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Jueves, 21 de abril de 1988
Jon aparcó en el camino de acceso a su casa, sacó la pistola de debajo del asiento y salió del coche. Rodeó el edificio principal hasta la puerta trasera, pistola en mano, y entró en la casa. Las bebidas alcohólicas estaban en la antecocina, entre la cocina y el comedor. Dejó la pistola sobre la encimera, abrió el mueble bar y sacó una botella de Cutty Sark. Encontró un vaso de tubo y se sirvió un whisky solo, que bebió de un trago. Puso el vaso en la encimera y se miró las manos. Para su sorpresa, no le temblaban. El corazón le latía con más fuerza de lo habitual, pero por lo demás estaba tranquilo.
¡Qué ingenuo había sido acerca del acto de asesinar a alguien de un disparo! En su thriller más reciente había descrito como uno de los personajes disparaba a un vagabundo. Era un asesinato al azar: sin móvil aparente, sin que apareciera el arma en el escenario del crimen, sin que nada relacionara al asesino con su víctima. La investigación policial ficticia quedaba encallada, por lo que el asesinato tendría que haberse considerado un crimen perfecto. Naturalmente, el asesino cometía un error, un detalle nimio. Al final no lo atrapaban pero acababa de forma horrible, como sólo un novelista hubiera podido tramar. Jon se daba cuenta ahora de lo poco que sabía acerca del acto de quitarle la vida a otra persona. En realidad era algo sencillo, sin la menor trascendencia. La única sorpresa fue el sonido que emitió Michael Sutton cuando se dio cuenta de lo que pasaba. Tendría que esforzarse para borrar de su mente aquel grito breve.
Metió la pistola bajo la cinturilla del pantalón, se sirvió otro whisky y llevó el vaso consigo hasta el garaje, donde subió las escaleras que conducían hasta su estudio. Aún le quedaban unas cuantas cosas por meter en la maleta. Entonces estaría listo para desaparecer. Durante los últimos dos años había ido transfiriendo todo su dinero a una cuenta de un paraíso fiscal, empezando por los diez mil que su padre le había dejado en herencia. De forma involuntaria, Lionel le legó más de lo que hubiera querido. Durante los momentos de confusión que siguieron al infarto mortal de su padre, Jon tuvo la previsión de sacar el pasaporte de Lionel de entre el batiburrillo de objetos guardados en el cajón de su escritorio. Mona ni siquiera se dio cuenta de que había desaparecido. Jon lo guardó hasta que estuvo a punto de caducar y entonces rellenó una solicitud de renovación que envió junto a dos fotografías de carnet. Antes de sacarse las fotografías se puso las gafas de su padre para parecerse más a él. Apropiarse de la identidad de su padre le deparó cierta satisfacción.
De niño había idolatrado a su padre y se había sentido orgulloso de que fuera profesor universitario. Había asistido a muchas de sus clases y siempre le había maravillado su erudición. Sus alumnos lo escuchaban embelesados, le reían las gracias y se apuntaban todas sus ocurrencias, además del denso contenido de sus clases. Lionel Corso había escrito dos libros publicados por una prestigiosa editorial universitaria. En los cócteles, cuando era niño, Jon solía acercarse a los corrillos de invitados para escuchar a su padre explicar anécdotas sobre figuras literarias ilustres.
Después de la muerte de la madre de Jon y de la boda de Lionel con Mona, su padre dejó de publicar con tanta asiduidad. Escribió dos libros más que no obtuvieron demasiado éxito, por lo que se vio obligado a publicarse él mismo su obra siguiente. Durante algunos años continuaron contratándolo como conferenciante y le pagaron bien sus apariciones, pero Jon escuchó muchas veces la misma charla, interrumpida por las mismas pausas irónicas para que el público riera cortésmente sus chistes, en principio graciosos. Durante los últimos años de su vida, Lionel parecía débil y amedrentado. Mona le había absorbido toda la vitalidad.
De forma meticulosa repasó todos los preparativos. Tenía casi cien mil dólares en fajos de a cien, guardados en dos portadocumentos para llevar debajo de la ropa que apenas abultaban bajo su americana. Por dos mil dólares había comprado un billete de avión de ida —en primera— a Caracas. Una vez allí compraría otros documentos de identidad —permiso de conducir, pasaporte y certificado de nacimiento— y se desprendería de las identidades de Jon y Lionel Corso. Después de encontrar una vivienda en la que instalarse, escribiría su siguiente libro y se lo enviaría con seudónimo a un agente literario de Nueva York. Pensaba ponerse en contacto con una mujer que lo había rechazado cuando necesitaba desesperadamente un agente a principios de su carrera literaria. Ahora no dejaría pasar la oportunidad de contratar a un escritor con un estilo similar al de Jon Corso, tras perder una fortuna por haber rechazado el manuscrito original.
Se puso un cortavientos y se metió la pistola en el bolsillo derecho. Le divertía pensar que el arma que le robó a un vecino hacía veintiún años le hubiera proporcionado ahora la libertad. Cuando la policía juntara todas las piezas, si es que conseguía hacerlo, él ya se habría ido y, esperaba, sería imposible localizarlo. Dobló su americana favorita, su impermeable y seis camisas recién traídas de la tintorería y lo metió todo en la maleta. Fue al cuarto de baño, añadió unos cuantos artículos a su neceser de viaje y también lo metió en la maleta. Su segunda maleta ya estaba cerrada y aguardaba en la planta baja junto a la puerta de entrada. Jon se sentó frente a su escritorio y llamó a Walker al banco.
Nada más contestar Walker, Jon dijo:
—Michael Sutton acaba de llamar. Quiere vernos.
—¿Vernos? ¿Por qué?
—¿Cómo voy a saberlo? Puede que quiera llegar a un trato. Le pagamos y él cierra la boca.
—¿Un soborno?
Jon continuó hablando con tono impasible.
—Ahora que sabe dónde trabajas, no parece descabellado.
—¡Mierda! Ya te dije que nos traería problemas.
—Aún no lo sabemos. Quizá podamos llegar a un acuerdo.
—¿Un acuerdo? ¿Y cuánto duraría? Si le damos dinero ahora, sólo es cuestión de tiempo hasta que venga a pedirnos más.
—Es cierto, pero de todos modos hablas de entregarte, así que no veo por qué te puede importar. Cuando vuelva a extender la mano, tú ya estarás en la cárcel.
—Te dije que pensaba en entregarme, no que lo hubiera, decidido ya.
—Vaya, cuánto lo siento. Parecías muy seguro cuando hablamos por última vez.
—Porque no veía otra alternativa.
—A mi modo de ver, si le pagamos ahora, tendremos dos meses de tranquilidad durante los cuales podrías cambiar de opinión. Quizá debería señalar que tu confesión causará menos impacto si Sutton se pone en contacto con la pasma antes que tú.
—Entonces, ¿de qué sirve hablar con él?
—Me gustaría saber qué planes tiene.
Walker permaneció en silencio unos segundos, reflexionando sobre las palabras de Jon.
—¿Dónde quiere que nos encontremos?
—Mencionó la cafetería que hay en la misma calle que el banco. Supongo que piensa que en un sitio público estará a salvo.
—¿Y si lleva algún micrófono oculto? Entonces, según lo que digamos, estaremos jodidos los dos. Creía que se trataba de encontrar la manera de confesar sin perjudicarte a ti.
—Eso era antes de que Sutton llamara.
—Este asunto no me gusta nada.
—A mí tampoco, Walker. Pero si le rechazamos, seguro que irá a la policía.
—Me dijiste que no podía acusarnos de nada. Sólo somos dos tipos que enterraron a un perro. ¿No es eso lo que dijiste?
—Imagina que se guarda un as en la manga. Eso es lo que me preocupa. No me gustan las sorpresas, nos conviene saber de qué quiere hablar.
—Mierda.
—No veo otra forma de solucionarlo —añadió Jon—. Puede que el tipo sea inofensivo, y en ese caso habremos tenido suerte.
—Creo que sería mejor que no nos vieran juntos. Hoy en día, casi todos los negocios disponen de cámaras de seguridad. No queremos que nos filmen a los tres en la cafetería. Resultaría muy sospechoso.
—Siempre se le puede llamar y sugerirle otro sitio si se te ocurre uno.
—¿Qué te parece el pico de la pasión? Ahora nadie va allí, sólo nosotros. Si te preocupa que lleve un micrófono escondido, no tienes más que cachearlo.
—Era a ti a quien le preocupaba lo del micrófono, pero un cacheo rápido no me parece mala idea. Si no lleva nada encima, seguro que no se opondrá.
—¿Cuándo quiere que nos encontremos?
—Bueno, a eso iba. Dice que pronto. Sonaba demasiado nervioso para mi gusto, así que cuanto antes mejor. ¿Te supondría un problema salir del trabajo durante una hora?
—Probablemente no. Tendría que hacer un par de cambios en la agenda.
—Muy bien, entonces hazlos. Llamaré a Michael y le diré que pasaré a recogerte, y luego nos reuniremos con él.
—¿Sabrá dónde está el parque?
—Si no, le diré cómo se va. ¿Te parece bien?
—No lo sé. Hay algo que me escama en todo esto. ¿Cómo sabía tu nombre? Es a mí a quien vio.
—Pues tendremos que preguntárselo. Obviamente, sabe más de lo que pensábamos.
—No lo veo nada claro.
—Vale. Si no quieres ir, le diré que no pensamos reunimos con él.
—Quizá deberíamos escuchar lo que tiene que decir.
—Estoy de acuerdo. A eso me refiero. Si no le parece bien el lugar de encuentro, te llamaré. Hasta ahora.
Volví andando a mi despacho con el corazón en un puño. La muerte de Sutton me parecía incomprensible. De momento aún no sentía lástima, pero sí consternación. Había ido a reunirse con alguien y lo mataron. Increíble. Walker McNally no podía haberlo hecho: lo había visto en el banco a las diez, y estuvo reunido durante toda la mañana. Ahora eran las once y media. No se me ocurría cómo podía haberse escabullido para conducir hasta Seashore, matar a Sutton y volver después apresuradamente al banco. Supuse que le habrían retirado el permiso de conducir a causa del accidente, y parecía impensable que hubiera alquilado un taxi, o que le hubiera pedido a alguien que lo llevara en coche. Aunque, claro está, los asesinos no suelen ser muy puntillosos cuando se trata de cumplir las normas de circulación.
Por otra parte, si, como pensaba, Jon Corso y Walker estaban conchabados, Jon podría haber sido el asesino. Vivía cerca de la entrada posterior de Horton Ravine, y Seashore Parle no quedaba lejos de su casa, a unos cinco kilómetros a lo sumo. Podría haber conducido hasta el parque, haber matado a Sutton y vuelto a su casa, ¿y quién se habría enterado? Abrí la Guía Thomas y busqué el número de su propiedad. Me tentaba la idea de ir hasta allí para ver si lo encontraba. No pensaba llamar a su puerta, pero no estaría de más si echaba un vistazo.
Fui hasta el Mustang y puse el motor en marcha, planeando el recorrido mientras me apartaba de la acera. El camino más corto consistiría en conducir dos manzanas en dirección a Capillo y subir después por la colina hasta el cruce de Capillo y Palisade. Había pasado bastante tiempo en esa zona mientras investigaba otro caso a principios de año. Si torcía por Palisade y conducía durante un kilómetro, llegaría a Seashore; girando a la izquierda iría a parar más allá de Little Pony Road, y luego, tras subir otra colina, ya estaría en Horton Ravine.
Las obras de la carretera habían ralentizado el tráfico, por lo que tardé más tiempo del que había previsto en llegar a Horton Ravine y cruzar las columnas de piedra de la entrada. Mi Mustang de color azul chillón llamaba la atención en cualquier parte, y más aún en este barrio de gente acomodada donde la mayoría de vehículos (excepto los de los criados) eran coches de lujo último modelo.
Cuando pasaba por delante de la casa de Corso, me sorprendió verlo salir por la puerta delantera, con una maleta en cada mano. El coche aparcado en el camino de entrada era un elegante Jaguar negro. Resistí la tentación de mirarlo directamente y centré mi atención en la carretera. En la esquina siguiente torcí a la derecha y seguí conduciendo hasta la primera entrada de la urbanización, donde di la vuelta rápidamente y regresé con sigilo hacia Ocean. Jon había ido a buscar un maletín. Se detuvo un momento en el porche para cerrar la puerta con llave y luego volvió al coche, donde colocó bien su equipaje. Cuando se sentó al volante, yo estaba lo suficientemente cerca como para oír el leve ruido de la puerta al cerrarse y el zumbido del motor. Salió del camino de entrada y torció a la derecha por Palisade en dirección a Harley’s Beach. Le di una ventaja de veinte segundos y salí tras él.
Cuando llegó al cruce de Capillo y Palisade, pensé que torcería a la derecha, pero siguió adelante y pasó el City College evitando Seashore Park. Tomó la autovía en dirección sur y conseguí meterme tras él. Reduje un poco la velocidad para permitir que otro coche me adelantara. Cuando llegó al carril de desaceleración en Oíd Coast Road había dos coches entre el suyo y el mío, y me pareció que estaba lo bastante protegida como para pasar inadvertida. Giró a la izquierda sin prisas y salió por el otro extremo del paso inferior. Debía de dirigirse al banco. Me era imposible adivinar su propósito, a menos que Walker apareciera con maletas en las manos. En tal caso, sería obvio que ambos pensaban escapar. Corso se metió en el aparcamiento del banco y yo pasé de largo, no sin antes haber tomado nota mentalmente de la matrícula:
THRILLER
Torcí rápidamente por Center Road, di marcha atrás en el aparcamiento de un motel y maniobré para cambiar de sentido. Volví a pasar por delante del banco justo cuando Walker se metía en el coche. Corso salió del aparcamiento. No perdí de vista el Jaguar mientras atravesaba el cruce y entraba en la autovía desde Oíd Coast Road, en dirección norte. Me pregunté qué andarían tramando. ¿Sabía Walker que Michael Sutton estaba muerto? ¿Era eso lo que habían planeado? ¿Que Corso lo matara mientras Walker se procuraba una coartada impecable? ¿Y qué había del riesgo que correría Jon, cuyo coche había sido visto en el escenario del crimen? Parecía evidente que Walker no pensaba salir de la ciudad, al menos en la media hora siguiente, así que quizás el encuentro serviría para poner a Walker al corriente antes de que Jon se esfumara.
Todo eso no parecía conducir a ninguna parte. Si Henry tenía razón acerca del entierro de los billetes marcados, no se me ocurría por qué ninguno de los dos podía creerse en peligro. La única prueba contra ellos era la declaración poco fiable de un niño de seis años, el cual no vio nada que los pudiera incriminar. Si a Walker le habían llegado noticias de mi investigación, puede que se hubiera preguntado a qué se debía mi interés, pero eso no requería una respuesta radical. Matar a Michael Sutton era un error de cálculo, una reacción desesperada. Quizá no supieran que Sutton carecía de credibilidad, y que era por tanto inofensivo.
No me quedaba más remedio que seguirlos. Si no hubiera decidido pasar frente a la casa de Corso, no estaría ahora tratando de dilucidar por qué se encontraban juntos él y Walker, y adónde pensaban ir. Supuse que ya lo descubriría. Jon salió por el carril de desaceleración en Little Pony Road y torció a la izquierda. Al llegar a la parte alta de la cuesta se detuvo en un semáforo en rojo. Había tres coches entre el suyo y el mío. Si me vio, no dio señales de ello. Torció a la izquierda con precaución en el cruce y se dirigió hacia la playa.
¿Buscaban algún lugar poco transitado? Fue lo único que se me ocurrió, dado su recorrido. ¿Por qué necesitaban verse en privado, cuando podrían haberse comunicado por teléfono? Era imposible que pensaran que les habían pinchado la línea. No creía que fueran tan paranoicos. El Jaguar redujo velocidad y torció de nuevo a la izquierda para meterse en una carretera secundaria sin nombre que yo recordaba de otros tiempos. Se dirigían al pico de la pasión, el parquecito que llevaba dos años cerrado después de que el fuego lo arrasara.
Entonces se me ocurrió esto: ¿era posible que Jon estuviera llevando a cabo una rápida operación de limpieza, consistente en eliminar a todo aquel que supusiera una amenaza para él? Parecía preparado para una huida inminente con destino desconocido. Ahora que Sutton había muerto, ¿sería Walker el siguiente?
Aparqué en el arcén y salí del coche dejándolo en marcha mientras me dirigía con cautela hacia el desvío. Una mata de buganvilias ocultaba la entrada del parque. Me puse de puntillas y atisbé por encima de la verja, pero no vi el Jaguar por ninguna parte. Habían quitado la cadena que cerraba el acceso a la calle y ahora colgaba del poste de la izquierda. Volví al coche y esperé. La calle que conducía hasta el aparcamiento tenía una amplitud de apenas dos carriles, y era lo suficientemente sinuosa como para obligar a cualquier vehículo a reducir la velocidad. No podía permitirme dar una curva y toparme con el parachoques de Jon. Si los dos pensaban pasar un rato allí arriba, tenía que darles los diez minutos que tardarían en aparcar a medio camino para luego continuar a pie hasta la cima. Si Jon pensaba descerrajarle un tiro a Walker en la cabeza, yo era la única persona que tenía conocimiento de ello. Aproveché la espera para abrir el maletero del coche y sacar la pistola Heckler & Koch de mi maletín cerrado con llave.
Walker subía por la colina unos pasos por detrás de Jon. Aquel día se había despertado temprano, y, por primera vez en semanas, se había sentido en paz, rebosante de energía y de optimismo. Parecía como si las cosas hubieran mejorado de repente. No tenía ni idea de por qué ni de cuándo se había producido el cambio. Al abrir los ojos aquella mañana en el motel Pelican, la habitación que hasta entonces le había resultado deprimente incluso le pareció acogedora. Hubiera preferido despertarse en casa con su mujer y sus hijos, pero, de momento, podía soportar la soledad. Cayó en la cuenta de que estar sobrio era mejor que el mejor momento de borrachera. No quería seguir viviendo como lo había hecho hasta entonces, de bar en bar, de copa en copa, de resaca en resaca. Era como si se hubiera liberado de una gruesa cadena. Sus demonios personales no se aferraban a él con tanta fuerza y se sentía ligero como el aire. La batalla aún no estaba ganada: a las cinco de la tarde probablemente volvería a tener ganas de tomarse un trago. Pero ahora sabía que bastaba con seguir con lo que había estado haciendo durante los últimos diez días. Simplemente, no beber. No sucumbir. Pensar en otra cosa hasta que el deseo desapareciera. Permanecer sobrio diez días no lo había matado. Era el alcohol lo que lo estaba matando. Tenía que celebrar la ausencia de alcohol en su vida, y no con una bebida, un cigarrillo, una pastilla o cualquier otro vicio que pudiera interponerse entre él y su alma. Esa sensación de bienestar se debía únicamente a su decisión de entregarse. Al hablar con Jon le dio a entender que aún no se había decidido, pero eso no era cierto. Se preguntó si los suicidas experimentaban esa misma sensación de euforia. Entregarse significaría el fin de la existencia que había conocido hasta entonces, algo que no parecía preocuparlo. Lo soportaría todo: la vergüenza, la humillación, la censura pública. Le sería imposible escapar a su destino, y ahora lo aceptaba. Beber lo había llevado a engañarse creyendo que su delito quedaría impune, pero lo cierto era que no podía deshacerse de su pesada carga. Sólo lo lograría admitiendo su culpabilidad y responsabilizándose de lo ocurrido.
Cuando llegó a la cumbre de la colina, hizo una pausa para contemplar las vistas. El sur de California ofrecía un aspecto radiante en abril. El prado estaba salpicado de flores silvestres y la hierba susurraba con el viento. Ahí arriba reinaba la tranquilidad, aunque se oyera el débil murmullo del tráfico que se elevaba desde la ciudad. Jon se acercó a una mesa y se quedó allí de pie, con los brazos cruzados y la cadera apoyada en el borde. A principios de marzo, un temporal de lluvia y viento había derribado varios árboles. Ahora el suelo estaba cubierto de ramas arrancadas. Walker se agachó y cogió un palo. Lo lanzó como si fuera un bumerán, pero el palo salió volando y no volvió.
—Supongo que será mejor que lo hablemos ahora, mientras estemos solos —dijo Jon.
Walker se sentó en uno de los bancos de la mesa de picnic, con los codos en las rodillas y los dedos entrelazados.
—Lo he estado pensando mientras veníamos. El trato con Sutton no va a funcionar. No quiero estar a su merced, ¿sabes? Siempre pendiente de que vuelva a aparecer. ¡Que le den! Si pienso confesar es para que no tengamos que seguir preocupándonos de este asunto. Quiero acabar con esto de una maldita vez.
—Eso será en tu caso. ¿Qué piensas hacer para que yo no salga perjudicado?
—Lo hemos hablado antes…
—Ya lo sé. Pero esperaba que se te ocurriera alguna solución, y de momento, no me has dado ninguna. No quiero estar en el punto de mira, es todo lo que te pido.
—Sigo devanándome los sesos. —Walker miró su reloj de pulsera—. ¿A qué hora le dijiste que viniera? ¿No tendría que haber llegado ya?
—Le dije que nos veríamos en media hora.
—Bueno, ¿entonces dónde está ese niñato de mierda? Me llamaste a las doce.
—Hace veinticinco minutos. Y no cambies de tema.
—¿Qué tema? ¿Lo de cómo sacarte del punto de mira?
—Exacto. Me gustaría saber qué se te ha ocurrido.
—Tengo la intención de mantenerme sobrio. Para conseguirlo he de decir la verdad, y eso es lo que voy a hacer.
—Eso me dijiste. ¿Te has parado a pensar en cómo me afecta a mí tu confesión? Me he informado sobre lo que podría pasar. Quedamos en que tú sólo confesarías si al hacerlo no perjudicabas a nadie más. ¿No te parece que me perjudicarás a mí si me delatas?
—No creo que esa condición tenga que cumplirse cuando se trata de un delito grave —explicó Walker—. Lo siento, Jon, de verdad. Éramos amigos íntimos hasta que esto nos separó. Lo he lamentado desde entonces. No podemos salir juntos, ni saludarnos en público. Ni siquiera puedo hablar contigo por teléfono.
—Son tus normas, no las mías —respondió Jon sin levantar la voz.
—¡Y una mierda! Esas fueron tus instrucciones desde el principio. Sólo te he llamado dos veces en estos veintiún años, y ha sido en las últimas semanas. Quisiste quitárteme de encima.
—Eso es agua pasada. Sólo te pido que me protejas. Me lo debes.
—No puedo protegerte. ¿Ahora que Michael Sutton viene hacia aquí? ¿Estás loco? Nos tendrá a su merced. Cuando reciba el primer dólar, nos atrapará de por vida. Me cuesta creer que hayas considerado esa posibilidad.
—No debe de haberte parecido tan mala idea. De lo contrario, no estarías aquí.
—He venido porque me convenciste. No quiero encontrarme con ese chico, y mucho menos darle dinero. Jon, todo esto podría resolverse de forma muy sencilla. Si voy a la policía, podríamos solucionar este asunto enseguida. Sutton no tendría nada de lo que acusarnos.
—Tampoco lo tiene ahora.
—¿Entonces por qué estamos aquí sentados esperándolo?
—No lo esperamos. La verdad es que no va a venir. Le será imposible llegar a tiempo.
—No te entiendo.
—Lo he pensado mejor y creo que tienes razón. Negociar con él no es buena idea. He cambiado de opinión. Y ahora quiero saber si tú has cambiado la tuya.
—¿Sobre lo de entregarme? Eso no es negociable. Ojalá pudiera ayudarte, pero habrás de arreglártelas por tu cuenta. Haz lo que te parezca mejor.
Jon parecía contrariado.
—¿Qué quieres que haga, joder?
—¿Por qué no te vas? Esfúmate. ¿No es eso lo que hizo el malo en tu último libro?
—En el penúltimo. Y gracias por asignarme el papel de «malo». De hecho, ya he pensado en largarme. Como piensas dártelas de santo con lo de la confesión, no me queda otro remedio. Tengo que salir de aquí antes de que la mierda me salpique. Te doy una última oportunidad para que no hagas lo que te propones hacer.
—Quieres que mantenga la boca cerrada.
—Por fin lo captas. Si no me haces caso, deberé encargarme yo del asunto, lo que no será bueno para ninguno de los dos.
Walker negó con la cabeza.
—Ni puedo ni quiero. Lo siento si eso te causa problemas.
—Mi problema…, y todo esto resulta muy difícil, Walker…, te lo aseguro…, es que no puedo permitirme cargar con el muerto. Que tú descargues tu conciencia va a costarme más de lo que estoy dispuesto a pagar. Cuando vayas a entregarte, ¿sabes qué les vas a decir? Me vas a convertir en cabeza de turco. ¿Cómo podrás resistirte? Ya dijiste antes que era idea mía, que yo fui el instigador, mientras que tú sólo cumplías órdenes. ¿Qué mierda es esa? ¿Cómo quedo yo en todo esto? ¿Qué capacidad de maniobra tendrá mi abogado si la policía acaba trincándome? Me delatarás y te convertirás en un héroe mientras yo me como el marrón. ¿Te parece justo? Piénsalo. Eres tan culpable como yo. Nunca te negaste a hacerlo ni expresaste ninguna reserva hasta ahora.
—La gente cambia, Jon. Yo he cambiado.
—Pero yo no. —Corso extendió la mano—. Fíjate en esto: no me tiembla el pulso. No estoy flaqueando. No me corroen las dudas, ni me he puesto a lloriquear. Tú eres el único escollo.
Walker dio un paso atrás, fingiendo estar horrorizado.
—Entonces, qué piensas hacer, ¿quitarme de en medio?
—Más o menos.
Walker esbozó una sonrisa.
—No lo dirás en serio… ¿Crees que puedes protegerte silenciándome?
—No veo por qué no.
—¿Y qué hay de Sutton?
Jon lo miró fijamente.
Walker palideció.
—¡Joder! ¿Qué has hecho, Jon?
—Le ha disparado —dije yo, levantando la voz. Había llegado a la cima de la colina, donde era imposible ocultarme. Ya que de todos modos me verían llegar, pensé que no tenía por qué callarme. Walker me reconoció enseguida, pero a Jon le llevó algo más de tiempo. Miró a Walker.
—¿Quién es esta?
Crucé el césped.
—Kinsey Millhone. Una excompañera de instituto. Probablemente tú no me recuerdas, pero yo sí que te recuerdo a ti.
Tenía la pistola en la mano. No estaba apuntando a nadie, pero pensé que valía la pena llevarla de todos modos.
—Esto no es asunto tuyo —dijo Jon.
—Sí que lo es. Michael Sutton era amigo mío.
Jon se fijó en mi pistola y luego la señaló con la cabeza.
—¿Está cargada?
—Quedaría como una idiota si no lo estuviera.
Como el que no quiere la cosa, Jon se sacó una pistola del bolsillo del cortavientos y me apuntó con ella.
—Pues ya te puedes largar cagando leches de esta colina si no quieres que te dispare.
Hice una mueca con la que pretendía transmitir humildad y arrepentimiento.
—Siento fastidiarte los planes, pero déjame que te explique lo que pienso. Me apuesto lo que quieras a que Sutton es la única persona a la que has asesinado a sangre fría. En cambio, yo he matado más de una vez, pero no te voy a decir cuántas. Intento no contarlas porque parecería una mercenaria, y no lo soy.
—Vete a tomar por culo.
—No quisiera sonar racista, pero esto es lo que llaman un duelo a la mexicana.
Jon sonrió.
—Sí, ahora falta saber cuál de los dos disparará primero.
—Exactamente.
Disparé yo y le di en la mano derecha. Su pistola saltó por los aires y cayó al césped. Walker dio un salto mientras Jon gritaba de dolor y se desplomaba. Debí de parecerles una tiradora experta, pero la verdad es que tenía a Jon a menos de cinco metros y no fue necesario hacer virguerías. Apunté y apreté el gatillo, no pudo ser más fácil.
—¡Joder! —exclamó Walker—. ¡Le has disparado!
—Ha sido él quien ha hablado de disparar primero —dije.
Saqué un pañuelo del bolso y me agaché para coger la pistola de Jon, envolviéndola con delicadeza para conservar sus huellas dactilares. Jon se había dado la vuelta y se había arrodillado. Se inclinó hacia delante con la cabeza a ras de suelo mientras se sujetaba la mano derecha con la izquierda. Al ver la sangre, palideció y comenzó a respirar con dificultad.
—No te pasa nada —le dije, y luego me volví hacia Walker—. Dame la corbata y le haré un torniquete.
Walker estaba tan nervioso que las manos no dejaron de temblarle mientras se deshacía el nudo de la corbata y me la pasaba. Jon gimoteó, pero no ofreció resistencia mientras le hacía un nudo corredizo y le sujetaba la corbata al antebrazo. Los malos sólo continúan disparando en las películas. En la vida real se sientan y se portan bien.
—Aún no puedo creer que le hayas disparado —dijo Walker, consternado.
—Ni él tampoco.
—No podemos dejarlo aquí solo.
—Claro que no. —Le di las llaves de mi coche—. Tengo el Mustang aparcado allí abajo. Vete hasta la estación de servicio más cercana, llama a la policía y diles dónde estamos. Y, de paso, será mejor que pidas una ambulancia. Yo esperaré aquí con tu colega hasta que vuelvas.
Walker cogió las llaves y se detuvo un momento para mirarme.
—¿Me acabas de salvar la vida?
—Más o menos —respondí—. ¿Y qué hay de todo ese rollo de mantenerte sobrio? No va a ser nada fácil. ¿Lo vas a conseguir?
—Eso va bien —respondió desconcertado—. Estupendo. Lo tengo controlado. Ya llevo diez días sin beber.
Alargué la mano y le apreté el brazo.
—¡Enhorabuena!