba inerte. Con la mano izquierda tuvo que echar las piernas hacia un lado y, por dos veces, cayó sobre la colchoneta, irguiéndose de nuevo ayudado por el mismo brazo.
El rufián, que le observaba por encima de las cartas, le dijo con acento zumbón:
—¿Qué tal va eso, amigo?
Salvo esta excepción, ni uno ni otro le dirigieron la palabra. Beaumont logró, al fin, ponerse en pie, tembloroso. Vacilante y apoyándose en la cama con la mano izquierda, fue acercándose a la puerta; y de pronto, irguiéndose, se lanzó hacia ella. Poco le faltó para venirse al suelo al doblársele las rodillas, pero la mano sana agarró desesperadamente el picaporte y pudo evitar la caída.
—¡Calla! —exclamó el rufián.
Dejó cuidadosamente las cartas sobre la mesa; su sonrisa, que mostró unos dientes magníficos, fue lo bastante amplia para descubrir que eran postizos. Se acercó a Beaumont y se puso a su lado.
Beaumont se esforzaba por hacer girar el picaporte.
—¡Ahora vas a ver!
El rufián apoyó con todo su peso el puñetazo que su mano derecha propinó a la cara de Beaumont. Este salió lanzado de espaldas contra la pared, donde su cabeza fue la primera en tropezar; luego, el cuerpo entero quedó pegado contra el tabique, y por último, deslizándose, cayó al suelo como un trapo.
Sin soltar las cartas, Rusty, el mozo colorado, contemplaba la escena con ojos lúgubres que no revelaban la menor emoción.
—¡Jesús, Jeff! —exclamó—. ¡Vas a hacerle papilla!
—¿A éste? —preguntó el otro, señalando al caído con una patada no muy fuerte en el muslo—. ¡No hay quien le haga papilla! Es un niño muy fuerte, y esto le gusta.
Se inclinó y cogió por las solapas al vapuleado, que había perdido el conocimiento; le levantó hasta hacerle quedar de rodillas.
—¿Verdad que te gusta, guapo?
Y sosteniéndole con una mano, le dio un golpe con el otro puño.
Alguien movía la empuñadura del picaporte por la parte de fuera.
—¿Quién anda ahí? —gritó Jeff.
—Yo —replicó la agradable voz de O’Rory.
Jeff arrastró a Beaumont para dejar franca la puerta; le soltó otra vez y, extrayendo una llave del bolsillo, abrió.
Entraron O’Rory y Whisky. El primero miró al hombre derribado, luego a Jeff y finalmente a Rusty; sus ojos azules eran hoscos al preguntar a Rusty:
—¿Le ha pegado Jeff sólo por gusto?
El mozo coloradote, sacudiendo la cabeza, contestó:
—Ese Beaumont es un hijo de perra —y con cara desabrida agregó—: A cada momento se levanta y trata de hacer una de las suyas.
—Aún no quiero que le matéis —dijo O’Rory.
Después añadió, mirando a Beaumont:
—A ver si podéis hacer que vuelva en sí; tengo que hablarle.
—No sé —dijo Rusty, levantándose—. Está muy dormido.
Pero Jeff era más optimista.
—¡Claro que podemos! —dijo—. Ya lo verás. Cógele por los pies, Rusty.
Él asió a Beaumont por los sobacos, y entre ambos trasladaron al inconsciente al cuarto de baño y le metieron en la bañera. Jeff puso el tapón y dejó salir el agua fría, tanto del grifo como de la ducha.
—En menos que canta un gallo se le habrá pasado —pronosticó.
Cinco minutos después, cuando, chorreando, le hubieron sacado de la bañera, Beaumont podía tenerse en pie. Fue conducido al dormitorio. En una de las sillas estaba sentado O’Rory, fumando un cigarrillo; Whisky se había marchado.
—Echadle en la cama —ordenó O’Rory.
Jeff y Rusty colocaron a Beaumont de espaldas sobre el camastro y le empujaron. Al apartar de él las manos, cayó boca arriba, atravesado en el jergón; le obligaron a sentarse, y Jeff le dio unas cuantas palmadas en la cara.
—Vamos, campeón. ¡Vuelve a la vida!
—Suerte tiene si puede hacerlo —gruñó el malhumorado Rusty.
—¿Crees que no volverá en sí? —preguntó Jeff, jocoso, propinando nuevos sopapos a Beaumont.
Éste abrió el ojo menos hinchado.
—Beaumont —dijo O’Rory.
Ned levantó la cabeza y quiso mirar en torno suyo, pero nada en su expresión reveló que hubiese visto a O’Rory. Éste se levantó de su silla y se inclinó sobre Beaumont, hasta colocar su cara cerca de la del herido.
—¿Me oye usted, Beaumont? —preguntó.
El ojo abierto de Beaumont miró lleno de odio a O’Rory.
—Soy O’Rory, Beaumont. ¿Oye lo que le digo?
—Sí —contestó él, moviendo a duras penas los labios hinchados.
—Perfectamente. Ahora, escuche. Va usted a contarme todo lo que sabe de Paul.
Sin levantar la voz y sin que ésta perdiera su calidad musical, O’Rory pronunciaba distintamente.
—Quizá piense usted en no obedecer; pero lo hará. ¡No le quepa duda! Desde este momento hasta que me diga lo que quiero, no le dejaré en paz.
Beaumont quiso sonreír, y en tal condición tenía la cara que su gesto fue una mueca horrible.
—No hablaré —dijo.
O’Rory, dando un paso atrás, ordenó:
—Amansadle.
Rusty titubeó, pero Jeff, apartando de un golpe la mano que Beaumont levantaba, le tumbó en el jergón, diciendo:
—Yo tengo mi sistema.
E inclinándose sobre Beaumont, con las manos le infligió el más infame y cruel de los suplicios.
Beaumont se retorcía convulsivamente agitando brazos y piernas; por tres veces, de su garganta salió un gemido. Después quedó inmóvil.
Jeff retiró sus garras del cuerpo de aquel hombre, se puso en pie resoplando y exclamó, lamentándose y excusándose al mismo tiempo:
—Es inútil; pierde enseguida el conocimiento.
Al recobrar el sentido, Beaumont se encontró solo en la habitación; las luces estaban encendidas. Tan laboriosamente como la vez anterior, consiguió incorporarse y atravesar la habitación. Removía la empuñadura del picaporte cuando la puerta se abrió de un empujón, lanzándole contra la pared.
Entró Jeff en paños menores y descalzo.
—¿Eres idiota? —dijo—. ¡Siempre empeñado en molestar! ¿No te cansas de que te zurren?
Al mismo tiempo que hablaba, sujetó a Beaumont por la garganta con la mano izquierda y con la derecha le asestó un golpe, no tan fuerte como los anteriores. Luego, de un empujón, le arrojó sobre la cama.
—Esta vez vas a estarte quieto —dijo.
Beaumont, con los ojos cerrados, no se movió. Jeff volvió a salir, dejando la puerta cerrada con llave.
Con un enorme esfuerzo, arrastrándose, Beaumont dejó la cama y se fue una vez más hacia la puerta. Trató de abrirla. Después, retrocediendo dos pasos, se arrojó contra ella. No consiguió más que hacerse daño. Pero lo intentó una y otra vez, hasta que Jeff abrió de una patada y entró en el dormitorio.
—Nunca he visto un tipo a quien le guste más que le peguen, ni al cual me guste más pegar.
Echándose a un lado, hizo girar el brazo como una honda, golpeando la barbilla de Beaumont, que no pudo ni apartarse. Esta vez el prisionero quedó de espaldas en el suelo, y ya llevaba así dos horas, cuando Whisky entró en la habitación.
Whisky, rociándole con agua, le hizo volver en sí, y después le ayudó a echarse en la cama.
—Ten sentido común —imploró—. Esos bárbaros van a matarte. Son verdaderos bestias.
—Déjalos —consiguió murmurar Ned, obstinadamente.
Después se quedó dormido, hasta que O’Rory, Jeff y Rusty le despertaron. Persistiendo en su actitud, se negó de nuevo a revelar nada de los asuntos de Madvig. Le sacaron de la cama y le vapulearon una vez más, hasta que, ya inconsciente, le echaron sobre el jergón.
La misma escena fue repetida unas horas más tarde. No le dieran alimento de ninguna clase.
Tras una de aquellas palizas se encaminó a gatas hacia el cuarto de baño. Detrás del pie del palanganero vio una hojilla de afeitar con herrumbre de varios meses. Estaba metida en una grieta, y el apoderarse de ella le costó diez minutos de esfuerzos a sus dedos insensibles. Una vez que lo logró, trató de cortarse el cuello; pero, sin haber conseguido hacerse un arañazo, cayó al suelo amodorrado.
Al despertar logró ponerse en pie; se remojó la cabeza en la palangana, y luego bebió unos vasos de agua; le sentó mal, produciéndole náuseas y vómitos, después de lo cual experimentó escalofríos. Regresó al dormitorio y se dejó caer sobre el colchón, pero casi enseguida se levantó de nuevo y, vacilante, dando tumbos, volvió al cuarto de baño, y a gatas buscó la hojilla de afeitar. Se la guardó en el bolsillo del chaleco; pero, al hacerlo, sus dedos tropezaron con el encendedor. Lo sacó y, al mirarlo, su único ojo visible brilló con una mirada de astucia, casi de locura.
Temblando hasta el punto de dar diente con diente, se encaminó de nuevo al dormitorio. Debajo de la mesa donde el rufián y su compañero habían jugado a las cartas había un periódico. Al descubrirlo, Beaumont soltó una carcajada propia de un hombre que acabase de perder el juicio. Rasgó el papel con las manos, formando unas bolas que amontonó ante la puerta; quitando después el forro de papel de los cajones de la cómoda, lo echó sobre los pedazos de periódicos. Luego, con la hojilla de afeitar, rasgó la cubierta del colchón, extrayendo borra a puñados, con la que cubrió los papeles. Ya no tiritaba ni se movía con torpeza, sino que con manos diestras continuaba vaciando el colchón, hasta que, cansado, terminó por echar lo que de él quedaba sobre la pila que había acumulado ante la puerta.
Riendo entre dientes, intentó hacer funcionar el encendedor, consiguiéndolo por fin: lo introdujo debajo de los papeles y les prendió fuego. Al principio se mantuvo acurrucado junto a la incipiente hoguera, pero empezó a salir tal cantidad de humo que, tosiendo, se vio obligado a retroceder. Entonces, apoderándose de una toalla en el cuarto de baño, la empapó en agua y se envolvió con ella la cabeza. Casi arrastrándose y poco menos que invisible entre el humo, llegó a la cama y se sentó en el suelo.
Allí le encontró Jeff cuando entró tosiendo y maldiciendo. Al abrir la puerta había arrastrado parte de la hoguera, y pisoteando los focos de fuego que quedaban dispersos, se encaminó hacia Beaumont. Le sujetó por el cuello de la chaqueta y le arrastró fuera del dormitorio. Allí, de una sacudida, le obligó a ponerse en pie, y empujándole, le llevó hasta el extremo del pasillo; a patadas le hizo entrar en otra habitación.
—¡Verás cuando vuelva, canalla!
Salió de allí cerrando de un portazo y dejando solo a Beaumont. Éste logró ponerse en pie agarrándose a una mesa y echó una mirada a su alrededor. La habitación tenía dos ventanas; se acercó a la más próxima y trató de abrirla. Para conseguirlo tuvo que levantar el pestillo. Sus ojos escrutaron la oscuridad; la noche era cerrada. Pasando las piernas una tras otra por encima del marco, quedó de espaldas a la calle con el vientre apoyado en el borde del alféizar, luego se quedó colgado de las manos, agitó las piernas en el vacío, buscando apoyo sin hallarlo, y se dejó caer.