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Miércoles por la tarde, 20 de abril de 1988

Al volver a casa después del trabajo eché la correspondencia sobre la encimera de la cocina, encendí las luces y me senté frente al escritorio. Necesitaba poner en orden mis ideas. Ahora que la investigación se había ido a pique me parecía imprescindible catalogar lo que sabía anotando en fichas todos los datos. Tenía que haber una pauta, una estructura en la que encajar todas las piezas pequeñas. Como si de una ilusión óptica se tratara, aguardaba el momento en que una imagen acabara convirtiéndose en otra.

Cuando iba al colegio me costaba concentrarme en las clases que me iban mal, principalmente en la de matemáticas. Cada vez que tenía que resolver un problema difícil, no podía evitar ponerme a pensar en otras cosas. Los que eran unos hachas en mates captaban el problema enseguida. No sólo llegaban al meollo de la cuestión, sino que se ponían a chupar el lápiz y a escribir la solución mientras yo seguía retorciéndome en el asiento. Yo no era nada tonta, pero me distraía con facilidad y solía prestar demasiada atención a detalles que acababan siendo irrelevantes.

«Un tren sale de Chicago en dirección a Boston a una velocidad de 100 kilómetros por hora, mientras que un segundo tren sale de Boston hacia Chicago a una velocidad de 130 kilómetros por hora. Un pájaro va volando de un tren a otro…»

Y no pasaba de ahí. Empezaba preguntándome por qué se comportaba el pájaro de forma tan imprevisible. ¿Sería por algún virus que afectaba el giroscopio interno del pájaro? Y entonces me ponía a imaginar quiénes viajarían en el tren y por qué irían de Chicago a Boston. Luego me preguntaba qué estaría sucediendo en Boston para que sus habitantes tuvieran que coger el tren más rápido que salía de la ciudad. Nunca había estado en la ciudad de Boston, y ahora me veía obligada a tacharla de mi lista.

Lo que experimentaba al escribir las notas en las fichas era otra versión de lo mismo. No podía «captar» la idea principal. Era incapaz de entender qué estaba pasando, así que acababa centrándome en detalles que quizá no tuvieran nada que ver con el caso. Por ejemplo, me pregunté qué habrían echado en la limonada de Rain para dejarla grogui. Probablemente algún somnífero que se vendiera sin receta, aunque dar con la dosis exacta no habría sido tan sencillo. Pensé en el raptor disfrazado de Papá Noel y me pareció curioso que hubiera conseguido ese disfraz a principios de julio. A menos que trabajara en unos grandes almacenes por Navidad, o que esperara frente a un supermercado haciendo sonar una campanilla del Ejército de Salvación, no le resultaría fácil alquilar un traje así en pleno verano. No merecía la pena indagar en las tiendas de disfraces de la ciudad por si conservaban algún registro de aquella época. Podría intentarlo, pero después de veintiún años sería como buscar una aguja en un pajar y lo haría únicamente para tener algo de lo que ocuparme.

Solté el boli. Era inútil. Aunque esté concentrada en otra cosa, subconscientemente sigo dándole vueltas a lo que me preocupa. Anotar los detalles más nimios es un juego que me permite bloquear de forma temporal la parte analítica de mi cerebro, pero en aquel momento la frustración me estaba saboteando los circuitos. Era muy pesado repasar una y otra vez los mismos datos inconexos sin introducir información nueva. Podía amañar la historia tanto como quisiera, pero el resultado seguía siendo el mismo: Michael Sutton no tenía razón. Se había equivocado. Todo lo que se sostenía sobre esta premisa básica se había desmoronado.

Enfadada, recogí las fichas, las sujeté con una goma y las metí en un cajón. Ya me había hartado. Necesitaba la compañía y los consejos de Henry. Abrí la puerta de entrada y miré hacia su cocina, pero todas las luces estaban apagadas. Cogí la chaqueta y el bolso, cerré la puerta con llave y fui directamente al restaurante de Rosie. Vi a Henry nada más entrar. Saqué una silla de debajo de la mesa y me senté, sin dejar de observar el plato que Rosie le acababa de poner delante.

Dirigiéndose a ella, Henry dijo:

—Gracias, querida, tiene una pinta estupenda.

Después sonrió mientras la observaba alejarse.

—¿Es el plato del día?

Henry negó con la cabeza.

—No, no. Eso mejor ni probarlo.

Henry miró por encima del hombro para asegurarse de que Rosie no rondaba por allí. Estaba en la barra charlando con William, pero no nos quitaba ojo.

Henry se llevó la mano a la boca, por si Rosie había aprendido a leer los labios últimamente.

—Ha hecho hígado de ternera con salsa de anchoas. Va acompañado de un tazón de sopa a base de chucrut. —Henry hizo una pausa, se puso bizco y luego señaló su plato—. Lo que estoy comiendo es col rellena, y no está nada mal.

—Ya lo capto —respondí.

Henry hizo otra pausa y se me quedó mirando.

—¿Cómo estás? Hace días que no te veo.

—Sigue comiendo. Déjame que vaya a buscar una copa de vino y te pondré al día.

—Me muero de impaciencia —respondió.

Cuando llegué a la barra, Rosie había desaparecido y William ya me había servido una copa de vino peleón.

—Gracias, William. ¿Le dirás a Rosie que me traiga la col rellena? Tiene una pinta fantástica.

—Claro.

Volví a la mesa con la copa en la mano y al cabo de un momento apareció Rosie con mi plato. Henry y yo nos pasamos los cinco minutos siguientes en cordial silencio mientras comíamos. Cuando hay comida de por medio, no estamos para tonterías. Como recompensa por haber rebañado el plato, Rosie nos trajo sendos trozos de tarta de chocolate con semillas de amapola que nos hicieron gemir de satisfacción.

—Cuéntame qué te pasa —dijo Henry—. Cuando has entrado, parecías tan enfadada que no me he atrevido a preguntártelo. ¿Problemas familiares o de trabajo?

—De trabajo.

—Pues sáltate esa parte y ponme al día sobre los líos de tu familia.

—Ya no recuerdo qué te conté la última vez que hablamos. ¿Te dije que cené aquí con Tasha hace una semana?

—Primera noticia.

—¡Caray! Pues no estás nada al día.

—No importa —repuso Henry con suavidad—. ¿Qué quería Tasha?

—Sorprendentemente, nada. Me entregó un fajo de cartas que había encontrado mientras ordenaba los ficheros del abuelo Kinsey. Algunas que Grand le escribió a la tía Gin, y otras que me envió a mí. No las he leído todas. Sólo le he echado un vistazo a alguna por encima, pero ahora sé que Grand hizo todo lo posible para conseguir que la tía Gin le cediera a ella mi custodia. Ya te puedes imaginar cómo se lo tomó mi tía. Al parecer, leyó la primera carta y devolvió las otras sin abrirlas siquiera. Grand se vengó contratando a un detective privado para que nos espiara. —Hice una pausa y me corregí—. Bueno, «se vengó» suena demasiado fuerte. Digamos que quería pruebas que demostraran que Gin no era una buena figura materna.

—¿Y quería demostrarlo jugando limpio o sucio?

—A eso voy. Grand tenía el presentimiento de que la tía Gin era lesbiana y supuso que, si podía demostrarlo, poseería las armas necesarias para obligarla a claudicar. Pero las cosas no salieron como Grand esperaba.

—¿Y ponía todo eso en las cartas? Me cuesta creer que lo dijera tan abiertamente.

—Era demasiado lista como para hacerlo. Entre otras cosas, Tasha encontró las facturas del investigador privado al que Grand contrató. Ayer fui en coche hasta Lompoc para hablar con él. Es un tipo agradable, aunque poco dado a hacer confidencias. ¡Maldita sea! Tuve que sacarle la información con sacacorchos, pero acabó confesándome lo que tramaba Grand. Él la convenció de que la tía Gin era heterosexual, que es lo que siempre creí yo. Grand se echó atrás y así acabó todo. —Levanté un dedo—. Pero me ha quedado una pequeña duda. Se me ocurrió preguntarle si mentiría sobre una cosa así. Me intrigaba saber si estaba echando balones fuera para quedar bien conmigo en un intento por presentar a la tía Gin mejor de lo que era. Esquivó la pregunta y se fue por la tangente. No digo que mintiera, aunque estoy casi segura de que ocultaba algo. Puede que esto no signifique nada, pero no lo creo al cien por cien.

—Muy pocas cosas en la vida son seguras al cien por cien.

—Ahí has dado en el clavo.

—¿Y ahora qué piensas hacer? Supongo que esto impedirá que vayas a la gran celebración familiar a finales de mayo.

—Probablemente. Aún no lo he decidido.

Rosie vino a recoger los platos de postre, por lo que cambiamos de tema hasta que volvió a la cocina con la bandeja.

—Ahora cuéntame lo del trabajo. Lo último que sé es que le pediste a William un trapo para limpiar una chapa de perro que olía a rata muerta.

—¡No estás nada al día! Mea culpa. Por decirlo lisa y llanamente, he llegado a un punto muerto.

Empecé por la revelación de Diana y Ryan sobre la fiesta de cumpleaños de Michael Sutton en Disneylandia y luego retrocedí en el tiempo para contarle a Henry mi viaje a Peephole, así como la conversación que mantuve con P. F. Sánchez, quien acabó dándome la información sobre el veterinario que sacrificó a su perro. Le describí con bastante detalle el cobertizo de la parte posterior de la clínica veterinaria, donde depositaban a los animales sacrificados para que los recogiera el servicio de control animal. También le hablé de Deborah Unruh y de la niña de cuatro años, Rain, que había servido a los raptores como «niña de ensayo». A continuación le hablé de Greg y Shelly y de mi encuentro con el hijo de esta, Shawn, el cual me aseguró que la pareja no estuvo metida en el rapto porque para aquel entonces ya había salido del estado y se dirigía a Canadá. Mi perorata duró casi quince minutos y, aunque esté mal que yo lo diga, me pareció que lo había resumido todo de forma admirable.

Al repasar la historia a medida que se la contaba a Henry aún le seguía encontrando cierta lógica. Mi conjetura principal estaba equivocada, pero algunos detalles continuaban intrigándome, incluso ahora. Ulf, el perro lobo. Las similitudes entre los dos delitos. Las peticiones de rescate, por un total de cuarenta de los grandes. No podía ver las conexiones, pero debía de haberlas.

Henry parecía absorberlo todo, aunque no tengo ni idea de cómo conseguía recordar quién era quién. De vez en cuando me interrumpía para hacer alguna pregunta, pero, en general, parecía seguir bien la historia. Cuando acabé, reflexionó brevemente y luego dijo:

—Volvamos a la conversación que tuviste con Stacey Oliphant. ¿Por qué está tan seguro de que los raptores no eran delincuentes profesionales?

—Porque pidieron calderilla, por decirlo en palabras de Dolan. Tanto a Stacey como a Dolan les pareció raro que pidieran quince de los grandes cuando podían haber pedido mucho más. Stacey supuso que, de haber sido profesionales, habrían exigido una cantidad bastante más elevada.

—Quizá no fuera calderilla para ellos. Si eran novatos, quince mil les habría parecido una fortuna.

—El dinero no puede decirse que les sirviera de mucho. Patrick fotocopió los billetes y luego los marcó…

Henry frunció el ceño.

—¿Cómo?

—Con un rotulador fluorescente que usaba cuando hacía inventario de los artículos de exportación de su fábrica de ropa. Deborah dice que las marcas habrían resultado visibles bajo una lámpara de luz ultravioleta, un artilugio que muchos niños tenían en aquella época. También dice que el dinero no volvió a aparecer, al menos por lo que ella sabe.

—Los raptores debieron de darse cuenta.

—Eso mismo pienso yo.

—Probablemente por eso lo intentaron de nuevo —dijo Henry—. Si descubrieron que los billetes estaban marcados, no podían arriesgarse a ponerlos en circulación, así que se deshicieron de ellos y volvieron a intentarlo. Pero esta vez raptaron a Mary Claire en lugar de a Rain.

—¡Mierda! Espero que no fuera así. Eso significaría que Patrick propició sin querer el segundo rapto. Si el dinero hubiera estado limpio, puede que se hubieran contentado con lo que consiguieron la primera vez y no habrían probado suerte de nuevo.

—Te diré algo que se me acaba de ocurrir. Supón que cuando Sutton fue a parar al claro del bosque, los dos tipos no estuvieran cavando un hoyo para enterrar a la niña. ¿Y si pensaban enterrar el dinero marcado?

Me lo quedé mirando.

—¿Y en vez de eso entierran al perro? ¿Cómo pudieron hacerlo?

—Es muy sencillo. Mientras uno se queda en el bosque para vigilar el hoyo, el otro se va, roba el cuerpo del perro y vuelve de nuevo al bosque. Echan al chucho en el agujero y esconden el dinero en otra parte.

—¿Cómo sabían dónde encontrar un perro muerto?

—Ni idea —respondió Henry—. Tú misma me has dicho que al menos doscientas personas podrían haber conocido la existencia del cobertizo y del servicio de recogida de animales.

—¿Y todo esto porque les preocupaba que un niño pequeño descubriera el pastel?

—¿Por qué no? Estoy dando palos de ciego, pero creo que tiene sentido. ¿No me contaste que Patrick metió el dinero en una bolsa de deporte, y que luego la echó al arcén?

—Exacto.

—Pues imagínate la siguiente escena: dejan a Rain dormida en el parque. Han contado el dinero y saben que está todo. Al volver a su casa descubren que los billetes brillan como luces de neón.

O bien quisieron deshacerse del dinero, o pensaban esconderlo hasta que les pareciera seguro gastarlo. Cuando apareció aquel niño, decidieron que era demasiado peligroso dejar el dinero en el bosque.

—Lo del perro muerto es un poco melodramático, ¿no te parece? ¿Por qué no se limitaron a llenar el agujero?

—Querían procurarse una tapadera para poder explicar lo que estaban haciendo. Y efectivamente: la policía exhuma el cuerpo del perro y ahí se acaba la historia. No es ningún misterio, alguien ha enterrado a una mascota. Puede que hayan pasado veintiún años, pero eso te demuestra lo astutos que eran esos tipos.

—¿«Eran»? Buena idea. Puede que ahora estén muertos, o en la cárcel.

—Ojalá —respondió Henry.

Al llegar a casa decidí consultar las sugerencias de Henry con la almohada. Había estado pensando demasiado en el tema y, en vez de aclararme, había acabado confundiéndome aún más. Entre tanto, se me había ocurrido otra cosa. Caí en la cuenta de que podía encontrar una manera de descubrir si Hale Brandenberg había sido sincero acerca de la orientación sexual de la tía Gin. No es que me importara, pero soy una obsesa de la verdad (a menos que esté ocupada mintiéndole a alguien). Puede que las pruebas estuvieran a mi alcance.

Subí la escalera de espiral hasta el altillo. A los pies de la cama tengo un viejo baúl que uso para almacenar diversas cosas. Quité lo que había encima y abrí la tapa. Después fui sacando montones de ropa de invierno cuidadosamente doblada que había guardado junto con bolas de naftalina. Del fondo del baúl rescaté una caja de zapatos llena de fotos antiguas y las eché sobre la cama. Si la tía Gin tenía una «amiga especial» cuya existencia estaba intentando ocultar Hale, puede que dicha amiga apareciera en alguna fotografía tomada años atrás. La tía Gin solía verse con unos cuantos matrimonios, pero también salía con otras mujeres.

Las fotografías cuentan una historia que a veces no se aprecia hasta que la vemos como un todo. Hay rostros que aparecen y desaparecen; relaciones que se forman y que luego se rompen. Nuestra historia social se conserva gracias a las imágenes fotográficas. Puede que alguien hubiera capturado alguna instantánea que esclareciera la cuestión. Me senté en la cama y fui mirando las fotos una a una, sonriendo al ver las caras de personas a las que reconocía. De algunas recordaba incluso el nombre. Stanley, Edgar y Mildred. Había olvidado cómo se llamaba la mujer de Stanley, pero sabía que los cinco solían jugar a cartas: canasta y pinacle. La mesa de la cocina estaba cubierta de ceniceros y vasos de whisky, y todos se reían a carcajadas.

Encontré imágenes de dos mujeres solteras a las que también recordaba: Delpha Prager y otra llamada Prinny Rose nosequé. Sabía que la tía Gin había trabajado con Delpha en La Fidelidad de California, pero no estaba segura de dónde había conocido a Prinny Rose. Estudié las fotos: en algunas aparecía la tía Gin, otras eran de grupos en los que estaban las dos mujeres, o una de ellas. Si hubo sonrisas secretas entre ellas, o miradas furtivas que la cámara pudiera haber captado, yo no aprecié ninguna señal. Supongo que había imaginado que se agarrarían por los hombros o que juntarían las manos más de la cuenta sobre una mesa, toda una serie de gestos íntimos que ninguna de las dos sería consciente de haber revelado. No vi nada que me pareciera remotamente insinuante. A decir verdad, no había ni una sola fotografía en la que la tía Gin tuviera contacto físico con alguien, lo cual suponía otro tipo de confirmación: no era de esas personas que siempre te están sobando para mostrarte su empatía.

Me maravilló ver lo joven que parecía mi tía en las fotos. Durante mi infancia y mi adolescencia ella estaría entre la treintena y la cuarentena. Ahora me daba cuenta de lo guapa que era, algo en lo que no había reparado antes. Gin era esbelta, llevaba gafas con montura metálica y el pelo recogido en un moño que podría haber parecido pasado de moda, pero que en ella quedaba elegante. Tenía los pómulos salidos, una buena dentadura y una mirada cálida.

Siempre había pensado que parecía una institutriz, pero no era eso lo que reflejaban las fotos.

Encontré un sobre cerrado con cinta adhesiva tan vieja y amarillenta que ya no pegaba. En la parte exterior del sobre, Gin había escrito: VARIOS 1955, con la cursiva de trazo firme que enseguida reconocí. Mi interés fue en aumento. Saqué una selección de instantáneas del sobre: yo aparecía en las primeras fotos, a los cinco años, con expresión sombría. Era una niña baja para mi edad, con las piernas y los brazos muy huesudos. Tenía el pelo largo, recogido a los lados con dos pasadores. Llevaba faldas que me iban demasiado largas y zapatos marrones con calcetines blancos caídos. Aquella Navidad haría unos seis meses que vivía con ella, y al parecer no me lo estaba pasando demasiado bien.

La siguiente fotografía que encontré me sorprendió tanto que me hizo soltar una exclamación de incredulidad. La tía Gin estaba en brazos de un hombre al que reconocí nada más verlo, aunque tenía treinta años menos en la foto: Hale Brandenberg. Mi tía se apoyaba contra el cuerpo de Brandenberg y le sonreía con el rostro levemente ladeado. Él también la miraba. En las cinco fotos siguientes salían los dos haciendo tonterías. En una jugaban al minigolf y hacían el payaso ante un fotógrafo que podía haber sido yo, dado que tenían la parte superior de la cabeza cortada y se veía un dedo borroso que cubría parte del objetivo. Otra fotografía había sido tomada en la glorieta del parque de la colina que fuera tan popular entre mis compañeros de instituto. Había dos instantáneas de los tres, en las que yo aparecía sentada sobre las rodillas de Hale con sonrisa desdentada. Ya habría cumplido probablemente los seis años y estaría en primero de primaria, puesto que había perdido ya varios dientes de leche. Llevaba el pelo corto, quizá porque la tía Gin se hartó de tener que peinarme. Hale parecía un vaquero de película: bien afeitado, alto y musculoso. Llevaba una camisa de franela, pantalones vaqueros y botas. No recordaba que hubiera formado parte de nuestras vidas, pero allí estaba. Ahora entendía por qué me había resultado tan familiar cuando lo vi por primera vez. Además, caí en la cuenta de que la tía Gin habría tenido mi edad, treinta y ocho años, cuando floreció ese romance tardío.

Finalmente sabía por qué Hale estaba tan seguro de la orientación sexual de mi tía, y por qué conocía tan bien sus dotes de madre. Se me ocurrían cientos de preguntas sobre la relación que mantuvieron, pero ahora no era oportuno hacerlas. Puede que más adelante lo invitara a tomar algo y le revelara lo que había descubierto. Por el momento, devolví las fotos al sobre medio roto, lo dejé a un lado mientras metía el resto de fotografías en la caja de zapatos, y volví a guardar toda la ropa. No sabía qué pensar acerca de mi descubrimiento. Hale podría haber sido un segundo padre para mí si él y la tía Gin hubieran permanecido juntos. Ella no le daba demasiada importancia al matrimonio, y puede que no estuviera hecha para mantener relaciones duraderas. Pero fue feliz durante algún tiempo y, en esas pocas imágenes, vi que yo también lo había sido.