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Jueves, 21 de abril de 1988

Llegué a mi despacho a las ocho de la mañana con la esperanza de adelantar algo de trabajo. Al abrir la puerta percibí un olor a café quemado y de repente recordé con fastidio que me había olvidado de apagar la cafetera eléctrica cuando me fui el miércoles al mediodía. Corrí por el pasillo hasta la cocina y apagué la máquina. Saqué el recipiente del agua y lo dejé sobre una toalla doblada para que se enfriara. La base de cristal tenía un anillo negro que probablemente ya no se iría por mucho que frotara.

Saqué mi fiel Smith-Corona, le quité la cubierta dura y la coloqué sobre mi escritorio. Esparcí todas mis fichas y redacté a máquina un informe para el expediente de Sutton, detallando todo lo que había hecho hasta entonces. Incluí las especulaciones de Henry sobre la secuencia de los acontecimientos, lo que añadía un pequeño rayo de esperanza. Al acabar, añadí el informe al expediente. A continuación sujeté las fichas con una goma, las metí en la carpeta junto con el expediente y cerré el cajón. Ya no podía hacer más y necesitaba un descanso. Durante el fin de semana reorganizaría todos los datos con la esperanza de descubrir algo que se me hubiera pasado. Era una mañana perfecta de abril, clara y soleada. Un poco fresca aún, pero se esperaba un aumento de las temperaturas. Parecía un buen presagio.

Metí la máquina de escribir de nuevo bajo el escritorio y me fijé en la luz que parpadeaba alegremente en mi contestador. Di una vuelta en la silla y pulsé Play.

Se oían ruidos de fondo.

—¿Kinsey? Soy Michael Sutton. Tengo que hablar contigo lo antes posible. Después de dejarte el otro día, fui a recoger a Madaline a la salida de su reunión de Alcohólicos Anónimos y volví a ver al tipo al que había visto durante la excavación. Tiene los ojos morados y la cara llena de contusiones, por eso me fijé en él. Lo seguimos hasta la sucursal del Montebello Bank & Trust que se encuentra en la esquina de Monarch con Oíd Coast Road. Te llamo desde la gasolinera que está frente al banco. Llevamos media hora esperando y aún no ha salido, por lo que puede que trabaje allí. Pero Madaline se ha empezado a impacientar y quiere irse, así que esperaba que pudieras sustituirme mientras la llevo a casa. Ya veo que no podrás. De todos modos, cuando oigas este mensaje, ¿me puedes llamar? Si no estoy en casa estaré aquí, a menos que el banco cierre. Me tengo que ir. Gracias.

No estaba segura de cuándo habría entrado la llamada, porque la función de fecha y hora de mi contestador lleva meses escacharrada y pone que son las doce del 1 de enero a perpetuidad. Debía de haber llamado poco después de que yo hablara con Joanne Fitzhugh, porque me fui a la misma hora que ella y estuve haciendo recados hasta que me pareció razonable volver a casa. Rebusqué entre los papeles de mi escritorio hasta encontrar el bloc de papel amarillo donde Michael había anotado sus datos de contacto. Lo llamé al número de su casa y conté quince timbrazos antes de colgar. No me pareció que tuviera sentido conducir hasta su casa si nadie contestaba el teléfono. Por otra parte, había un deje de pánico en su voz que no me atreví a pasar por alto.

Cerré el despacho con llave, encendí el motor del Mustang y conduje las doce manzanas que me separaban de Hermosa Street en cuestión de minutos. Me metí en el camino de acceso a su casa, salí del coche, cerré la puerta de un portazo y subí los escalones de su porche. Llamé a la puerta con los nudillos y luego me dirigí a la ventana de la fachada y miré hacia el interior.

Las luces del salón estaban apagadas y no parecía haber nadie en las otras estancias. Saqué el cuaderno y garabateé un mensaje apresurado para Sutton, en el que le indicaba la hora a la que había llegado a su casa y le pedía que me llamara. Apunté mis dos números de teléfono, el del despacho y el de mi apartamento, y metí la nota entre la puerta y la mosquitera. Luego me quedé allí sin saber qué hacer, mirando hacia la calle. Como por arte de magia, apareció Madaline con Goldie Hawn. La perra iba delante, tirando de la correa. Esperé.

Cuando entraba por el camino de acceso, Madaline me preguntó:

—¿Dónde está Michael?

Vaya, vaya. La señorita parecía contrariada y de mal humor.

—No tengo ni idea —respondí—. Es lo que he venido a preguntarte a ti.

—Salió de casa esta mañana para ir a encontrarse con un tipo. No me dijo cuándo iba a volver.

—¿No mencionó el nombre del tipo?

—No. Tenía prisa y parecía algo aturdido. Dijo que quizás ahora la gente creería que decía la verdad.

Sopesé lo que Madaline acababa de contarme, consciente de que seguir presionándola sería una pérdida de tiempo. Esta chica no iba a ayudarme: sólo pensaba en sí misma.

—He dejado una nota metida en la puerta —expliqué—. Si lo ves antes que yo, dile que he venido.

—¡Vaya, pues qué bien! Ahora me he quedado colgada. Michael se ha llevado el coche y yo tengo que ir a un sitio.

—¿En serio?

—Sí, en serio —repitió con cierto retintín—. Tengo una entrevista de trabajo en el centro. Es imprescindible que llegue a tiempo. Michael me prometió que me llevaría. ¿Y ahora qué hago?

—Supongo que tendrás que ir andando.

—¿Con tacones? Llegaré sudando y muy sofocada.

Miré el reloj.

—¿A qué hora es tu entrevista?

—A las diez y media.

—Pues sal ahora mismo y camina despacio. Tienes tiempo de sobra.

—Vete a tomar por culo.

Sonriendo, regresé a mi coche y di marcha atrás para salir del camino de entrada. Aún tenía la esperanza de encontrar a Sutton volviendo hacia su casa, pero no hubo suerte. Conduje una manzana hacia arriba y tres manzanas hacia la derecha y me metí en el carril de acceso a la autopista en dirección sur. Si su encuentro había terminado, puede que hubiera vuelto al banco para vigilar la entrada. Quizá tuviera la suerte de ver su coche por los alrededores. Salí de la 101 en Oíd Coast Road y pasé por delante de la sucursal del Montebello Bank & Trust buscando con la mirada el MG turquesa de Sutton. No había ni rastro de él en el aparcamiento del banco, ni tampoco en la estación de servicio del otro lado de la calle. Recorrí dos veces la calle principal sin éxito. Finalmente, me metí en la estrecha franja para aparcar que había frente al banco, dispuesta a continuar con sus labores de vigilancia.

Salí del coche y me dirigí a la puerta de cristal. Empujé, pero la encontré cerrada con llave. Entonces me di cuenta de que el banco no abriría hasta las diez, y aún faltaban cuarenta y cinco minutos. Cerré con llave el coche y fui hasta una cafetería que había visto a dos manzanas de allí. Me detuve a la entrada junto a una hilera de máquinas expendedoras que funcionaban con monedas. Introduje una moneda de veinticinco centavos en una de las máquinas y saqué el periódico local. Luego compré un gran vaso de café y le añadí mucha leche. Si el café no me hinchaba la vejiga al doble de su tamaño, podría hacerlo durar hasta que abrieran el banco. Me lo pensé mejor y le puse azúcar, por si el café acababa siendo también mi almuerzo.

Volví al banco, vaso en mano, y me senté en el aparcamiento. Me puse a leer el periódico sin dejar de vigilar la calle, por si veía a Michael Sutton o a cualquiera de los empleados del banco que deberían ir llegando al trabajo. El periódico no incluía demasiadas noticias, sólo una columna tras otra de teletipos; la mayoría ya los había leído el día anterior en el Los Ángeles Times. Me salté las tiras cómicas, pero leí los obituarios de arriba abajo. Todas las personas fallecidas en los últimos días tenían entre ochenta y noventa años. Intenté recordar los nombres, por si a William se le pasaba algún conocido cuando buscara funerales a los que asistir.

A las nueve cincuenta y cuatro llegó al banco una mujer menuda de cabello oscuro. Llevaba un traje elegante, medias y zapatos de tacón alto. Parecía comprensiva, y deseé necesitar un préstamo para poder pedirle el dinero a ella. Abrió la puerta de cristal, tecleó el código del sistema de alarma en un panel que tenía a su derecha y desapareció. Al cabo de cinco minutos, una segunda mujer cruzó el aparcamiento y pasó frente a mi coche antes de meterse en el edificio. Si Michael tenía razón y el tipo era un empleado del banco, no tardaría en aparecer.

En aquel preciso instante, oí pasos a mis espaldas y, al volverme, vi a un hombre corpulento de incipiente calvicie que pasaba con andares pesados junto a mi coche. Andaba como si le doliera algo. Me miró de refilón y me fijé en que tenía toda una colección de magulladuras en la mejilla derecha, moradas, amarillas y verdes. Una selección de lo más llamativa. No le vi bien la cara, por lo que no pude juzgar si tenía los ojos morados. Me pareció razonable suponer que la puerta con la que hubiera chocado le habría hecho el daño suficiente como para amoratarle los ojos, además de hincharle la mejilla. Esperé hasta verlo entrar en el edificio y entonces doblé el periódico y le puse la tapa a mi vaso de café, que dejé en el suelo frente al asiento del copiloto.

Al entrar en el banco vi ante mis ojos dos medias paredes, con un amplio vestíbulo entre ambas. A cada lado de la recepción había un pasillo. Conté cinco puertas en un pasillo y dos en el otro. No se oía ni un ruido, ni siquiera esa insoportable musiquilla ambiental que ponen en algunos sitios… No vi a ningún empleado. Obviamente, estaban todos en sus cubículos preparándose para el día de trabajo. Si llegaba algún cliente madrugador, o algún atracador, los pillarían desprevenidos. Podría haber planificado un robo sin que nadie se fijara en mí, pero aquel no parecía la clase de sitio en el que hubiera dinero en metálico. Habría pagado cien dólares por un lavabo de señoras.

Al final, la mujer menuda de cabello oscuro apareció a mi derecha.

—¡Vaya, lo siento! No sabía que hubiera nadie aquí. ¿Qué se le ofrece?

—Hará unos minutos ha entrado en el edificio un hombre con la cara llena de moretones, y creo que quizá trabaja aquí. ¿Sabe a quién me refiero?

—Claro. Es Walker McNally, el vicepresidente del departamento de relaciones con los nuevos clientes. Tiene reuniones toda la mañana, pero si quiere hablar con él, puedo preguntarle si dispone de unos minutos.

—No hace falta, gracias. Su cara me resultaba familiar, pero el nombre no me suena. Supongo que lo habré confundido con otra persona.

—¿Está segura?

—Totalmente.

No es que volviera a mi coche al galope, pero sí que caminé a paso muy rápido, con el corazón desbocado. No quería que Walker McNally me viera. No es por presumir, pero mi aspecto es muy similar al que tenía en el instituto, mientras que él se había transformado en un hombre de mediana edad. Abrí la puerta del coche, me coloqué en el asiento del conductor, accioné la llave de contacto y salí del aparcamiento. A continuación torcí por una bocacalle y aparqué. Mierda. Walker McNally. Una pieza importante del rompecabezas acababa de encajar. Walker había tenido acceso a montones de animales a través de la clínica veterinaria de su padre. Durante el último curso que estudiamos en el instituto circulaba el rumor de que vendía droga, y eso significaba que podría haberles suministrado hierba a Creed y a Destiny en casa de los Unruh, donde tenían aparcado el autobús. Sonaba algo rebuscado, pero no imposible. Si Walker era uno de los dos piratas, incluso tenía al candidato idóneo para el puesto de acompañante: Jon Corso. Walker y Jon eran uña y carne. Menudo par. Dieciocho años, arrogantes, ricos, colocados y muertos de aburrimiento. No resultaba difícil imaginárselos planeando algún chanchullo para sacarse unos pavos. No se me ocurría por qué cualquiera de los dos podría necesitar el dinero, pero quizá sus respectivos padres fueran tacaños.

Volví a mi despacho y llamé de nuevo a Michael. Nadie respondió. ¿Dónde demonios estaba? Madaline ya habría emprendido su caminata hacia el centro. Estuvo en un tris de pedirme que le pagara el taxi, o que la llevara yo, sin duda confiando en convencerme para que la esperara mientras se duchaba y se lavaba el pelo.

Había llegado la hora de hablar con Cheney Phillips y quería que Michael estuviera a mi lado para explicar su parte de la historia. Una vez más. Nadie confiaba en su palabra, pero ¿qué otra cosa teníamos?

Como soy poco dada a permanecer ociosa, me eché el bolso al hombro y me metí en el coche. Conduje hasta el aparcamiento de varias plantas situado junto a la biblioteca pública y subí serpenteando hasta la planta superior, donde encontré la única plaza libre. Busqué bajo el asiento del copiloto y saqué la Guía Thomas de los condados de Santa Teresa y Perdido. Cargué con ella mientras bajaba trotando tres tramos de escaleras y cruzaba el camino de acceso que separaba el aparcamiento de la entrada a la biblioteca.

Fui derecha a la sección de obras de consulta. Alguien sumamente desconsiderado se había sentado a mi mesa favorita, por lo que tuve que irme a otra. Tiré el bolso sobre la silla y me dirigí a las estanterías en las que se encontraban los directorios Polk y Haines. Saqué los volúmenes de 1966 y 1967, y luego las guías de calles de los mismos años. Añadí el listín telefónico actual y llevé el montón de libros hasta la mesa. Me senté y dispuse las distintas guías frente a mí, para tenerlas a mano mientras consultaba en la Guía Thomas las páginas sobre Horton Ravine. Busqué el apellido Corso en los directorios Polk y Haines de 1966 y 1967. Sólo aparecía un Corso, un tal Lionel M. de Ocean Way. Anoté la dirección y luego busqué en el listín telefónico actual. Lionel Corso figuraba todavía en esa dirección, pero tenía la impresión de que ya había muerto. Recordaba vagamente haber visto su nombre en los obituarios, aunque era posible que su viuda, si es que la tenía, fuera aún la propietaria de la casa.

Busqué la antigua dirección de Walter McNally en los mismos directorios entrecruzados. En 1967 McNally padre tenía una casa en Bergstrom Hill, justo al lado de Horton Ravine, urbanización a la que se llegaba por una calle llamada Crescent Road. Dicha calle estaba muy cerca de la casa de los Corso. Walter debió de vender su casa cuando se mudó al número 17 de Juniper Lane, en el Asentamiento para la Tercera Edad de Valley Oaks. Saqué un lápiz y dibujé unos discretos puntos negros en la Guía Thomas para señalar las direcciones en que vivían en 1967 los Kirkendall en Ramona Road, los Unruh en Alita Lane, los Fitzhugh en Via Dulcinea, los McNally en Bergstrom Hill Road y los Corso en Ocean. Me salté a los Sutton, que vivían en el extremo occidental de Horton Ravine. En el día de autos, la madre de Michael lo dejó en casa de los Kirkendall, cuya parcela lindaba con la de los Unruh al pie de la colina.

Devolví las distintas guías a las estanterías, salí de la biblioteca y conduje hasta la Asociación de Propietarios de Horton Ravine. Una vez allí, apelé a la buena voluntad de las dos amables empleadas que trabajaban en la oficina, quienes me dieron un mapa muy chulo de todos los caminos de herradura que atravesaban la urbanización. Me senté en el coche con el mapa abierto sobre el volante, mientras estudiaba el laberinto de senderos que conectaban las propiedades de todos los implicados en la investigación. Si fijara el mapa de los senderos a la pared y clavara una chincheta en todos los lugares relevantes, el hilo que rodearía las chinchetas formaría una especie de círculo.

Ahora sólo era cuestión de persuadir a Cheney Phillips de que iba bien encaminada. Volví a mi despacho y lo llamé.

—Inspector jefe Phillips.

—Hola, Cheney. Soy Kinsey. ¿Estás ocupado en este momento?

—Me quedaré en el despacho veinte minutos más. ¿Qué sucede?

—¿Te importa si me paso por ahí ahora? Hay algo que te quiero enseñar.

—Estoy impaciente.

—Hasta ahora.

Mi despacho se encuentra a dos manzanas de la comisaría, por lo que fui a pie cargada con los mapas. Se me hizo un nudo en el estómago. A decir verdad, estaba vendiendo viento, una teoría sin pruebas concretas que la respaldaran. Me encontré en la misma situación en la que había estado antes Michael Sutton: yo tampoco pisaba terreno firme. Las piezas encajaban, pero ¿dónde estaba el pegamento? Las afirmaciones de Michael no se sostenían, y ahora venía yo y reconfiguraba los hechos sin la más mínima prueba.

Entré en el vestíbulo de la comisaría y esperé a que saliera Cheney para acompañarme hasta su cubículo. Estaba especialmente guapo aquel día: mocasines caros, pantalones oscuros y una camisa blanca arremangada. En cualquier otro habría parecido el típico atuendo de trabajo, pero Cheney era de familia rica y yo sabía lo que le costaba cada prenda.

Me invitó a sentarme y, dado que disponía de poco tiempo, no me quedó más remedio que soltarle el rollo directamente. No iba ni por la mitad cuando adiviné, a tenor de su expresión, que no se lo estaba tragando. Cheney me escuchaba con educación, pero mi confianza disminuía cada vez que abría la boca. No hay nada como contar una historia con pasión y convicción a un interlocutor que se muestra tan escéptico.

—Interesante —dijo Cheney—. Ya veo por dónde vas, pero ¿qué se supone que debo hacer yo?

—No lo sé, Cheney. Pensar en lo que te he contado, supongo. Fui al instituto con esos tipos…

Cheney levantó una mano.

—No estoy diciendo que no tengas razón. Me refiero a que, sin pruebas, es imposible actuar. No puedo llamar a ninguno de esos tipos para interrogarlo. ¿Basándome en qué? Especulaciones y conjeturas, todas circunstanciales. ¿Existe alguna razón para pensar que Corso o McNally conocieran siquiera a los Fitzhugh o a los Unruh?

—Deborah Unruh dice que Greg y Shelly fumaban hierba constantemente. Sabe que había al menos dos fumatas con los que solían pasar el rato. No llegó a verlos, pero alguien suministraba la hierba y, por lo que me han dicho, Walker vendía droga en aquella época.

—Como la mitad de los chicos de la ciudad. ¿Qué hay de Greg y Shelly? ¿Podrían corroborarlo? Lo último que supe de ellos es que se largaron, y nadie ha vuelto a verlos desde entonces.

—Los dos han muerto. El martes hablé con el hijo de Shelly y me contó que Greg murió de sobredosis en Canadá. Su madre murió de sida —expliqué—. Es posible que Shawn pudiera identificar a McNally y a Corso. Entonces era un niño, pero es muy listo y la gente no cambia tanto de cara.

—No importa en absoluto que Walker les vendiera hierba a los padres de Shawn.

—Pero Michael Sutton identificó a Walker como uno de los dos tipos a los que vio cavando. ¿Qué pasaría si identificara a Jon Corso en una rueda de reconocimiento?

—¿Una rueda de reconocimiento? —preguntó Cheney.

—Vale, una rueda quizá no, pero tiene que haber alguna forma de hacerlo. No puedo mencionarle el nombre de Corso así por las buenas. Sutton es muy influenciable y estaría interfiriendo en su testimonio si es que llega a testificar.

—Reza para que eso no pase. Sutton es el peor testigo posible. Aunque apunte en alguna dirección con el dedo, seguro que no te llevará a ninguna parte.

—¿Qué pasaría si tanto Michael como Shawn identificaran a esos dos?

—¿Los identificaran como qué? Te agarras a un clavo ardiendo. Dos chicos pasan el rato en casa de un amigo. ¡Pues qué bien! ¿Cómo los relacionas con los tipos que raptaron a dos niñas pequeñas? ¿Dónde está la conexión? Por lo que veo, no hay nada que los vincule a esos delitos.

—Tanto los Fitzhugh como los Unruh eran miembros del Club de Campo de Horton Ravine. Si los Corso y los McNally también pertenecían a ese club, puede que se hubieran conocido allí.

—Poco sólido y muy dudoso.

—¿Y qué hay de la huella dactilar en la nota del rescate?

—Olvídate. No hemos descubierto ninguna huella sospechosa en veintiún años.

—Quizá la última vez que lo comprobasteis aún no habían detenido a Walker por conducir borracho. Ahora tiene antecedentes. No sé si Corso los tiene, pero puede que también le hayan tomado las huellas en los últimos años. Merece la pena intentarlo.

—Quizá. —Cheney miró su reloj—. Pediré que lo comprueben cuando disponga de un momento, pero llevará tiempo. No te hagas demasiadas ilusiones.

—¿Qué ilusiones? —pregunté.

Sonó su teléfono y Cheney atendió a la llamada.

—Inspector jefe Phillips.

Oí que alguien hablaba. Cheney me dirigió una mirada rápida y luego dijo:

—Ya te llamo yo, ahora no estoy solo en el despacho. —Cheney colgó el teléfono—. Discúlpame.

—Claro. ¿Quieres que me vaya?

—No hace falta. Quédate aquí.

Salió de su cubículo y se metió en el de al lado. Hizo la llamada y, aunque me hallaba bastante cerca, no pude oír lo que decía. ¡Maldita sea! Tuve que contentarme con curiosear por su despacho, pero todo estaba ordenadísimo. En su casa siempre había trastos tirados por cualquier parte, casi todos relacionados con las diversas chapuzas caseras que empezaba y que nunca conseguía acabar. Pese a ser tan cotilla, nunca se me habría ocurrido husmear en su escritorio: puede que hubiera cámaras minúsculas ocultas por todas partes y me pillaran con las manos en la masa. Aunque debo admitir que, durante nuestra breve relación amorosa, me familiaricé con todos los cajones y armarios de su casa.

Doblé el mapa de los caminos de herradura y lo metí en la Guía Thomas. Estaba tan aburrida que iba a empezar a ordenar el bolso, pero entonces oí que Cheney se despedía. Miré hacia la puerta esperando verlo llegar en cualquier momento.

Apareció un minuto después, con expresión extrañamente inescrutable.

—Michael Sutton ha muerto.

—¿Qué? —pregunté atónita.

—Le dispararon en el interior de su coche, en Seashore Parle.

Me quedé sin habla y miré a Cheney sin dar crédito a lo que oía.

Cheney siguió hablando, probablemente con la esperanza de suavizar el impacto.

—El agente que lo encontró dice que una mujer que paseaba a su perro oyó el disparo y luego vio un deportivo negro que salía del aparcamiento. Lo vio de refilón, y al parecer no sabe distinguir un Corvette de un tanque Sherman. Está casi segura de que era negro, a menos que fuera azul marino. No debería contarte todo esto, pero somos amigos y confío en que mantengas la boca cerrada.

Me quedé allí sentada incapaz de asimilar la noticia.

Cheney me apretó el brazo.

—Ahora vamos a la escena del crimen y no te quiero allí. Podemos hablarlo más tarde, cuando tenga más información.